Los destinos de Enrique Amorim

Fernando Aínsa

El autor y su obra

Enrique Amorim fue un hombre dinámico, abierto y curioso que vivió intensamente su época y que, como la mayoría de los escritores latinoamericanos, se dedicó a lo largo de su existencia a múltiples y variadas actividades. Sin embargo, a diferencia de otros creadores a quienes la función pública (política, docente, gremial o periodística) los ha dispersado y alejado de la creación literaria, Amorim consagró su carácter proteiforme a las variadas formas de escritura en las que se expresó. Ello le permitió publicar entre 1920, fecha en que editó su primer libro, titulado justamente Veinte años, y 1960, el año de su muerte, en que apareció Eva Burgos y Temas de amor, más de cuarenta títulos que cubren los géneros más diversos: poesía, cuento, novela, novela policial, ensayo y teatro. Esta pluralidad creativa también le permitió incursionar en el cine como guionista, ayudante de dirección y crítico, en el periodismo como militante o simple cronista, todo ello sin perjuicio de mantener una abundante correspondencia con amigos y conocidos del mundo entero, género epistolar donde se reveló como agudo observador de la propia causa comunista en la que militó desde 1947.

Amorim quiso ser, por sobre todas las cosas y según confesó a sus íntimos, el «héroe de sí mismo», un hombre independiente «libérrimo y espectador risueño», «casi volteriano», capaz de reírse un poco de su vanidad para «poder coger la punta del hilo de la endiablada madeja» en la que estaba enredado. En el momento de su prematura muerte en 1960 se recordó con afecto que «tenía una personalidad múltiple como fueron los intereses que marcaron su vida. Fue siempre infatigable trabajador y casi se podría decir que sus días y sus noches estaban al servicio de su imaginación».

La notoriedad sin la consagración

Sin embargo, aunque el destino de la obra de Enrique Amorim está marcado por el éxito, éste fue un éxito que no logró «cuajar en una sola y ceñida obra maestra, aunque se haya derramado en varias que casi lo fueron», como le reprochara con afectuosa amistad el novelista Carlos Martínez Moreno[1]. «Fácil y desprolija facundia creadora» -añadía el autor de Con las primeras luces, para ensalzar el talento versátil, dinámico y polivalente del autor de La carreta.

Un éxito que está hecho de generosas amistades, viajes, polémicas amables y juicios impetuosos, ediciones rápidamente agotadas, una intensa correspondencia y una presencia multifacética en la vida cultural de Montevideo, Buenos Aires y Santiago de Chile. Un éxito que le dio notoriedad, pero le escamoteó el reconocimiento consagratorio.

Amorim lo bordea, pero las sucesivas ediciones de las más importantes editoriales argentinas de la época -Claridad, primero; Losada, después- las traducciones a otros idiomas, no logran proyectarlo a la escala continental, y menos aún internacional, que algunas de sus novelas merecen.

Porque si -en efecto- sus novelas El paisano Aguilar y El caballo y su sombra, podrían figurar junto a los clásicos latinoamericanos del período (obras de Rómulo Gallegos, Ciro Alegría o Graciliano Ramos), la masa del resto de su producción, donde figuran hasta cuentos de ciencia-ficción, parece pesarle injustamente como un lastre, donde la crítica literaria ha encontrado fáciles excusas para desmerecerlo en general.

Sin embargo, cuando se engloba así su producción, se olvida que Amorim trascendió la retórica del realismo socialista en la que podría haberse cantonado, insuflándola de una dimensión alegórica (p. e. en Corral abierto) o que proyectó la realidad del campo en un lirismo de vastas connotaciones (p. e. La desembocadura) donde nunca abusó de los adjetivos ni de la demagogia a la que la militancia política podía invitarlo.

Porque Enrique Amorim fue también intérprete de mitos, supersticiones y supo encamar los símbolos más secretos del comportamiento del paisano, ese campesino heredero de las virtudes del gaucho, gaucho desacralizado en el tiempo, prescindiendo del arquetipo y el tópico, usado y abusado literariamente en décadas anteriores. Por ello es importante señalar cómo en el contexto del proceso de la literatura uruguaya, Amorim supo trascender los convencionalismos del gauchismo montaraz o florido, para captar la nueva realidad del «paisano oriental», al modo como lo haría después el narrador Juan José Morosoli.

Las antinomias de América en la obra de Amorim

La verdad es que, desde su primera juventud, Enrique Amorim estuvo orgullosamente seguro de sí mismo. Dio su nombre -Amorim- al volumen de cuentos que publica en 1923, como había hecho en 1920, titulando el primer libro de poemas con la edad que esgrimía como virtud literaria: Veinte años.

Una seguridad que se respaldó con el éxito de uno de los cuentos que componen el volumen: «Las quitanderas», donde se brinda una visión verista y sin complacencias de la realidad campesina del Uruguay, sin caer en los estereotipos, denuncias fáciles o superados naturalismos, de los últimos cuentos y novelas de su compatriota Javier de Viana.

Amorim practica un realismo no ceñido necesariamente a la realidad y como inquieto y atento observador de los movimientos de vanguardia que llegaban al Río de la Plata por esos años, oscila entre la tendencia que lo impulsaba a la experimentación temática y estilística y el arraigo en un mundo rural que conocía muy bien desde su infancia, duda entre la innovación y la tradición. Sus personajes viven ese «endiablado ir y venir» vital entre la ciudad y el campo que descubre desconcertado el protagonista de El paisano Aguilar, una verdadera constante de la mayor parte del resto de su obra.

De esta verdadera dicotomía existencial, surge la de su obra dividida entre el campo y la ciudad, la trashumancia errante y la necesidad imperiosa de raíces, entre la libertad individualista del hombre y el compromiso del escritor con su tiempo y con su pueblo. En esta dicotomía se puede percibir la más vasta antinomia de la literatura de la época, pero, sobre todo, la de su propia vida, escindida entre los halagos del éxito y la simpatía natural con la que ganaba amigos y se desenvolvía en la sociedad mundana y la responsabilidad de que se sentía ungido frente a la realidad injusta que lo rodeaba, verdadero compromiso de cambio al que apostaba políticamente.

Porque el autor de La carreta supo siempre dividir su tiempo y sus preocupaciones entre la vida ciudadana de Montevideo y Buenos Aires, entre reuniones («El teléfono no dejaba nunca de sonar en su casa», ya se decía en esos años) y los encuentros con los amigos de los que fue generoso anfitrión en su legendaria casa de Salto, «Las nubes», entre los cuales se contaron Federico García Lorca, Jorge Luis Borges, Nicolás Guillén, Victoria Ocampo y Pablo Neruda. Combativo en lo social, defensor de las libertades democráticas, Amorim luchó al mismo tiempo contra la dictadura de Terra en Uruguay, el fascismo en España y el nazi-fascismo en Europa, así como contra los excesos policíacos peronistas en la Argentina.

Sus obras militantes como Nueve lunas sobre Neuquén, donde denuncia la situación de los presos políticos recluidos en el penal de Neuquén (Argentina), La Victoria no viene sola, título tomado de una frase-consigna de Stalin, y Corral abierto, donde plantea el problema de la situación marginal de los «pueblos de ratas» del campo uruguayo, son el corolario de su posición política, aunque no sirvan para definir el corpus principal de su obra, marcado por otros signos.

«Tenía una personalidad múltiple como fueron los intereses que marcaron su vida. Fue siempre infatigable trabajador y casi se podría decir que sus días y sus noches estaban al servicio de su imaginación (...) Fue siempre muy inquieto y nervioso» -nos ha contado su esposa, Esther Haedo de Amorim, para añadir que-: «Compartí sus inquietudes, sus decepciones como también sus entusiasmos, muchas veces casi infantiles por lo ingenuas»[2]

Con contadas excepciones la crítica ha reconocido lo que es más importante en la obra de Amorim, es decir el germen de lo que sería la explosión de la narrativa de los años sesenta: esa visión en profundidad, raigal y antropológica, donde se reconocen mitos y símbolos, integradora y nunca reductora como la que practicaba el realismo simplificador y maniqueo.

Por eso, hay quien emparenta el «vitalismo» de Amorim con la obra «americana» de D. H. Lawrence. En esta misma dirección, es bueno recordar la amistad de Amorim con Horacio Quiroga y la lectura en segundo grado que pudo hacer de Kipling y de Poe a través de los cuentos misioneros de su coterráneo salteño.

Un escritor al servicio de la realidad

«La originalidad de Amorim es no conformarse con la realidad, triste punto de apoyo para un costumbrismo estéril», escribió Ricardo Latcham. Por su parte, Emir Rodríguez Monegal precisaría años después el componente de «fantasía» presente en el «realismo» del autor de La carreta y, sobre todo, la profundidad, la significación íntima y simbólica con la que «la fantasía hundía sus raíces en la realidad». Hasta Jorge Luis Borges, amigo personal de Amorim, señalaría que el autor de El caballo y su sombra había roto con el mito del gaucho y todo un estilo novelístico pintoresco, más preocupado por el color local o el esteticismo que por la dimensión trágica de la realidad.

Sin embargo, en abril de 1960, poco antes de su muerte, Amorim declaraba en una encuesta a escritores uruguayos que:

Lo único corriente es el realismo en cualquiera de sus formas. Lo demás es letanía, cansancio, lágrimas, baba fría, desesperación (pero no mucha) y unas ganas tremendas de llorar, como en la letra del tango[3]

Esta forma de posición intransigente -como anota Mercedes Ramírez de Rosiello- que inscribe a un Amorim desdeñoso e irritado entre los militantes del realismo social de los años cuarenta, tiene más de desplante que de verdad, porque:

Si la literatura social a la que Enrique Amorim se adscribió se nutría de la «amarga realidad», la literatura que la iba a suceder en las décadas de los años sesenta, se nutriría en esa misma realidad, pero ahora «portentosa». Lo real maravilloso tuvo en muchas páginas de Amorim destellos precoces que estaban anunciando Cien años de soledad, como puede percibirse en La desembocadura[4]

Pero hay más. El propio Amorim creía, según lo testimoniara en otras ocasiones, que el artista no recrea, sino que simplemente crea. En una carta al crítico uruguayo Rubén Cotelo sostiene:

La Carreta es una invención de cabo a rabo. Hay o podría haber atmósferas; pero todo está como pasado por una estrella, por otro prisma; el mío. No hay artista, a mi modo de ver, si no recrea o simplemente, CREA. Tener la fortuna de haberse cruzado con algunos bichos raros no es obra de escritor; es más bien trabajo filatelista, de botánico o de entomólogo. Pienso que la rata que atraviesa la viga de una isba en una narración de Fedor Dostoievski es una rata de don Fedor, nada más y nada menos que suya. No habré llegado a estas perfecciones, pero al referirte tú como «expresionista» cierto personaje de Corral abierto, ese pasaje es mío e intransferible. No es de otro alguno.

Por eso lo defiendo y si desentona es porque no se quiere ver en Pasear el espejo por el paisaje sí, siempre que el espejo tenga marco, sea capaz de deformaciones y el paisaje lo seleccione yo. La descripción de un bar de Montevideo, para mí, debe empezar por el mar de puchos y cenizas en que navega la charla. Son los únicos bares del mundo civilizado donde el parroquiano se da el lujo de saber que tiene un esclavo capaz de agacharse a recoger sus desperdicios. Bares sin ceniceros, son bares de Montevideo, la sucia ciudad colocada en la esquina subatlántica del planeta. Ése sería mi bar y no el de otro[5]

En este largo fragmento puede leerse una profesión de fe creadora que, en buena parte, Amorim podría compartir con Juan Carlos Onetti, y que relativiza todo intento de realismo integral. Como dice la misma Mercedes Ramírez de Rosiello:

Queda claro que esa literatura que puso al descubierto la injusticia nunca se hizo a expensas de la libertad del artista en cuanto a elegir, inventar o trasmutar. De ahí que sea posible comprender cómo este novelista estaba marcando el fin de una época y anunciando una nueva mirada que sabría descubrir la maravilla implícita en esa misma realidad continental, ya rastrillada por el realismo social de los años cuarenta.

La ficción de Enrique Amorim está marcando, sin saberlo, el fin de una época y anunciando una nueva mirada sobre la realidad uruguaya, más allá de la presencia telúrica que gravitaba en las «novelas de la tierra» o de la aplastante realidad económica y de desigualdades clasistas que reflejaban las obras del «realismo social». Una mirada que anuncia en obras de su madurez creadora, como La desembocadura, el pasaje del realismo tradicional al «realismo mágico» y a lo «real maravilloso» en los que ya se expresaba por esos años, jocunda y barroca, la mejor narrativa de otras latitudes de América Latina.

Tal vez sea éste el mejor destino en que pudo soñar el múltiple y polifacético Amorim: con su obra no se cierra una época, sino que se abre otra.

La carreta

A diferencia del resto de la obra de Enrique Amorim -incluso sus novelas más logradas como El paisano Aguilar (1934), El caballo y su sombra (1941) y Corral abierto (1956), compuestas en breve tiempo y no retocadas una vez publicadas- La carreta (1932) es una novela que se gesta y reedita con sustanciales variantes a lo largo de casi treinta años. Entre 1923, fecha de la publicación del primer cuento, «Las quitanderas», que le dio origen, y 1952, cuando se publica la 6.ª edición de la novela, considerada por el autor como la definitiva, Amorim añade y modifica el orden de los capítulos y, sobre todo, elabora un «crecimiento novelesco» y subraya la importancia del «concepto vínculo» de la carreta como símbolo e hilo conductor de la narración.

Esta relación sostenida y compleja de Amorim con un texto nunca «terminado», pero al que consideraba su «obra favorita», otorga a La carreta un interesante valor genético, tanto por el carácter de verdadero work in progress, como por la evolución desde un género inicial -el cuento- hacia otro -la novela- en el que se funden los diversos materiales redaccionales que la componen.

Al narrar la historia de un grupo de prostitutas viajando en una carreta a lo largo de los campos del noroeste del Uruguay para «conformar a peones y troperos» en pueblos y estancias, Amorim abordó un tema inédito en la narrativa latinoamericana, que luego tratarían otros escritores como Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y José Donoso. Pese a que el verismo realista con que las describió alimentó una polémica socio-histórica y lingüística sobre la existencia de esas meretrices trashumantes, Amorim sostuvo siempre que esas «misioneras del amor» habían sido un «descubrimiento de su propio magín».

A partir del cuento incluido en Amorim (1923), desarrollado luego en una segunda versión en Tangarupá (1925) y novelizado finalmente en La carreta (1932), las «quitanderas» pasaron a formar parte de una «realidad» arquetípica que sólo la literatura es capaz de forjar. Basta recordar que Pedro Figari las representó en una serie de cuadros que, al ser expuestos en París, alimentaron el equívoco sobre la existencia de esas carretas tambaleantes recorriendo los solitarios campos uruguayos, al punto que un escritor francés Adolphe Falgairolle escribió una nouvelle, La quitandera, inspirada en la obra homónima del autor salteño.

Pero más allá de la anécdota y verosimilitud de sus personajes, La carreta refleja un panorama de desolada crueldad, de miseria y desconsuelo, de un mundo rural polarizado entre estancieros y peones, el autoritarismo prepotente y los injustos abusos, triste realidad sin otros alivios que borracheras embrutecedoras o posesiones en los límites de la animalidad. Sin embargo y, pese al determinismo geográfico y social que la condicionan, Amorim no sucumbe al naturalismo de notas sombrías o al decadentismo de un realismo vindicativo al que el tema y la época lo invitaban.

Con los relatos engarzados como capítulos novelescos, el autor propone algo más que la denuncia de la realidad del mundo campesino. La carreta es una verdadera alegoría de esa carreta que fue símbolo paradigmático de la independencia del Uruguay en el «éxodo» del pueblo oriental conducido por José Gervasio Artigas. Una carreta que reaparece en otras de sus obras e, incluso da título al libro de relatos Plaza de las carretas (1937), símbolo de un destino errante y marginalizado, resultado de sucesivas expulsiones al borde de los caminos y de la vida misma al que conduce un sistema que el autor denuncia sin enfatismos ni excesos moralistas.

En este sentido, se puede afirmar que, contra lo que han señalado algunos críticos, la misma realidad del campo uruguayo, despoblado y sin puntos de referencia geográficos, no es ajena a la estructura novelesca «desarticulada» de La carreta. Nada mejor que esta falta de «vertebración» del discurso para expresar el desarraigo y el nomadismo de sus ateridos personajes. Porque, además, una carreta en movimiento no lleva siempre un rumbo preciso. Por el contrario, su errar es parte de la falta de un destino. Desde su pescante se mira con envidia el mundo sedentarizado de los que tienen tierra y casa, ese espacio donde se pueda «dar de comer a los bueyes sin tener que pedir permiso» y «sembrar un poco de maíz y esperar la cosecha».

Esta ansiada sedentarización sólo será posible al final de la novela. Al romperse sus ruedas, la carreta se ve obligada a detenerse en una estrecha franja de tierra situada entre los alambrados de dos grandes estancias. «La carreta se había convertido en rancho», resume Amorim, tras sentenciar: «había echado raíces».

La carreta se inscribe así entre las obras de la literatura realista que trascienden su mera condición de «espejo a lo largo de los caminos» para anunciarnos otra dimensión de la vida y de la historia: la necesidad de amor y de arraigo que, abierta o secretamente, tienen todos los seres humanos.

Una necesidad que, en nuestro caso, se transformó en lealtad literaria.

Un liminar a modo de destino y paradigma

El texto que sigue -inspirado en el Liminar que precede la edición crítica de La carreta, de la Colección Archivos- puede ser leído como ejemplo de lo que ha sido el destino inesperado de la creación de Enrique Amorim: la ficción que ya es parte de la realidad uruguaya, pero, sobre todo, debe leerse como un símbolo paradigmático de lo que todo país necesita para fundar una tradición literaria.

Las «quitanderas». Ahora es difícil creer que nunca han existido.

Era tan agradable representárselas sonrientes, asomadas coquetamente entre las lonas de las carretas recorriendo los caminos de tierra rojiza del norte del Uruguay, ofreciendo sus servicios a solitarios esquiladores y peones, que no podemos aceptar lo que sostienen en forma unánime sociólogos e historiadores: las «misioneras del amor», meretrices trashumantes de los campos desolados, en realidad no han existido nunca. Han sido, pura y simplemente, una invención de Enrique Amorim.

Quisiera que me quedara, después de todo, el temblor de la duda de que todo pudo ser cierto. Siento, al recorrer en la memoria los escenarios del norte del Uruguay, que la naturaleza se ha transformado en paisaje gracias al conjuro de la prosa de Amorim y que ellas -alegres y tristes, ingenuas y miserables- lo integran de pleno derecho, ese derecho sutil que otorga a la realidad el espesor por donde ha pasado la buena literatura. ¿Acaso no se las ha visto, «quitanderas» hijas de la fantasía, sentadas luego con sus anchas polleras en los cuadros de Pedro Figari, desafiando las dudas de la verosimilitud literaria?

Las quiero y las siento tan convincentes, tan instaladas en la certidumbre de la pícara ilusión de sus gestos entre amorosos y profesionales, que me digo que su fuerza -y por lo tanto su vida- está justamente en el poder evocador de sus páginas, más allá de la negación empírica de los sociólogos. Lo que importa es el símbolo, el arquetipo, el mito, conjurado y cristalizado alrededor de sus volátiles figuras femeninas. Y ahí están, todas ellas, dando verosimilitud a la ficción, haciendo de la literatura una posible historia.

Éste -me digo- es un privilegio que quisiera para el conjunto de un país necesitado de la densidad cultural de textos recuperadas por todos los medios, incluso la piedad comprensiva, y donde se signifiquen para siempre sus vastos espacios despoblados e inéditos.

Un Uruguay consagrado por las certidumbres que otorgan los recorridos de un libro, eso es lo que anhelo. Porque siento que cada escenario huérfano de literatura reclama, por lo menos, una página literaria para convertirse en el paisaje del alma «que todo hombre y toda patria necesitan para perpetuarse en el tiempo, es decir, en la memoria de los otros. Porque, la realidad-real importa, en definitiva, muy poco.

Por ello acumulo avaramente las mejores prosas escritas sobre cada esquina ciudadana, cada recodo campesino, sombra de astilleros en ruina, circos destartalados, pueblas de ratas, tristes balnearias, patios floridos, antología personal en la que siempre ha sobresalido -no sé exactamente por qué- esa imagen del nomadismo que da la carreta de las «quitanderas» de Amorim, proyectada en forma errabunda por las rutas barrosas del norte uruguayo. Un descubrimiento que fue antológico desde el día de marzo de 1960 en que encontré por azar esta novela de «quitanderas» y vagabundos, como se subtitula La carreta, en una librería de «lance» de la Cuesta del Botánico de Madrid.

La carga imaginaria que me ha acompañado durante todos estos años ha sido tan entrañable, que no puedo aceptar ahora que ese paisaje uruguayo no hubiera estado recorrido alguna vez por esa fantasiosa carreta, uniendo y dando sentido a los puntos aislados de una geografía sin literatura. Tal era la densidad cultural reclamada para un país que no podía darse el lujo de prescindir de sus «pasteleras» fronterizas, después de haberlas inventado con tanta convicción. Tal era el «modelo del mundo» en el que creía y creo, aquel por donde transitan sin obstáculos las creaturas de la ficción, formando parte sin transiciones de una realidad donde la historia y la literatura se explican recíprocamente.

Porque en los hechos -y a través del prisma de Amorim- no veía otra cosa que un tríptico en el que cada hoja desmentía a la otra, necesitándose sin embargo mutuamente para sostener la apasionante contradicción del conjunto. Porque una hoja nos decía, recitando presuntuosamente las ejemplos de la Mancha o de las tierras del Cid: «Los libros hacen los pueblos»; mientras la otra repetía la paradoja del Cronopio: «Los libros deberán culminar en la realidad»; para que la tercera nos recordara que: «La realidad nunca es tan real como nos creemos», o como decía Borges, el Maestro del Aleph: «Esta circunstancia de inventar una realidad que no es la realidad, y que le sobrevivirá en sus libros, es la condición esencial del escritor».

Todos estos son las privilegios de un texto ambiguo y, por lo tanto, válido como forma artística al que dedicáramos varios años de metódica investigación para realizar la edición crítica de La carreta publicada en la Colección Archivos en 1988. Gracias a esta edición crítica nos hemos visto obligados a volver a releer sus páginas, una y otra vez. Merced al empecinamiento de un trabajo detallista y riguroso, pero lleno de satisfacciones, hemos terminado incorporando para siempre esas mujeres de «vida airada» a la realidad del Uruguay. Porque la historia del mito, así lo ha querido felizmente.

Referencias:

[1] «Las vanguardia literarias» por Carlos Martínez Moreno, Enciclopedia uruguaya, N.º 47, p. 137, Montevideo, 1969. (N. del A.)

[2] En la preparación de la edición crítica de La carreta que preparé para la Colección Archivos (ALLCA Siglo XX/UNESCO, Madrid, 1986) tuve oportunidad de trabajar en estrecha colaboración con doña Esther Haedo de Amorim, cuya devoción por la memoria de don Enrique no era óbice para sutiles observaciones sobre su personalidad y su obra. (N. del A.)

[3] En el dossier que acompaña la edición crítica de La carreta (ob. cit.) reproducimos la entrevista completa. (N. del A.)

[4] «La circunstancia del escritor» por Mercedes Ramírez en edición crítica de La carreta, ob. cit., p. 271. (N. del A.)

[5] Citada en La carreta, ob. cit., p. 271. (N. del A.)

Fernando Aínsa
De "Nuevas fronteras de la narrativa uruguaya : (1960-1963)"

Editado por el editor de Letras Uruguay

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