Candilejas (Limelight - 1951)

por Hugo Alfaro

A la edad de sesenta y tres años. Charles Chaplin retoma el camino de Luces de la ciudad (1930). Había sido apartado de él por su propia actitud ante el advenimiento del cine sonoro, del que abjuró públicamente y con ardor, porque destruía su concepción del cine; porque obligaba a hablar al vagabundo Carlitos, que no había necesitado hacerlo antes, y que debía su gracia y su sentido universal sólo a la peculiaridad de la mímica, del vestuario y de la conducta. En los veinte años de desorientación que siguieron, Chaplin realizó Tiempos modernos (1936), El gran dictador (1940) y Monsieur Verdoux (1946) para testimoniarla. No sólo debió admitir en ellas que el cine es ahora sonoro y parlante, sino que invadió los micrófonos con palabras que desplazaron todo sentido cinematográfico, para expresar una ideología, valiosa por su contenido u oportunidad, o ambas cosas, pero sin verdadero interés artístico. No se puede, sin embargo, dejar de mirar con respeto esta obra de veinte años de un artista equivocado que trata, solo y en un medio hostil, de poner al día una estética envejecida, y no encuentra el modo. Visto a la luz de Candilejas, todo ese período de vacilación aparece como un esfuerzo infructuoso de Chaplin por despojarse de Carlitos, por renunciar al pasado. No debe sorprender que la empresa haya sido tan lenta ni que esté jalonada por tan distinguidos fracasos. Casi no puede concebirse al vagabundo sin su creador, y la muerte de aquél parecía indicar la de éste, sin alternativa. Candilejas da un giro inesperado a lo que parecía ser de la naturaleza de las cosas. El protagonista ya no es Carlitos, ni un transparente símil suyo, como ocurría con los héroes de sus tres últimos filmes. Aquí, en un Londres popular y callejero de 1914, tiernamente evocado, el protagonista es Calvero, comediante de «music hall», otrora famoso, que ve llegar la vejez, y antes que ella su decadencia y el vacío de los públicos. Se trata de un nuevo personaje, nada regocijante por cierto, con la cara envejecida y sin maquillar del actor Charles Chaplin, que lleva con patética dignidad (y algunas borracheras) el peso del fracaso, y que no trafica con el prestigio acordado por el público a la personalidad fabulosa de su personaje. Como en Luces de la ciudad, explicada por treinta años de cine chaplinesco pero que igual valía sin ellos, también Candilejas es una unidad dramática independiente, que puede y pide ser juzgada por sí misma.

El coraje que necesitó Chaplin para sacrificar a Carlitos (estuvo veinte años tomando aliento para decidirse), sólo es comparable con la fuerza dramática de su nueva creación, Calvero. Pero no se trata de la sustitución de un mito por otro. Calvero sólo es un amargo comentario sobre la declinación del talento y sobre la muerte que llega, tan callando. De hecho, es un amargo comentario autobiográfico en el que Chaplin se ve a sí mismo olvidado por el público que lo amó como a ninguno de sus ídolos. Y esto no es mera coquetería o narcisismo de un egocéntrico. Su último film, M. Verdoux, había recogido, por igual, escepticismo y panegíricos mal fundados de parte de la crítica; pero del público -un público al que se sabe adicto a Chaplin- sólo recogió frialdad e indiferencia y el consiguiente colapso económico. Calvero es, entonces, el propio Chaplin que advierte los síntomas de su ocaso, reconoce en ellos una rica sustancia dramática y la transforma en Candilejas, una paráfrasis de su vida que es un «adagio» sobre la vejez de los cómicos, dicho con tremenda sinceridad.

En Candilejas todo es chaplinesco. Ya se sabe que pertenecen a este enemigo de los trusts el argumento, los diálogos, el libreto, los versos de las canciones, las canciones, la música, la coreografía del ballet de Colombina, la interpretación propia y buena parte de la ajena, la producción y la dirección del film. Refiriéndose a Sidney, a Charlie (Jr.) y a sus tres hijos que aparecen en la primera escena, un humorista dijo que además prohijó a varios del reparto. La película es chaplinesca en otros sentidos, menos alusivos a los Derechos del Autor. Es chaplinesco el sentido de la historia, donde una joven bailarina inválida, por parálisis psicológica, recibe del desilusionado Calvero una poderosa irradiación de alegría y de fe en la vida que la hace reponerse y triunfar en su arte, mientras el cómico declina en el suyo hasta que muere, en la misma función de beneficio en que había reconquistado a su público. Chaplinescos son también los caracteres de los protagonistas y los enterizos sentimientos que los mueven (la solidaridad, la ternura, un concepto puritano de la dignidad) y el modo directo de expresarlos, sin temor a que las efusiones los hagan parecerse alguna vez a la sensiblería. Tampoco desmienten su origen los diálogos de Candilejas, sólo que aquí no son postizos; no están dichos, como los de El gran dictador y M.Verdoux, desde una tribuna para difundir las ideas personales del Sr. Chaplin sobre tópicos de hoy y de siempre. Aquí integran un contexto humano y dramático donde esas palabras, psicológicamente, caben. Y si se reconoce demasiado en ellas la ideología de Chaplin es porque en la misma medida se reconoce a Chaplin en Calvero. Más profundamente chaplinesca es la melancolía que habita, silenciosa, en todos los rincones del film y que la música subraya con su reiterado «pathos» romántico. Es el mismo delicado sentimiento que invitaba a la meditación y a la nostalgia en el último acto de Luces de la ciudad, y que aquí como en Umberto D., del también chaplinesco Vittorio de Sica, es la comunicativa esencia de todo el film.

Parece evidente que Candilejas no puede ser juzgada de acuerdo a los cánones habituales de la crítica cinematográfica. Esto no significa un privilegio acordado gratuitamente a Chaplin, para perdonar en el los defectos que no dejarían de señalarse a otro realizador menos famoso. Es simplemente el homenaje que se debe al estilo. Sin esta comprensión adulta del punto, la crítica habría rechazado púdicamente (erróneamente) a Iván el Terrible de Eisenstein, por ser operática, y a La malvada, de Mankiewicz, por ser teatral. Con esa deseable comprensión, una parte de ella rechazó, en cambio, Tiempos modernos, El gran dictador y M. Verdoux, porque el producto no era bueno aunque se lo juzgara en los términos de su creador.

Candilejas tiene la simplicidad de construcción típica en toda la obra de Chaplin, pero posee una unidad de estilo de que carecen incluso Luces de la ciudad y La quimera del oro. Hay una íntima coherencia en la conducta de sus personajes y en el calculado desarrollo de la acción. Y tanto los números de comedia por Calvero como los de ballet por Terry, no sólo no quiebran la unidad del conjunto sino que integran y enriquecen poderosamente la acción dramática. Claro que el estilo de Chaplin no puede dejar de parecer primitivo y aún arcaizante, en medio de los progresos de expresión dramática logrados por el cine en los últimos años. Aunque él desconfía sarcásticamente de la palabra progreso, este heroísmo de la precariedad no debe ser motivo de orgullo para nadie, y así lo comprendió el propio Chaplin, que en Candilejas toma nota de modernos recursos de técnica cinematográfica. Pero es improbable que se deje ir muy lejos en esta dirección. Por un lado seguirá fiscalizando la mayor parte de la ejecución de sus filmes y esta absorción impone naturalmente un máximo descarte de complejidad; por otro, a la índole de los temas y sentimientos que pone en juego conviene la narración sumaria y directa. Hoy como ayer, la política de Chaplin es mantener al espectador lo más cerca posible de los protagonistas y castigar su emoción con un crescendo al término de cada secuencia. El efecto es aquí casi infalible, excepto un par de veces en que las lágrimas de Claire Bloom, por repetidas, no encuentran eco en la platea.

Y sin embargo esta simplicidad de estilo puede ser engañosa si se la toma, en conjunto, por insuficiencia. Cuando es necesario Chaplin sabe encontrar un recurso sutil que aumente la sugestión poética de una escena o la de toda la película, como los dos hermosos «travellings» con que ésta comienza y termina. El primero, rápido y hacia adelante, termina en el lecho donde yace Terry, en su intento de suicidio; el último, lento y hacia atrás, parte de la camilla donde Calvero yace muerto, en bambalinas, y termina con el primer plano de Terry bailando. Son de antología otros momentos en que la sencillez del recurso no hace más que acentuar la belleza del resultado. Por ejemplo, el primer plano del comediante oprimido por el sueño en que se imagina a sí mismo triunfador, mientras una lenta y emotiva panorámica muestra la sala vacía del teatro. U otro primer plano en que se van apagando las luces sobre el rostro de Calvero, en el ensayo de Terry, donde un clima de pesadumbre ya había sido insinuado por los contrastes de luz y sombra sobre el bello escenario.

Pero si Candilejas es, reconociblemente, la obra de un director singular cuyas limitaciones parecen ser inseparables de su grandeza, no es menos la obra de un actor maravilloso. Aquí Chaplin rememora algunos inolvidables gestos suyos de picardía y de ternura, compone exquisitas pantomimas, y enciende sus diálogos con una mágica luz de nostalgia («en la elegante melancolía del crepúsculo») o de vehemente convicción («pero hay algo tan fuerte como la muerte: la vida», discurso que se hará famoso). Y, sobre todo, posee un don inigualado para conmover por la sola presencia, por la expresividad de la mirada y por la máscara que el patetismo de Calvero necesitaba. No son en cambio memorables (desechada la interpretación servicial de que «como se trata de un cómico en decadencia...») ni bastante felices de inventiva y de gracia, los números de comedia, excepto el delicioso «Spring is Here», del más tierno humor chaplinesco, y algunos gags desopilantes del acto con Buster Keaton.

El que su partenaire Claire Bloom no desentone en esta imponente compañía, ya es un crédito abierto a su favor. La verdad es que desde el primer momento se revela como una personalidad deliciosa y como una actriz fina y de temperamento, en la que descansa buena parte de la penetrante poesía del film. Aunque éste es un debut para el cine, Miss Bloom no es un descubrimiento de Chaplin. Ya era una promesa realizada cuando hacía en teatros londinenses (ella es inglesa) Ring Round the Moon, de Cristopher Fry; fue entonces que Chaplin le ofreció el papel de Terry, después de esperar respuestas adecuadas para este aviso clasificado que publicó en la prensa norteamericana: «SE BUSCA, joven para actuar de primera dama con un comediante generalmente conocido como el más grande del mundo. Presentar solicitud en Charles Chaplin Studios, Hollywood. Enviar foto». El encanto clásico de su figura y la tranquila seguridad en sí misma con que Claire Bloom afronta en Candilejas difíciles momentos de bravura (especialmente cuando se sorprende a sí misma caminando y debe proclamarlo en un clima de creciente exaltación), permiten vaticinar una carrera ante las cámaras no menos exitosa que en las tablas. Chaplin puede ya dar por terminada la búsqueda de «una actriz para mis filmes» que emprendió hace cuarenta años. Ahora que la tiene y que se tiene a sí mismo en la plenitud de las facultades chaplinescas (y empezando a dominar el cine sonoro después de un azaroso aprendizaje de veinte años), todo puede esperarse todavía de él, a despecho de los 63 años de edad y de la sombría premonición de Calvero.

Ficha técnica

Candilejas (Limelight, EUA-1952) de Charles Chaplin, c/Charles Chaplin, Claire Bloom, Nigel Bruce, Buster Keaton, Sydney Chaplin, Norman Lloyd. 145’.

Candilejas (1952) de Charles Chaplin (El Despotricador Cinéfilo)

por Hugo Alfaro
"De cine soy" - Memorias de biógrafo (Marcha N° 674- 12/06/1953)
Cauce Editorial / Ediciones de Brecha Agosto 2001

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

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                      Hugo Alfaro en Letras Uruguay

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