Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Si desea apoyar la labor cultutal de Letras- Uruguay, puede hacerlo por PayPal, gracias!!

 
 

“La última primavera”, novela de Jaime Monestier

Rebeca Linke Editoras. Montevideo, 2014. 352 págs
Jorge Albistur
 

Una ley de exceso rige en este universo novelesco. Género ya en sí mismo imperialista, y que se expande a los más variados territorios, la novela es en este caso mucho más arborescente de lo que suele, y se desarrolla en todas las direcciones – ya no sólo linealmente – dejando que la digresión se constituya en el alma del conjunto. La narración, habitualmente en tercera persona, admite cartas, documentos, testimonios, fragmentos de algún cronista de los hechos que ha sido, a la vez, partícipe de ellos, y casi toda otra forma de ficción empeñada en camuflarse como garantía de verdad. La historia – o las historias – se alejan sin embargo, deliberadamente, de lo verosímil, de modo que una imaginación libre y riquísima, al par que una inteligencia vigilante, son las facultades más vivas en esta especie de mare mágnum narrativo.

El novelista suele enfrentarse a la disyuntiva de conciliar la materia prima con un plan de la obra a ejecutar. Monestier no duda, y subordina el plan a los materiales que le aporta su infatigable pasión creadora. Pone al servicio de ella una vasta experiencia cultural y el asomo a las curiosidades más asombrosas: sabe de taxidermia, o se interesa por ella, pero también de tarot e historia de los naipes en Occidente, de la pesca en las rías gallegas y la casuística teológica, de manjares y bebidas exquisitas y de toda suerte de cosas extrañas o familiares. Agrégase a todo ello las citas en latín junto a la intercalación de letras de tango o remotas y elegantes sentencias clásicas.

Desde luego, el novelista es consciente de los peligros que el lector corre a partir de esta riqueza, y comenta los aspectos al fin menos objetables. Se refiere, por ejemplo, al “desorden cronológico” que “perturba una y otra vez el texto” y en otro pasaje deplora el esfuerzo “que obliga al lector a reordenar las secuencias.” La ley de exceso, en fin, explica también el subtítulo “Apuntes para una novela policial”. Una muerte rara y la incineración de un cadáver sin autopsia, el juego de intereses de cuantiosas herencias, el extraño vahído de alguien que aparece con un hematoma en el cuello y la explosión de una bomba en un lugar público son los varios enigmas que plantea la novela, también en esto desenvuelta bajo generosa sobreabundancia. El autor inventa y contempla todo esto sin apartarse de esta máxima que es tal vez, en él, tan válida en la literatura como en la vida misma: “Cuando conocemos a alguien estamos atentos, casi al acecho.” El creador no puede mirar con indiferencia a ninguna de sus criaturas. Su mirada indaga implacable, desnuda los caracteres e instala, de alguna manera, la más sostenida omnisciencia. Narrar es, así, ir obsesivamente detrás de los secretos.

Fiel, como queda dicho, más a los materiales que a un plan y a una estructura tradicional de la novela, el relato comienza con el retrato sucesivo de los personajes. El arranque es balzaciano, por así decir, y también a la manera de Balzac cada retrato es la historia del personaje y sus antepasados: es decir, cada retrato es sin embargo dinámico, es ya el germen de una pequeña novela posible. Los personajes no posan para el retrato. No se están quietos. Viven ya, y el retrato hasta puede transformarse en un ejemplo de las llamadas cajas chinas: cada historia contiene otras historias, de modo que la preparación de la novela deja correr ya la cascada de un contar sin pausa.

El escenario de “Papá Goriot”, de Balzac, era una pensión miserable. Aquí, en cambio, todo lo fundamental ocurre en una mansión lujosa e inexpugnable donde se reúnen aristocráticos millonarios. Pero así como Balzac decía que la suya era una pensión “para ambos sexos, y otros”, así también esta especie de elegante asilo admite la homosexualidad, femenina y masculina. El amor, en todas sus formas, es también una manifestación de esa ley de exceso que lo subordina todo a su impulso arrollador.

En el estilo, igualmente, Monestier se pierde, en todo caso, por cartas de más, y jamás de menos, en su resuelta opción por todo aquello que le permita escapar del lugar común. Lucrecia, por ejemplo, que “no parecía dormida, más bien arqueada o agazapada como para saltar”, tiene una muerte “manierista”. Las citas podrían multiplicarse: el horizonte ofrece “un ocaso de porcelana”; un rostro aparece lánguido y “con aire de adagio”; alguien puede estar – en afortunado arcaísmo – “a ignorandas de lo que sucedía a sus espaldas.” Se diría que la inclinación a lo caudaloso y demasiado lúcido afloja a veces estos verdaderos hallazgos idiomáticos, pues “los ojos sin historia de los desatentos, ese gesto ausente que en la vejez destila añoranza” pudo sintetizarse – acaso con ventaja – en sólo esa expresión tan feliz que sorprende a unos “ojos sin historia.” El relato siembra aquí y allá indicios simbólicos. Clotilde, Laquesia y Atropina representan, obviamente, a las Parcas, aunque no obran como ellas. Como vencido por la demasía de sus materiales, Monestier cuenta el desdichado fin del gato Ildefonso, que en la misma página se trasforma en Hildefonso, con hache, asunto no tan grave, después de todo, pues en la mismísima “Ilíada” se cuentan los triunfos en batalla de un héroe muerto algunos cantos atrás. Porque también Homero, como decían los antiguos, dormita a veces. Y asimismo Cervantes, ya que en el “Quijote” está el curioso asunto de los nombres de la mujer de Sancho, que no siempre se llama Teresa Panza. Todo esto prueba que, absorto en los problemas de gran porte, el creador se distrae a veces en las cuestiones menores.

Se diría que es irreprochable el manejo de las tensiones internas en esta novela. Con arreglo a las inexistentes reglas del género – aquellas que nadie ha formulado pero el lector conoce por su experiencia con los clásicos del siglo XIX – “La última primavera” podría merecer objeciones en lo tocante al desenlace. Es que una novela tan amplia y lanzada no delimita un conflicto central, ni se compromete en consecuencia a destrenzar lo que una acción lineal hubiera enlazado. No hay en todo caso desenlace sino desenlaces, en plural. Muchas historias – lo que es decir destinos – quedan además irresueltas. Pero, ¿es que acaso hay finales puntuales en la vida misma? Todo debería descansar en una lógica tranquilizadora, pero la vida obedece a sus propias e inescrutables leyes. El caos subyace siempre, para hacer del hombre una criatura que oscila entre la aventura y el orden. En este aspecto, la novela de Monestier aspira a alzarse como una réplica de la vida misma y toda la imaginería inverosímil es, al fin, un disfraz de la verdad del mundo.

Jorge Albistur
Publicado, originalmente, en Semanario Voces y en Fb (Rebeca Linke Editoras)

Ir a página inicio

Ir a índice de Ensayo

Ir a índice de Albistur, Jorge

Ir a índice de autores