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La volqueta


Ethel Afamado
musiethel@adinet.com.uy

 

Habíamos planeado alquilarla desde hacía varios meses; pero mientras no consiguiéramos gente que nos ayudara a vaciar el viejo galpón, no tenía sentido hacerlo. Nosotras dos no podíamos con todo. En el galpón que se usó de taller durante años, había cosas muy pesadas y el corredor hasta llegar a la vereda era angosto y muy largo.

Teníamos que llevar muchos y variados objetos. Cajones repletos de vidrios rotos, partes de rejas de hierro, columnas de mármol, rotas, muchas baldosas viejas, restos de madera dura, máquinas en desuso, etc.…..y etcétera era  lo que más había.

Pero como dicen que todo llega, hasta lo que uno no quiere, como la muerte, el día de alquilar la volqueta, donde depositar todo eso, por fin llegó.

Conseguimos brazos fuertes y solidarios y comenzamos a sacar lo que había sido acumulado durante años en el galpón y por extensión, también en la azotea.                        

Porque hasta allí llegó el empeño en no desprenderse de nada.  

Se fueron juntando cosas y más cosas que a lo largo de tiempo y lluvias se convirtieron en inútiles trastos viejos.

Es que en realidad no había nada entero.

Todo eran pedazos, fracciones, partes, porciones, trozos, restos…

Muchas cerraduras oxidadas sin llaves, llaves oxidadas sin cerraduras,  diferentes pies de bronce, calentadores,  Primus sin patas, maderas apolilladas, clavos torcidos, volutas y rejas de hierro, partes de muebles, herramientas desconsoladamente inútiles, tuercas y tornillos comidos por el..óxido, ,¡viva el óxido!

Y sí que vivía allí. 

Vas a tirar cachivaches? ¡qué bien! hay que sacarse de encima todo lo que no sirve. Fue la primera vecina que se interesó por nuestra labor.

En seguida vinieron los hurgadores con los carritos.

Cada vez que sacábamos algo de la casa, teníamos a dos o tres esperando que dejáramos el objeto, pedazo o despojo, dentro de la volqueta, para que con un ágil salto se introdujeran dentro y volvieran a sacar lo que  alguno de nosotros había dejado allí.            

En un momento uno de ellos, más vivo o más cansado, nos lanzó una frase que nos hizo mucha gracia: ¡démelo a mí no más, Señora, que a mí todo me repercute!

Así, hasta el medio día, la volqueta se iba llenando y casi en seguida la vaciaban por la mitad.

 A las dos de la tarde, dijimos que íbamos a parar la tarea para  comer.

Los hombres que hacían guardia en la puerta, decidieron irse no sin antes preguntar si seguíamos más tarde y se fueron con la promesa de volver.

Comimos algo, descansamos apenas y retomamos el trabajo. Al rato llegó un hombre grande y gordo en un carro tirado por un caballo muy flaco, cargado de tierra y escombro, que me espetó: ¿usté es la dueña de la volqueta? porque tengo orden de la Tita, la del complejo militar, de tirar aquí! Mi indignación se  mezcló con el calor y algo de dolor de espalda y le contesté furiosa: ¡no conozco ninguna Tita, ningún complejo militar y menos que menos ninguna orden. ¡Hágame el favor, déjenos trabajar en paz, caramba..!

El hombre se quedó mirándome, como desconcertado, después estiró las riendas, azuzó al pobre Rocinante y se fue por donde había venido.

Para ese entonces, la volqueta estaba rodeada de vecinos que hablaban sobre el asunto; y de cómo se llena uno de cosas y que cuando uno va a buscar algo que sabe que tiene no lo encuentra porque tiene su galpón atestado, y que al final uno tiene que ir a comprar lo que sabe que tiene y no se acuerda dónde lo guardó…..En fin…las disquisiciones eran variadas. Mientras tanto, ellos  rescataban cosas a nuestros ojos inservibles.

En un momento hasta hubo un pequeño forcejeo por no sé que horrible lámina  mal pintada.

Algunos, se preocupaban por nuestro afán en desprendernos de las cosas.

¿Y esto por qué lo tirás? mirá que te puede servir para algo; tan mal no está. Otro comentaba. ¡Justo lo que precisaba; me quedo con esto; con un arreglito marcha!

Alguien me llamó por teléfono: mire, necesitaría unos hierros; si van a seguir tirando los voy a buscar a su casa. No me gusta sacar de la volqueta. Ese vecino vino por unos hierros y se quedó solidario a ayudarnos, casi hasta el final.

Mientras seguíamos arrastrando latas, maderas, baldosas rotas y otros etcéteras por el corredor, en la vereda los  vecinos conversaban y otros tomaban mate, pero todos estaban pendientes de nuestros movimientos. Era domingo; y el domingo en el barrio suele ser muy aburrido.

Entrada la tarde paró frente a nosotros una camioneta. Bajó un señor, dijo; con permiso, se sumergió dentro de la volqueta y con minucioso esmero buscó y rebuscó, ante las miradas torvas de los que allí estaban, que sentían al intruso como un enemigo. Apartó unos cuantos hierros viejos, unos trozos de máquina de coser, unas volutas de rejas antiguas, dos lanzas, una parte muy oxidada de una sierra circular, algunas tablas de madera dura, carcomidas, y una máquina partida que nunca supe para qué servía. Puso todo dentro de la camioneta, dejó un ¡gracias!… y  se fue. 

Nosotros cuatro seguíamos incansables con nuestra tarea de alije, interrumpida de vez en cuando por quejas o reproches de algunos disgustados.

¿Te das cuenta esa lámpara?  El Cacho casi que me la sacó de las manos. Es un atrevido. ¿No le podés decir algo?  

El festival de la volqueta duró hasta la noche.

Casi al final, llegó otro hurgador quejándose de que había dejado unas baldosas en un rincón para volver a buscarlas y  ya no estaban. Yo las dejé en este lugar ¿ve? Aquí en este lugar, en este rinconcito ¿ve?  y  me las llevaron. ¡Eran mías! ¡Las dejé acá y me las llevaron, era mías! Era una aburrida monodia lastimera. Estaba inconsolable. 

Después de poner nosotros y sacar ellos, cuando por fin terminamos, la volqueta quedó llena hasta sus tres cuartas partes.

Nos fuimos, a descansar por fin; satisfechos pero desechos de cansancio. 

Al otro día, lunes, no vinieron a retirar la volqueta como estaba convenido. Tampoco vinieron el martes ni el miércoles ni el jueves.

Y día a día, comenzaron a aparecer en ella ramas de las podas, luego algún escombro y después hasta el tope, basura.

Se llenó de moscas y de mal olor.

Rebosaba de mugre y no venían a retirarla.

Llamé por teléfono para pedir por favor que se la llevaran.

Otros también llamaron, pero nada. Ahí estaba; oscuro símbolo del abandono.

Algunos vecinos se impacientaron. Me paraban por la calle y me intimaban a “sacar eso de ahí”. Me llamaban por teléfono; murmuraban a mi costado; me hostigaban con miradas oblicuas.

Hasta llegó a venir a mi casa una delegación de tres vecinas en nombre de toda la cuadra, a exigirme el retiro de la volqueta bajo la amenaza de denunciarme a la comisaría o en todo caso al Municipio o al Ministerio del Medio Ambiente.

Estaban muy enojadas. Yo también lo estaba.

Pero a la mañana siguiente, ¡oh sorpresa! vi que por fin aquello había desaparecido.

El elemento perturbador ya no existía. De modo que el barrio volvió a la normalidad. A su aparente calma habitual.

Se terminaron los comentarios. Se restableció la paz. 

Meses después recibí una tarjeta que me llenó  de asombro.

Venía dentro de un sobre membretado, de una conocida galería de arte, y decía así: 

Invitamos a Ud. A la exposición de esculturas

en hierro y madera que se inaugura el día

11 de setiembre en  nuestro local, l9.30 hs.

Y en una tarjeta  aparte, estas palabras.

Señora: los hierros y maderas que descubrí y rescaté

del interior de su volqueta, me inspiraron y ayudaron

a realizar mis obras. Espero pueda usted visitar la muestra.

                                                                 Muy agradecido…...

Y allí, la firma de un muy conocido escultor.

Ethel Afamado
musiethel@adinet.com.uy
 

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