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El aire del barrio
Jorge Alfonso

I

Mi avioncito vuela suavemente sobre la zona de guerra. Piloteo tranquilo, aunque la calma es sólo aparente. Surgen en el horizonte dos baterías antiaéreas, pero las hago pelota enseguida. Nunca llegué a este punto del mapa y no tengo idea cómo estarán equipados los enemigos.

Ahora aparecen cuatro formaciones de aviones rojos. Disparan más rápido y en cantidades que nunca antes había visto. Pasan rozándome el ala izquierda, pero uso mis armas con precisión y caen prendidos fuego y desaparecen.

Miro mis vidas. Me quedan tres. Es la última pantalla pero me siento cómodo, confiado, sin miedo. Siguen apareciendo aviones, baterías antiaéreas y muchos tanques, pero eludo todos sus disparos y arraso con ellos. Ya falta poco. Economizo las bombas para el jefe final, mientras llegan los últimos aviones, que no sólo disparan furiosamente, sino que también tratan de chocarme. A algunos les tiro metralla y caen podridos a tierra. Del resto escapo y veo cómo revientan en la parte de abajo de la pantalla.

La música cambia y se vuelve de suspenso. Es el gran jefe. Una especie de avión gigante que dispara una cantidad absurda de fuego por diez lugares distintos y lanza aviones chiquitos que se me tiran encima. Pierdo todas mis vidas a excepción de la que estoy jugando. Increíblemente sigo confiado. Lanzo las bombas que reservé para él. Disparo y disparo metralla hasta que me duele el dedo. El avión gigante va cambiando de color, señal que ya no le queda mucho. Lanza montones de avioncitos kamikazes, pero tampoco pueden conmigo. Sé que lo voy a lograr. Sus torretas de artillería empiezan a prenderse fuego. Ya casi. Concentro el ataque en el centro. El incendio se extiende por la nave enemiga. Empiezo a sonreír malignamente, esperando el momento final, anticipándome a la música feliz y al portaaviones esperándome con los honores que merezco. Y suena el teléfono. Me distraigo apenas un segundo y cuando vuelvo a la pantalla ya hay dos proyectiles demasiado cerca como para cualquier tipo de maniobra evasiva. Mi avión explota.

Agarro el teléfono.

–¿Hola?

Es Javier, que me invita a una salida por el barrio La Comercial.

–Dale, vo, venite. ¿Qué es esa musiquita pelotuda?

Yo suspiro y miro la pantalla. Un cartel amarillo indica Game Over, y la musiquita pelotuda me suena igual a una marcha fúnebre. Trato de explicarle a Javier que perdí mi oportunidad de salvar al mundo por su culpa.

–No jodas, vo, vas a quedar loco con esos jueguitos de mierda. Vení a tomar un poco del aire del barrio. ¿Venís? Bueno, te dejo. Nos encontramos en lo del Tato.

II

Son las tres y media de la mañana. Desde las once con Javier y el Tato recorrimos el barrio de arriba abajo sin que yo notara grandes diferencias entre el aire de La Comercial y el de mi cuarto. Sin embargo esas pocas horas bastaron para que camináramos inútilmente hacia un baile que nunca existió, organizáramos una batucada con tres enormes latas de salsa de tomate, nos cruzáramos con un loco que defendía con pasión a un político muerto varias décadas antes de que nosotros naciéramos, y también para que robáramos unas cuantas cajas de madera de una camioneta estacionada. Todo maravillosamente carente de propósito o idea previa.

Ahora estamos sentados en el cordón de la vereda, como en la canción, aunque no exactamente como en la canción. Fumé demasiada marihuana, tomé demasiado vino. Tengo ganas de vomitar y de dormir y de correr, y todo a la vez, pero no hago nada de eso. Las cajas destartaladas se apilan junto a nosotros. Toco sus bordes ásperos y sacudo la cabeza sin entender. ¿Para qué las habremos afanado si no las precisamos para nada?

Me llega la botella de vino. Apenas la beso y la paso enseguida. El tiempo es como un abanico que nos mueve los pelos de tanto en tanto. Charlamos interminablemente sobre las posibles formas de acabar con la infelicidad del hombre, mientras fumamos tabaco y marihuana mezclados.

De repente y sin motivo aparente, Javier corre como loco hasta la esquina. No me sobresalto demasiado porque ya casi me acostumbré a sus reacciones imprevistas. Ahora se detiene a unos treinta metros de donde estamos. Parece concentrado en algo, una cosa marrón-negruzca que hay en el suelo y que a la distancia no puedo distinguir bien. Javier tantea la cosa con el pie y la cosa se mueve un poco. Distingo una cola larga y finita. Ahora me doy cuenta. Es una rata, o un ratón, o algo por el estilo. No se mueve; debe estar muerto. Vuelvo a concentrarme en los adoquines de la calle, pero el Tato me toca el brazo. Miro de nuevo y veo que la rata empieza a corretear de un lado a otro mientras Javier la persigue gritándole obscenidades. En la calle no hay nadie más que nosotros para ver al flaco enteramente vestido de negro, cargando la botella de vino por la mitad y corriendo al bicho de acá para allá. Cada tanto la rata se queda quieta, reponiendo fuerzas. Entonces Javier se para al lado y espera.

–Está envenenada –sentencia el Tato, que no se pierde ni un detalle de la escena.

El animal sigue sin moverse. Ya debe estar a punto de subir la escalera de luz hacia el cielo de las ratas, pero Javier se impacienta y taconea el piso con fuerza. Mágicamente el bicho vuelve a su trotecito rápido, sin que mi amigo le pierda pisada. Cada tanto intenta escaparse por las bocas de tormenta, pero Javier es más rápido y se lo impide siempre en el último segundo.

El juego se prolonga por un buen rato. Luego el Tato se une a Javier y juntos colaboran para evitar cualquier posible huida. La rata por fin parece decidida a no continuar moviéndose, a pesar de los taconeos insistentes de mis amigos.

–Vo, falleció –me informa el Tato a los gritos mientras vuelve jadeando a sentarse conmigo.

Javier encuentra dos palitos y después de probar varias veces logra cargar con ellos el cuerpo de la rata hasta nosotros. Se sonríe y nos levantamos como resortes porque sabemos que va a tratar de tirárnosla encima.

–¡No jodas, vo, sacá esa porquería! –haciéndose el indignado.

Con la cara de un niño al que le descubren la travesura, Javier deposita el cadáver en el suelo. Nos reunimos alrededor de la rata y la examinamos con cuidado. Es negra y grisácea, repugnante, bigotuda y con dientes muy grandes para su tamaño.

Javier sigue pinchándola con un palito, sin éxito.

–"Se ha ido" –comento a mi amigo dándole unas palmaditas en el hombro.

Él se sonríe contra su voluntad, pero sigue picándola (por las dudas).

–Sí ¿no? Está mas muerta que los cuadros uruguayos en la Libertadores –acepta.

–Bueno –dice el Tato rascándose la espalda con la botella–. Es obvio lo que hay que hacer, ¿no? Vamos a cremarla.

III

Las cajas de madera arden despacio. Caminamos cada cual por su lado buscando ramas, papeles, cualquier objeto combustible para agregar a la pira funeraria. Volvemos a sentarnos junto a la provisión de leña, que va aumentando rápidamente a medida que partimos a conciencia las cajas que quedan.

Tomo otro trago de vino y observo el fuego. No brilla tanto como el que tenían los aviones de la computadora cuando explotaban, ni es tan perfecto ni ordenado, pero arden en él dos virtudes que el electrónico nunca podría tener: nos calienta a los tres del frío terrible del invierno y por si fuera poco sus llamas son absoluta y soberbiamente impredecibles.

Cuando la fogata ya está bastante alta, con gestos ceremoniosos y refinados Javier comenta en un susurro que va a proceder a la cremación.

El Tato y yo nos levantamos como si el cura estuviera a punto de dar la misa. Entre los dos colocamos una madera grande y chata encima del fuego. Javier la observa hasta que empieza a arder. Ayudándose con los palitos coloca encima el cuerpo de la rata.

–Vos que sos escritor, mandate alguna oración por el "roedor" –pide el Tato.

–Hermanos –bebo un buen trago de vino y empiezo a discursear sin soltar la botella–. El bicho de mierda éste, del que ignoramos nombre, sexo y demás datos filiatorios que no interesan ahora, vivió seguramente una vida muy plena comiendo desperdicios y transmitiendo pestes, a la usanza y tradición de su asquerosa especie. Hoy, que ha decidido abandonarnos, con dolor lo despedimos y le deseamos buen viaje. Que en su nuevo hogar no falte la basura y que se le perdonen todos sus pecados, si los tuviera. Amén.

–Amén –dice el Tato.

–Amén –dice Javier.

Volvemos a sentarnos junto a la fogata. El pelaje de la rata va siendo devorado por las llamas, a la vez que un olor espantoso nos obliga a alejarnos. Desde la distancia contemplamos en silencio los colores del fuego.

Prendo un cigarrillo y lanzo las cenizas sobre un papelito que vino volando, pero de repente estamos en presencia de eso. Podría llamarlo aullido, grito o gritito agudo, lastimero, penetrante, siniestro, espectral, terrorífico, pero no sería suficiente para definirlo. En esos tres o cuatro segundos dejo de ser lo poco que soy y me convierto en una caja de resonancia para el horror. Es un verdadero "momento kodak" el que se nos va grabando en las retinas: la rata contorsionándose prendida fuego y chillando para luego caer lentamente sobre las brazas.

El Tato es el primero en sacarnos del trance. Festeja alzando el puño y gritando:

–¡Esas ratas de La Comercial, que no ni no!

Luego me interroga sobre mi idea del cielo de las ratas, si es tan grande y luminoso como él se imagina y si las ratas fornican y chupan o están más allá de esas cosas. Yo le cuento que sí, que tienen prostíbulos para ratas donde toman grappa y manosean ratitas en ropa interior mientras persiguen a humanos chiquitos que se arrastran y corren a esconderse en los rincones.

–Le hicimos un favor, entonces –decide antes de tomarse lo que queda en la botella.

Pasan unos niños vecinos de Javier, que paran a preguntarle por la fogata.

–Es un asado que estamos haciendo. Si quieren sirvansé, nomás.

Los niños miran dudando la fogata casi apagada. Yo les explico que es una rata muerta y carbonizada, pero no me creen y van a revisar por sí mismos. El cuerpo está tapado por las maderas y la ceniza. No lo ven. Se alejan a las risas.

El Tato tira la botella lejos y nos mira con cara de haber resuelto una cuestión importante.

–Bueno, ahora hay que enterrarla.

IV

Con cualquier cosa que pueda servir, maderas sueltas, palos y hasta con las manos, empezamos a escarbar en la base de un árbol. Cuando ya las uñas de los tres están negras y el pozo es lo suficientemente profundo, llega el momento más sagrado: el entierro. Me lamento de haber gastado las palabras grandilocuentes en la cremación prematura. Ahora que el Tato me hace gestos para que hable ya no se me ocurren otras y no tengo ganas de seguir improvisando.

Javier transporta los restos del bicho a su destino final con ademanes de sepulturero experimentado y lo deposita con la suavidad que le correspondería a una princesa egipcia. Luego todos ayudamos a cubrir el agujero y colocar una chapa encima. El Tato no parece cien por ciento complacido y talla en el metal una cruz cristiana. Yo paladeo la perfección de la ceremonia y evito pensar en palabras como blasfemia o sacrilegio. Me siento tan cansado como si hubiera estado toda la noche arrastrando un tren. Javier fuma y el Tato hace malabares con dos piedritas.

¿Dónde se podrá conseguir vino a esta hora? nos preguntamos. El almacén abierto más cerca está a once cuadras y nadie tiene ganas de caminar, pese a las emanaciones de algunos restos en la fogata, que todavía nos obligan a taparnos la boca y la nariz con el buzo, según cambia el viento.

–El aire del barrio, ¿eh Javier?

Su sonrisa coincide con el regreso de los mismos chiquilines de hace rato, que por segunda vez paran donde estamos sentados.

–¿Y la rata, Javier? –preguntan casi a coro.

–Está muerta y enterrada –sentencia el Tato.

Los niños dudan y siguen preguntando. Quieren saber el lugar del sepulcro. Javier se niega a decirles, pero entonces descubren la lápida y se acercan curiosos, con las piernas temblándoles un poco por el miedo y la excitación. Mientras uno prueba a preguntarle al Tato si realmente hay una rata enterrada en el árbol, los otros quitan la lata y empiezan a escarbar con palitos.

El Tato se despereza y luchando a brazo partido con la borrachera, logra cargar su morral y levantarse. Yo también me levanto, suspiro y prendo otro cigarrillo como homenaje a todos los miles de muchachos que languidecen jugando en oscuros cuartos con aviones voladores electrónicos y mentirosos.

Javier se dirige hacia los niños con cara de enojado. Ellos detienen la excavación y se lo quedan mirando.

–¡Vo, no profanen la tumba, che! –ordena.

Los chiquilines se asustan y salen corriendo.

Porrovideo
Jorge Alfonso

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