Ismael o la pasión del valor

 
El lenguaje narrativo de la más lograda de las novelas de Acevedo Díaz, está recorrido y sostenido por el nervio del coraje. El narrador construye de esta forma un verdadero modelo del mundo, en el sentido más antiguo y epopéyico que puede darse a toda ejemplaridad. Un modelo por el que vale la pena entregar la vida si es preciso. Por lo tanto, este coraje de orden epopéyico y tonalidad homérica registra, como ninguno, la instancia fundacional de la nacionalidad.
Es curiosa y llamativa una relectura de Ismael, hoy, cuando todos los modelos con aire de gesta, parecen derrumbarse y ser sustituidos, por ejemplo, por la fascinación del marketing o del exitismo. Es interesante, entonces, confrontar el amplio movimiento colectivo que dibuja el narrador, ese gran acto de fraguar un objetivo nacional, con el extremo y voraz individualismo de nuestro presente. Y mucho más si ese modelo heroico está articulado en un muy caracterizado lenguaje novelesco.
Pero lo que no debe olvidarse en este asunto es que la representación del mundo producida por nuestra novela no es un simple hecho ficcional, sino una recuperación estética de una verdad histórica. Por supuesto que para lograr jerarquizar debidamente el fluido desarrollo del discurso literario, el autor debe marginar a las grandes figuras históricas del momento representado, como el propio Artigas, casi un emblema colocado en las postrimerías del relato, en esta brevísima referencia:
"Artigas, a caballo en el extremo del ala izquierda, vio cruzar a Ismael arrastrando aquella masa informe.
-¿Qué es eso? -preguntó con frialdad.
-Un prisionero cogido detrás de las piezas, y a quien ese mastín degolló de una dentellada en el declive -contestó el comandante Valdenegro."
(1)
Por eso sitúa, como lo vio muy bien Ibáñez, "en primer plano a la multitud anónima -más que en fiestas y trajines, en andanzas y batallas- y a los héroes oscuros que el arte puede suscitar según el magisterio de la naturaleza y la sugestión de la historia. Y ubica en segundo término a los grandes personajes reales, sin renunciar jamás a ellos, pero distanciándolos premeditadamente o acercándolos con toques intensos y relampagueantes", (p. XXXIII)
Pero no solo en cuanto a la viabilidad o densidad de la presencia de sujetos que expresan el movimiento de la historia, es relevante la novela, sino también en lo que Menéndez Pidal llamaba, en el caso del Mío Cid, historicidad general. Es decir, historicidad en cuanto a la captación de las grandes líneas del cauce de la historia, pero libre creación en el plano de los detalles y pormenores del curso de la historia contada.
Otro de los aspectos más importantes de Ismael es el trabajo descriptivo de la naturaleza. En él podemos distinguir, recordando las investigaciones de Roberto Ibánez, paisaje recóndito y paisaje abierto. El primero supone la revelación de picadas o sea una especie de pasaje o "túnel" que se sumerge en un monte laberínticamente. Veamos:
"El fugitivo apartó los ramajes con cuidado, entróse por aquel túnel contorneado de arborescencias (...). Troncos gigantes enlazados por graciosas guirnaldas de lianas y tacyos, hasta formar tupidas redes en las bóvedas de las copas confundidas (...). Marchaba el sol a su ocaso y sus rayos que bañaban las alturas del bosque, diluían apenas en su interior, a través de pequeños claros verticales, algunos chorros de color oro muerto o ligera lluvia de aristas luminosas (...). El jinete rozaba casi al pasar estas gusaneras, sentía sobre su cabeza, el aleteo de la torcaz o del tordo que cambiaban de rama, veía cruzar por delante y esconderse en la hierba la perdiz del monte (...)." (p. 58-61)
Este paisaje recóndito, verdadero hallazgo de Acevedo Díaz, se desplaza y cambia siguiendo el movimiento del personaje, al mismo tiempo que registra el paso del tiempo, o sea, la caída de la tarde y la llegada de la noche, con representaciones auditivas, como "las monótonas quejas del ñacurutú".
En contraste con estos espacios secretos y recónditos, está el abierto, abarcador de horizontes y lejanías, dispuesto como marco y soporte del proceso epopéyico de la novela:
"Mar ondulante de enormes pastizales, cuchillas enhiestas, faldas abruptas (...). El panorama al frente tenía el tinte cerril del desierto, sólo animado de vez en cuando por la carrera frenética del potro encelado con la cola barriendo el suelo (...). En el horizonte del nordeste, por encima de la línea verde de los bosques, dibujábanse en masas azules y compactas los picachos y las crestas de las serranías pedregosas de las 'Ánimas'." (p. 128-129)
Ese espacio, tan frecuentemente llamado por el autor desierto, es el telón de fondo para la acción heroica, solitario, primitivo, indómito. Un mundo todavía por cultivar y humanizar, un mundo, como la historia de esta nación, en proceso de configuración como entorno humanizado.
Ahora bien, en ese marco y en esas circunstancias históricas, el autor levanta el registro de un relato de timbre heroico. Esto por un lado se da en los amplios movimientos y desarrollos del combate, cuando se miran a la distancia por en narrador como un amplio friso homérico, para columbrar una visión semejante a la de aquel campo que "lleno de hombres y caballos, resplandecía con el lucir del bronce" (Ilíada, C. XX). Así, se puede ver a la distancia cómo ...
"Un jinete se desprende con impetuoso arranque de la mesnada vocinglera, y cae a lanza sobre el grupo derribando dos artilleros, uno de los cuales estrujó bajo los cascos de su zaino oscuro." (p. 313)
Pero también se observa la proximidad de los detalles terribles, puestos en primer plano: como cuando, por ejemplo, una cabeza pende, unida solo por la nuca al tronco "como la espiga que cuelga por una arista en su tallo" (p. 160). De las amapolas combadas por los aguaceros primaverales (Ilíada C. VIII), se ha pasado a la espiga de nuestros campos. Pero el efecto estético, de proponer un descanso en la carnicería y un testimonio de que la vida sigue más allá de las pasiones de los hombres, permanece.
Naturalmente que el eje dinamizador de la novela está en sus entrañables personajes y nada mejor, para ejemplificarlos, que apelar a la pareja de contrarios complementarios, Ismael Velarde y Jorge Almagro. Es claro que este eje paradigmático integrado por dos polos contradictorios encarna y materializa todas las tensiones y conflictos que dinamizan el relato. Ismael es un "gauchito sin hogar" que trabaja en la misma estancia en la que Almagro, de origen aragonés, fungía como mayordomo. De modo que los enfrenta, en lo político y colectivo, el proceso independentista y, en lo individual, la posición de clase que los distingue. Y por si eso fuera poco, todavía está el conflicto despertado por la pasión de Felisa. Es muy inteligente el diseño de estas figuras por parte del autor, en las que sintetiza y plasma con enorme concentración, todos los conflictos que animan e impulsan el movimiento del relato.
Y esta tensión habrá de resolverse en la batalla de Las Piedras, cuando Ismael, en desquite por la muerte de Felisa, arrastra a Jorge en terrible desenlace, pasaje que bien vale la pena recordar aquí con cierto detenimiento: "el lazo de Ismael zumbó a pocas varas de distancia, ciñéndosele al cuerpo (de Almagro) como un aro de hierro.
(...) Ismael, sin embargo, no le dio tiempo para zafarse; y al verle él torcer riendas callado, implacable e hincar las grandes rodajas en el vientre de su zaino brioso, amartilló una pistola, y se asió con la mano izquierda a las crines del tordillo prorrumpiendo en un grito de rabia.
Sólo un puñado de cerdas quedó entre sus dedos crispados; porque de súbito con irresistible violencia, tras una recia sacudida que le hizo perder con los estribos el ánimo, fue arrancado de la montura.
Así mismo caído boca abajo entre los pastos, alzó la cabeza, apuntó al enemigo e hizo fuego. La bala acertó a rozar la mejilla de Ismael, dejando en ella una línea roja.
(...) su zaino volvió a arrancar con un relincho arrastrando a Almagro que se cogía a las hierbas y pedregales con los dedos desollados y las uñas rotas. (...) y Blandengue, tomando sin duda aquel bulto por una res rebelde hendida ya en los jarretes por la media luna, saltó sobre él y le hundió el colmillo en la garganta."
(p. 319-320)
Al cabo, entonces, el fin de Almagro es como una réplica cruenta del de Felisa. Una vez más se advierte la maestría de Acevedo Díaz para disponer el relato con toda la complejidad de lo simultáneo -los intentos de Almagro por cortar el lazo primero y luego por alcanzar a Ismael con la pistola, mientras Ismael galopa en su zaino- en la sucesión que impone la cadena del lenguaje.
Por supuesto que muchos de los procedimientos del autor hoy ya no se usan. Como por ejemplo, su narrador apofántico y aseverativo, no solo en relación con los hechos que configuran la ficción, sino incluso cuando sienta opiniones generales -a la manera de Balzac- sobre los concretos protagonistas de la historia. (Por ejemplo, p. 9-12; 101-102; 107; 286-292; etc.). Esas digresiones, a la manera de un aficionado a la sociología, no añaden nada al proceso novelístico y en cambio fatigan al lector. Podría decirse que esta directa y explícita producción de ideología autoral o de doctrinaria modelización del mundo, es un rasgo cultural del s. XIX. Entonces, el autor no vacilaba en comunicar una visión y una perspectiva aseverativa del mundo. El conocimiento era posible y el escritor su portavoz. El estilo sapiencial se imponía. La polisemia y la ambigüedad no habían llegado todavía con la posmodernidad. El universo se poblaba de certezas, que podían referirse al ritmo vibrante de la gesta heroica.
Pero no hay que pedirle al productor que asuma la perspectiva que habrá de dominar como tendencia un siglo más tarde. Hay que pedirle, sí, la cabal representaciones de los dramas y pasiones de su tiempo. Y en esto, Ismael es ya un clásico.

(1) Acevedo Díaz, E., Ismael, Prólogo de Roberto Ibáñez, Montevideo, Colección de Clásicos Uruguayos, Biblioteca Artigas [1953]. 1985, p. 321. En adelante citaré por el número de página de esta edición.

Rómulo Cosse
Boletín de la Academia Nacional de Letras Nº 9
Enero - Junio 2001

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