José Artigas Jefe de los Orientales y Protector de los pueblos Libres

Su obra cívica - Alegato histórico

por Eduardo Acevedo

Monumento a Artigas obra realizada por el escultor Stelio Belloni (Uruguay)
Cerro Ventura - Departamento de Lavalleja

Preliminares

Sumario:—Nuestras deficiencias históricas. Una iniciativa de la Universidad. Los archivos públicos saqueados. El centenario de la Revolución de Mayo y la rehabilitación de Artigas. Fuentes de información de este alegato histórico. Los hechos, los documentos y las tradiciones. Idólatras o adversarios frenéticos. Los españoles, los porteños y los portugueses atacan a Artigas y él contesta á todos con el silencio. Las facciones internas y su obra destructora. San Martín y Bolívar ultrajados y perseguidos por sus conciudadanos. Los escritores extranjeros y sus informaciones incompletas o fantásticas. Vacíos históricos inevitables. El lenguaje agresivo de la época de la Revolución. Por qué a Artigas le suprimimos el grado de general y el nombre de Gervasio.

Nuestras deficiencias históricas.

Refiere el doctor Lamas («Colección de memorias y documentos para la historia y la geografía de los pueblos del Río de la Plata») que don Santiago Vázquez contrajo el compromiso de escribir todos los recuerdos de las épocas notables en que le había tocado actuar. Pero llegaron, agrega, las angustias del mes de Abril de 1846, que sin mínima duda le precipitaron al sepulcro, y apenas pudo ocuparse de los apuntes biográficos de su hermano el coronel Ventura Vázquez, sin dejarnos una sola línea de sus propias memorias.

«Cada día esperaba que el siguiente sería más tranquilo, y de uno a otro día llegó el de la muerte, y el sepulcro nos ocultó para siempre el tesoro de noticias y de explicaciones históricas que encerraba aquella cabeza privilegiada. Inmensas son las pérdidas de este género que hemos sufrido, que sufrimos con frecuencia. En medio de la tormenta revolucionaria que aun nos sacude tan reciamente y que ha despedazado o consumido los archivos públicos o particulares, van desapareciendo también uno tras otro los actores de nuestras grandes épocas, sin haber gozado de la tranquilidad del hogar y del espíritu, que muchos de ellos esperaban para reducir a escritura los recuerdos, los conocimientos y las lecciones de que eran depositarios.»

Poco hemos adelantado en los sesenta años transcurridos desde la época en que escribía don Andrés Lamas. La tranquilidad del espíritu continúa siendo el supremo desiderátum de los orientales. Y en cuanto á reconstitución de archivos, la incurable despreocupación de nuestra raza ha podido más que todos los esfuerzos encaminados a promover el estudio del pasado.

En el programa de ampliaciones universitarias del período 1904-1906, en que desempeñamos el rectorado, figuran como resultado concreto de esos esfuerzos la creación de una «Revista Histórica», la compra de archivos particulares y la organización de tres concursos, con premios pecuniarios de importancia, para la redacción de la historia nacional.

Quedó incorporada la «Revista Histórica» a la ley de presupuesto general de gastos, pero no así el resto del plan, aunque aceptado en principio, por haber tocado a su término la progresista presidencia del señor Batlle y Ordóñez, que no escatimó a la Universidad nada de las inmensas cosas que le pidieron sus autoridades, y que ahí quedan, para su eterno elogio, bajo forma de escuelas superiores de Agronomía y de Veterinaria, reforma de los estudios de Medicina, creación de institutos científicos de Química, Anatomía y Fisiología, ampliación considerable de los laboratorios y bibliotecas, fundación de becas y bolsas de viaje para, alumnos y profesores, contratación de numerosos sabios extranjeros, adjudicación de fondos con destino á la reorganización científica de todos los estudios, y construcción de edificios apropiados para la Sección de Enseñanza Secundaria, para las Facultades de Derecho y de Comercio, para la Escuela de Agronomía y para la «Granja. Modelo», de Sayago.

La misma «Revista Histórica» no pudo alcanzar la amplitud de su plan inicial. Había, efectivamente, el propósito de organizar comisiones para la revisión y copia de toda la riquísima documentación relativa a nuestra historia, que se encuentra diseminada en los archivos públicos y particulares de la Argentina, Brasil, Paraguay, España e Inglaterra. Se habían dado también instrucciones para la organización de una biblioteca de historia americana, que ni eso siquiera tenemos ni tendremos mientras no se produzca otra oleada favorable á la gran causa de la enseñanza.

Escaso tributo puede pedirse á nuestros archivos públicos. Han sido saqueados en diversas épocas, a partir de las postrimerías de febrero de 1815, en que las autoridades delegadas de Buenos Aires, antes de abandonar la plaza de Montevideo a las fuerzas artiguistas, embarcaron para la otra orilla lo que conceptuaron de interés, y en seguida abrieron de par en par los depósitos de expedientes y papeles, para que el populacho robara y despedazara el tesoro de informaciones históricas que allí había. Invocamos el testimonio de don Pedro Feliciano Cavia, secretario de la gobernación porteña de Montevideo, en lo que se refiere al embarque («El protector nominal de los pueblos libres, don José Artigas») y el de los señores Dámaso Larrañaga y José R. Guerra («Apuntes históricos»), en lo que se refiere al saqueo.

La rehabilitación de Artigas

Se aproxima, entretanto, el centenario de la independencia, y el más acentuado de los caracteres de ese glorioso movimiento cívico continúa bajo la máscara de bandido con que sus ilustres adversarios resolvieron exhibirlo al público apenas intentó hablar de constitución política y de organización autonómica de las provincias, contra el santo y seña de la logia que concentraba en Buenos Aires todos los resortes del poder.

Cuando el doctor Vicente F. López hizo el proceso de los generales San Martín y Guido, con motivo de la caída de los directorios de Pueyrredón y Rondeau bajo la presión del huracán artiguista de 1820, el poeta Carlos Guido y Spano tomó noblemente la defensa de su padre («Vindicación histórica»), invocando la ausencia de monumentos que hablaran en su favor. Pero no creyó necesario ocuparse de las acusaciones de deslealtad y deserción dirigidas contra el héroe de los Andes. «Que él se defienda en su caballo de bronce», se limitó á decir.

La misma excepción podrían oponer los panegiristas de Artigas, si ya estuviera erigido el monumento que le votó la Cámara de Diputados correspondiente á la administración Berro, en 29 de junio de 1802, con la prevención de que no podría «pasar fuerza armada a la vista de la estatua del protector de los pueblos libres, sin batir marcha y echar armas al hombro». Desde su caballo de bronce, el portaestandarte de la idea republicana y de la confederación de todas las provincias del antiguo Virreinato en una nacionalidad vigorosa y consciente de sus derechos, se encargaría de abatir los fuegos de sus tenaces detractores de aquende y allende el Plata y de conquistarse monumento más valioso á la admiración de la posteridad.

«Nos hallamos muy cerca de los sucesos, que como las montañas sólo a la distancia se disciernen», ha dicho el autor de «Vindicación histórica», refiriéndose á la actitud asumida por el ejército de los Andes al huir del teatro de la guerra civil y lanzarse contra los realistas del Perú, cuando el Congreso de Tucumán y el Directorio caían hechos pedazos bajo los golpes de maza de las montoneras artiguistas.

Sólo por efecto de esa proximidad y de prevenciones que tardan en extinguirse, continúa el jefe de los orientales arrastrando su cruz, sin que se hagan indiscutibles los excepcionales títulos que lo recomiendan á la justicia histórica.

Fuentes de información.

No pretendemos escribir la biografía de Artigas, ni tampoco redactar la historia del decenio 1810-1820, en que su figura llena casi por completo el escenario político del Río de la Plata.

Nuestro plan es más limitado, pero más eficaz para la obra de reparación histórica, que consideramos urgente. Sólo nos proponemos formular un alegato, con la trascripción textual de todas las acusaciones y de todos los elogios de que ha sido objeto Artigas y el examen de las pruebas producidas.

Para realizar nuestro propósito, hemos tenido que poner a contribución varias bibliotecas particulares, especialmente las de los señores Luis Melian Lafinur, Mauricio Llamas y Daniel García Acevedo, y los archivos y las bibliotecas oficiales de ambas ciudades del Plata, pudiendo así extractar las siguientes obras, aparte de numerosos manuscritos de importancia:

Annals of the Congress of the United States: año 1818. Archivo Generad de la Nación: Partes oficiales y documentos relativos á la independencia argentina. Archivo de Santa Fe: Testimonios autenticados acerca de Artigas, existentes en la Biblioteca de Montevideo. Archivo de Montevideo. Archivos del general Laguna y de don Gabriel A. Pereira existentes en la Biblioteca de Montevideo. Joao Armitage, «Historia do Brazil». Lucas Ayarragaray, «La anarquía argentina y el caudillismo». Francisco Acuña de Figueroa, «Diario histórico del sitio de Montevideo». Anales del Ateneo de Montevideo. Juan B. Alberdi, obras completas.

British and Foreign State Papers, años ] 817 a 1819. Francisco Bauza, «Historia de la dominación española en el Uruguay». Brackenridge, «Voyage to South America». Francisco A. Berra, «Bosquejo histórico de la República Oriental». Idem, «Estudio histórico acerca de la República Oriental». Barros Arana, «Compendio de la historia de América».

«Colección de datos y documentos referentes a Misiones, como parte integrante de la provincia de Corrientes, hecha por una Comisión nombrada por el Gobierno de ella». Callos Calvo, «Anales históricos de la revolución de la América latina». Solano Constancio, «Historia do Brazil». Cavia, «El protector nominal de los pueblos libres». Carranza «Archivo General de la República Argentina».

General Antonio Díaz, «Memorias inéditas». Coronel Antonio Díaz, «Galería contemporánea». Isidoro De-Ma-ría, «Compendio de la historia de la República Oriental». Ferdinand Denis, «Resume de l’histoire de Buenos Aires, du Paraguay et des provinces de la Plata».

Uladislao Frías, «Trabajos legislativos de las primeras Asambleas argentinas». Clemente Fregeiro, «Documentos justificativos». Idem, «Éxodo del pueblo oriental», publicado en los «Anales del Ateneo». Idem, «Bernardo Monteagudo». Dean Funes, «Ensayo de la historia civil de Buenos Aires, Tucumán y Paraguay». Dean Funes, «Historia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, durante los años 1816 a 1818». Famin, «Chile, Paraguay, Uruguay, Buenos Aires».

«Gaceta de Buenos Aires». «Gaceta de Montevideo». Carlos Guido y Spano, «Vindicación histórica». Ignacio Garzón, «Crónica de Córdoba».

Urbano de Iriondo, «Apuntes para la historia de la provincia de Santa Fe».

Vizconde de San Leopoldo, «Annaes da provincia de San Pedro». Andrés Lamas, «Colección de memorias y documentos para la historia y la geografía de los pueblos del Río de la Plata». Vicente F. López, «Historia de la República Argentina». Idem, «Refutación a las comprobaciones históricas». Idem, «Manual de la historia argentina». Dámaso Larrañaga y José R. Guerra, «Apuntes históricos» , publicados en «La Semana» de 1857. Miguel Lobo, «Historia General de las antiguas colonias hispanoamericanas». Larrazábal, «Vida y correspondencia del libertador Bolívar». Lazaga, «Historia de López». General La Madrid, «Origen de los males y desgracias de las Repúblicas del Plata». Lombroso, «Le crime politique et les revolutions».

Mitre, «Historia de San Martín». Idem, «Historia de Belgrano». Idem, «Comprobaciones y Nuevas comprobaciones históricas». General Miller, «Memorias». Mariano Moreno, «Escritos publicados por el Ateneo de Buenos Aires». Benigno Martínez, «Historia de la provincia de Entre Ríos». Idem, «Apuntes históricos sobre la provincia de Entre Ríos». Mantilla, «Patriotas correntinos».

Ignacio Núñez, «Noticias históricas de la República Argentina». Idem, «Noticias históricas, políticas y estadísticas de las Provincias Unidas del Río de la Plata».

Parish, «Buenos Aires y las Provincias Unidas del Río de la Plata». Mariano Pelliza, «Historia Argentina». Idem, «Dorrego». General José María Paz, «Memorias póstumas». José Presas, «Memorias secretas de la princesa del Brasil». A. D. de Pascual, «Apuntes históricos de la República Oriental». Pereira da Silva, «Historia da fundadio do Imperio Brazileiro». Palomeque, «Orígenes de la diplomacia argentina^. Antonio Pereira, «Las invasiones inglesas». Idem, «Cosas de antaño». Idem, «El general Artigas ante la historia», por un oriental. Pradt, «Les six derniers mois de l’Ameriqueet du Brésil». Doctor Pérez Castellano, «El Congreso de la capilla Maciel». «El Paraguay independiente». Gabriel A. Pereira, «Correspondencia confidencial y política».

Vicente G. Quesada, «La provincia de Corrientes».

Rengger y Longchamp, «Ensayo histórico sobre la revolución del Paraguay». Rodney and Graham, cTlie re-port of the present state of tlie united provinces of South America». Carlos María Ramírez, «Artigas». Idem, «Juicio crítico del Bosquejo histórico del doctor Berra». «La Revista de Buenos Aires», por Navarro Viola y Quesada. «La Revista del Río de la Plata», por Lamas, López y Gutiérrez. «Revista Trimensa 1 do Instituto Histórico e Geograpliico Brazileiro». Robertson, «Letters 011 South America». Idem, «Letters on Paraguay». «Revísta Histórica de la Universidad de Montevideo». Ruiz Moreno, «Estudio sobre la vida del general Ramírez». Ramos Mejía, «El federalismo argentino».

Juan Manuel de la Sota, «Historia del territorio oriental del Uruguay». Idem, «Cuadros históricos». «Autobiografía de don Joaquín Suárez». Adolfo Saldías, «Historia de la Confederación Argentina». Idem, «La evolución republicana durante la revolución argentina». Susvieia, *La Junta de 1808».

Mariano Torrente, «Historia de la revolución hispanoamericana».

Vicuña Mackenna, «El ostracismo de los Carreras».

Carlos A. Washburn, «Historia del Paraguay».

Zinny, «Historia de la prensa periódica de la República Oriental», «La Gaceta de Buenos Aires», «La Gaceta Mercantil de Buenos Aires», «Bibliografía histórica de las Provincias Unidas del Río de la Plata», «Historia de los gobernadores del Paraguay», «Efeméridografía».

Hechos y documentos.

«Así como la filosofía de la historia», dice el general Mitre («Comprobaciones históricas»), «no puede escribirse sin historia a que se aplique, ésta no puede escribirse sin documentos que le den razón de ser, porque los documentos, de cualquier género que sean, constituyen más que su protoplasma, su sustancia misma, como aquélla constituye su esencia: ellos son lo que los huesos, que dan consistencia al cuerpo humano, y lo que los músculos al organismo á que imprimen movimiento vital: la carne que los viste y la forma plástica que los reviste, esa es la historia, como el sentido general o abstracto que de ella se desprende es su filosofía. Un zapatero, valiéndose de una comparación material del oficio, diría que el documento es a la historia lo que la horma al zapato... Y cuando decimos documentos, no nos referimos simplemente a textos desautorizados o papeles aislados, sino a un conjunto de ellos que formen sistema, que se correlacionen y contrasten entre sí, se expliquen ó corrijan los unos a los otros y presenten los lineamientos generales del gran cuadro que el dibujo y el colorido complementarán».

«Nuestra historia», agrega el mismo historiador, («Nuevas comprobaciones históricas») «está plagada de errores que no reconocen otro origen que la murmuración vulgar de los contemporáneos, que ha sido acogida por la tradición ó incorporada a ella con menoscabo de la verdad».

Para el doctor Vicente F. López, el hecho tiene mayor importancia que el documento («Refutación a las comprobaciones históricas»). Su obra fundamental se inspira, sin embargo, en la doctrina de que la tradición es la fuente más segura de las informaciones históricas y por ella se deja guiar en narraciones maravillosamente escritas, que sólo tienen el defecto de borrar las fronteras entre la historia y la novela.

Sólo en un punto pusiéronse de acuerdo los ilustres contendientes: (Carta del general Mitre al doctor López, que el último inserta en su «Manual de la historia argentina»): «Los dos, usted y yo, hemos tenido la misma predilección por las grandes figuras y las mismas repulsiones por los bárbaros desorganizadores como Artigas, a quienes hemos enterrado históricamente».

Volviendo á las divergencias relativas al criterio histórico, forzoso es convenir que en esta cuestión como en tantas otras, la verdad es la resultante de las doctrinas extremas que se disputan su monopolio. Los hechos, los documentos, las tradiciones comprobadas, constituyen la materia y la esencia de la historia, y el historiador tiene que recurrirá esas tres fuentes de información y de estudio. Si hubiéramos de establecer uua escala descendente de importancia, diríamos que el hecho histórico tiene la primacía sobre los demás, porque lo que se ha ejecutado en el desenvolvimiento individual y social, es la exteriorización más indiscutible y completa del hombre ó de la sociedad de que ese hecho emana. En segundo termino, el documento, que en algunos casos da explicación al hecho, poniendo de relieve alcances, intenciones ó propósitos, y que en otros suple al hecho mismo y llena el claro de lo que no ha podido ejecutarse por la fatalidad de los sucesos. Y en último lugar, las tradiciones, a condición de que los hechos o los documentos les den base cierta o razonable, sin la cual el historiador está obligado a relegarlas al dominio de la leyenda.

El medio ambiente.

Para comprender a César, ha escrito Lamartine, es necesario conocer la época de César.

Se trata de una verdad de Perogrullo. El hombre es obra de su medio, y aun cuando pueda alcanzar á modificarlo, y a veces lo modifica fundamentalmente, de la índole del escenario en que actúa resulta la explicación más acabada e indiscutible de sus hechos propios y de su vida misma.

Juzgándolo así, hemos destinado un capítulo a la fijación de las grandes líneas de la época de Artigas en toda la América del Sud, y muy principalmente en el Río de la Plata, limitándonos, para no extender el cuadro, a hechos relativos a las principales acusaciones formuladas contra el jefe de los orientales: derramamiento de sangre, confiscaciones de propiedades particulares y defraudación de rentas aduaneras. Bastará, estamos persuadidos, la sencilla comparación del personaje y de su medio ambiente, para que la figura de Artigas se agigante sin necesidad de comentario alguno.

Artigas y su obra póstuma.

«Distinguir, hacer sentir en la vida de un hombre histórico» (dice el general Mitre, refiriéndose á Belgrano, en sus «Comprobaciones históricas») «su acción póstuma y su acción contemporánea, penetrándolo en su medio y dilatándolo en su posteridad, es sin duda una de las grandes dificultades que presenta la ciencia histórica y que sólo puede vencerse, valiéndonos de la máxima de nuestro crítico, varias veces repetida, estudiando con cuidado los hechos e interpretándolos según el ánimo de que estuvieron poseídos en vida, animados de un espíritu de que tal vez ellos mismos no tuvieron plena conciencia».

Sólo Artigas queda colocado fuera de la ley. Su acción póstuma, del doble punto de vista de la consagración del régimen republicano y de la autonomía de las provincias del Río de la Plata, dentro de una confederación verdaderamente amplia y racional, permanece todavía negada o discutida, gracias a la inhumación histórica de que se glorían el general Mitre y el doctor López al darse la mano en medio de ardorosa polémica.

Cuando todos los prohombres de la Revolución de Mayo eran centralistas y se inclinaban a la monarquía por convicción propia o por razones de circunstancias, Artigas levantaba el estandarte republicano y señalaba a sus contemporáneos con mano vigorosa el ejemplo de los americanos del Norte constituyendo una nacionalidad fuerte y descentralizada por la obra exclusiva del sufragio popular.

Esa bandera fue recogida más tarde y paseada triunfan te en todo el amplio territorio argentino, por los mismos que la habían combatido en nombre de las ideas monárquicas o de las ideas unitarias. Artigas, «como el Cid, había ganado después de muerto su gran batalla en la tierra donde más se persiguió su nombre*, valga la frase de José G. Busto en una reunión patriótica celebrada el 20 de julio de 1890 en favor del monumento que debu erigirse «al servidor de la democracia y apóstol de la federación».

Pero en la hora de la victoria política, la gloria, de la iniciativa y de la persistencia del esfuerzo quedó olvidada, recrudeciendo en cambio el anatema contra» el bandido», contra «el enchalecador». contra «el contrabandista», contra «el sanguinario montonero ajeno a toda idea noble y a todo sentimiento patriótico».

Dos únicos nombres tiene inscriptos en letras de bronce la pirámide de Mayo, y uno de ellos es el de Manuel Artigas, el heroico oficial de la insurrección oriental de 1811, caído en el asalto y toma de San José. Se quiso honrar la primera sangre derramada por el programa de Mayo. Nada más justo. Pero aguardan igual honor la batalla campal de las Piedras, la primera victoria de importancia de la Revolución, y José Artigas, el portaestandarte de la idea republicana federal ya definitivamente incorporada a la organización institucional de la República Argentina.

Artigas no contesta a sus acusadores.

«La mejor prueba de la grandeza de Salmerón» (escribía «El Liberal» de Madrid al día siguiente de la muerte del ilustre estadista español) «está en estas palabras: no tuvo sino idólatras o adversarios frenéticos».

Es una frase que refleja exactamente la situación de Artigas en el Río de la Plata. El jefe de los orientales y protector de los pueblos libres, sólo ha despertado efectivamente idolatrías y odios intensos. Nadie le ha mirado con frialdad. Pero ha habido una gruesa diferencia en favor de los adversarios furibundos: ellos monopolizaban enteramente el talento, la ilustración, la prensa periódica, los folletos, los libros y las mismas tradiciones. Y como si esas armas formidables no fueran suficientes, ocupaban el gobierno y daban a sus fallos y acusaciones el carácter oficial y respetable que más eficazmente podía influir en su difusión y consagración por los contemporáneos y la posteridad.

Tenía que luchar Artigas contra la inteligentísima oligarquía monarquista que actuó casi sin solución de continuidad al frente del gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata, desde su ingreso en la escena política, basta que fue desalojado de ella; contra los españoles, que ejercían el gobierno de Montevideo y que después de perderlo conservaron todos los resortes económicos y sociales que podían dar autoridad a su palabra; contra los portugueses, que se habían trazado el plan de conquista de la Provincia Oriental y que necesitaban justificar su conducta con ayuda de propagandas apasionadas. Y contra todos ellos luchó durante diez años, sin clases ilustradas que defendieran sus principios y rechazaran las acusaciones encaminadas á aislarlo de su medio.

Un bandido, un asesino, un contrabandista, no podía levantar otra bandera que la del saqueo y del asesinato, y todos los adversarios se unían en el propósito común de persuadir por medio de decretos, folletos, y tradiciones, que Artigas vivía en un antro de corrupción y de sangre, comiéndose en el asador a los porteños, á los españoles, a los portugueses y a sus propios compatriotas disidentes.

Lejos de defenderse, había adoptado la regla del silencio, poseído de aquella ciega confianza en la integridad de su conducta con que Guizot desafiaba a la oposición en las Cámaras francesas: «por más que hagáis, no elevaréis vuestras injurias hasta la altura de mi desdén».

En carta al general Martín Güemes («El Nacional Argentino» de 4 de marzo de 1860, Archivo Mitre; y «El Siglo» de Montevideo de 28 de septiembre de 1900), decía Artigas:

«El orden de los sucesos tiene más que calificado mi carácter y mi decisión por el sistema que está cimentado en hechos incontestables. No es extraño parta de ese principio para dirigir a usted mis insinuaciones, cuando a la distancia se desfiguran los sentimientos y la malicia no ha dormitado siquiera para hacer vituperables los míos. Pero el tiempo es el mejor testigo y él justificará ciertamente al jefe de los orientales».

Andrés Artigas le refería desde Misiones los chismes que corrían, y él contestaba en oficio de 27 de agosto de 1815 (Banzá, «Historia de la Dominación Española»):

«¡Deje usted que hablen y prediquen contra mí. Esto ya sabe que existía aún entre los que me conocían, cuanto más entre los que no me conocen. Mis operaciones son más poderosas que sus palabras, y á pesar de suponerme el hombre más criminal, yo no haré más que proporcionar á los hombres los medios de su felicidad y desterrar de ellos aquella ignorancia que les hacía sufrir el más pesado yugo de la tiranía. Seamos libres y seremos felices».

En carta dirigida á Rivera el 17 de diciembre de 1814 acerca de la sublevación del regimiento de Blandengues en Mercedes (Bauzá, «Historia de la Dominación Española»), dice Artigas que ha derramado lágrimas con motivo de ese suceso, y agrega:

«Usted no ignora que mi interés es el de todos los orientales, y que si los momentos de una convulsión fueran bastantes a sofocar nuestros deberes, ya antes de ahora hubiera desechado un puesto que no me produce sino azares. Usted no lo ignora: pero la confianza que depositaron en mí los paisanos para decidir su felicidad, es superior en mi concepto a los contratiempos. Ella me empeña a superar las dificultades y tirar el carro hasta donde (?) me alcancen las fuerzas. Tome de mí un ejemplo: obre y calle, que al fin nuestras operaciones se regularán por el cálculo de los prudentes».

Fácil es comprender en estas condiciones por qué motivo la personalidad de Artigas ha sido execrada durante largos años: mientras que los adversarios descargaban todas sus baterías con el tremendo ardor que inspiran las guerras intestinas, el jefe de los orientales seguía en silencio la lucha gigantesca, lleno de fe en la justicia de su causa y en el éxito de su empuje.

Si hubiera vencido, en el triunfo habría encontrado su instantánea rehabilitación histórica. Pero, cayó rendido en los campos de batalla, y la leyenda del ogro cobró nuevos bríos y ya pudo repetirse de boca en boca, sin que nadie arriesgara una réplica.

Las facciones internas y su obra destructora.

«¿A quién podemos temer, sino a nosotros mismos?», se preguntaba el deán Funes en su hermosa oración patriótica del 25 de mayo de 1814. después de historiar los triunfos de las Provincias Unidas del Río de la Plata, entre los que se destacaba la destrucción de la escuadra española por la flotilla del almirante Brown en las costas de Montevideo.

La frase, llena de justificada soberbia contra el dominio español, resulta todavía más verdadera dentro del estrecho y agitado teatro de la política interna, donde las facciones absorbentes que vigorizaba el poder público, daban la ley a todas las provincias y creaban o destruían reputaciones a voluntad.

Contra San Martín.

Dice el doctor López («Historia de la República Argentina»), después de recordar que en 1814 San Martín inició gestiones para que se le exonerase del mando del ejército de Tucumán y se le adjudicase, en cambio, la obscura gobernación de Mendoza:

«Este puesto le ofrecía una ocasión para salir del influjo de las facciones argentinas cuyos hombres y confusos movimientos le inspiraban profundo tedio, mucho desaliento y más que tedio y desaliento, muchísimo temor, porque no había nacido para esas turbulentas luchas, ni contaba con medios de genio, de palabra y de audacia para figurar y predominar sobre ellas. Sus cualidades y sus talentos corrían por otros senderos; y decían algunos que en su triste desencanto estaba convencido de que se había alucinado desgraciadamente dejándose entusiasmar en Europa por la independencia de la tierra en que había nacido... Algunas veces nos ha dicho el doctor Tagle a nosotros mismos: «San Martín nunca le tuvo cariño ni afecto personal a Buenos Aires: nos tenía miedo y no se interesaba por nosotros».

Refiere Mitre («Historia de San Martín») que los enemigos del héroe de los Andes decían: «que éste se encontraba borracho al escribir el parte de la victoria de Maypúí. Imbéciles! estaba borracho de gloria! contestó Vicuña Mackenna».

Dos cartas muy sugestivas transcribe el general Mitre. Ambas están dirigidas por el general San Martín á don Tomás Godoy, desde aquella obscura gobernación de Mendoza en que se estaba incubando la gloriosa expedición al Pacífico («Historia de San Martín»):

«¿Con que los cordobeses están muy enfadados conmigo? (le dice á fines de 1815). ¡Paciencia! Ya había yo tenido en esta varias cartas en que manifestaban sus disgustos. Lo particular es que hayan sido escritas por sujetos de juicio y luces; pero en unos términos capaces de exaltar otra conciencia menos tranquila que la mía. ¡Ay! amigo. ¡Y cuánto cuesta á los hombres de bien la libertad de su país! Baste decir á usted que no en una sino en tres o cuatro cartas se dice lo siguiente: Ustedes tienen en esa un jefe que no lo conocen: él es ambicioso, cruel, ladrón y poco seguro en la causa, pues hay fundadas sospechas de que haya sido enviado por los españoles; la fuerza que con tanta rapidez está levantando, no tiene otro objeto que oprimir á esa provincia, para después hacerlo con las demás. Usted dirá que me habré incomodado. Sí, mi amigo, un poco; pero después que llamé la reflexión en mi ayuda, hice lo que Diogenes: zambullirme en una tinaja de filosofía y decir: todo esto es necesario que sufra el hombre público para que esta nave llegue á puerto».

«Las dos de usted de 29 de enero y 11 de febrero», (expresa San Martín a Godoy en febrero de 1810), «las recibí juntas por el correo pasado: ellas me manifiestan el odio cordial con que me favorecen los diputados de Buenos Aires. La continuación hace maestros, así es que mi corazón se va encalleciendo a los tiros de la maledicencia, y para ser insensible a ellos, me he aforrado con la máxima de Epicteto: « iSi l´on dit mel de loí el qu'il soit véritable corrige-toi; si ce sont des mensonges, ris-en»

Tenían que encontrar y encontraron estas diatribas ambiente favorable en el extranjero.

«Cochrane», agrega el general Mitre, «ha insultado y calumniado a San Martín en vida y en muerte, llamándole ambicioso vulgar, tirano sanguinario, general inepto, hipócrita, ladrón, borracho, embustero, egoísta y desertor de sus banderas, tan cobarde como fanfarrón. San Martín, protector del Perú, apostrofó á Cochrane por medio de sus ministros como un defraudador asimilable en cierto modo a los piratas, un detentador de los intereses públicos, un traficante con la fuerza marítima de su mando, como un verdadero criminal deshonrado por sus hechos; y por el órgano autorizado de sus diplomáticos lo ha calificado ante el gobierno de Chile como el hombre más perverso que existiera en la tierra».

La publicación de las Memorias del almirante Cochrane, dio base al «Times» de Londres de 13 de enero de 1859, para concretar el siguiente juicio:

«El bravo almirante prueba que San Martín, su compañero de armas, era un monstruo extraordinario. Decir que era embustero, es nada. Con la gravedad más extraordinaria decía mentiras de una absurdidad palpable. Era al mismo tiempo cobarde y fanfarrón, y totalmente incompetente, que sin embargo siempre consiguió salir bien y que hizo peor que no hacer nada, traicionando todos los intereses menos los suyos».

«Así era juzgado diez años después de su muerte, por el primer diario del mundo, el primer capitán sudamericano y uno de los más grandes caracteres de la revolución de la independencia del Nuevo Mundo».

Sin la obra previa de las facciones internas, que habían despedazado a San Martín, ¿se habría atrevido el pensamiento extranjero á incubar tamañas herejías?

Continuemos nuestro extracto.

Después de la conferencia de Guayaquil (Mitre, «Historia de San Martín»), el general San Martín resolvió eliminarse del Perú, dirigiendo con tal motivo una carta a Bolívar en que le dejaba el teatro, persuadido de que de otro modo no prestaría su cooperación para terminar la lucha. El 20 de septiembre de 1822 se instaló el primer Congreso constituyente del Perú, y San Martín se despojó del mando y se embarcó para Chile, donde encontró que su nombre era execrado como el de un verdugo».

Cuando llegó á Chile, el gobierno de O’ Higgins bamboleaba. San Martín experimentó allí un vómito de sangre, que lo postró en cama dos meses. Al separarse del Perú, cuyo tesoro le acusaban sus enemigos de haber robado, sacó por todo caudal 120 onzas de oro. Contaba en Chile para subsistir con la chacra que le había donado el Estado. El gobierno del Perú, noticioso de su indigencia, le mandó dos mil pesos a cuenta de sueldos y con esa suma pudo pasar a Mendoza. Oh! Quanto e triste!, exclama con el poeta, el general Mitre.

A principios de 1828 llegó á Mendoza, llevando allí la vida de un pobre chacarero. En carta á O’Higgins de 1.° de marzo de 1823 le decía: «Se me asegura que el mismo día que usted dejó el mando, se envió una partida para mi aprehensión. No puedo creer semejante procedimiento; sin embargo, desearía saberlo para presentarme en Santiago, aunque después me muriese, y responder a los cargos que quisieran hacerme».

De Mendoza pasó á Buenos Aires, «donde fue recibido por el menosprecio y la indiferencia pública». A fines de 1823 tomó a su hija y se dirigió silenciosamente al destierro.

Cinco años después emprendió viaje de regreso, arribando a Buenos Aires el 12 de febrero de 1821, aniversario de las batallas de San Lorenzo y Chacabuco. Fue recibido con un anuncio en la prensa, en que se expresaba que volvía a la patria a raíz de saber que se había hecho la paz con el Brasil!

En sus «Nuevas comprobaciones históricas», da Mitre esta nota final:

«En 1841 la memoria de San Martín estaba obscurecida en Chile, y si acaso se recordaba era con odio y desprecio, como por muchos años lo fue en la tierra de su nacimiento, que lo calificó de desertor y cobarde en los periódicos, después de llamarlo ebrio y ladrón en sus panfletos».

Repelido por el ambiente de la patria, el vencedor de Chacabuco se fue a morir á Europa, manteniendo siempre viva su vieja energía contra el dominador extranjero y .su profunda aversión al partidismo local.

Digalo la cláusula tercera de su testamento de 23 de enero de 1844 (Saldías, «Historia de la Confederación Argentina»):

«El sable que me ha acompañado en la guerra de la independencia de la América del Sud, le será entregado al general de la República Argentina, don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla».

Cuando San Martín escribía esa cláusula, ya Rosas estaba nadando en su mar de sangre y de subversiones institucionales, y estaban proscriptos de Buenos Aires todos aquellos ilustres unitarios que habían repelido al héroe de los Andes, por su resistencia á embanderarse en la guerra civil y á sacrificar energías que en su concepto debían reservarse contra el usurpador extranjero.

Contra Bolívar.

Bolívar es otro gran proscrito de la Revolución americana.

Vayan estos extractos como testimonios indicativos de su consagración a la causa general y de su altruismo patriótico (Larrazábal, «Vida y correspondencia del libertador Bolívar»):

Dirigiéndose al general Santa Cruz:

«Primero el suelo nativo que nada, general; él ha formado con sus elementos nuestro ser; nuestra vida no es otra cosa que la herencia de nuestro pobre país; allí se encuentran los testigos de nuestro nacimiento, los creadores de nuestra existencia y los que nos han dado alma por la educación: los sepulcros de nuestros padres yacen allí y nos reclaman seguridad y reposo; todo nos recuerda un deber, todo nos excita a sentimientos tiernos y memorias deliciosas: allí fue el teatro de nuestra inocencia, de nuestros primeros amores, de nuestras primeras sensaciones y de cuanto nos ha formado. ¿Qué títulos más sagrados al amor y a la consagración? Sí, general; sirvamos a la patria nativa, y después de este deber coloquemos los demás».

«Quisiera tener», dijo en otra oportunidad, «una fortuna material que dar a cada colombiano; pero no tengo nada. No tengo más que un corazón para amarlos y una espada para defenderlos».

Al Congreso constituyente de 1830, pidiéndole que admita su renuncia:

«Si un hombre fuera necesario para sostener el Estado, ese listado no debería existir, y al fin no existiría».

Al general O’ Leary, reprobándole la idea de establecer un trono en Colombia.

«Yo no concibo que sea posible siquiera establecer un reino en un país que es constitucionalmente democrático, porque las clases inferiores y las más numerosas, reclaman esta prerrogativa con derechos incontestables. La igualdad legal es indispensable donde hay desigualdad física, para corregir en cierto modo la injusticia de la naturaleza».

Al general Sucre, después de la victoria de Ayacucho:

«Mientras exista Ayacucho se tendrá presente el nombre del general Sucre: él durará tanto como el tiempo». A la vez se dirigía a los colombianos en estos términos: «La América del Sud está cubierta de los trofeos de nuestro valor; pero Ayacucho, semejante al Chimborazo, levanta su cabeza erguida sobre todos». En la gran revista militar que hubo a raíz de la batalla de Junín, los dos héroes se saludaron en forma memorable. «Bajo la dirección del libertador, dijo Sucre, sólo la victoria podemos esperar». «Para saber que debo vencer, contestó Bolívar, basta conocer a los que me rodean».

Véase ahora el resultado de tanto desprendimiento:

El gran mariscal de Ayacucho. víctima de las facciones internas, murió asesinado el 4 de junio de 1830. «Yo pienso», decía Bolívar en carta al general Flores, «que la mira de este crimen ha sido privará la patria de un sucesor mío».

Ya la tormenta estaba desencadenada. Varias voces se alzaron en el Congreso de Venezuela para procesar a Bolívar y pedir su expulsión, como condición sine qua non para entablar relaciones con el gobierno de Bogotá. Y así lo votó finalmente el Congreso, declarando que mientras el libertador pisara territorio de Colombia, no habría transacción posible.

La prensa de Venezuela, desatada ya y sin reatos, vociferaba contra «el tirano», contra «el ambicioso», y contra «el hipócrita insigne».

Bolívar tuvo entonces que alejarse. Su despedida a los colombianos de 10 de diciembre de 1830, era un llamado a la concordia y una protesta contra las facciones. «He sido víctima de mis perseguidores, que me han conducido á las puertas del sepulcro ... «Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos v se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro».

No sobrevivió una semana a esa despedida. Durante su agonía, martirizado por la obsesión de las persecuciones que iniciaban sus compatriotas, decía al fiel sirviente que velaba su lecho de muerte:

«José, vámonos, que de aquí nos echan.... ¿dónde iremos?»

Contra Artigas.

Basta de grandes injusticias. Sólo hemos querido significar que si las facciones internas despedazaban á San Martín y á Bolívar, cuyas ideas políticas coincidían enteramente con las de sus compatriotas del gobierno y de las clases dirigentes, ¿cómo no había de ser estrangulado Artigas, el apóstol del régimen republicano federal, por la oligarquía monarquista que actuó casi sin solución de continuidad en el gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata, desde 1810 hasta 1820?

El complemento de la ignorancia.

A la tarea destructora de las facciones internas, hay que agregar en todo lo que se refiere a los períodos culminantes de la Revolución americana, el factor de la ignorancia, que llena las lagunas de sus relatos pseudo-históricos, con invenciones o fábulas, cuando no con el veneno de prevenciones que tienen su raíz en el antagonismo de ideas fundamentales.

Habla Pradt («Les six derniers mois de l’Amerique et du Brésil») de los diarios europeos y de sus informaciones sobre la guerra de la independencia americana:

«Si se va a creer lo que ellos dicen, todos los que pelean en América son bandidos, aventureros, hombres que faltan al honor y al deber y que comprometen la honra de su país».

Un folletinista de «El Nacional» de Montevideo se encargó a principios de abril de 1845, de agrupar en un estudio muy interesante diversas noticias o informaciones acerca de la República Oriental, para demostrar lo mucho que debe desconfiarse de los libros y publicaciones extranjeras. He aquí algunos casos notables:

a) El poeta chileno Matta publicó en «El Mercurio» de Valparaíso sus impresiones de viaje. Al describir las costas de Maldonado, asegura el distinguido viajero que él pudo ver a mediodía y por sus propios ojos, tal era la proximidad de la tierra, tres islas, que eran la isla de Maldonado, la isla de Pan de Azúcar y la isla de las Animas!

b) Ante la Cámara de Diputados de Francia, expresó Lamartine (debates de 1841) que en Montevideo «las revoluciones se suceden como los millones de insectos que cría el suelo y que nacen y mueren en un día». Podría decirse en este caso, que simplemente se exagera un hecho patológico cierto. Pero la exageración es tan enorme, que ella también atraviesa las fronteras de la fantasía en que escribía el poeta Matta.

c) Cierto libro, afirma que los caminos de la Banda Oriental están llenos de animales feroces, y para satisfacer la curiosidad de sus lectores los enumera prolijamente. En la lista, figuran los leones, los tigres y los cocodrilos.

d) Otro libro clasifica en estas cuatro categorías á los habitantes de la Banda Oriental, que va definiendo una por una para que la confusión no sea posible: Montoneros, que son unos hombres llamados así porque proceden de unas montañas en que viven y de donde salen para efectuar sus correrías en los llanos; gauchos, que son unos nuevos centauros; peones, como así se llama á los oriundos del Paraguay, que vienen a ocuparse de los trabajos de campo; y finalmente, indios.

Don Juan Manuel de la Sota («Historia del territorio oriental») defiende a los charrúas de las acusaciones de canibalismo, en una forma que conviene reproducir, porque ella también denuncia la extrema facilidad con que pasan como un evangelio las informaciones extranjeras más graves.

«Se les ha atribuido, dice, el ser antropófagos por la muerte de Juan Díaz de Solís, a quien devoraron; pero esto no prueba que fuera un hábito en ellos. Ruy Díaz de Guzmán en su «Argentina», dice que se mantenían de la caza y de la pesca, y que aunque eran terribles en las contiendas, eran humanos con los vencidos: igualmente lo refiere Centenera. El hecho aislado de Solís y sus compañeros, no es bastante para clasificarlos de caribes. Los españoles civilizados y en el presente siglo de ilustración, sin tener tal hábito acaban de efectuar igual atrocidad en la persona del general O’ Donnell, y esto ha sucedido en la capital de Cataluña».

Y agrega el autor en una nota ilustrativa que va al pie: «En «El Estandarte Nacional» de esta capital, de 21 de abril de 1836, se dio a luz un párrafo de carta de un corresponsal al Morning Cronicle que decía así: «Nadie habla de los asesinos del día 4, de los asesinos de presos, todavía no procesados. Las clases más elevadas, las mismas señoras, consideran un acto patriótico el comer la carne de O’ Donnell. Por esto veréis que las clases pobres y no educadas, no son aquí las más despreciables, y debo agregar que yo mismo vi algunas personas comer la carne de O’ Donnell después de haberle cortado la cabeza y los pies. Confieso que la pluma inglesa no dejará de marcar con el sello de la ignominia a los caníbales de ambas clases, la población que gobierna y la que se educa».

El lenguaje de la época.

Es otro elemento de juicio que obliga a destarar mucho de lo que acumulan las notas y publicaciones de la época contra los adversarios permanentes u ocasionales de los gobiernos de Buenos Aires.

Léase en prueba de ello el editorial de «La Gaceta de Buenos Aires» de 6 de septiembre de 1810, obra de la ilustrada pluma del doctor Mariano Moreno, a quien todos los historiadores argentinos llaman el numen de la Revolución de Mayo. Ocupándose del presidente de Charcas, que acababa de desarmar a los patricios de la guarnición de la plaza y de condenarlos al trabajo, dice:

«Este vejamen inaudito ha sido un desahogo propio del soez, del incivil, del indecente viejo Nieto. Este hombre asqueroso, que ha dejado en todos los pueblos de la carrera profundas impresiones de su inmundicia, se distingue en la exaltación por una petulancia y osadía que nada tienen igual sino el abatimiento y bajeza con que se conduce en los peligros.

«Todos reconocemos a un mismo monarca, guardamos un mismo culto, tenemos unas mismas costumbres, observamos unas mismas leyes, nos unen los estrechos vínculos de la sangre y de todo género de relaciones: ¿por qué, pues, pretenden los déspotas dividirnos? Si su causa es justa, ¿por qué temer que los pueblos la examinen? Si nuestras pretensiones son injuriosas a los demás pueblos, ¿por qué impiden que éstos se impongan en ellas? Abrase la comunicación, déjese votar á los pueblos libremente, consúltese su voluntad, examínense los derechos de la América, consúltese por medios pacíficos la ruta segura que deben seguir en las desgracias de España, y entonces retiraremos nuestras tropas, y la razón libre de prestigios y temores será el único juez de nuestras controversias. Pero si las hostilidades de los mandones continúan, continuará igualmente la expedición, libertará a los patriotas peruanos de la opresión que padecen, y purgando al Perú de algunos monstruos grandes que lo infestan, será llamada por nuestros hijos la expedición de Teseo».

Ni general, ni Gervasio.

Sorprenderá a muchos el título de este alegato. En vez del general José Gervasio Artigas de casi toda nuestra documentación contemporánea, José Artigas, a secas.

Es que el Gervasio, aunque incluido en la partida de bautismo de Artigas, jamás fue usado por éste. Millares de oficios y cartas publicados en ambas márgenes del Plata o que permanecen inéditos en los archivos públicos y particulares, suscritos por Artigas o relativos a él, prueban irrecusablemente que se trata de una agregación póstuma, que sólo tiene el mérito de afear el nombre del personaje. Apenas en dos o tres documentos de la época hemos visto figurar ambos nombres.

En cuanto al generalato, aunque era corrientemente usado en el periodo de la independencia, por diversas circunstancias carece de valor y hasta de significado histórico.

El último nombramiento dado por la Junta Gubernativa de Buenos Aires, es el de coronel. El Cabildo de Montevideo le confirió el de «capitán general de la Provincia bajo el título de protector y patrono de la libertad de los pueblos», mediante acuerdo del 25 de abril de 1815. Pero Artigas no aceptó tal distinción. En oficio datado en Purificación el 24 de febrero de 1816, reprochándole al Cabildo su afición por los honores, se expresaba en estos hermosos términos:

«Los títulos son los fantasmas de los Estados y sobra a esa ilustre corporación tener la gloria de sostener su libertad. Enseñemos á los paisanos a ser virtuosos. Por lo mismo, he conservado hasta el presente el título de un simple ciudadano, sin aceptar la honra con que el año pasado me distinguió el Cabildo que V. S. representa. Día vendrá en que los hombres se penetren de sus deberes y sancionen con escrupulosidad lo más interesante al bien de la provincia y honor de sus conciudadanos».

Por otra parte, la obra de Artigas es ante todo de ciudadano. Fue militar porque era necesario que alguien mandara los ejércitos, pero su tarea es fundamentalmente cívica, de propaganda de ideales, de elaboración de caracteres y de formación de pueblos.

 

por Eduardo Acevedo
José Artigas Jefe de los Orientales y Protector de los pueblos Libres - Su obra cívica - Alegato histórico

Editor Gregorio V. Mariño

Imprenta El Siglo Ilustrado

Montevideo, 1909

 

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