El nuevo cuento uruguayo

La alegoría inconclusa: entre la descolocación y el realismo oblicuo

Fernando Aínsa

El nuevo cuento uruguayo, si bien participa de la polifonía temática y el estallido formal que puede reconocerse en la narrativa hispanoamérica a partir de los años sesenta, prosigue las líneas estéticas inauguradas por Juan Carlos Onetti (1909) y por Felisberto Hernández (1902). Por un lado, profundiza la mirada descreída y la postura deliberadamente "descolocada" y marginal (sino marginada) del "hombre sin fe ni interés por su destino", definido por el propio Onetti, y —por el otro— explora las fronteras de un realismo sesgado y oblicuo, ensanchado hasta los límites del absurdo y lo fantástico, gracias a la incursión en las "tierras de la memoria" que propicia Felisberto.

Ambas tendencias —aunque originalmente diversas, cuando no opuestas— coinciden, sin embargo, en operar al margen del corpus canónico y del "gran cauce" de las corrientes en boga e invitan a "hacerse a un lado" y a un replegarse sobre sí mismas, obedeciendo a una vocación minoritaria de autoexclusión. En la confluencia de estas líneas complementarias, donde marginalidad y fantasía pueden explicarse recíprocamente, surge esa visión sesgada del mundo, esa percepción particular, ángulo de coincidencia entre sensibilidad estética y filosofía existencial, vivencia del absurdo más que teorización angustiada sobre el sin sentido, postura de base y desajuste, a partir de la cual se proyecta y elabora la poética de una corriente de escritores que en el Uruguay de hoy puede considerarse mayoritaria.

En efecto, la producción cuentística uruguaya de las últimas décadas ha hecho de ese espacio su línea de mayor fuerza creativa: trascender lo cotidiano por la desmesura y el absurdo, proyectar alegorías y mitos degradados desde la irrealidad, derivar conscientemente de lo colectivo a una descolocación individual. A ello ha contribuido no sólo la tradición literaria inaugurada por El pozo (1939) de Juan Carlos Onetti y Por los tiempos de Clemente Colling (1942) de Felisberto Hernández, sino la historia reciente del país.

Entre junio de 1973 y marzo de 1985 el Uruguay vivió bajo una dictadura donde la censura, la represión, el exilio y las diferentes formas de resistencia interna, marcaron de tal modo la vida cultural que buena parte de la producción literaria se vio obligada a "situarse" coyunturalmente en relación a ese proceso histórico. Si los mayores sufrieron la fractura y la desarticulación del sistema de integración solidaria que se había "modelizado" desde el principio de siglo hasta fines de los años cincuenta, como una pérdida cultural evocada con rabia y nostalgia, los más jóvenes, especialmente los nacidos a partir de los años cincuenta, crecieron en la orfandad y en la ausencia de referentes. Agotadas las expectativas y creencias en posibles realidades alternativas generadas en los años sesenta, desmoronadas las utopías de las que apenas habían tenido sus ecos, estaban privados de ilusiones. Todo los empujaba a la desafiliación y a un desenganche no sólo literario, sino vital.

Este divorcio acrecentó social y políticamente lo que era ya una marcada y significativa postura literaria: la sensación de vivir un exilio interior que conducía en forma irremediable a una visión marginal y sesgada de una realidad que no podía ser abordada frontalmente. No es extraño, entonces, que al restablecerse la normalidad democrática el 1 de marzo de 1985, la escritura ya estuviera irremediablemente marcada por ese enfoque y postura.

Desde entonces, la producción cuentística reflejaría las apasionantes posibilidades que la descolocación propiciaba: la transgresión de géneros, la provocación temática, los insólitos puntos de vista, las realidades especulares insinuadas "detrás de la puerta", esa articulación "entre el dentro y el fuera" con que George Simmel abre y cierra, según las ocasiones y el oficio de los "cerrajeros", el espacio que separa el realismo de lo fantástico que tan sugerentes aplicaciones encontraría en la veta abierta por Onetti y Felisberto.

El progresivo despojamiento de certidumbres, auténtico paradigma de la nueva cuentística uruguaya, pero en cuyos signos se reconoce la misma desconcertada temática que recorre las mejores páginas de la narrativa universal contemporánea, genera ese "umbral" que permite el pasaje del escepticismo al descubrimiento de nuevos territorios ficcionales. Gracias a una sensibilidad aguzada por un contexto que la empujó fuera del sistema y la hizo excéntrica, desajustada en relación a lo que eran las atribuciones que le asignaba el canon como misión secular, la ficción se ha instalado desde entonces y hasta ahora en la fragilidad de las zonas intermedias, donde se gesta tanto el impulso de creación como su púdico repliegue.

La herencia de los "pequeños seres"

La herencia de la visión oblicua que ha potenciado la descolocación de la nueva cuentística uruguaya debe remontarse, sin embargo, a un siglo de tradición literaria, inaugurada por las Memorias del subsuelo de Dostoievsky y proseguida por El extranjero de Camus, el emblemático "K" de Kafka y los anti-héroes "malditos" de Barbusse o Celine, pero también por la mejor literatura del sur norteamericano, Erskine Caldwell y William Faulkner. "Almas muertas", "pequeños seres" y outsiders que inspiran tanta ternura como rechazo, habían encontrado a partir de los años veinte una segunda patria en el "destierro" del Río de la Plata y se prolongarían sin dificultad en el primer Eduardo Mallea y en Roberto Arlt, antes de desembarcar en la narrativa uruguaya.

Lo hizo, a diferencia de lo que había sucedido con sus homónimos europeos, sin angustia existencial y sin dramatismo, poseedores de esa resignación y esa aparente "indiferencia moral" que caracteriza a los personajes de Onetti y que heredan los excéntricos marginales de L.S.Garini (1903), los "maniáticos" y "mareados" de Julio Ricci (1920) y la galería de almas solitarias que, como Eladio Linacero en El pozo, se vuelven "por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas". Disparate y fantasía que emanan de los nimios gestos cotidianos que retrazan los cuentos de Feliberto Hernández, un autor que invitó creativamente a los autores "realistas" de los años cuarenta y cincuenta a transgredir subversivamente los límites de lo visible. A ello contribuiría la exploración del subconsciente propiciada por el surrealismo.

Los antihéroes de los relatos de Héctor Galmés (1933), Miguel Angel Campodónico (1937), Mario Levrero (1940), Cristina Peri Rossi (1941) y posteriormente los de Ricardo Prieto (1943), Gustavo Seija (1943), Tarik Carson (1945), Teresa Porzecanski (1945), Elbio Rodriguez Barilari (1953), Juan Carlos Mondragón (1951), Hugo Burel (1951), Leonardo Rossiello (1953) y Rafael Courtoisie (1958), ahondan en ese "sinsentido" que fragmenta y estría la realidad y exploran (y explotan literariamente) la miríada de reflejos irreales y "surreales" en que se descompone el "orden de las cosas" establecido. No se trata, en ningún caso, de una literatura fantástica pura, sino más bien de un realismo "oblicuo" o "ensanchado". El realismo se distorsiona en grotesco o se multiplica en alegorías de interpretaciones ambiguas, cuando no contradictorias. Sin embargo, sus leyes no han sido totalmente abolidas, aunque si transgredidas o soslayadas con ironía.

La alusión, la parodia, la ironía que habían sido los subterfugios con que la creación expresó el rechazo a la censura y la represión durante el período de la dictadura, se han convertido en eficaces resortes de descompresión y desdramatización de "la realidad sin sentido" del mundo situado de este "lado de la puerta". Reírse de si mismo o de las situaciones narradas es una forma de desplazar el enfrentamiento maniqueo y de eludir categorizaciones o dogmatismos que se consideran inútiles. El mérito de no tomarse excesivamente en serio, evita hacer de la escritura algo triste, solemne o trascendente. El humor se transforma en el arma corrosiva con la cual se desnudan los tics, tópicos y personajes arquetípicos de la sociedad. Un humor que denuncia los abusos del poder, la burocracia, las inercias y rutinas de una realidad fracturada y viviseccionada con un frío escalpelo, pero cuyo firme pulso de escritura está guiado por un afecto entrañable del cual se adivina su secreto temblor.

Es en el género cuento, más que en otras formas literarias, donde mejor cristalizan estas direcciones confluyentes. Cuatro autores del período lo demuestran en forma palmaria: Cristina Peri Rossi, Ricardo Prieto, Hugo Burel y Rafael Courtoisie. Los hemos elegido —entre otros que podrían haber figurado igualmente en este grupo— como representativos del nuevo cuento uruguayo que explora los límites de lo real: Peri Rosi haciendo de la condición de "extranjero" el ángulo oblicuo privilegiado para observar el mundo contemporáneo, Prieto llevando la transgresión a su paroxismo expresivo, Burel ahondando en los territorios periféricos y en la melancolía del desarraigo a través de relatos construidos como cuidadosos mecanismos de relojería, Courtoisie haciendo estallar los géneros con una provocadora prosa, donde se debaten obscenidad y fina metáfora poética. Los cuatro autores incursionan, al mismo tiempo, en otros géneros. Peri Rossi y Courtoisie la poesía y la novela, Burel la novela y Prieto el teatro y la novela, aunque también ha frecuentado ocasionalmente la poesía. Pese a que un amplio espectro de formas breves que Peri Rossi y Courtoisie exploran con espíritu vanguardista difuminan las fronteras entre poesía y prosa, es el cuento riguroso y formal en su estructura, pero abierto y polifónico en su temática, el que practican todos ellos con oficio y eficacia, haciendo del "ángulo sesgado" un punto de vista con el cual la realidad se colorea de renovados e inesperados tonos.

Las feroces transgresiones de Ricardo Prieto

Ricardo Prieto, desde una sólida y reconocida experiencia como autor teatral vanguardista en la mejor tradición de Ionesco, Adamov y Beckett, se ha incorporado con Desmesura de los zoológicos (1987), La puerta que nadie abre (1991) y Donde la claridad misma es noche oscura (1994) a la línea de los "heterodoxos" uruguayos que han hecho estallar los estrechos límites del realismo en el ángulo oblicuo de la mirada transversal de lo extraño y lo absurdo inscrito en lo cotidiano. Su puerta aunque sea "la que nadie abre" —como titula uno de sus volúmenes de cuentos— es, en realidad, la más sugerente desde el punto de vista alegórico.

En Desmesura de los zoológicos, presentado a modo de álbum fotográfico, Prieto crea antropomorfizados insectos "kafkianos" capaces de reprochar la gordura de los muslos de la mujer sobre la que se instalan (Usurpación), cuenta un suicidio "indirecto" a través de una ceremonia de zoofilia con una serpiente venenosa (Aprendizajes) y describe un acto de necrofilia con la esposa que acaba de morir a la cual, tras treinta años de matrimonio, no sabe si ama u odia (No es bueno morirse solo).

Con tono de predicador apocalíptico, relatos como Venganzas del porvenir recuerdan que "el porvenir no debe contarse", algo que "acatan casi todas las personas sensatas". Una sensatez que anuncia los peligros de la lógica librada a si misma en Jugando sola: "Lo peor que puede ocurrirle a una mujer que tiene una sola mano es perderla. Si la pierde por una apuesta lo que le ocurre es absurdo. Si, finalmente, la apuesta la hace con una parte de si misma, el absurdo se vuelve incomprensible," Amputada en forma progresiva de sus extremidades en juegos a los que se libra solitariamente, Dionisia Font anuncia la auto-destrucción a la que sucumben otros antihéroes de Prieto: los que se devoran a si mismos, los que se penetran para desaparecer en el interior del ser amado, los que interponen extraños monstruos en el centro de juegos eróticos, todos ellos oficiantes de ceremonias secretas regidas por estrictas normas no develadas. La desmesura de los zoológicos no es otra cosa que un bestiario alucinante, como surgido de las descripciones del Apocalipsis de San Juan o de un cuadro de Jeronimus Bosch, en todo caso poblando con lúbricos y aterradores seres un universo viscoso digno de Lovecraft.

En La puerta que nadie abre, los límites ya han sido franqueados y Prieto proyecta auténticas alegorías a modo de metáforas continuas, proposiciones de simultaneidad de sentidos que lanza, con cierto agresivo regodeo, a la faz del lector desprevenido. Estamos, tal vez, en otro planeta, donde todas las transgresiones son posibles. Sus pobladores, divididos entre Primarios, Esotéricos, Eróticos y Brujos comparten un destino grotesco e hiperbólico, difícilmente soportable, en todo caso expresión de una imaginación liberada y desbordante, donde, como ha sugerido Mercedes Ramírez, no es "difícil conjeturar que por detrás del siniestro desfile de criaturas insólitas practicantes de ritos asqueantes o insoportables", haya una experiencia de sufrimiento que legitime "aquella parafernalia del horror."

En Donde la claridad misma es noche oscura, Prieto aparentemente se ha calmado, aunque la cita bíblica del Libro de Job que da título al volumen de cuentos: "tierra de espantosa confusión, donde la claridad misma es noche oscura", anuncia nuevas ordalías. El mundo pesadillesco es ahora el de viejos caserones que pueden ser tanto la nostálgica morada que abrigó la felicidad, como el descalabrado refugio donde se aísla un solitario, un universo poblado de niños portadores de una inocencia que es siempre mancillada en un mundo regido por leyes implacables (Otro pescado muerto). En el cuento que da título al volumen, se narra la más sórdida de las historias posibles: el amor incestuoso y homosexual entre dos hermanos bajo la tolerante mirada de un padre de vida disoluta, relación propuesta en forma exhibicionista para asegurar así la "consolidación" de una "definitiva transgresión".

El inventario de crueles ignominias de estos cuentos se revela finalmente igualmente feroz que la de las obras anteriores donde había sido explícita. La violencia conyugal a la que asiste el niño protagonista de La lámpara, el despojamiento de una casa a una anciana como invitación al suicidio finalmente consumado de Un lugar de este mundo, la tensión a la que está sometido el hogar sobre el que va progresivamente reinando Manuela, la sirvienta de la casa (Manuela), no dejan ni un resquicio a la piedad o al perdón. Por ello, con tono de resignado entregamiento, digno del mejor Onetti, Prieto narra en Sin protestar como un jubilado sin aspiraciones acepta sin resistencia la injusta acusación de haber seducido a una niña de comportamientos provocadores, tal vez porque Ricardo Prieto cree —como ha sugerido Gustavo Seija— que "estamos inmersos en la abyección, el egoísmo, las bajezas de una escala de valores que no conocemos ni nos importa que exista."

 

por Fernando Aínsa

 

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