En el Centenario de Jules Supervielle
 

"Asir, Asir la Noche, la Manzana y la Estatua"

por Jorge Albistur

Inédita, al 18 de agosto del 2025, en internet. Escaneada por el editor de Letras Uruguay

DURANTE tres generaciones consecutivas, Uruguay dio a Francia alguno de sus poetas de mayor magnitud. Ninguno de los tres pudo, en el fondo de su espíritu, anular totalmente su condición de americano, y este país tampoco supo olvidar a los hijos pródigos que escribieron en francés, y en definitiva han quedado incorporados a la historia de la cultura europea. Un monumento emplazado en nuestra ciudad vieja recuerda, sin embargo, que Isidoro Ducasse, Jules Laforgue y Jules Supervielle nacieron en esta banda del Rio de la Plata.

Ducasse, que se bautizó a sí mismo el conde de Lautréamont, llevó a las letras francesas la fuerza de su rebeldía, inspirada en el romanticismo negro. “Los cantos de Maldoror” son la suma y síntesis de todo lo agresivo y blasfematorio, lo desafiante y satánico, lo escéptico y cruel. Maldoror, en la concepción de Ducasse, es un monstruo cubierto de lepra y piojos, que predica el fin de la familia, la ética y la sociedad. Con lo cual queda dicho que no es difícil ubicar la ascendencia literaria de este autor franco-uruguayo: él es un eslabón de aquella cadena que se inicia en el siglo XVIII, en la cual el Marqués de Sade es figura principal, y en cuyo diabolismo no es difícil reconocer una gran angustia e impotencia, a la vez que alguna ingenuidad.

Tampoco es difícil alinear a Jules Laforgue, que actuó en el París de la década de los ochenta, y estuvo reclamado por las peligrosas sirenas del decadentismo. Había demasiado desamparo en este huérfano exiliado a la fuerza, para que pudiese evitar la seducción de una sensibilidad parecida. Discípulo de Baudelaire en los aspectos más sombríos de “La flores del mal”, Laforgue no es un solitario en la poesía francesa de su momento: es uno de los “poetas malditos”, aquellos que sintieron a la condición de artista como verdadera enfermedad y destino lamentable.

Jules Superviene es, de los tres franco-uruguayos, el poeta más difícil de delinear en un estudio rápido. No puede vinculársele a ninguna corriente en especial, aunque sus primeros pasos aparezcan guiados por el simbolismo. Es, además, el más acabado hombre de dos patrias: nunca se sintió extranjero en París, ni en Montevideo. El mismo escuchaba en su obra, además, "el murmullo de América”. Perfilar a este poeta tan difícilmente definible es el propósito de esta nota, escrita como un homenaje a Superviene en el primer centenario de su nacimiento.

Beber de la fuente

Venido al mundo en Montevideo, en 1884, Superviene vivió en Uruguay los primeros diez años de su existencia. Fue criado por un tío a quien tomó por su padre, muerto —como su madre— cuando el hijo tenía apenas ocho meses. El descubrimiento, años más tarde, de su orfandad, y la brusca destitución de una figura tutelar para él paterna, debió haber sido una de esas experiencias que signan para siempre una vida. En el liceo Janson de Sailly comienza sus estudios, deplorando que éste sea un mundo “sin bastantes signos de interrogación”. Pero las vacaciones las pasa en Uruguay, de modo que vuelve una y otra vez a las raíces. América se transforma poco a poco, para él, en evidencia del espacio, y en su poesía se ha advertido la frecuencia con que alude a la sensación de ingravidez y flotación. El viaje es no solamente el reencuentro de los amplios horizontes campesinos, sino del mar, que a su juicio le enseñó más sobre poesía que la continua lectura de Homero. Vino después la madurez: el matrimonio, los seis hijos de quien nunca conoció al padre y la paciente construcción de una obra dramática, narrativa, ensayística y fundamentalmente poética. Ella fue creciendo, para que su figura fuese más enigmática todavía, mientras el autor se mantenía a buena distancia del mundo literario: actitud recatada que resulta algo insólita en un universo señaladamente sociable, como ha sido el que rodeó a las letras francesas en casi cualquiera de sus épocas.

La obsesión de América, a flor de piel, sólo aparece en los primeros tiempos de esta obra silenciosa. Como podía preverse, a medida que más se desarraigaba de estas costas, más necesitaba revivirlas en su espíritu: tanto que, en 1923, publica “El hombre de la pampa”. Suele decirse que algo después, con el libro “Beber de la fuente”, que contiene una serie de recuerdos del Uruguay, el poeta derrotó al fin su melancolía. Pero el conflicto de dos mundos subyace siempre en él, y asoma cada vez que evoca a la infancia. Por algo la crítica francesa ha visto en él la necesidad de un “punto fijo”: avidez propia del espíritu nostálgico, anheloso de regresar a algún sitio que se ha vuelto para él la gran ausencia. El conflicto lo acompañó, en realidad, hasta el 17 de mayo de 1960, día en que perdió la vida, a los setenta y seis años, en París. No fue una muerte inesperada. Una larga afección cardiaca hizo que la idea de morir madurase lentamente en el alma de Supervielle, que supo hacer del último misterio una presencia en su poesía.

El urgente decir

Si se deja de lado el doble luto por su padre, ningún gran acontecimiento ha sacudido la vida de Supervielle. Ninguno ha dejado, tampoco, su huella en las obras de este poeta. Quizá por eso, el suyo es uno de esos casos que aparecen como un desafío a la crítica literaria: a propósito de él, no es posible hablar de corrientes ni de lances biográficos: es decir, sólo es posible hablar de poesía, transformando en palabras lo que es siempre —en el fondo— inefable.

Tuvo Supervielle, antes que nada, una conciencia muy clara de lo que las palabras significan para el poeta, y la naturaleza misma de la poesía es el tema mayor de su obra. Dice, significativamente: “Todo lo que está prohibido al poeta en la vida se le vuelve posible y hasta recomendable en una poesía transparente. Así como el hada necesita una varita, y el mago de algún objeto encantado, le bastan al poeta las palabras que tiene en su cabeza para ofrecerse todo lo que le falta”. Así ha puesto de relieve Supervielle esa operación de rescate que es toda poesía, no ya la suya propia: la que consiste en salvar las cosas de la nada —sea un instante o un mero acontecimiento interior— evitando su desvanecimiento. El poeta se ofrece “todo lo que le falta”: porque siempre “se canta lo que se pierde”, como sentencia Machado, de manera que toda poesía es un modo de recobrar, una necesidad de volver a hacer presente lo que ya no es. O, dicho con la expresión no muy feliz de un comentarista francés, Superviene es “el secretario de la memoria".

Pero lo peculiar en él —ya que el fragmento trascripto define, como queda dicho, a toda poesía— surge en una apreciación de grados, al considerar la intensidad febril con que Supervielle se da a la tarea de anular el olvido. Ha perdido tantas cosas — en su inconsciente, tal vez, el Uruguay de la infancia y el padre nunca conocido— que marcha por el mundo como preguntando siempre si las cosas son reales o apenas apariencias, destinadas a volatilizarse de pronto. Esa experiencia de la nihilización de todo, y de la consiguiente urgencia para que todo se vuelva poesía es, probablemente, la experiencia medular en la obra de Superviene.

Las manos del amor

A partir de esta experiencia, se explica la hermandad con las cosas que Supervielle ha cantado siempre. De pronto, le hace decir a una estrella: “Si nadie piensa en mí, yo dejo de existir”. Y ninguna cosa sería nada —ni siquiera nuestras propias emociones— si no se pensara en ella: de modo que el poeta, al fijar en palabras esa atención al mundo concesiva de vida, realiza el más auténtico acto de solidaridad. Henri Lemaitre ha llamado a Supervielle el cantor de los intercambios entre el corazón y las cosas, pues al fin su único gran asunto es mencionarlas a todas, para mantenerlas vivas. No puede sorprender que este hombre de religiosidad incierta, que se buscó a sí mismo más bien que buscar a Dios, pensara que éste es “la experiencia íntima de la eternidad de la memoria”: un recordar para siempre, pues, que sería la esencia milagrosa de un interminable dador de vida.

Ha sido Henri Lemaitre, también, quien comentó con verdadero asombro la naturaleza de los fantasmas de Supervielle. Porque en su mundo, como en el de cualquier escritor, hay desde luego fantasmas: formas que sólo existen para la fantasía, hijas del delirio. Sólo que, en los versos de Supervielle, estas criaturas tienen una evidencia tan incontestable como aquellas de la percepción. Si poeta es quien confiere existencia a lo que no existe, concluye Lemaitre, Superviene es un grande y auténtico poeta. Aún lo quimérico merece su solidaridad, que da vida.

Fue Marguerite Duprey quien mejor adjudicó un signo moral a esta estética. “Asir, asir la noche, la manzana y la estatua/. Asir la sombra, y el muro y el extremo de la calle”. Duprey evoca los dos gestos característicos de las manos de Superviene: asir y envolver. Y señala que, en lugar de la disolución definitiva de la creación a que aspiraba Maldoror, Superviene “invoca y afirma la reconciliación universal en el seno de la unidad recobrada”. Más adelante, todavía, Duprey subraya que Lautreamont y Supervielle resolvieron su drama de extranjería en dos direcciones contrapuestas: el primero, extremando su condición con trágico orgullo, hasta volverse extranjero en el mundo; el segundo, disolviendo su conflicto íntimo en una aspiración de armonía universal. En el fondo, no otra cosa vio en él Rainer María Rilke, cuando escribió la famosa carta a Supervielle, en 1925, desde el castillo suizo de Muzot. En su parte más sustancial, la misiva es un verdadero juicio crítico, si por éste se entiende caracterizar a un creador, y no necesariamente elogiarlo o deprimirlo. Rilke dice así:“vuestra poesía es la de un gran constructor de puentes en el espacio, vuestras arcos son vivos como los pasos de San Cristóbal, ese gran precursor de las puertas y de la poesía que, por su andar, era uno de los primeros en rimar lo infranqueable. Y es de vuestra esencia, me parece, poseer el secreto de los grandes constructores, el matiz que os permite mover un peso formidable. ubicarlo en el sitio deseado, exactamente, y cambiarlo justísima-mente, para que la propia voluntad de esa cosa obediente sobreviva, en algún sentido, a este acto autoritario que acabáis de cumplir”.

Constructor: ésta es la palabra que definiría, pues, a Supervielle. Y, como en poesía es imposible construir sin nombrar, el suyo es un “cuento poético”, como se ha dicho: un inscribir en el curso del tiempo lo que ocurre, lo que es, lo que siempre está a punto de dejar de ser, en poemas que constituyen “unidades de duración”. En este sentido, hasta podría decirse que la poesía de Supervielle es simple. Gaetan Picon ha hablado de “la transparencia absoluta de su lenguaje”: es, en medio del experimentalismo y la quiebra de la poesía tradicional, uno de los últimos grandes poetas discursivos y expresivos.

 

por Jorge Albistur

 

Publicado, originalmente, en: La Semana de "El Día" Año 5 - N° 274 - Montevideo, del 5 de mayo al 11 de mayo de 1984 pdf.

La Semana de "El Día" fue una publicación del Departamento de Investigaciones y Estudios del Diario EL DIA

Gentileza de  Biblioteca Nacional de Uruguay

Inédita, al 17 de agosto del 2025, en internet. Escaneada por el editor de Letras Uruguay

 

Ver, además:

 

                      Jules Supervielle en Letras Uruguay

 

                                                             Jorge Albistur en Letras Uruguay 

 

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