Araca las murgas

por Hugo Alfaro

Hay entre nosotros un teatro, un teatro popular, al aire libre, con un arriba que canta y un abajo que se mueve. Se hace llamar, humildemente, carnaval y, desde que tengo memoria, tiene en vilo durante el verano a la mitad más uno de los uruguayos. ¿Cómo es un día -una noche- en la vida de esta mascarita que renueva su ropaje todos los años y es siempre la misma?

Yo salgo a mi hija (Milita, una experta): para mí también el carnaval son las murgas. Agrego: y las Llamadas. Pero no las actuaciones de los conjuntos lubolos haciendo su repertorio en los tablados, donde sorprendentemente a menudo se blanquean y trivializan, sino en la marcha ondulante de la comparsa por los barrios Sur y Palermo. Enervados -ellos y nosotros- por el repiquetear de la cuerda de tambores que despierta en lo íntimo calladas voces de adentro.

Confieso mi respetuosa indiferencia hacia las demás categorías, excepto cuando aparece un fenómeno como el de los Buby ’ s, que me recuerdan por su creatividad a los Parodistas de Chocolate, de Ramón Collazo, de allá lejos y hace tiempo, mucho tiempo.

La murga en cambio “construye la noche” del carnaval. Las hay muy buenas, buenas, regulares y de las otras. Todas, sin embargo, se entregan a lo suyo con una pasión contagiosa. Contagiosa porque el público también es la murga, porque los uruguayos (no sólo los montevideanos) somos casi todos murgueros.

Eso es así ahora. Hace tres o cuatro décadas nuestra inteliguentsia no osaba pisar un tablado y la izquierda miraba con desdén -o peor aun, como cómplices de la burguesía- esas manifestaciones de un pueblo al que decía representar. Decía y creía representar, y al que efectivamente representaba en muchos órdenes pero no en el cultural. Si acaso los conjuntos afro le servían de pretexto para parlotear un poco acerca de la sufrida colectividad negra, etcétera, etcétera. Pero las murgas... bah, las murgas... son cosas del lumpen.

Actualmente el carnaval de los sábados de noche copa Montevideo hasta las tres de la mañana (sin piedad, también hay que decirio, por los honestos vecinos que no pueden dormir), incluyendo entre los oficiantes desde el senador Danilo Astori hasta el médico Victoriano Rodríguez de Vecchi, pasando por el psicólogo Alejandro Scherzer y el literato Oscar Brando. Todos con su termo, su mate y su profunda versación murguera. En esos momentos es mejor no hablarle al senador del atraso cambiario o el ajuste fiscal, sino de los versos de Carlos Modernell o el imán del Pitufo Lombardo al frente la La Gran Muñeca. El lunes ya habrá tiempo de ocuparse de esa mosca que está empezando a zumbar.

La murga nos juntó la cabeza a todos. Sus cuplés son un parlamento callejero, sin pactos de ambulatorio ni cargos de confianza. La corriente vibrátil, emocional, tirando a lo cursi, lo justo, ¡o sano, lo extremadamente cándido que anida en el alma de las gentes, recorre el compacto entorno del tablado y hasta diría que se puede palpar. Hay mucho laburante y mucha señora de su casa y de afuera de su casa que no tienen tiempo ni rubro para leer un libro o al menos un suplemento cultural, ni para ir al cine o al teatro. Ellos son los que en la reunión barrial del carnaval descubren en los murguistas y en sí mismos una veta estética inesperada y bienhechora -gratificante-, después de tantas horas dándole al pedal para poder llegar justito a fin de mes.

El tablado es el equivalente inmóvil de La Barraca, con que García Lorca llevaba el teatro a la España profunda, analfabeta; o del ICAIC, llevando a los bohíos cubanos -en un fordcito con pantalla portátil y proyector en mano- el arte de Chaplin y los otros maestros a un público que quizás nunca había visto cine.

Aquí y ahora es otra cosa. El escenario carnavalesco es un barco anclado en la noche, y la gente los marineros de tierra firme que vienen a comulgar. El fenómeno es curioso: los intelectuales están en la platea, y los reos -los santos inocentes de todo pecado de cultura- son los que sin saberlo dictan cátedra arriba del tablado. ¿De dónde salen esas voces concertadas, propias de un canon o una polifonía? No del coro De Profundis ni del viejo y querido Discantus; no de la batuta de Cristina García Banegas, Sara Herrera, Renée Pietrafesa o Nilda Müller. Salen del oído inculto -sabio- de Tito Pastrana, del Flaco Castro, de Catusa Silva, de Pepe Morgade y los otros; y no de los salones académicos con muros aislantes, sino de los hondos patios con parra y parrillero de los clubes deportivos enclavados en el corazón de los barrios.

El movimiento escénico, el variado vestuario -desde el que quiere ser mamarrachudo como el de la BCG hasta el que quiere ser sofisticado como el de Curtidores-, los versos donde afloran los sentimientos primarios en medio de un ingenio hilarante que ya quisiera, por ejemplo, Plop para sus días de fiesta, y las voces, las voces del mercado, del puerto, del estadio, de la cancha de Basáñez, son un todo que define la uruguayez o -para no ofender a quienes están legítimamente al margen- una uruguayez.

La otra noche se dio un pleno en el Club Malvín, con su festín de murgas: Araca la Cana, La Nueva Milonga, Los Arlequines, La Gran Muñeca. No todas al mismo nivel. La de Pastrana, ya sin Tito al frente, está algo pobre quizás por las carencias del libreto; aunque el coro suena lindo, como siempre. Las otras tres se sacaron chispas, con un punto altísimo en Araca. Que está para ganar: por la felicidad de punta a punta de su texto (Catusa Silva), por la riqueza de los distintos timbres de voz y por la actuación de Miguel Bechi como el niño infernal. Sería un Florencio (y habría otros) si los críticos teatrales bajaran al carnaval...

Más allá de los muchos aciertos, corrió esa noche la voz inconfundible de los barrios, con !a puntería necesaria para dejar pagando a Rodríguez Camusso (un blanco perdido), a Batalla (un blanco imperdible), al Cuqui, a Gavazzo, a Gianola, a Tabaré Vázquez y al mismísimo presidente (“Otra vez Sanguinetti, estos son tiempos de cambio...”).

Para mejor se encontraba entre el público Obdulio Jacinto Varela, mimado durante toda la noche por la multitud y por cada conjunto que actuó. Hasta que Araca la Cana bajó a la platea y le cantó al Negro Jefe, ahí mismo, cortita y al pie, el himno del 73, “la murga compañera”, coreado por toda la gente mientras Obdulio -ajeno al relumbrón de los famosos- representaba una forma hermosa de ser uruguayos. Habría que decir como en el tango de Agustín Bardi: “¡Qué noche!”.

3 de marzo de 1995

por Hugo Alfaro
De "Alfarerías"
Imprenta Rosgal S. A. octubre de 1995 Montevideo, Uruguay

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Ver, además:

                      Hugo Alfaro en Letras Uruguay

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