Ismael
Eduardo Acevedo Díaz

- I -

La ciudad de Montevideo, plaza fuerte destinada a ser el punto de apoyo y resistencia del sistema colonial en esta zona de América, por su posición geográfica, su favorable topografía y sus sólidas almenas, registra en la historia de los tres primeros lustros del siglo páginas notables. 

Encerrada en sus murallas de piedra erizadas de centenares de cañones, como la cabeza de un guerrero de la edad media dentro del casco de hierro con visera de encaje y plumero de combate, ella hizo sentir el peso de su influencia y de sus armas en los sucesos de aquella vida tormentosa que precedió al desarrollo fecundo de la idea revolucionaria. 

Dentro de su armadura, limitado por las mismas piezas defensivas, cual una reconcentración de fuerza y de energía que no debía expandirse ni cercenarse en medio del general tumulto, persistía casi intacto el espíritu del viejo régimen, la regla del hábito invariable, la costumbre hereditaria pugnando por sofocar la tendencia al cambio, al pretender más de una vez destruir las fuerzas divergentes con su mano de plomo. 

Asemejábase en el período de gestación, y de deshecha borrasca luego, a un enorme crustáceo que, bien adherido a la roca, resistía impávido y sereno el rudo embate de la corriente que arrastraba preocupaciones y errores, brozas y despojos para reservarse descubrir y alargar las pinzas sobre la presa, así que el exceso desbordado de energía revolucionaria se diera treguas en la obra de implacable destrucción. 

Esa corriente, con ser poderosa, no podía detenerse a romper su coraza, y pasaba de largo ante el muro sombrío rozándolo en vano con su bullente espuma. 

El recinto amurallado, verdadero cinturón volcánico, no abría sus colosales portones ni tendía el puente levadizo, sino para arrojar falanges disciplinadas y valerosas, con la consigna severa de triunfar o de morir por el rey. 

Fue así como un día, de aquellos tan grandes en proezas legendarias, la pequeña ciudad irritada ante un salto de sorpresa del fiero leopardo inglés sobre su hermana, la heroica Buenos Aires, arma sus legiones y coadyuva en primera línea a su inmortal victoria: y así fue como, celosa de la lealtad caballeresca y del honor militar rechaza con hierro la metralla de Popham, sacrifica en el Cardal la flor de sus soldados y sólo rinde el baluarte a los ejércitos aventureros, cuando delante de la ancha brecha yacían sin vida sus mejores capitanes. 

Por un instante entonces en su epopeya gloriosa, cesó de flotar en lo alto de las almenas el pendón ibérico: la espada vencedora había cortado al casco la cimera, y, vuelta a la vaina sin deshonra, cedido a una política liberal la palabra para desarticular sin violencia los huesos al «esqueleto de un gigante». Bradford diluyó sobre los vencidos palabras misteriosas y proféticas; ¡Montevideo vio brillar la primera en América latina una estrella luminosa, Southern star, que enseñaba el rumbo a la mirada inquieta del pueblo, para ocultarse bien pronto entre las densas nubes de la tormenta! 

El ligero resplandor, parecido a un fuego de bengala, pasó sin ruido en la atmósfera extraña de aquel tiempo; el esfuerzo heroico desalojó de la capital del virreinato a la fuerte raza conquistadora; Montevideo recibió la recompensa de su abnegado denuedo, y el león recobró su guarida. 

Volvieron los portones a cerrarse con rumor de cadenas: reinstaláronse las guardias en baterías, flancos, ángulos y cubos; absorbieron en su ancho vientre las casernas de granito, pólvora y balas; lució el soldado del Fijo su sombrero elástico con coleta en la plataforma de los baluartes: y, en pos de las borrascas parciales y de las batallas gloriosas... siguiose la vida antigua, la eterna velada colonial. 

La ciudad, como toda plaza fuerte, en que ha de reservarse más espacio a un cañón con cureña que a una casa de familia, y mayor terreno a un cuartel o a un parque de armas, que a un colegio o instituto científico, no poseía a principios del siglo ningún palacio o edificio notable. 

Dominaban el recinto las construcciones militares, las murallas de colosal fábrica de piedra, la sombría ciudadela, las casernas ciclópeas a prueba de bomba, las macizas ramplas costaneras y los cubos formidables. La artillería de hierro y bronce, aquellas piezas de pesado montaje cuya ánima frotaba de continuo el escobillón, asomaban sus bocas negras a lo largo de los muros y ochavas de los torreones por doquiera que se mirase este erizo de metal fundido, desde las quebradas, matorrales y espesos boscajes que circuían la línea de defensa y las proximidades de los fosos. 

Este asilo de Marte, presentaba en su interior un aspecto extraño: calles angostas y fangosas, verdaderas vías para la marcha de los tercios en columna, entre paralelas de casas bajas con techos de tejas; una plaza sin adornos en que crecía la yerba, en cuyo ángulo a la parte del oeste se elevaba la obra de la Matriz de ladrillo desnudo, teniendo a su frente la mole gris del Cabildo; algo hacia el norte, el convento de San Francisco con sus grandes tapias resguardando el huerto y el cementerio, su plazoleta enrejada, su campanario sin elevación como un nido de cuervos, y sus frailes de capucha y sandalia vagabundos en la sombra; luego, el caserío monótono de techumbre roja, y encima de la ribera arenosa, unas bóvedas cenicientas semejantes a templos orientales que eran casernas de depósito con su cuerpo de guardia de pardos granaderos. 

Desde allí, dominando el anfiteatro y la bahía en que echaban el ancla las fragatas, divisábase la fortaleza del cerro como el morrión negro de un gigante, aislada, muda, siniestra, verdadera imagen del sistema colonial con un frente a la vasta zona marina vigilando el paso de las escuadras, cuyo derrotero trasmitía su telégrafo de señales, y con otro hacia el desierto al acecho del peligro jamás conjurado de la tierra del charrúa. 

Al mediodía, un torreón recién construido, se avanzaba sobre los peñascos de la costa, a poca distancia de la cortina en que hizo brecha el cañón inglés; seguíanse las baterías de San Sebastián y de San Diego con sus merlones reconstruidos; y, a lo largo de las murallas extendíase en singular trama una red de callejuelas torcidas, estrechas y solitarias de viviendas lóbregas, sin plazuelas, en desigual hacinamiento.

En este barrio reinaba una soledad profunda, al toque de queda. No eran más alegres otros barrios a esta hora en que hería el aire la campaña melancólica, y resonaban en los ámbitos apartados el tambor y la trompa. 

Elevábase triste, en sitio que entonces era centro de la ciudad, sin revoque, deforme y oscuro el edificio del Fuerte, en que habitaba el gobernador, y dónde las bandas militares solían hacer oír sus marchas sonoras. 

A sus inmediaciones, existía el teatro de San Felipe -construcción colonial también, con su tejado ruinoso, su fachada humilde de cómico vergonzante, su puerta baja sin arco y su vestíbulo de circo. Era el coliseo de la época. Concurría a él lo más escogido de la sociedad. Representábanse comedias y dramas de la antigua escuela española, lo que seguramente era una novedad para nuestros antepasados, desde que en estos tiempos todavía se ensayan con idéntica pretensión por los artistas de talento. Pero, los actores de antaño salvo una que otra excepción -como la de un Cubas de que hablaban complacidos nuestros abuelos- eran de calidad indefinible, cómicos de montera con plumas de flamenco, botas de campana, talabarte de oropel, jubón de terciopelo viejo, guanteletes verde lagarto y sable de miliciano, cuyos modales ruborizaban a las pulcras doncellonas de educación austera, que no iban a reírse sino a admirar a Calderón de la Barca y a Lope de Vega. 

Mirábase en aquel tiempo con un ojo, lo que importa decir que se hacia uso del catalejo de un solo vidrio. Esto mismo era una desventaja, pues la sala estaba iluminada con candilejas de un resplandor tan dudoso, como la pureza del aceite que daba alimento a la llama. Un disco que subía o bajaba por medio de una cuerda y que contenía regular número de esas candilejas, difundía desde el centro sus claridades a todos los puntos extremos del recinto, ayudados por los que ardían en el palco escénico y en la fila de los bajos, balcones y cazuela. 

Estas lámparas y el anteojo de un solo vidrio, dan una idea del alcance de la visual, ¡en aquellos tiempos arduos del embrión luminoso! 

Aparte de esto, la sociedad carecía de goces. El ejercicio de las armas y la función de guerra, casi permanente, habían creado hábitos severos: poca diferencia mediaba entre la rigidez del collarín militar, y la dureza del carácter. Profesábase sin reservas, la religión del rey. 

Hacíanse tertulias en los cafés del centro. Aquel culto adquiría creces, siempre que venían nuevas y contingentes de la metrópoli, en cruda guerra entonces con las legiones de Bonaparte. En esos focos de reunión amena, la clase acomodada y los oficiales de la guarnición departían sobre los asuntos graves, que a veces tenían su origen en Buenos Aires. La reconquista de esta capital, fue preparada en las conferencias populares de los cafés, por individuos de la marina mercante y los voluntarios de Montevideo. 

La fidelidad ciega a la monarquía, explicábase sin embargo en el vecindario, más por la costumbre de la obediencia que por la espontaneidad del instinto. El hábito disciplinario regía las corrientes de la opinión. Nos referimos a los nativos o criollos. La educación colonial, semejante al botín de hierro de los asiáticos, había dado forma única en su género a las ideas y sentimientos del pueblo; y, para vencer de una manera lógica y gradual, las fuertes resistencias de esta segunda naturaleza, era necesaria una serie de reacciones morales que desvistiesen al imperfecto organismo de su ropaje tradicional operando la descomposición del conjunto, así como sucede en las misteriosas combinaciones de la química. Adúnese a este hecho sociológico, el del vuelo menguado del espíritu y del pensamiento innovador dentro de una ciudad fortificada, sin prensa, sin tribunas, sin escuelas, donde se enseñaba a adorar al rey y se imponía el sacrificio como regla invariable del honor, con el apoyo de millares de soldados y centenares de cañones, en medio de un círculo asfixiante de murallas y baterías -lo mismo que en una cárcel de granito forrado en hierro- a la sombra de una bandera que flameaba más altiva y soberbia, cada vez que rompía su astil la metralla; agréguese todo esto a la educación impuesta por el sistema, y se inferirá porqué los tupamaros, aún abrigando los instintos enérgicos de una raza que va alejándose día a día por hechos que no trascienden de su fuente originaria, y favoreciendo sus propensiones de rebelión contra la costumbre en la vida del despoblado, veíanse en el caso de sofocar esos arranques viriles y de adormecer los anhelos vagos y desconocidos hacia una existencia nueva, que el misterio y el peligro hacían más adorable. 

Por eso en los campos, en las escenas de la vida de pastoreo y en los aduares mismos de la tribu errante, estos instintos y anhelos eran más acentuados e indómitos que en la ciudad. Dentro de los baluartes estaba la represión inmediata, la justicia preventiva, el rigor de la ordenanza; pero, fuera del círculo de piedra -sepulcro de una generación en vida empezaba la libertad del desierto, esa libertad salvaje que engendra la prepotencia personal, y que en sentir del poeta, plumajea airada en la frente de los caciques. 

Así surgió en la soledad, el caudillo, como el rey que en la leyenda latina amamantó una loba; sin títulos formales, pero con resabios hereditarios. Puma valeroso, bien armado para la lucha, fue el engendro natural de los amores del león ibérico en el desierto que él mismo se hizo al rededor de su guarida, para campear solitario, nostálgico y rujiente. El clima, el sentimiento del poder propio, la guerra enconada, completaron la variedad. El engendro creció en la misma sombra en que había nacido desenvolviendo de un modo prodigioso, lo único que sus fieros genitores le habían dado con su sangre: la bravura y la audacia. Desde los hatos de Colombia hasta las estancias del Uruguay, esta fue la herencia. Solamente las ciudades que concentraban en su seno las escasas luces de la época junto al poder central, gozaron del privilegio de asimilarse algunas de las teorías reformadoras que las grandes revoluciones sociales y políticas hacían llegar palpitantes a estas riberas, como átomos luminosos que arrastran las olas de un mar fosforescente. De ahí, una escena extraña y turbulenta de ideas nuevas y preocupaciones tradicionales, sentimientos y antagonismos profundos, tentativas abortadas, formidables esfuerzos contra la corriente invasora, expansión de ideales hermosos dentro de la misma obra de tres siglos de silencio, relámpagos intensos bañando los recónditos de la vida conventual, resabios en pie terribles y amenazadores y fanatismos ciegos minando en su topera el suelo firme de la sociabilidad futura; pero, teatro al fin, para los tribunos, asamblea para la opinión y la protesta, aunque fuera la del ágora, taller de improvisaciones fecundas en que cien manos febriles fabricaban y deshacían obras y moldes en afán incesante sudando ideas y energías, hasta concluir por destrozar todas las formas viejas de retroceso y de barbarie para cincelar en carne viva el tipo robusto de la democracia americana. Mens agitat molem

Montevideo carecía de este cerebro. No era un foco de ideas, sino de fuerzas. Imponía el mandato con la espada, y en caso de impotencia, recogíase en su coraza, irascible y siniestra. Era el crustáceo enorme en mitad de la corriente. En su recinto, las deliberaciones públicas tenían su punto inicial en el poder, y a él convergían como radios de un mismo centro. La unidad de acción, salvó así de la derrota o la ignominia a más de uno de sus gobernantes rudos, en los días de angustioso conflicto. 

Enorgullecida por los títulos y honores de que hacía alarde, pues no los había merecido iguales ninguna otra ciudad de América, Montevideo confirmaba así el dictado de «muy fiel y reconquistadora» que confiriole por cédula el monarca después de la rendición del ejército británico en Buenos Aires, y su derecho al uso de la distinción de «Maceros». En materia de heráldica, sus blasones constituían un honor indisputable. Acordósele el privilegio de unir a su escudo la palma y la espada, los pendones ingleses -trofeos de la victoria- y una guirnalda de oliva entrelazada con la corona de las reales armas, sobre la cúspide del cerro, símbolos todos de las virtudes y de la gloria militar. Tales honras mantenían incólumes su constancia, su lealtad y su valor: una sola aspiración sensible al cambio, habría sido para ella un cruel sufrimiento y una mancha indeleble. 

- II -

En la época a que nos referimos, Montevideo, de ochenta y dos años de fundación, y once mil moradores dentro de murallas, era gobernada por D. Francisco Javier de Elío, militar de escaso criterio, hombre de pasiones destempladas, y carácter violento e inaccesible al debate sereno, de cuyo desequilibrio psico-fisiológico resultaba una personalidad perpetuamente reñida con todo lo que era adverso a la causa del rey, y, decirse puede, consigo misma, en los frecuentes arrebatos y extravíos de sus pasiones. La irritabilidad de su temperamento y la acritud de su genio díscolo, jactancioso y camorrista, parecían haber acrecido sensiblemente, en concepto de sus coetáneos, desde su choque desgraciado con Pack en la Colonia, que para él había sido como un golpe con la espada de plano en las espaldas. Su amor a la institución monárquica, era algo semejante a un cariño sensual; y su odio a los nativos, crónico e incurable. Apoyado por el partido español, que era fuerte en la ciudad de su mando, y por el que en la capital del virreinato, acaudillaba el viril peninsular D. Martín Alzaga, había llegado a desconocer resueltamente la autoridad de D. Santiago Liniers, en quién él veía un instrumento de la política napoleónica desde la misión desastrosa de Sassenay, o, por lo menos, un gobernante susceptible de ceder a las sugestiones subversivas de los nativos que manifestaban en sus actos contradictorios desde algún tiempo atrás, la inquietud propia de los enclaustrados a cuyas celdas llega el calor de un grande y voraz incendio. 

Elío, esclavo de la monarquía absoluta en primer término, y de la intemperancia de sus pasiones en segunda línea, violaba así la regla de la obediencia pasiva, de que era exigente, erigiéndose en única potestad suprema en esta zona colonial hasta tanto no se modificara la situación política de la península. 

Explicábase así el hecho ruidoso, acaecido en el Fuerte, entre el gobernador y el capitán de fragata Don Juan Ángel Michelena, nombrado por el virrey Liniers para el relevo, el día antes de aquel en que lo presentamos en escena; suceso que se comentaba en los grupos con ardor por su origen, índole y consecuencias graves. A causa de ellas, Montevideo aunque nominalmente, venía a constituirse en cabeza del virreinato; pero, en el fondo, esta rebelión consumada dentro de sus muros, de sus hábitos de obediencia y respeto, levantándola de su rango de segundo orden a la categoría suprema, y formando una conciencia pública de poder y responsabilidad moral y política, falsa en cierto modo, ¡la segregaba del gran núcleo, y por siempre! 

El brusco piloto separó la nave del resto de la armada; como se verá, sin embargo, no cambió el rumbo, marchando sin saberlo ni desearlo, en líneas paralelas. La unidad colonial con ese golpe a cercén, dado por el sable de un soldado turbulento, perdió un eslabón, que no pudo luego reatar el esfuerzo libre: la fórmula en cambio, del rompimiento, marcó en el orden cronológico y político el derrotero común a las hermanas separadas por antagonismo de circunstancias, y no por rivalidad histórica. 

Los vínculos y conexiones naturales que este movimiento tenía con el poderoso partido europeo que se agitaba en Buenos Aires, con idénticos propósitos y fines, quitábanle todo carácter de simple rebelión local, revistiéndolo de otro más complejo, vasto y complicado, en sus planes de absorción e intransigencia a la sombra de las banderas del rey. 

Era por eso, que, en las plazas y calles de Montevideo se reunían preocupados y nerviosos los vecinos, al declinar el primer día primaveral del año 1808. 

En la plazoleta de San Francisco -uno de los sitios donde hacía poco tiempo habíase jurado solemnemente al rey Fernando VII-, un grupo considerable en que figuraban varios oficiales del regimiento de los Verdes, departía con calor sobre el Cabildo abierto, y la elección de junta efectuada en ese día, previo rechazo del gobernador impuesto por el virrey Liniers. 

En el pórtico del convento, Fray Francisco Carballo, padre guardián, mantenía animada plática con dos sujetos, ampliando datos con aire concienzudo, como que él había sido uno de los principales actores en aquellos dos hechos importantes, y sin ejemplo hasta entonces en el vasto dominio colonial. 

Con la capucha caída y las manos ocultas en las boca-mangas, en las que se entraban o de las que se salían inquietas, según el grado de vehemencia del diálogo, el religioso paseábase de vez en cuando frente al pórtico, agitado y aturdido aún, por las fuertes impresiones de la jornada. 

Con ser el día, el primero de la estación de las flores, parecía el invierno haberlo hecho su presa al retirarse ceñudo, pues dejaba esa tarde en pos como excelente guardia a retaguardia, un cierzo penetrante que obligaba de veras al abrigo. 

De ahí que, uno de los sujetos de que hablamos, llevase bien abrochado hasta el alza-cuello un capote azul con esclavinas. Lucía cintillo en el ojal. Tanto él como su compañero, a estilo de la época, usaban trenza con moño en el extremo. 

Este otro personaje, insensible al parecer a la crueldad de la atmósfera, en vez del capote con esclavinas, vestía sencillamente una casaquilla de oficial de Blandengues. 

Representaba cuarenta años. De estatura regular y complexión fuerte, nada existía en su persona que llamase a primera vista el interés de un observador. Era un hombre de un físico agradable, blanca epidermis -aunque algo razada por el sol y el viento de los campos-, cuello recto sobre un tronco firme, cabellera de ondas recogida en trenza de un color casi rubio, y miembros robustos conformados a su pecho saliente, y al dorso fornido. 

Podíase notar no obstante, en aquella cabeza, ciertos rasgos que denunciaban nobleza de raza y voluntad enérgica. El ángulo facial, bien media el grado máximum exigible en la estatuaria antigua.

Su cráneo semejaba una cúpula espaciosa, el coronal enhiesto, la frente amplia como una zona, el conjunto de las piezas correcto, formando una bóveda soberbia. La notable curvatura de su nariz, acentuaba vigorosamente los dos arcos del frontal sobre las cuencas, como un pico de cóndor, dando al rostro una expresión severa y varonil; y en su boca de labios poco abultados dóciles siempre a una sonrisa leve y fría, las comisuras formaban dos ángulos casi oblicuos por una tracción natural de los músculos. Sin poseer toda la pureza del color, sus ojos eran azules, de pupila honda e iris circuido de estrías oscuras, de mirar penetrante y escudriñador, comúnmente de flanco; nutridas las cejas, en perpetuo motín entre las dos fosas ojivales, bigote espartano, barba de ralas hebras, pómulos pronunciados, perfecto el óvalo del rostro. 

De temperamento bilioso, esparcíase por la fisonomía cuyos perfiles delincamos como un reflejo de cordiales sentimientos, o de índole suave y amable, que contrastaba singularmente con el vigor de esos perfiles. La misma mirada pensativa, y vaga a veces, al contraerse la pupila al influjo de una absorción pasajera del ánimo, tenía una expresión amable y benigna -la que puede transmitir la experiencia de una vida ya desvanecida de azares y tormentas. Si el oficial de Blandengues los había sufrido, no lo denunciaban manchas, cicatrices o mordeduras en sus facciones; era su tez pálida, pero no marchita; no era tersa, pero tampoco hoyosa ni sajada. De las aventuras de juventud, sólo en su frente abierta y extensa había quedado algún surco; más bien formado, antes que por los males físicos- por el pensar consciente de lo que la vida enseña. 

Al contrario de su compañero, no le afectaban los nervios en el curso del diálogo. Permanecía sereno e impasible, si bien escuchando con atención marcada lo que se decía, y concediendo una que otra ligera sonrisa al comentario de los hechos. De maneras sencillas, sus gestos, movimientos y ademanes mesurados se avenían con aquella tranquilidad glacial de su espíritu. Era parco en el hablar. Cuando lo hacía por acto espontáneo, u obligado por el giro de la conversación, vertía despacio y sin alterarse sus palabras, manteniéndose en lo moderado y discreto. No demostraba en sus raciocinios serenos mayor grado de cultura e ilustración, pero sí inteligencia natural, astucia y observación sagaz. Esta peculiaridad de su criterio, solía detener a sus dos interlocutores, dejándolos suspensos y en silencio en mitad de su debate. 

Tales condiciones de carácter, le hacían aparecer tolerante y modesto, para los que no le conocían de cerca; para aquellos con quienes hablaba, era simplemente un hombre llamado a vida de orden y sosiego, después de algunos años borrascosos; servicial, enérgico y valiente, capaz de cumplir con su deber y de conducir sus empresas al último grado de la audacia y del arrojo. Quizás alguno adivinó sin embargo, en el fondo de su naturaleza admirablemente modelada en las formas, un orden fisiológico-moral correlativo, aún cuando sólo fuera presidido por luces vivas de talento inculto: -secretas aspiraciones y tendencias ordenadas con sistema, y la fibra de la perseverancia dura y vibrante como una cuerda de acero, bajo aquella máscara fría. 

En verdad que, para estos escasos observadores, el oficial de Blandengues era por su hoja de servicios algo semejante a un león de melena sedosa que él había arrastrado por las malezas de la soledad y cubierto de abrojos en otro tiempo; cuyo ojo somnoliento y vago ahora, podía dilatar su pupila de improviso por la fiebre de la lucha, y tornar en rojos sus azulados reflejos. 

Los tres personajes que presentamos en escena, habían iniciado su conversación animada sobre el hecho de la noche anterior ocurrido en el Fuerte. 

Fray Francisco Carballo, contestando al sujeto de capote con esclavina, decía -haciendo el relato de la llegada del capitán de fragata Don Juan Ángel Michelena: 

-El gobernador negábase a la recepción del candidato del virrey. Entonces éste, buscando fuerzas en sus bríos de soldado, ya que carecía de los de diplomático, se presentó en el Fuerte pidiendo una entrevista. Recibido por Elío, puso de manifiesto su misión... El gobernador le increpó severamente su conducta. -No es éste el proceder de un servidor leal -díjole. Bonaparte humilla a España, y Liniers es francés. 

La venida de Sassenay descubre al traidor. -Vengo a que se me haga entrega del mando -respondió Michelena- y no a que se dude de mi lealtad. Resistirse a ello, sí que es conducta vituperable. -Haya más comedimiento en el lenguaje -repuso Elío irritado, dando con el puño en la mesa- ¡o de no, pongo el remedio en el acto, señor capitán sin nave! 

Michelena se encolerizó a su vez, replicando: Al fin no la perdí yo, y la que ha de naufragar es ésta, con un piloto tan inhábil. ¿Entrega V. o no, el mando? -El gobernador hizo explosión. ¡Basta ya, y fuera de aquí mal español! -Y al pronunciar esta frase, alargó iracundo el puño al rostro de Michelena. -El capitán retrocedió dos pasos, e hizo armas-. Cuidado, porque hago lo que no pudo Pack, ¡quemarle a V. el mascarón!- Llevó rápido la mano a la pistola. -¡Santiago, y cierra España! rugió el gobernador con furia extrema, y cayó sobre el postulante como un toro, rodando los dos por el suelo. 

Después de esto -prosiguió el padre guardián-, fácil era preveer lo que había de ocurrir. Michelena se marchó hoy, al rayar el alba; -anoche mismo un grupo considerable del vecindario llevando a su cabeza la banda militar del regimiento de Milicias, concurrió al Fuerte aclamando al gobernador y pidiendo Cabildo abierto... 

-¡Vive Dios, que todo eso es nuevo! -interrumpiole bruscamente el del capote azul. Cabildo abierto en ciudad cerrada, junta de gobierno en oposición con la autoridad del virrey; -¡es grave, padre guardián! 

-Lo mismo pienso yo, capitán Pacheco. Pero, había que seguir la corriente... Sin perjuicio de ocurrir en consulta a la junta Suprema, el gobernador presidirá... Con todo, presiento que algunos peligros serios nos amagan por dentro y fuera. ¡El ejemplo puede ser pernicioso! 

Así diciendo, Fray Francisco echose con mano nerviosa la capucha sobre el casquete, y dirigiéndose al oficial de Blandengues, preguntole sin detenerse: 

-¿No opina V. así teniente? 

El interpelado mirole arriba de la cabeza de un modo vago al parecer; y contestó con su voz baja y lenta: 

-Recién llegué con el capitán del campo, y no puedo apreciar con certeza estas cosas... Pero, por lo que oigo, en mi entender la medida es buena, aunque por ahora nada cambia. 

-No comprendo, objetó el capitán Pacheco. 

-Eso digo, porque, si es bueno que el vecindario aprenda a gobernarse, él no se gobernará, mientras tenga el bastón el Coronel Elío. 

-¿Y si el virrey quiere guerrear? 

El teniente volvió a un lado la cabeza, y repuso: 

-Las murallas son fuertes.

Fray Francisco estuvo mirándolo un instante con fijeza. Luego repitió, como hablando mentalmente: 

-Por ahora, nada cambia la medida...

-Sí. La campaña, seguirá siendo la misma. No le llega el Cabildo abierto; pero, más tarde puede ella ensayar sola, estas novedades. 

-¿Contra la autoridad del monarca? 

En las pupilas profundas del blandengue lució, un destello, tan rápido como imperceptible, al oír esta pregunta. Su rostro permaneció inalterable, cual si no hubiera golpeado a su cerebro alguna convicción atrevida, de esas que dejan caer visiblemente en otros semblantes el velo de la cautela y el disimulo; y, dijo, calmoso, mirando de soslayo indiferente: 

-Esto matará al rey.

La frase hizo efecto. El padre guardián y el capitán Pacheco, quedáronse en silencio por algunos momentos. 

-¡Imposible! -exclamó al fin Fray Francisco, moviendo a uno y otro lado con energía la cabeza. 

-¡Habría antes que abatir las murallas! -observó Pacheco, fijando sus ojos de mirar fuerte en el oficial. 

-La España no puede suicidarse. La Junta solo está llamada a salvar su decoro, y cesará cuando se arroje al francés. Esta es obra de poco tiempo para el heroísmo. ¿Cómo creer, por otra parte, que pueda echar raíces una institución efímera? 

-Y, sin clavar los cañones ¿quién arría la bandera? prosiguió el capitán, concluyendo su anterior pensamiento. 

-El conflicto estriba en esto -dijo Fray Francisco-, ¿aceptará la junta Suprema nuestra solución? Del virrey no hay que esperar aquiescencia, y me temo mucho que ardamos en familia, sino viene Dios en auxilio. Tratándose de hermanos y de intereses idénticos, esta rivalidad me recuerda una leyenda de la edad media. Ella cuenta que en cierta orden de frailes, suscitose una disputa agria y enconada acerca de la forma de hábito que debería adoptarse por los individuos de la comunidad. Unos deseaban y proponían, que la capucha terminase en punta; otros, que la capucha concluyera en forma de media naranja. La disputa siguió agriándose y tomó creces, hasta que sobrevino la brega y se echó mano a las armas. Por días y meses y aún años, la sangre corrió en abundancia; pero, como la cólera al fin se aplaca y los brazos se fatigan, arribaron al siguiente avenimiento: -que unos llevarían la capucha de media naranja, y los otros... la capucha puntiaguda, ¡en buena paz de Dios! 

-Algo peor ha de suceder, padre guardián -repuso Pacheco, que era soldado rudo. 

-¿Aun cediendo a uno de los beligerantes ad perpetuam, la capucha puntiaguda? 

-Con todo -respondió el teniente de Blandengues, que hasta entonces había permanecido callado. A primera vista, cae el cuento bien al caso, como un hábito, padre; pero, allá en la otra orilla donde son más fuertes, falta saber si no aprovechan mejor estas cosas... 

-Por cierto -arguyó el capitán Pacheco, abriendo bien sus ojos ante aquel raciocinio. El padre guardián ha olvidado discurrir sobre eso. 

-La desavenencia tiene que ser momentánea. 

-No -dijo Pacheco con voz atronadora- después de un divorcio por sevicia, ¡sólo Lucifer receta matrimonio! 

Sonriose el teniente, y mostró su blanca dentadura el fraile, en risa franca y jovial. 

-En ese instante, la cabeza encapuchada del hermano refitolero asomó en la puerta, y oyosele decir con voz ronca: 

-Empieza a caer niebla, y el refectorio aguarda. 

-Entremos -dijo Fray Francisco, con solicitud afectuosa. 

Dejose oír el tañido de una campana. 

El teniente movió negativamente la cabeza, dio las gracias de una manera afable, y fuese, después de un cordial saludo. 

Deseos tuvo el padre guardián de retenerle; pero, algún escrúpulo, de que él mismo no se daba cuenta, lo contuvo. 

El capitán Pacheco investigó su semblante. 

Fray Francisco con la mano en la barba, permanecía inmóvil y pensativo, siguiendo con la vista al oficial de Blandengues, que se hundía en la niebla. 

Empezaba a oscurecer.

-¡Misterioso y suspicaz! -exclamó de pronto. ¡Extraño temple! 

-Lo conozco bien -dijo Pacheco con aire concienzudo-, como le conoce la campaña toda. Del año noventa, al noventa y seis, cuando él era mancebo, hizo salir bastantes veces en vano mi espadón de la vaina. Del noventa y siete a acá, todo ha cambiado y valen sus títulos... 

-Se educó en este convento -susurró el fraile interrumpiéndolo, siempre con su gesto caviloso. Dicen que hay austeridad en su vida. 

-¡Una cosa afirmo yo, sin ofender a nadie! Añadió el capitán con entonación de brusca franqueza. 

-¿Y, es?

-Que no bebe, ni juega.

-Verdad que son raras virtudes... No lo parece, pero es altivo. 

-Como un tronco. Hay que cortarlo, para bajarle la copa. 

Fray Francisco Carballo vio perderse en la sombra la figura del blandengue, en aquel momento más melancólico y atrayente al desvanecerse poco a poco como un fantasma ante sus ojos allá en el fondo de la bruma; y volviéndose de súbito con rapidez, lo mismo que el que sale de un abismamiento mental, cogió el brazo al capitán don Jorge Pacheco, y se hizo preceder. Entrose él detrás, murmurando a modo de rezo secreto: 

-¡Esto matará al rey!

Pacheco detúvose en la oscuridad del pórtico, diciendo con voz recia: 

-No entro, ¡si es hora del rosario! 

-No es eso, capitán... Me hace hablar sólo un peón entrado en dama que no dejó parar pieza en tablero, anoche en una partida de ajedrez con Fray Joaquín Pose... 

-Sólo conozco el movimiento del caballo, y si no, ¡que lo diga el teniente de Blandengues! 

-Así es, capitán... Se explica de esa manera el centauro... ¡y el caudillo! 

Estas últimas palabras expiraron en los labios de Fray Francisco como fórmula de un pensamiento negro que se agitaba bajo su cráneo, informe y grotesco, con la tenacidad de la sospecha grave que se acerca al grado de certidumbre. 

- III -

Una hora después, concluido un ligero rezo, y ya de sobremesa, el padre guardián pidió al capitán Pacheco que invitase para el siguiente día al oficial del cuerpo veterano de Blandengues, pues le sería muy agradable su compañía. 

-Imposible -contestó el capitán. 

Al despuntar la aurora se marcha al valle del Aiguá. 

-¿No se hizo para él la fatiga? 

-¡Quiá! Echado hacia adelante en la montura, al trote firme, ha visto cien veces amanecer. Quince años hace, vi un día detrás de él ponerse el sol, y siendo yo jinete duro, me detuve y mandé acampar... Pues lo tuve encima a media noche, y de él me salvó la sombra, hasta que me enseñó el rumbo el lucero del alba. 

-Duerme sobre estribos.

-No sé si duerme, padre; pero si lo hace, será con los ojos abiertos. Primero que él ha de caer el caballo. Una vez corriose en noventa horas la frontera, volvió sobre sus pasos con increíble rapidez para engañar la tropa portuguesa que le salía al frente, y en su segunda contramarcha de flanco al venir el día a orillas de una laguna, cayó sobre Juca Ferro como un condenado, acosándolo a lanza hasta tierra extranjera. 

-Esa vida tan activa y azarosa, se explica solo en un organismo de hierro, capitán. 

-¡Muy distinta a ésta tan sosegada, por cierto! -exclamó Pacheco lanzando una carcajada homérica-. El blandengue ese parece de metal, y basta a su sustento agua y carne asada con ceniza por sal, cuando se mueve con sus hombres en misión de vigilancia. 

Quince o dieciséis años atrás, las partidas tranquilizadoras no dormían tranquilas, aunque fuera su principal objeto, que todos hicieran lo mismo... Lo cierto es, padre, que en la guerra, el que cierra los dos ojos queda dos veces a oscuras comúnmente, porque a enemigo dormido, moharra en las entrañas. 

-¡Qué enormidad!

-Hay que hacerlo, padre, antes que otros le apliquen a uno la receta de despertar sin sentirlo en otro mundo. La disciplina traba un poco, pero todos hacen lo mismo... 

-¡Es sanguinario y cruel! El derecho de gentes prescribe lo humano, y la misericordia, el temor de Dios... 

-No entiendo de tologías. El rosario está bueno sólo en la cruz del espadón. 

Siguiose a este diálogo animado y curioso entre el soldado y, el fraile, un ligero instante de silencio. 

Algunos conventuales cruzaban por el refectorio hacia el patio, callados, a paso lento, con sus capuchas caídas y la vista baja -en desfile de sombras grises. Del interior del monasterio llegaban ecos de cánticos monótonos, a veces confundidos con las voces vibrantes de la campana del corredor. En los semblantes de los frailes mustios y graves en apariencia, podían notarse sin embargo reflejos de las impresiones del día, como si las cosas mundanas lejos de serles indiferentes, hubieran sido objeto y tema preferido de sus pláticas y controversias secretas en el fondo de las celdas. Solían mirarse unos a otros, detenerse y hablarse por encima del hombro, para seguir vagando entre la semi-oscuridad de los claustros sin ruido alguno al roce de sus sandalias. Otros, encontrábanse de pie, apoyados en el muro, inmóviles y meditabundos; los menos, distinguíanse en la penumbra de los extremos, encogidos en sus asientos, como absortos en la oración mental. 

-¿No le parece a V. capitán Pacheco, -preguntó de súbito Fray Francisco- que el teniente de blandengues, nuestro conocido, tiene algo de raro? 

El capitán le miró, y recogiose en breve meditación, como quién tiene mucho que decir, y elige con su mente a solas. 

Luego, encogiose de hombros, y respondió con cierta displicencia: 

-¡Padre, nadie sabe cómo tiene el alma nadie! 

-También es verdad -murmuró el fraile con los ojos fijos en el suelo, y las dos manos cruzadas sobre el pecho. 

Otro, que estaba sentado en el extremo más próximo del refectorio jugando con el cordón que llevaba a la cintura, sonriose con aire de malicia al oír la respuesta de Pacheco. 

Ese hermano se distinguía en la vida conventual por su seriedad, cultura y circunspección; por lo que, apercibido de su gesto, apresurose a decir el padre guardián: 

-Algo preocupa a Fray Benito.

-No así, hermano -contestó muy suavemente el nombrado, que era un hombre de buenas facciones, ojos inteligentes y frente serena-. Apreciaba la ocurrencia del capitán como una idea feliz. 

Restregose las manos Pacheco, riendo con fruición y la franqueza propia del soldado, las piernas tendidas a lo largo y la cabeza echada hacia atrás en el respaldo del sillón de baqueta. 

-Sí... feliz -susurró Fray Francisco meditabundo. 

-Cuántos hombres y cuántos acontecimientos -pensaba tal vez Fray Benito- habrán sido juzgados y condenados en la historia sin examen previo y crítica sesuda de las causas determinantes, tanto de los actos personales como de los hechos colectivos. Difícil fuera desvanecer un cúmulo de errores, una vez viciada la fuente de la verdad. Tratándose de personajes aislados, con mayor razón de ellos queda comúnmente un retrato de la máscara exterior, antes que de la fisonomía interna; vale decir: las variantes de su ingenio, no el secreto del problema de su vida. 

Y esto arguyendo a solas, siguió jugando con el cordón. 

El padre guardián apoyó tosiendo, su barba en la mano, y púsose a mirar el techo. 

Pasaron algunos minutos de recogimiento, en que ambos frailes parecían hacer oraciones, antes que cálculos sobre las cosas profanas. -El capitán solía mirarlos al rostro, callado y seco. 

De pronto, Fray Benito aventuró esta frase: 

-Respecto a los sucesos de estas horas, mucho habría que decir sobre las responsabilidades. 

-Con arreglo a ese criterio -preguntó el padre guardián con voz grave-, ¿qué llegará a opinar la Audiencia, sobre nuestra junta? 

-Quizás piense que es precedente peligroso... 

Al decir esto Fray Benito, partía de la creencia de que, la junta de Sevilla no importaba en el orden político más que un accidente de circunstancias, una improvisación surgida del conflicto, insólita y ficticia; la monarquía subsistía aún sin el rey, y lo que allá podía aparecer necesario, tolerable o fatal, aquí era sencillamente sedicioso. La autoridad del monarca, aunque el monarca no reinase, no había sido menoscabada en las colonias regidas por virreyes, y libres hasta entonces de la agresión de Bonaparte. La creación pues, de una junta, concebible en la metrópoli, iba aquí de golpe contra la regla del hábito y despertaba instintos que no existían en España... Era una novedad que podía herir de muerte a la costumbre, lo mismo que cambiaría las reglas conventuales, cualquier reforma que tendiese a relajar la disciplina y destruir la unidad de conducta. 

-Creo -argüía el fraile- que la Audiencia desapruebe este paso; el cual si no da hoy preeminencia al todo sobre la parte, puesto que la Junta es presidida por el gobernador, puede ser mañana el principio de un desorden difícil de dominar en sus efectos ulteriores. 

-Eso mismo quería decir el teniente, -observó el capitán Pacheco mirando a Fray Francisco con aire muy significativo y serio. 

Este volviose hacia Fray Benito con alguna agitación en el ánimo y dijo: 

-El monarca subsiste.

-Pero no gobierna. Heredarlo, es tentativa ardua y grave. 

-No veo claro el peligro, hermano.

-Así sucede en toda enfermedad que empieza, padre guardián. Los síntomas no siempre son ciertos, ni la gravedad trasciende de súbito. La obra del tiempo es la temible. Los que nos hemos educado en este convento podemos y debemos ver más claro que los demás, que sólo saben lo poco que les hemos enseñado. En cambio ellos, han hecho ganar a los instintos naturales, lo que nosotros a nuestra humilde inteligencia. De ahí que ellos constituyan el nervio de la acción, y lleguen acaso a ser como grandes olas desbordadas en un día de tormenta. 

-¡Lejano ha de estar!

-¿Quién lo sabe? ¡Dénse a las muchedumbres cabezas que dirijan, y líbrenos el Señor de la marea! 

-Hay rocas más fuertes que las olas. 

Fray Benito volvió a sonreírse. 

-La marca humana no tiene orillas, -murmuró suavemente.

- IV -

El padre guardián recogiose de nuevo en sí mismo, pálido y caviloso. Con los párpados caídos y la mano en los labios, deslizó a poco estas palabras, por entre sus dedos: 

-Nadie sabe el porvenir... Por lo que a nosotros ocurre, me persuado que no es fácil a los que nos sucedan, escribir con entera rectitud sobre lo pasado. 

-Es lo que decía hace un momento: de los personajes considerados aisladamente, desligados de la escena en que vivieron, de los hábitos, educación y preocupaciones de que fueron esclavos, suelen quedarnos caricaturas. 

Los hombres públicos son, de esta suerte, como estatuas de relieve en los frontispicios de viejas construcciones. Separarlos del muro a que están adheridos, embelleciendo y completando el conjunto del edificio, es cercenar a éste, y mutilar a aquellos. Se les arranca de su marco natural. 

Tal pudiera suceder mañana, al juzgarse de las consecuencias posibles de este conflicto en el virreinato. 

-La fidelidad se salvará. Queda el documento escrito. 

-Falsea a veces, ocultando el móvil verdadero. 

-Entonces, la tradición y el testimonio de los hombres. 

Fray Benito movió negativamente la cabeza. 

Para él, la primera nunca estaba en el medio, como lo está la verdad; el segundo, hallábase comúnmente en los extremos. En rigor, parecíale necesaria en la historia una luz superior a nuestra lógica, como medio eficiente para mantener el equilibrio del espíritu, y el criterio de certidumbre con aplomo en la recta. -La verdad completa, ya que no absoluta, no la ofrece el documento solo, ni la sola tradición, ni el testimonio más o menos honorable: la proporcionan las tres cosas reunidas en un haz, por el vínculo que crea el talento de ser justo, despojado de toda preocupación, y que por lo mismo participa de una doble vista, una para el pasado y otra para el porvenir, asentándose en el presente con el pie de la rectitud.- No siendo posible esa lógica superior, ¡había que estarse a lo menos malo de la flaqueza humana! 

El pasado era para el estudioso fraile, cofrade digno de Larrañaga -algo parecido a un cuerpo sin cabeza que se alumbra a sí mismo, y al sitio ideal en que se encuentra, de una manera pálida y dudosa, sirviéndole de linterna su propio cerebro, como ciertos condenados en la Divina Comedia-. El espíritu que se lanza en las sombras en busca de esto que se asemeja a fuego fatuo, corre las contingencias del que se hunde en profundidades desconocidas para arrancará la tierra el brillante de sus entrañas. ¡Puede o no hallarlo! 

Como él repitiese la frase antigua de que la verdad está en un pozo, el capitán Pacheco dijo con mucha calma y somnoliento: 

-Eche pues la sonda, el hermano Benito, a ver qué encuentra. 

-Y bien -continuó el fraile tranquilamente-. Encuentro que en todo esto, se trabaja para otros. 

¿Es que, al lanzar esta frase, estaba en realidad convencido Fray Benito que los hombres de su época invocando su fidelidad al monarca, habían trabajado de un modo ingenuo por una reacción contra la monarquía, al advertir a un pueblo joven y brioso, que él algo valía, puesto que era digno del gobierno propio; y que, dado este paso por exceso de celo, no sólo se habían relajado los vínculos del sistema de la tutela legítima, sino que también se había señalado la hora histórica de los tiempos de descomposición en estas vastas colonias? Quizás. 
El hecho es que, en oyendo las palabras del fraile, fuésele el sueño de súbito al capitán Pacheco, quién incorporándose en el sillón en cuyo brazo derecho descargó con fuerza el puño, dijo con voz de trueno: 

-¡Vaya una pesca la que ha hecho en el pozo, el hermano Benito! 

El padre guardián con el rostro encendido, arreglose agitado la capucha con el dorso, removiéndose en su asiento. 

Acaso, eso sentase como verdad innegable, mediando el hueco de un siglo el criterio de los postreros, al lanzarse en la vida oscura de los tiempos transcurridos, -¡tentando!- más confiado en el tacto y en el instinto que en la tradición que el error amengua o exagera así como el que avanza en las tinieblas buscando el apoyo firme con las dos manos por delante.- Antes que los efectos, son las causas las que constituyen la médula de la historia.- Lo demás es momia.- En los sucesos que se comentaban, las causas serían: la una mediata o sea la emulación establecida entre las dos ciudades desde los hechos gloriosos contra las invasiones inglesas, y, la otra ostensible o sea la nacionalidad francesa del virrey, estando ocupada la península por los ejércitos de Bonaparte. De aquella había nacido la rivalidad; de ésta, la desconfianza y la antipatía instintiva. Siendo tales las razones de los sucesos, podía creerse que el lazo de unión con Buenos Aires, subsistiera, ni aún que volviese fácilmente a reanudarse? Debía creerse que no. Agréguese el ejemplo que se daba con el Cabildo abierto, y la Junta de propio gobierno a las otras colonias; y habría que convenir en que, no convenciéndose los pueblos sin disputa, ni aleccionándose sin dolor, lo futuro sería un semillero de conflictos. 

-Me gustaría una zaragata en forma -dijo el capitán Pacheco, un poco alarmado sin embargo, ante los asertos de Fray Benito. 

Fray Francisco, limitose a negar con la cabeza, cual si no diera mayor importancia a esos juicios. 

Volvió a reinar un breve silencio. 

Al extremo opuesto del refectorio, Fray Joaquín Pose mantenía con vigor una partida de ajedrez con otro fraile, si bien llevaba dos piezas de desventaja. -El interés puesto en el tablero por los jugadores, los tenía abstraídos por completo, al punto de no preocuparse un solo instante ni de las voces atronadoras del capitán Pacheco. 

Sobre una fuente de platino, en la mesa, veíanse algunas copas llenas de licor color granate. 

El padre guardián invitó cortésmente, pero sin desplegar los labios, a sus dos compañeros; y reservando para sí una copa, dijo luego: 

-¡A la salud del rey, la gloria ibérica y la paz de las colonias! 

-¡Trinidad coeterna! -exclamó el capitán, apurando el contenido. 

Fray Benito humedeció los labios, y volvió a colocar su copa en la fuente sin pronunciar una palabra. Su rostro de facciones delicadas, había permanecido impasible. 

-¡Jaque perpetuo! -decía con acento alegre y lleno de satisfacción en el otro ámbito, Fray Joaquín Pose. 

Fray Benito miró de una manera dulce al padre guardián, murmurando bajo, y sonriente: 

-¡Posición crítica, la de Fernando VII! 

En ese momento oyéronse tañidos lentos de campana, desde el interior del edificio, y rumores de rezo. -Un reloj daba las diez. 

Los frailes cogieron sus rosarios, prosternándose los unos en el pavimento, quedando inmóviles los menos.- Siguiose un silencio solemne; después difundiéronse por la sala confusos murmullos. 

El capitán Pacheco púsose una mano bajo la solapa de su capote, e inclinó la cabeza, en instantes que el hermano refitolero de pie en el umbral, tras un gesto muy visible, hacíase en la boca la señal de la cruz para ahuyentar al espíritu maligno. 

-V -

Transcurridos algunos instantes de religiosa calma, reincorporáronse los que se habían puesto de rodillas, persignándose rápidamente; una tos general siguiose al recogimiento; varios frailes viejos y ventrudos con sus ojos sin brillo fijos en los rincones, sorbieron sus polvos de rapé en beatífica actitud; y, a poco, fueron uno a uno desfilando hacia las celdas, encogidos, mudos, somnolientos, arrebujados en sus hábitos, en tanto Fray Joaquín Pose y su adversario preparaban nerviosos las piezas en el tablero, para emprender una tercera y última partida de honor. 

 

El capitán Pacheco se compuso la garganta, y restregose las manos, diciendo: 

 

-Mal sesgo ve tomar a las cosas el reverendo padre, y juro que si no las sueña, ojea muy lejos de un modo asustador. 

 

-Fray Benito tiene sus visiones, nada luminosas a veces -observó el padre guardián con cierta entonación irónica. 

 

Sonriose el fraile apaciblemente, y repuso: 

 

-Suele suceder eso, en realidad -con este motivo debo traer ahora a cuento un hecho dramático, acaecido el penúltimo día del sitio puesto a esta ciudad por los ingleses-. Aún no distamos de él dos años. Lo vi en sueños, un mes antes... 

 

-Si huele a pólvora, el cuento promete -dijo el capitán Pacheco. 

 

-Ya se verá. Paréceme que es un suceso excepcional y único en su género, aunque ya conocido de todos... 

 

Fray Benito contó su ensueño. 

 

No había sido Montevideo agredido todavía; y lo que es más raro, con nadie mantenía guerra. En uno de esos días serenos, una doncella vino al templo a hacer confesión auricular, y Fray Benito se la recibió. Iba a contraer matrimonio con un joven cadete de artillería, oriundo del que fue reino de León, casi un niño, pues apenas le apuntaba el bozo. Pareciole ella tranquila y feliz, como toda criatura que recién abre su espíritu al mundo. En pos de sus candores deslizados a su oído sin la menor sombra de pecado, fuese alegre y sonriendo, complacida tal vez de una absolución sin reserva alguna. Ocurriosele pensar al mirarla, en aquellas vírgenes de los primeros tiempos, destinadas al sacrificio; pero, bien pronto disipose en su espíritu hasta el último detalle de accidente tan natural y común como el de una confesión... 

 

Una noche, sin embargo, ya olvidado todo, soñó que la niña había muerto en las vísperas de sus nupcias. 

 

-¡Y de qué manera, Dios piadoso! -decía Fray Benito. 

 

-Sin duda, sucumbió de amor la desdichada -objetó gravemente el capitán. 

 

-No, por cierto, pues era bien correspondida... Véase ahí cómo, por un sino fatal, en el arma a que servía su amante estaba el secreto de su fin... Vi aquella noche en sueños agitarse su tronco sin cabeza, y tendidos sus brazos hacia el novio que la miraba mudo de terror, en tanto se removía en el suelo junto a la mesa del banquete, a un paso de sus deudos petrificados por el exceso del espanto, su cráneo hermoso y juvenil reducido a una masa sangrienta... 

 

-¡Fue una pesadilla tétrica que tardó en borrarse de mi mente muy largas horas! 

 

-¡Cifra negra en la historia de la prole de Magariños! -murmuró el padre guardián con voz apenas perceptible. 

 

Siguió el fraile su historia.

 

El tiempo pasó, y vino el asedio por el ejército británico. Los cañones de la batería levantada frente al bastión del Sur, y los de poderosas fragatas acoderadas en la bahía, batían la muralla sin tregua, arrasando parapetos, merlones y explanadas. El bastión estaba en ruinas con sólo una pieza útil, desmontadas las otras, muertos todos los artilleros veteranos, abierto el muro del flanco a pocas decenas de metros, destrozada la tropa de milicia, y los últimos defensores llenos de sed, de hambre y de sueño se arrastraban al pie de las banquetas, aullando de desesperación... De aquella cólera espantosa, y de aquella atmósfera de llamas, todos tenían memoria. El orgullo nacional y el odio de raza, aparte de la justicia de la defensa, centuplicaban el vigor de la lucha. En uno de esos días legendarios, Andrés Durán, herido en la brecha, decía triste en una ambulancia improvisada: «Rugen bien el león y el leopardo... mas, ¡el primero tiene ya rota una garra!». 

 

Pero, que ellos luchasen, era natural, y que muriesen también como buenos, en la batalla cruenta. 

 

A los débiles, a los inocentes sin embargo, a los que creían en las venturas de este mundo, debía alcanzarles idéntico premio. La visión de Fray Benito iba a realizarse en uno de esos seres angelicales; en el ser mismo que la causó; en cierta hora de tregua y de reposo, como si el ánima de los cañones hubiese sentido profunda angustia ante los sublimes dolores del heroísmo... 

 

La familia estaba reunida en el comedor, contenta y feliz, a pesar del conflicto. La costumbre del peligro, dejaba sonreír a las almas buenas. En medio de un turbión apocalíptico, ¡un festín en el hogar! El cadete, que acababa de limpiarse el sudor del combate, dichoso en sus cortos momentos de licencia, sentábase a la mesa. La novia lozana y fresca, coloreadas sus mejillas por el dulce calor de la ilusión -¡extraña rosa que se abría entre el fuego del incendio!- estaba cerca de la cabecera, con los ojos en su amado. La madre hacendosa iba a distribuir el pan y la sal a los que habían nacido para quererse, y era justo que allí cayese como bálsamo dulce la bendición del cielo. Cariños concentrados, anhelosas solicitudes, atenciones exquisitas y amables, todo sincero y profundo por la misma ansiedad en que se vivía en tiempos tan borrascosos, en aquella intimidad lucía, un minuto antes del duelo y del quebranto. 

 

¡Crueles vísperas las de estas bodas de hierro y sangre! 

 

La artillería hizo oír de súbito su ronco estruendo de la parte del mar, y salieron de la fortaleza cercana notas sonoras de una música guerrera, que acompañaba el ruido de las descargas en las almenas. El clarín vibraba en los ámbitos lejanos, y batía la tambora como un paso de ataque. Los comensales que llevaban ya el alimento a la boca, quedaron inmóviles, en suspenso. 

 

-El enemigo renueva sus fuegos -dijo el cadete, en actitud de levantarse. 

 

En ese instante, la pared del salón en que se celebraba el festín humilde, donde ninguna mano fatídica pudo trazar los caracteres del profeta bíblico, se abrió en su centro para dar paso a un grueso proyectil que hiriendo víctima noble, fue a sepultarse en la opuesta entre una nube de polvo. 

 

Al silencio, siguiéronse gritos de horror; y viose en la semi-oscuridad, apagadas casi todas las luces de los candelabros por el viento de muerte, un tronco sin cabeza que saltaba de su asiento lanzando hacia arriba un chorro de sangre tibia y humeante... 

 

¡Era la novia!

 

Fray Benito, hecho este relato a su manera, quedó callado, removiéndose sus labios con lentitud, cual si por ellos hubiese pasado un ácido amargo o deletéreo. 

 

Fray Francisco y el capitán Pacheco agitáronse en sus sillones tosiendo, para ocultar alguna emoción de pena. Púsose el uno a pasar entre los dedos los nudos de su cordón blanco; y el otro a mirar el techo, silbando entre dientes un toque de guerrilla. 

-VI -

El semblante de Fray Benito fue luego animándose poco a poco. A sus facciones dulces volvió el tinte risueño, y a la humedad de sus pupilas sucediose el brillo que el pensamiento trasmite a la visual cuando cambian de giro las ideas. Levantó la frente con afable gesto, y dijo: 

 

-Ahora, me permito aventurar otra creencia, a mérito de un nuevo sueño, muy raro, que me sobresaltó anoche, obligándome a prolongada vigilia. El libro de Rousseau, sobre cuyas teorías hemos departido tantas veces con el padre guardián, sirviome de distracción. La aurora me sorprendió en el primer capítulo del tema sobre el contrato social, que el audaz filósofo imagina celebrado por los hombres que vivían en estado de naturaleza... 

 

-¡Paradoja absurda! -susurró Fray Francisco. 

 

-Por eso fue verdadera teoría armada, repuso Fray Benito, muy tranquilamente. 

 

Opinaba él que para mover las muchedumbres contenidas por el dogma del derecho absoluto de los reyes, el filósofo ideó un sofisma atrevido, pensando tal vez que, no pudiendo las nociones de lo exacto y de lo justo penetrar en la conciencia popular, esclava de la costumbre de doce siglos, sino como la gota de agua en la piedra, era preferible anticiparse por los medios violentos a la obra de los años, haciendo volar con un barreno las bases del viejo edificio. 

 

-Mina, llamamos nosotros a esa cavidad subterránea -le observó el capitán Pacheco con aplomo de perito. 

 

-Sea, hermano.

 

Me detengo en el detalle del libro ruidoso, pues sus doctrinas tienen alguna atingencia con la visión o sueño de que hablaré enseguida. 
Estas ideas francesas a que aludía el fraile que habían venido rodando a nuestras playas como despojos de un gran naufragio de instituciones y de extravíos del criterio humano, habían hallado acogida en nuestra reducida juventud ilustrada, dispersa ya en parte por circunstancias diversas. Se conocía a Mirabeau y a Robespierre, y sus utopías terribles preocupaban los cerebros entusiastas, antes que la hoja periódica de Auchmuty divulgase en Montevideo opiniones subversivas del orden colonial. Bien que, dentro de las murallas no hubiese temor al cambio, y se conservase intacta la fidelidad al rey; pero, no había de suceder quizás lo mismo en la cabeza del virreinato, donde la juventud era numerosa e iba elevándose por ayuda propia, después de batir los ejércitos ingleses. 

 

En posesión de estas cosas, es que Fray Benito se atrevió a decir: -Allí puede darse barreno... 

 

-¿A qué? -interrumpiole el padre guardián con aire socarrón. 

 

-Ya se verá -prosiguió Fray Benito, recalcando en su frase favorita. 

 

Y después de recogerse un instante, dijo como pesando en su ánimo algunas verdades que mortificaban su cerebro: 

 

-Este cabildo abierto y esta junta de gobierno propio constituyen una fórmula nueva, apenas un trasunto de lo que el fondo de la temible teoría entraña. Si la juventud de Buenos Aires llegara a aplicársela en una hora de delirio, ¿qué sería del sistema? El gobierno en la plaza pública concluiría con el derecho divino; entraríamos en plena democracia griega... 

 

El padre guardián echose a reír. 

 

-¿Por ahí viene la visión? -preguntó. 

 

-Viene por ahí -repuso Fray Benito con unción profética. 

 

Ocurríasele acaso que de Montevideo había partido un ejemplo tentador, y que debía tenerse en cuenta que las teorías revolucionarias latentes avanzaban esta idea peligrosa: nada sino Dios, está por encima de los pueblos... 

 

Las mismas pasiones -u otras análogas por lo menos- que habían hecho explosión en el siglo último, podrían obrar también aquí en carne y hueso; pues que era sobre la naturaleza humana que se trabajaba. 

 

Fray Francisco, que había asumido una actitud seria, se apresuró a decir: 

 

-Divaga el hermano Benito. Esas ideas monstruosas, como él mismo lo ha reconocido, no viven sino en algunas cabezas calenturientas. El sofista Rousseau no hallará nunca eco en las campañas; su paradoja sería un enigma para las gentes del pastoreo. 

 

-Precisamente -repuso el fraile- véase ahí la materia de mi sueño. 

 

Aquí está escrito -añadió mostrando un papel. Desconfiando de mi memoria tracé estos renglones que voy a leer y lo hice con un lápiz a la primera luz del día. 

 

El fraile, agitado y nervioso leyó lo siguiente: 

 

«... L'homme sauvage se dibujó primero en mi mente bajo la forma de un solitario de las cavernas; luego, de un centauro fiero; después, de un gaucho vagabundo... Soñé que todo se había trastornado en el orden social y político, hombres y cosas, y que 'los últimos eran los primeros'». El rey había muerto, sin que se gritara, ¡Viva el rey! Ni se juraba obediencia, ni se abrían medallas, ni el cabildo había vuelto a cerrarse, ni el mandato supremo era cumplido. Las muchedumbres se agitaban iracundas, y las pasiones de que hablaba, ya sin freno, todo lo hacían temblar en sus cimientos. Yo mismo, -y como yo otros religiosos, fui arrastrado por la onda- y en ese tránsito ideal del templo al campamento, de la celda al vivac, entre mil rumores discordantes y llamas de incendio, vi en los aires una luz nueva, y escuché a mi alrededor grandes voces que decían: ¡los tiempos han cambiado! 

 

El acento del fraile, al leer estas líneas, era grave y solemne. 

 

El padre guardián llegó a sentir un estremecimiento. 

 

Pacheco miró a la puerta con recelo, cual si en sus umbrales pudiese aparecer irritado el gobernador Elío. 

 

-¡Mal sueño, padre, mal sueño! -dijo inquieto y confundido. 

 

«Y así era -continuó leyendo Fray Benito, sin prestar atención a estos signos de inquietud-. No vivíamos como ahora, sino aprisa, de una manera vertiginosa, derribando con creciente frenesí cuanto había constituido nuestro orgullo actual, escombrando los caminos llenos de espantosa fiebre entre nuevos combates, otros himnos, otras banderas; los humildes todos eran obreros y soldados, los audaces y fuertes, soberbios capitanes, los estudiosos políticos y escritores, y de la masa nativa, como de una materia fermentada, salían explosiones enérgicas y relámpagos de coraje y odio, envolviendo la escena con la pesada atmósfera formada por el polvo de las ruinas. No se crea que había hora de reposo. Esa generación terrible de mi sueño, todo lo destrozaba e invertía, cual si quisiera crearse un teatro distinto y borrar hasta el menor vestigio del tiempo que fue, a un toque continuo de rebato que llamaba de apartados extremos las muchedumbres, no para apagar el voraz incendio, sino para aumentarlo con nuevos despojos y reliquias... Hermanos, así fue mi visión. Cuando desperté, ¡llegué a pensar que la tempestad estaba cerca! Venía el alba. Junto a mi lecho, al alcance de la mano, tenía el libro de Rousseau. Al principio le miré con terror, pero después le cogí y púseme a hojearlo con luz de aurora. A este resplandor indeciso, pareciome una mancha negra en mis manos; y, ¿por qué no decirlo? Bien luego el tinte de negrura transformose en el de acero bruñido. Asemejóseme el libro a una máquina de destrucción, pequeña, pero de una potencia descomunal. Brotaba de él como una inspiración diabólica con fulgor de báratro, capaz de hacer caer en el gran pecado de los apetitos salvajes a los que viven maldiciendo: la sociedad es un contrato cuyo texto primitivo se perdió en la noche de las edades; no hay más derecho que el humano. ¡Sursum corda! Hermanos míos: estas ideas así condensadas, más que una espada que corta, pareciéronme una lima formidable de morder cadenas. El eterno Espartaco cruzó por mi vista con el grillete roto, pero esta vez erguido y dominador, llevando en su frente el signo luminoso de nuevos destinos, y en la mano un cetro extraño que no se parecía al de los reyes. Murmuré: ¡Salve al Redentor del mundo! ¡Libertad, igualdad, fraternidad: el verbo va a hacerse carne!...». 

 

-¡Silencio hermano! -dijo Fray Francisco despavorido. 

 

-¡Si se hace carne habrá que acuchillarlo! -exclamó el capitán Pacheco, golpeando con la diestra en la cruz de su espadón. 

 

Fray Benito dirigió a uno y otro la mirada plácida y serena, respondiendo con su voz más dulce: 

 

-Cuento un sueño...

 

¿Llegará acaso a realizarse? 

 

¡No es fácil saberlo!

 

Luego terminó así su lectura: 

 

Hay que pensar que un pueblo que descubre poder gobernarse a sí propio, ha dejado ya de ser pupilo ipso facto; y que, de este paso casi autonómico a la descomposición del organismo colonial, no aquí, sino donde el ejemplo y la chispa halle alimento, puede sólo mediar una línea... ¡aunque ésta sea del ancho de un río!». 

 

Estas últimas palabras, como un -e pur si muove- fueron pronunciadas de un modo flébil por el fraile, cuyos labios vibraron cual si en ellos se hubieran quedado temblando. 

 

«Y aquí -prosiguió con el rostro iluminado- aquí... el hombre de Rousseau, más completo, por la campiña desierta vaga, tan desligado ya del armazón de la colonia, como del árbol generador puede estarlo la semilla que aparta lejos el viento y cuaja sola entre las breñas. ¡Guay del día de un conjuro a sus instintos!». 

 

Concluida su lectura, Fray Benito dijo risueño: 

 

-Hermanos: para hacerse realidad el sueño de la novia que narré, necesario fue que transcurriera el tiempo. 

 

¡Dejemos ahora al mismo árbitro, que confirme o desvanezca mi visión! 

 

Y rompió enseguida en menudos fragmentos el papel. 

 

-VII -

El tiempo en realidad, debía confirmar bien pronto estos juicios y predicciones. 

 

La revolución que sobrevino, preparada de una manera lenta y laboriosa por los sucesos, empezó por adoptar la fórmula del cabildo abierto y de la junta provisoría; pero, como manifestación en el fondo, de un esfuerzo propio, y conjuntamente, de una tendencia incontrastable al cambio, en cuya obra demoledora era necesario el concurso de todos los elementos que actuaban en el teatro antes pacífico, y entonces revuelto del virreinato. 

 

Dos factores principales se destacaron en la escena frente a frente, incubados por la educación y el hábito colonial, cuando estalló el gran movimiento: los hombres de las ciudades, más o menos bien preparados para señalarle rumbos o abrirle ancho cauce, pero irresolutos y llenos de vacilaciones y dudas en los primeros años de lucha; y las masas campesinas, de propensiones acentuadas a la acción violenta, rápida y aniquiladora con todo el vigor de la rudeza nativa, y el ímpetu casi ciego de los instintos conflagrados. 

 

La cultura relativa de la época y las teorías francesas constituían el capital intelectual del elemento inteligente, que a su vez debía dar de sí y aún excederse al nivel moral y político de su tiempo, a influencia del mismo rigor de las circunstancias y de la enormidad del peligro. 

 

La vida del aislamiento formó en las muchedumbres de los campos el «carácter local», el círculo estrecho de la patria al alcance de la mirada, el egoísmo fiero del pago y del distrito, germen de la descentralización futura, y a su vez, arranque originario de una vida independiente y soberana, en la oscura fuente de las soberbias cerriles. 

 

De este punto de vista, la masa campesina tenía que ser el agente más eficaz de demolición, a la par que el ariete incontrastable que había de abatir el «imperio de la costumbre», enemigo el más fuerte del espíritu de nacionalidad que nacía débil y vacilante en medio de conflictos dolorosos. 

 

Bullía en el fondo de esa masa una exuberancia de fuerza indómita, que inevitablemente tenía que derramarse de una manera formidable -como desechos volcánicos- una vez abierta la válvula por el trabajo sordo y continuado de las ideas. 

 

Ni era lógico prescindir de este factor -ni era posible adaptarlo a los ideales luminosos, o planes más o menos extraviados del otro concurrente- sin pretenderse encerrar en un molde convencional todo un desorden revolucionario. 

 

Hecho el llamamiento a las pasiones y a las fuerzas del desierto, -a toque de clarín- era forzoso aceptarlas tales cuales ellas eran, como un fenómeno sociológico resultante de causas complejas y profundas. Natural era suponer que de una obra de siglos, ¡ellas hicieron un montón de escombros! 

 

Contra una hipótesis infundada de la junta, el despertamiento en el año XI de las masas uruguayas puso en evidencia, que no había sido «una fidelidad absoluta al Rey, sino un sentimiento local -acentuado hasta por la configuración geográfica-, la causa del silencio y de la inercia de esas poblaciones en los primeros meses del estallido. Ese silencio y esa inercia desaparecieron, así que los gauchos orientales fueron citados al combate por sus caudillos las encarnaciones típicas de sus terribles «amores locales». 

 

Y llegaría día en que todos estos elementos de vitalidad extraordinaria, como que eran la médula del organismo político, se revolverían enconados contra la autoridad central de la junta -constituida en poder omnímodo; -reversión que debía operarse fatalmente, sin perderse el instinto de la nacionalidad, como un efecto final de la misma difusión de la energía revolucionaria en todas las partes de aquel organismo. 

 

En esa borrasca de polvo y sangre había de suceder en definitiva que las pasiones «locales» sirvieran a arrasar por completo como hemos dicho, hasta el último vestigio de la vieja organización de la colonia, y a impeler de un modo inflexible a las mismas fuerzas inteligentes por el camino tan rehuido de la democracia y de la forma federativa. 

 

Así, después del estrago, observose al fin que el terreno estaba preparado para una nuestra vida, con elementos armónicos de raza, porque las divergencias sólo eran de segregación parcial, y en el fondo de esta destrucción y de esta ruina eran coherentes las propensiones ingénitas de las masas campesinas con la idea de absoluta independencia que predominó sobre todas las estériles combinaciones del tiempo. 

 

Fácil es levantar un dique que detenga la inundación al llano, allá sobre las vertientes o el ojo de agua que brota de la entraña escondida, como un chorro de savia cuajada de células fecundas; -pero, opóngase el obstáculo en lo grueso del cauce y de la corriente, cuando el río poderoso marcha de carrera a perderse en el océano- y rebasarán sus aguas, o desviando el curso por distintas cuencas, irán por otras tantas bocas a vomitar torrentes en el abismo. 

 

Algo semejante ocurrió en la revolución de Mayo, cuando aquella irreductible fuerza divergente, pero no reaccionaria, rompió el viejo molde de la colonia y echó en los surcos abiertos por desoladoras guerras la semilla de una nacionalidad briosa e indomable. 

 

Al principio de este alumbramiento difícil; a los primeros pasos y escenas de una generación heroica que todo lo libró al empuje del brazo y a la bravura del instinto, es que vamos a asistir ahora. 

 

El gaucho va a ocupar la escena, a llenarla con sus pasiones primitivas, sus odios y sus amores, sus celos obstinados, sus aventuras de leyenda; pero el gaucho que sólo vive ya en la historia, el engendro maduro de los desiertos y el tipo altivo y errante de un tiempo de transición y transformación étnica.

-VIII-

 

Caía una tarde de Febrero del año 1811, cuando trasponiendo los oteros y collados que ondulan a las márgenes del Río Negro, a algunas leguas del paso de Ramírez, un jinete teniendo sobre la rienda su caballo piafador de gran alzada, cabeza pequeña y narices bien abiertas, rojas y espirando vapor por el esfuerzo de la carrera, se dirigía a la selva profunda, que como un festón enorme de verde irisado bordando el horizonte azul se erguía en el valle majestuoso e imponente. 

 

En la última pequeña eminencia, el jinete tiró a dos manos de las riendas, echando su cuerpo atrás, deteniendo a su brioso alazán, que alargó el cuello espumeante de sudor, llenos de fuego los ojos y de sanguinolentas burbujas la boca, gobernada por un bocado sin camas, barbada ni coscojas, de esos con que el que está habituado a andar desde los primeros años en los lomos equinos, avasalla y doma la fiereza del potro. Dobló luego, hacia arriba, el ala de su sombrero, y volviéndose de lado con destreza, miró el terreno que quedaba a sus espaldas, escudriñando a lo lejos todo el semi-círculo que formaban las lomas o cuchillas. Ningún ser humano se veía, cerca o lejos, en aquel espacio desierto. Voces, gritos, balidos, rumores extraños llenaban las soledades; y del bosque enmarañado y espeso que los rayos del sol poniente teñían de oro, surgían confusas las notas de la creación alada que elevaba en todo el largo de la selva sus himnos del crepúsculo. 

 

El ojo poco avizor, nada habría podido percibir de sospechoso en el espacio recorrido; pero, el jinete a juzgar por un gesto expresivo que dilató sus labios en forma de sonrisa irónica, algo alcanzó a divisar en el horizonte a su derecha. Fija tuvo en ese punto su mirada algunos momentos, y enseguida echó pie a tierra, manteniendo el caballo del cabestro con su mano izquierda. La diestra, rápida y hábil, desprendió la cincha que sujetaba el lomillo, y volvió a oprimir el vientre empapado de su alazán, con sus fuertes dedos y colmillos no menos vigorosos, hasta unir los aros férreos de la cincha de cuero. Ajustada nuevamente, a su vez, la piel ovina sin vellones, que le servía de cojinillo, acarició el cuello y crines retaceadas del caballo algo inquieto, con suavidad, palmeándole en el pecho cubierto de espuma; y poniendo el pie en el estribo de madera sentose con la mayor presteza, haciendo sonar sus espuelas de grandes rodajas, en cuyos pinchos se confundían pelos, lodo y sangre. A buen paso, dirigiose enseguida, hacia un punto determinado de la selva, con ademán tranquilo y resuelto continente. 

 

Era este jinete, un gaucho joven. Representaba apenas veintidós años, y solo un bozo ligero sombreaba su labio grueso y encendido. El cabello castaño y ensortijado, caíale sobre los hombros en forma de melena. Sus facciones tostadas por el sol y el viento de los campos, ofrecían sin embargo, esa gracia y viril hermosura que acentúa más la vida azarosa y errante, trasmitiendo a sus rasgos prominentes como una expresión perenne de las melancolías y tristezas del desierto. En los ojos pardos de mirar firme y sereno, parecía despedir de vez en cuando sus destellos el sentimiento enérgico de la independencia individual. Había en su frente ancha, horizonte para los profundos anhelos y sombríos ideales de la libertad salvaje: sobre ella flotaba el ala del sombrero, como la de un pájaro selvático que se agitase siempre en el aire, desconfiando de las acechanzas del suelo. 

 

Vestía de la manera característica y habitual del tipo criollo, en aquellos tiempos postreros de la vida del coloniaje. Este joven gaucho difería mucho, en sus hábitos y gustos, como todos los de su época, de los que al presente tienen escuelas primarias para educar su prole y ven pasar ante sus moradas solitarias la veloz locomotora con su imponente tren cargado de riquezas, y los hilos eléctricos por donde se desliza el pensamiento con la celeridad de la luz. Llevaba en su persona los signos inequívocos de una sociabilidad embrionaria, de una raza que vive adherida a la costumbre, bajo la regla estrecha del hábito, aun cuando por entonces las aspiraciones al cambio -preludios vagos de progreso,- empezaban a nacer con desarrollo lento, del mismo modo que, -como decía Fray Benito- brotan en crecimiento laborioso en un terreno de breñas y zarzales los granos fecundos que el viento eleva, agita y arrastra en sus remolinos tempestuosos para dejarlos caer allí donde acaba la energía de sus corrientes. 

 

Sobre una camisa de lienzo, llevaba el jinete un poncho de género sencillo, a listas, colorante, recogido sobre el hombro izquierdo; un pañuelo de seda al cuello, anudado con desaliño; sobre el cinto que sujetaba los extremos de un chiripá de lanilla azul, enrolladas a su cintura, las boleadoras de piedras, forradas con piel de carpincho; una daga de mango de metal detrás, bien al alcance de la diestra; y una pistola de pedernal cerca del arzón con la culata hacia adentro, sujeta al apero, sin funda ni cargas de repuesto. Calzaba botas de piel de potro, y lucía en el calcañar, como hemos dicho, gran espuela de hierro armada de agudas punzas. 

 

Con el chambergo inclinado sobre la oreja, sujeto por un barboquejo concluido por dos barbillas negras que simulaban perilla bajo su labio inferior, -el poncho arrollado con gracia sobre el hombro, y una mano apoyada en el mango del rebenque- el bizarro mozo, con su aire de atrevimiento y dureza de ceño, bien sentado en su caballería briosa y piafadora, representaba fielmente a esa clase errante que en otros tiempos desconocía las dulzuras del hogar doméstico, compañero del animal montaraz en los bosques, fuerte ante el peligro, sombra siniestra del llano, la sierra y la selva, cuyas planicies, desfiladeros o escondrijos recorría y utilizaba en sus excursiones de centauro indómito, desafiando las iras de los prebostes y abriendo camino al intercambio de productos, sin pago de derechos. 

 

Severa imagen de la época, vástago fiero de la familia hispano- colonial, arquetipo sencillo y agreste de la primera generación, aquel mozo lujurioso, arisco, altivo en su alazán poderoso, con su ropaje primitivo y su flotante melena, simbolizaba bien el espíritu rebelde al principio de autoridad, y la fuerza de los instintos ocultos, que en una hora histórica, como un exceso potente de energía, rompen con toda obediencia y hacen irrupción, en la medida misma en que han sido comprimidos y sofocados por la tiranía del hábito. 

 

En el ojo, al parecer vago y melancólico, lleno de los reflejos del desierto; en el aspecto de la cabeza echada hacia atrás, tal como debe ofrecerlo el puma que asoma en la altura, al lejano ladrido de los perros cimarrones; en el aire reconcentrado y caviloso de este hombre cerril, cada vez que se detenía para volver la mirada escudriñadora al lontananza, en todas direcciones; en sus movimientos desenvueltos y osados y la tranquila firmeza con que, ora lanzaba hacia delante o a los flancos su caballo, ora reprimía con diestra mano sus impulsos, ora se arrojaba de sus lomos y se tendía sobre la yerba para recoger en el suelo firme con oído atento los rumores, descubríase al agente temible fuera de la ley, objeto constante de las persecuciones implacables, a la vez que al baqueano astuto y sagaz que encamina sus pasos por sitios inexplorados, sin dejar huellas; cual si sus pies como las enguantadas zarpas del tigre al sepultarse en lo más intrincado de los bosques, no ajasen las yerbas bajo su fina piel de potro, ni deprimiesen el suelo inseguro de los pantanos. 

 

El jinete venía perseguido por un destacamento de caballería. 

 

La jornada había sido dura, de largas leguas, sin tiempo para beber algunos sorbos de agua en los arroyos del tránsito, que atenuase una sed ardiente y febril. Si sudorosa estaba la frente del amo, bañado en espuma hasta los corvejones, en donde el lazo de trenza con su última vuelta o anillo había formado con el roce gruesas ampollas blancas, estaba su fiel compañero, levantada la una oreja, el copete goteando sobre los ojos encendidos, las narices dilatadas y enrojecidas por el hervor de la sangre caldeada en la carrera. 

 

Ya en la orilla de la selva, el jinete moderó el paso, recorriéndola alguna distancia, como buscando la abertura casi invisible de una picada secreta; algo así, como un túnel tortuoso y oscuro bajo las espesas bóvedas flotantes que atravesara todo lo profundo del bosque hasta la ribera del río, escondido entre dos inmensas paralelas de troncos y follajes cual una veta de plata a flor de tierra. 

 

Allí donde, otros menos expertos nada habrían visto, el jinete se detuvo. 

 

Cubierta ligeramente por las ramas hojosas de molles y guayacanes, había una abertura o entrada muy estrecha, por la que sólo podía penetrar de frente un jinete. 

 

El fugitivo apartó los ramajes con cuidado, y su alazán, cual si reconociera el sitio, entrose por aquel túnel contorneado de arborescencias, quebrando los gajos tiernos con el pecho y haciendo crujir bajo sus cascos los viejos troncos esparcidos a trechos en la sombría senda. Refrenole su dueño con vigor; y desde ese instante, empezó a avanzar paso a paso, caracoleando en prolongada serpental, y deteniéndose a veces ante el obstáculo opuesto por recientes invasiones de la vegetación arbórea, o ante curiosas empalizadas que los habitantes desconocidos del bosque levantaban en ciertos lugares, para torcer la marcha de una partida o columna en desfile. 

 

Estas obras de matrero no carecían de ingenio. Menos prolijas, recordaban no obstante las del topo. En los sitios donde existía el obstáculo, el sendero se dividía en línea trifurcada, siendo dos de los ramales más reducidos y angostos, -como obra de carpincho y otros moradores de la selva- viniendo a constituir la barrera artificial el vértice de dos ángulos agudos. Los senderos de los flancos, llevaban lejos: los que en ellos se aventuraban, se perdían en lo intrincado del monte. En cambio, traspuesto el obstáculo de la línea media, que era la recta, arribábase a la otra ribera, después de una lenta y complicada travesía. El empalme de estas vías tenebrosas, sólo era conocido por el contrabandista o el matrero, a quienes bastaba separar los troncos y el boscaje formado por nutridas lianas y ñapindaas dóciles y rastreros, que al enroscarse en los árboles circunvecinos alargaban sus guías enormes por doquiera, para abrirse paso y continuar la ruta, después de recubrir el paraje cuidadosamente. 

 

Estos senderos secretos se extendían larga distancia bajo un cielo verde en caprichosos giros ora en ascenso, ya en declive, según las ondulaciones y accidentes del terreno sembrado de hojas y de raíces, en medio de paisajes encantados, de helechos y nutridos brezos sobre los que zumbaba sordamente todo un mundo de átomos alados. 

 

Rara vez la planta humana hollaba aquellos sitios, verdaderos asilos ignorados del gaucho errante; y diríase ante su salvaje pompa y virgen soledad, la smarrita via, en la selva oscura del poeta. Troncos gigantes enlazados por graciosas guirnaldas, de lianas y tacyos, hasta formar tupidas redes en las bóvedas de las copas confundidas; palmeras enhiestas asomando sus cabezas en el espacio, a manera de colosales quitasoles del oriente; robustos yatáhis y guayabos en estrecha alianza con las indígenas yedras trepadoras, molles y laureles agrupados en tumulto: añosos quebrachos y atrevidos ñangapirées elevando sus cúpulas en desorden, junto al duro espinillo y al tala espinoso, verdadero erizo vegetal que hiere y desgarra como un dragón que guardara el secreto de la floresta; columnatas singulares, airosos capiteles, variadas volutas, elegantes cimborios simulados por miriadas de hojas y tupidas florescencias; y en la pradera sombría, como asaltando las bases y troncos de aquella hermosa vegetación secular, innúmeras legiones de plantas selváticas irguiéndose con audacia para concluir en esbeltos tallos y trémulos penachos de vivos matices, o retorciéndose por el suelo cual prodigiosa nidada de serpientes. 

 

Por medio mismo de estos paisajes, divididos por el angosto sendero, empezó el jinete su travesía. 

 

Marchaba el sol a su ocaso, y sus rayos que bañaban las alturas del bosque diluían apenas en su interior a través de pequeños claros verticales, algunos chorros color de oro muerto o ligera lluvia de aristas luminosas que solían ornar con fantásticas fajas o talabartes las gusaneras de un negro y rojo de terciopelo que se remontaban en formas piramidales desde el suelo hasta la bóveda, adheridas a las gruesas guías de las enredaderas. Mundo pequeño, inmóvil, silencioso formando de millares de seres un solo cuerpo, en apretados lazos de familia; república extraña y fraternal conjunción de organismos de sangre blanca, que así apiñados sin luchas ni conflictos, ¡parecían buscar en la unión estrecha y en el común contacto el calor fecundo de la vida! El jinete rozaba casi al pasar estas gusaneras, sentía sobre su cabeza el aleteo de la torcaz o del tordo que cambiaban de rama, veía cruzar por delante y esconderse en la yerba la perdiz de monte, y replegarse cauteloso hacia la entrada de su cueva al pie de algún tronco al lagarto de múltiples colores. El zorzal y el jilguero confundían sus notas con las del tordo y la calandria en singular concertante, despidiendo al día con encelados gorjeos; los colibríes zumbaban ante las flores, lanzando al detenerse en los lugares iluminados por los rayos moribundos, esos metálicos reflejos de azul y esmeralda que el pincel más diestro jamás reproduce en todo su esplendor; al parloteo de los loros uníanse las medidas frases del cardenal y los arrullos de las palomas de monte, en la hora precursora del sueño; en tanto que, del fondo de la selva, como un toque de oración para los demás seres, y para ellos de despertar al primer asomo de las sombras, el ñacurutú y la coruja mezclaban de vez en cuando al concierto sus monótonas quejas. 

 

El jinete, que ya había penetrado muy adentro en aquellos velados lugares, seguía su marcha al paso, la cabeza hacia adelante y ese aire de laxitud e indiferencia que sucede a la actividad febril de una jornada fatigosa; cuando, de súbito, el ruido producido por un tropel de caballos, que venía del exterior del bosque, a sus espaldas, le hizo volver el rostro, sin que en él se reflejara, sin embargo, la menor inquietud o zozobra. 

 

El confuso rumor creció por instantes, para disiparse bien luego, como si un grupo de jinetes buscara en las orillas del monte el paso o entrada secreta. 

 

El mozo de la melena se encogió de hombros, y se detuvo. 

 

Corría en aquella parte un hilo de agua fresca, por una canaleta festonada de gramillas. 

 

Echó aquel pie a tierra, y tendiéndose boca abajo con la mayor tranquilidad, bebió del agua pura hasta saciar su sed. Reincorporose enseguida, pasando la manga por sus labios, sin preocuparse del ruido de sus espuelas; y, tirando del cabestro, hizo tender el cuello al alazán, sin quitarle el bocado. Sumergiose el hocico con delicia en la suave corriente, como para restañar las grietas ensangrentadas de sus bordes; y por algunos momentos, el agua en gruesa cantidad, hinchó el esófago del noble bruto. A un leve movimiento, de atracción del amo, el alazán levantó la cabeza y tendió el pescuezo, dejando caer agua de su boca, que entreabriose a un ligero relincho de placer, sofocado por la mano del gaucho al posarse cariñosa en sus narices. 

 

En ese instante la concha de una mulita dejose ver entre fragmentos de vegetales descompuestos, a una orilla del sendero. Buscaba sin duda, su manjar de la tarde. 

 

El mozo dio un salto de jaguar, sin abandonar el cabestro; y colocándose delante del tímido acorazado, descargó un golpe con el rebenque, volviéndolo de espaldas. Desnuda la daga, practicó con rapidez una incisión en el cuello de su víctima, que alzó del apéndice una vez que se hubo desangrado, contemplándola con ojos alegres. 

 

Renovose el lejano rumor de caballería, a intervalos desiguales, fuera siempre del monte. 

 

El de la melena se sonrió con aire de mofa, y púsose a abrir la mulita, y a extraerle lo superfluo. Concluida esta tarea con extrema celeridad, limpió la daga en la yerba hasta dejarla resplandeciente, volviola a su vaina de cuero con anillos de bronce, y ató con calma imperturbable el sabroso desdentado en la delantera del lomillo, con un tiento de piel de yegua. Este remedo diminuto del extinto gliptodón, ofrecía por su aspecto buen bocado al apetito. 

 

Hecho todo así, de un modo concienzudo, el mozo enjugose la frente con el pañuelo que llevaba al cuello, arreglose el chiripá, y sin poner el pie en el estribo sentose de un salto en su alazán, emprendiendo de nuevo paso a paso su camino oscuro. 

 

- IX -

 

Las tinieblas empezaban a difundirse, densas, aumentadas por la espesura del follaje en aquellos lugares imponentes. Había cesado la música de los pájaros, y otros ruidos muy distintos turbaban a intervalos el silencio de la selva. De apartados sitios, tal vez de los juncales de la opuesta margen llegaba ronca la querella del puma con color, irritado por el celo; y entre los seibos gruñía el carpincho sordamente al abandonar tras la reacia compañera el fondo de las aguas. Al pie de negros arrayanes solía agitarse algo de invisible y temeroso, que el jinete ahuyentaba a su paso, lanzando un agudo silbido; el coatí se escurría gruñendo, el hurón volvíase a su cueva diligente, y el lagarto se deslizaba entre las yerbas con la rapidez de una saeta. A veces, presentábase de improviso un claro en la tupida bóveda y el manso fulgor de las estrellas se esparcía como una gasa blanquecina y transparente sobre el verde de las cúpulas, para desaparecer bien pronto con su girón de cielo, al penetrarse bajo nuevas y lóbregas techumbres. En estos senos oscuros brillaban infinitas fosforescencias, ojos luminosos entre las ramas, ejércitos desordenados de lampíridos que se esparcían en todo el largo del sendero cubriendo el ambiente de fantásticos resplandores. Diríase una banda de crespón, cuajada de lentejuelas de oro. En los grupos de guayacanes al final de este sendero, el ñacurutú lanzaba sus gritos tristes. 

 

El jinete volvió a detenerse para observar el sitio, que parecía conocer en sus menores detalles. 

 

Los guayacanes formaban una isleta rodeada de arenas al frente, y el sendero, un recodo. Por allí venía un aura fresca, trayendo el eco sonoro de agua que corre en cauce considerable. 

 

Era el río.

 

El fugitivo avanzó con sigilo, reprimiendo la impaciencia de su caballo que tropezó en algunos troncos de palmeras que obstruían la senda; magníficos ejemplares derribados por el facón o la sierra, al solo objeto de poner el rico cogollo al alcance de la mano. Pronto respiró el jinete el aire libre, y viose en la ribera arenosa, exhibiéndose a su frente un vado de pocos metros de anchura, y más allá, como alto muro negro, la selva secular que resguardaba con sus grandes y enmarañadas espesuras el otro borde del río. Acercó la espuela a los ijares, y recogiendo las piernas casi al nivel del lomillo, se entró sin vacilación en el agua. El alazán sumergiose hasta el pecho, resoplando. El paso estaba a volapié. Bien presto, entre bullente espuma, el caballo alcanzó la pequeña barranca y salvó el arenal, sepultándose nuevamente bajo la diestra de su jinete, en un camino estrecho y tenebroso, semejante al recorrido. 

 

Empezaba la segunda marcha, entre arboledas, lianas y malezas, bajo profunda sombra sembrada de luciérnagas y coleópteros zumbadores. Esta parte de la selva era más tupida y opaca, difundiéndose su lobreguez a largas distancias. El sendero bifurcado aquí hubiera hecho titubear en pleno día a un caminante osado; en medio de la densa noche, sin embargo, guiado por el instinto el alazán o por el amor de una querencia, sintiendo floja la rienda, enderezose por el ramal izquierdo de aquella enorme y griega trazada bajo el cielo del bosque por el pie de la alimaña, antes que por la planta del hombre. Su cuerpo rozaba las columnatas arbóreas, y la cabeza del jinete solía tocar el tejido de enredaderas, que tapizaban la bóveda, agitando en su tránsito todo un mundo invisible. 

 

Trascurridos algunos minutos de marcha, el camino hizo una curva sensible, y empezó a ensancharse, presentando en la bóveda frecuentes claros. Próxima estaba una pradera. A esa altura, el alazán dio un relincho, y sacudió el cuello con alborozo.

 

El mozo de la melena llevó la mano a los labios en forma de bocina, y, a su vez, lanzó un grito especial. 

 

Contestole un silbido.

 

Siguió entonces avanzando; y penetró en la pradera. 

 

En este espacio, a trechos despejado, el mata-ojo, el sarandí colorado y el guabiroba formaban islas, y en su suelo arenoso y caliente, preferido de los ofidios, hacía oír su silbo agudo y penetrante la víbora de la cruz. El jinete lo atravesó a paso rápido, y llegado que hubo a una nueva aspereza en que crecían el coronilla, el timbó y la «rama negra», desmontose, siguiendo a pie con el caballo del cabestro, ya inclinándose para abrirse camino por pequeñas abras, ya evitando las espinas del tala o del aromo, ya retrocediendo a ocasiones, para hacer diversos rodeos o dejar paso libre a algún animal selvático sorprendido lejos de su madriguera. 

 

Esta marcha no duró mucho.

 

Encontrose de pronto en un sitio descubierto tapizado de césped en el que solo se alzaban las «sombras de toro» hacia al fondo, junto a unas piedras, y apacentaban varios caballos vigorosos. 

 

La selva ceñía esta pequeña pradera como un cinturón, sustrayéndola por completo a toda mirada investigadora. Era un asilo secreto, una guarida inaccesible, un potrero en el monte, fresco y fértil, circunvalado de acacias, higuerones, plumerillos y laureles blancos a que daba riego un brazo pequeño del río, y en donde ofrecíanse al alcance de la mano, como próvidos dones de un oasis salvaje, los agrestes frutos del guayabo, el arazá y el pitanga, y líquenes sabrosos, hongos blancos y morados en los troncos del quebracho o del canelón fornido. 

 

Hasta diez hombres se encontraban junto a los árboles, de pie unos, otros sentados, percibiéndoseles desde la entrada a la pradera, a la pálida claridad de los astros y al resplandor indeciso de las brasas de un fogón construido bajo de tierra. Oíanse rasgueos de guitarras, y una voz que preludiaba una canción. 

 

El mozo de la melena llegábase a su vez cantando un aire de la tierra en décima glosada, cuando uno de aquellos hombres apostado a vanguardia junto a un tronco, le interrogó con energía, puesta la mano en la culata de un trabuco. 

 

-¡Tupamaro! -contestó el recién venido con voz vibrante. 

 

-Ayéguese, hermano. ¿Lo trujieron mal? 

 

-Quemándome los lomos. 

 

Suerte que al alazán le criaron alas. 

 

-Al pelo me fío -dijo aproximándose, el que hacía de escucha o imaginaria-. Alazán tostao primero muerto que aplastao. 

 

-Ansina y todo, le metí las nazarenas... 

 

-Pa que vea si jué trance de apuro, Esmael. ¿Y Aldama? 

 

-Prisionero. Pa cá del Vera le estiraron el roano viejo, y enredao en los yuyos con las «lloronas», le cayeron en montón, cuando andaba yo en entrevero con la melicia. -«¡Tuya hermano!» me gritó el hombre. Y me tendí, ganando el repecho.- Dos melicianos rodaron en el bajo, y los otros se encimaron, misturándose en el cañadón. 

 

-¡Bien aiga la zanja amiga! 

 

-Me acorrió. El alazán ganó campo, tieso como venao. 

 

Durante este diálogo, dos de los hombres que se encontraban agrupados junto a las «sombras de toro» se habían ido acercando al sitio; y uno de ellos, recogiendo las últimas palabras de Ismael, preguntó con acento breve: 

 

-¿Qué jué de Aldama? 

 

-En la trampa.

 

-¿Y la partida?

 

-Junto al monte.

 

El que había interrogado, y que era el comandante, volviose hacia su compañero, para que trasmitiese a la gente la orden de ensillar las reservas. Dirigiéndose luego a Ismael, agregó: 

 

Si habrá rezao Aldama el credo cimarrón? 

 

-Lo traiban con guardia, de fijo pá aserlo descobrir la guarida; pero ante lo enchipan... Este oficio me entriegó Perico el Bailarín. 

 

El jefe se apoderó de la carta que el mozo había extraído del cinto, entrándose enseguida por un claro del monte. 

 

Ismael púsose a aflojar la cincha de su alazán, tiró el recado en montón al suelo, palmeó el caballo que fuese a la pradera retozando, y él echose boca abajo en las yerbas, derrengado y somnoliento. 

 

- X -

 

Ismael Velarde era un gauchito sin hogar. 

 

La existencia azarosa, en medio de cuyos conflictos lo presentamos, no fue sin embargo la de sus primeros años de juventud. Aunque errante e indolente, por inclinación y por hábito, cumpliéndose en él y en casi todos los de su época de una manera fatal la ley de la herencia, tenía cierto cariño al trabajo rudo que pone a prueba el músculo y nutre al organismo con jugo salvaje. Sentía pasión por la vida libre, indisciplinada, licenciosa; pero le era también agradable por orgullo de raza que se fiasen de él, cuando hacía promesa de sudar en la labor honesta. Esta conciencia de su responsabilidad moral, impresa en su semblante, abríale sin sospechas depresivas el camino del trabajo. Los que lo oían, creían desde el principio de buena fe, que él sería capaz de cumplir con su deber. Pobre, solo, inculto, desamparado, realizábase en el joven gaucho el proverbio oriental: el hombre fuerte y el agua que corre, labran su propio sendero. 

 

Fue así como, presentándose un día en el establecimiento de campo que la viuda de don Alvar Fuentes poseía en Canelones, sobre el río Santa Lucia, su mayordomo Jorge Almagro lo aceptase a su servicio para las faenas pastoriles. 

 

La estancia de Fuentes como todas las de aquella época apartada, componíase de tres o cuatro construcciones de barro seco, que servía de revoque a las varillas o el ramaje de las paredes, techo de paja brava, y grandes troncos sujetos en horquetas; edificios que aparecían separados unos de otros algunos metros, con pocos árboles, una enramada espaciosa al norte, una huerta muy pequeña a espaldas del rancho principal, y una tahona que no funcionaba hacía tiempo, distante de aquel medio tiro de pistola. 

 

Las «casas» o poblaciones de fábrica sólida, cal, ladrillo o piedra eran muy raros, aún tratándose de propietarios acaudalados. El rancho, algo más cómodo y mejor repartido que la choza primitiva, constituía el tipo arquitectónico agreste, con sus puertas bajas y sus ventanillas estrechas, piso de tierra dura, y patios sin desmonte ni acequias. 

 

El depósito de agua potable, era un barril asentado de vientre sobre un armazón de troncos con cuatro o con dos ruedas toscas, que servían para arrastrarlo hasta el arroyo con un jamelgo manso, rodilludo y maltrecho. 

 

Una especie de cabaña que había al fondo para guardar cueros y cerdas, y la tahona a que hemos hecho referencia, tenían por puertas pieles de toro sujetas fuertemente en maderos rústicos que a manera de marcos encajaban en las poternas. El corral, chiquero o redil -que de todo esto tenía algo- próximo a los ranchos, componíase de palos nudosos y retorcidos a pique, de tala y espinillo, unidos por guascas peludas de cuero vacuno. 

 

El campo era muy extenso y feraz, y en él pacían varias majadas de ovejas, numerosas manadas de yeguas y más de cuatro mil vacas. 

 

A la posesión exclusiva de estos bienes respondían todos los procederes de Jorge Almagro, el mayordomo, desde años atrás; la única heredera había llegado a la pubertad, y él había empezado ya sus maniobras. 

 

Era este sujeto oriundo de Aragón, vinculado a la familia de Fuentes, y primo de Felisa, única nieta que la viuda conservaba a su lado, a quién Jorge creía una presa segura. 

 

Tenía él la frente deprimida, los ojos verdosos, redondos y saltones, la nariz aplastada en el vómer, el bigote escaso y cerdudo, en partes chamuscado por la brasa del cigarro, la cabellera corta y rala enseñando ranuras aquí y acullá en el cráneo, grande la oreja, en forma de concha marina, labio inferior grueso, de esos que se apartan de la encía y se estiran como una trompa para dar salida a la voz, la espalda ancha, y piernas en arco por la costumbre de la espuela. Por lo demás, robusto y fornido. Hacía más repelente esta figura, un carácter avieso y tosco propio para la lidia con la hacienda brava. Los peones lo soportaban sencillamente; pocos le querían. 

 

Era ella en cambio, una morena de ojos oscuros de espesas pestañas negras, abundosa cabellera que lucía en largas trenzas, afilada nariz y boca algo grande, pero roja y fresca con un arco dentario seductor. En sus pupilas brillantes, y en sus labios casi siempre entreabiertos, retozaban dieciocho primaveras. 

 

Era nieta de un gallego, capitán de milicias; pero, como buena criolla, tenía toda ella el sabor de la tierra, y los resabios de la taimonia local, que la escasa educación de aquellos tiempos favorecía más bien que extirpaba. 

 

Su origen como se verá, no era oscuro; y merece consignarse un detalle histórico. 

 

Contábase de su abuelo un episodio glorioso. 

 

En el asalto de Montevideo por los cuerpos veteranos del general Anchmuty, en 1807, la artillería británica abrió con verdadero éxito sus fuegos bien cerca de la muralla por la puerta del sur, que servía de junción a las obras de la costa. Era el lado más débil: un lienzo sin terraplenes interiores, sin fosos ni contraescarpas. Abrir brecha, fue el intento. Bajo un fuego terrible, en pocos días, el proyectil del cañón inglés vomitado constantemente sobre el muro, desde la batería de la costa y los poderosos buques de la escuadra alineados frente al cubo, horadó el granito, abriendo ancho hueco. 

 

Por entonces, ya las balas habían destrozado los revestimientos, parapetos y explanadas del próximo bastión. No se postró por eso, el ánimo esforzado de la defensa. Era preciso suplir el lienzo de muralla que había saltado en mil fragmentos, y por cuya abertura o boquerón siniestro llovía la metralla entre espantosos ruidos. ¿Cómo hacerlo? Por allí iba a precipitarse la columna de ataque, como una onda irresistible que al destrozar el dique sembraría por doquiera la desolación y el espanto... Una voz valiente mandó cubrir la brecha en cierto instante solemne. -Los defensores se miraron con desesperación-. La artillería inglesa seguía rugiendo furiosa; un viento de muerte soplaba de la parte del mar; el granito volaba en trizas por los aires entre un torbellino de polvo y arenas; y revueltos los soldados en las banquetas de los flancos mordían con rabia el cartucho, ya sin orden ni disciplina ante aquel huracán formidable que llevaba en sus alas ardiente plomo, ensangrentados guijarros y trozos de carne viva. En medio de escena tan pavorosa, otra voz robusta y potente gritó, dominando el tumulto: «¡barriquemos con cueros!». Era nuestro capitán de milicias quién había hablado a la tempestad de balas. Pero, ¿quién alzaría la carga y llegaría a plantarse en mitad de la brecha por donde se deslizaba exterminador el torbellino de mortíferos cascos?... 

 

El bravo capitán dio el ejemplo. Lanzose rápido a una barraca cercana y volvió al antro infernal, con una pila de pieles secas sobre sus hombros. La noche avanzaba lúgubre y oscura; un obús colocado en posición oblicua enviaba en sordo ronquido sin cesar a las alturas en parabólicas trayectorias sus bombas y metrallas, que el cañón sitiador retribuía sin tregua a su vez con andanadas de hierro. La figura atlética del capitán de milicias dibujose de improviso ante el boquerón, agobiadas las espaldas bajo el peso de la carga, volteola con fuerza en medio de la brecha, y alentando entre enérgicos juramentos a sus soldados, corrió de nuevo al depósito y volvió a regresar con su dorso abrumado, semejante en la oscuridad a la carcoma de una acémila que se rebela irritada a la aproximación de una tromba. Por algunos momentos siguiose aquella faena homérica... El sitio estaba sembrado de escombros y cadáveres. A pesar de la borrasca de plomo y fuego, las pilas de cueros coronaban ya la brecha en más de un metro de altura. Sentíase en el exterior sordo rebote de balas. El capitán, libre por quinta vez de su carga, retrocedía con el rostro al peligro, altivo y fiero, chorreando sudor heroico, jadeante el pecho descubierto, paso a paso, casi ebrio con el humo de la pólvora... De pronto, oyose un choque seco: el titán se bamboleó con los brazos en alto, y tras aquella recia sacudida, desplomose frente al parapeto sin lanzar un gemido el bravo capitán gallego. Una bala enorme le había atravesado el cuerpo. 

Horas después, a manera de colosal salva de cañones en épicos funerales, las bocas todas de esa parte de la muralla debían bramar a un tiempo con horrísono estampido, dirigiendo sus fuegos convergentes sobre la columna inglesa de ataque que entre profundas tinieblas erraba la brecha; y abrasarse con Browne el cuadragésimo regimiento bajo ese chorro espantoso de fuego; y caer Remy extinto al montar la pila, que el denodado capitán de milicias cubriera el primero con admirable esfuerzo. 

 

- XI -

 

Esto contaba una tradición muy fresca del hogar. Mas, ese ejemplo de fidelidad a la monarquía por parte de uno de sus abuelos, no privaba a Felisa, de seguir sus impulsos de criolla y de ser ella misma como hemos dicho, un producto indígena o engendro del clima. También estaba en el rango de los tupamaros. 

 

Tenía un genio un poco bullicioso, con sus barruntos de insubordinada y de altanera. Se había hecho mujer en el campo, y no conocía otra sociedad que la de los ganaderos y gente cerril. 

 

Verdadera fruta del país, era un tipo correcto de la criolla en los tiempos del gusto colonial. Las monotonías naturales del campo, estaban lejos de serlo para ella; la vida dentro del recinto fortificado, entre ruidos de tambores y clarines, movimientos de batallones y estruendos de artillería, cual si palpitase siempre en el aire el germen de la guerra, antojábasele que era vida de prisión o de convento. Sus propensiones agrestes la hacían feliz. A las callejuelas estrechas y lodosas del recinto, dentro del cual había nacido y pasado sus primeros años, prefería las asperezas de la campaña; montar a caballo para andarse a media rienda, chapucear en el río y las lagunas, bailar cielitos y oír las cántigas de los gauchos al son de la guitarra. 

 

Todo esto era nativo, y se encuadraba en su naturaleza. 

 

No había experimentado por lo demás, todavía, otro género de sensualismos. Contentábase con aquellos gustos vulgares sin apetecer otros mejores, pues que su criterio, muy semejante al de la mayoría de las mujeres sin espíritu, no iba más allá del círculo de sus afecciones. 

 

El mundo para esta clase de seres, se reducía a las dimensiones del pago, como si dijéramos, al ruedo de su vestido. De esta forma, podía ella considerarse dichosa. 

 

La persistencia de Almagro la incomodaba. Desairábale de continuo; y concluyó por tenerle miedo. Los ojillos redondos y saltones del mayordomo la perseguían por todas partes, con un mirar fijo de reflejos amarillentos. Ojos de basilico, decía ella. 

 

Ismael, con su aire de profunda indolencia, solía cruzarse por casualidad en sus paseos, a mitad del campo. Algunas veces le arreglaba el recado flojo y la subía al caballo de un envión sin mirarla, callado y adusto; y se iba a sus faenas sin demostrar tampoco interés en saludarla. 

 

Al principio Felisa halló aquello muy natural, sin importársele nada la conducta del mozo. 

 

Empero, una tarde en que Ismael le acortaba la estribera con mucha calma, fijose por primera vez que el gauchito no se parecía a los otros, que tenía una cara linda, y era airoso en el vestir. 

 

Desde entonces, siempre que andaba por las cercanas lomas, procuraba verle. Cuando esto no acontecía, experimentaba una especie de contrariedad. 

 

Las proximidades, dado su empeño en provocarlas, se hicieron más frecuentes. El gaucho de rizos blondos y ojos pardos, con una boca de cereza, comenzó por su parte a mirar de lado con la cabeza baja, huraño y triste. 

 

Después ella se apercibió que Ismael tocaba más a menudo la guitarra, en la enramada o en la tahona, cantando décimas que nunca le había oído. 

 

Otros días, él parecía ocultarse por largas horas, y al regreso no se acercaba a ella, yéndose a echar a la sombra sobre alguna manta de vichará boca abajo en cuya perezosa posición se pasaba el tiempo libre. Felisa se puso de allí en adelante concentrada y cavilosa, empezándole cierto desgane para montar a caballo, y para bailar en los ranchos de las cercanías donde solían juntarse las mozas del pago. 
Una vez se encontró con Ismael que salía de la cocina, y lo miró con enojo, pasando a su lado sin darle los buenos días. Él tampoco la miró, ni la habló; puso el pie en el estribo, saltó sobre su bayo, y fuese paso a paso hacia el campo, tarareando un «pericón». 

 

Estos casos se sucedían con frecuencia. 

 

En otra oportunidad, Felisa le arrancó de las manos la vasija de barro que él le había tomado para sacarle el agua del barril; y lo hizo con mal modo y peor ceño. 

 

Velarde se alejó callado, arreglándose el chiripá por detrás, y chiflando con su aire de costumbre algún «triste» monótono. 

 

Días después, lo vio recostado en la pared del rancho, todo mojado por la lluvia, con la vista en el suelo y el poncho colgándole del hombro hasta tocar la tierra hecha fango. Alargó el brazo por la ventanilla, y le alcanzó un mate, dejando ver tan solo la mitad del rostro. Ismael lo tomó, saboreolo hasta hacer sonar la «bombilla» y lo devolvió a su dueña sin decir palabra. 

 

A poco, se fue despacio, hundiendo las espuelas en el barro; y cuando se hubo apartado bastante, bajose más sobre los ojos el ala del sombrero y se volvió de lado para mirar arisco. La criolla se puso a reír, y movió la cabeza de arriba abajo con aire burlón. 

 

Velarde siguió atufado su camino. 

 

El monte del Santa Lucia no estaba lejos de allí. Esa vez, como otras, fuese él a caballo a vagar por sus orillas; galopó bajo el agua hasta la calera de García Zúñiga, reuniose allí con varios aparceros, y como era día domingo, pasáronse la noche de baile en diversos ranchos. 

 

Al día siguiente muy temprano, apareciose en la cocina de la estancia con las ropas bien húmedas, el pelo mojado, las botas de potro salpicadas de barro, ojeroso y somnoliento. Ardía un buen fuego. Felisa, madrugadora como el gallo criollo que cantaba en el ombú al asomar la mañana, lo vio apearse; y ocurriósele entonces que tenía que ir por agua caliente a la cocina. 

 

Estaba ésta llena de humo espeso, y sólo se percibían entre sus volutas las rodillas de Ismael sentado cerca del fogón en una cabeza de vaca. 

 

Felisa entró apartando la cara; púsose en cuclillas y echó mano a una caldera. 

 

Él cogió un tizón para encender el cigarro, y en esta diligencia se estuvo un rato. Tirole luego en el fuego, y entró a atizar éste, moviendo los troncos y separando con uno de ellos la ceniza del centro, con la que formó una capa lisa delante. 

 

Después, cogió un palito y comenzó a trazar rayas muy en sosiego, el brazo sobre la rótula y la mano colgante, sin cuidarse de la presencia de la criolla. 

 

Esta a quién el humo hacía lagrimear, alzó del asa la caldera y saliose; pero, al trasponer la puerta, dijo con su voz ronquilla y un ceño de malicia: ¡Mirá! el baile jué velorio. 

 

Ismael, que era de un temperamento linfático nervioso sintió la pulla, infláronsele las ventanas de la nariz, echó una gran bocanada de humo, salió tras de Felisa y marchose sin volver ni una vez el rostro, a la tahona. 

 

A uno y otro, este agriamiento los tenía ya bien inquietos. 

 

Tratábanse mal a cada paso; y la acrimonia subía de punto. Todo ello no obstaba a que Ismael se peinase con algún cuidado los rulos, cosa que antes no le preocupaba mucho, y que comenzara a ponerse en los días festivos un chiripá de lanilla azul que le venía muy bien, y un pañuelo de seda colorante en el pescuezo que le caía en triángulo recto sobre el dorso escapular, con un nudillo encima del pecho. Poníase también a ocasiones una florecilla en la boca, cuyo tronco convertía en hilachas bajo los dientes con solo mirar la «pollera» de Felisa, bastante corta para enseñar el tobillo y el nacimiento de una pierna torneada y maciza. 

 

La criolla por su parte, había agregado a las trenzas un moño de colores vivos, no se ataba ya un pañuelo chillón en la cabeza, hacía raya al medio a su cabellera undosa, sujetándola con una cinta cuyos extremos unía en la nuca, y, así como Velarde se quebraba al andar haciendo volteos de flancos siempre que la distinguía de cerca o de lejos, ella había dado en el flaco del sandungueo de caderas con esa gracia criolla o sabor de pago que desarma al gaucho duro. 

 

Una tarde en que Ismael se encontraba en la enramada tendido de vientre como de costumbre, con otros compañeros, conversando a medias palabras sobre los incidentes de la última esquila, pudo ver bajo el corredor de techo de paja que daba sombra a la puerta y ventanillas del rancho principal, al mayordomo que hablaba con Felisa con mucha viveza. 

 

Ella, sin dejar de mirar de lado y con rapidez a la enramada, parecía reírse con ganas y jugaba con el «delantal» a dos manos, como si espantara moscas. 

 

Almagro se le ponía bien cerca, y hasta llegó a ver Ismael que él quería agarrarla la mano, y hacerla cosquillas en el pecho. 

 

Los ojos envelados de Ismael se animaron un poco quedándose fijos en el grupo, como atraídos por una cosa rara. 

 

Al cabo de un rato bajó la cabeza que había erguido, como el mastín de raza que huele pendencia; dejola caer de cara sobre sus brazos cruzados refregola en ellos perezoso y plegando los párpados en pesada modorra, murmuró bajo algunas palabras a modo de rezongo. 

 

A poco volvió a levantar la cabeza con los ojos medios cerrados para cerciorarse de si aún estaban allí; y no viéndolos, la abatió de nuevo, y quedose dormido. 

 

Poco tiempo después, Almagro pasó cerca de él y echole una mirada torcida. 

 

El mayordomo, como todos los peninsulares de su época, tenía un concepto despreciable de los tupamaros. Tratándose de un gauchito como Velarde, Jorge empezaba a adunar al desprecio el rencor, sin que él mismo se explicase porqué lo malquería, aún cuando no podía verle sin que a su impresión de desagrado se sucediese como un complemento lógico el recuerdo de Felisa. 

 

Naturaleza modelada sobre duros instintos, le era fácil cualquier extremo; y éste tenía al fin que tocarse con otro distinto, pero no menos temible, si se tiene en cuenta que Ismael era a su vez un organismo fundido en el molde de la rudeza agreste. 

 

- XII -

 

Este odio se acentuó a causa de un accidente común en la existencia semi salvaje del pastoreo. 

 

Un día, hallábase Ismael en la enramada aderezando su caballo, tras breves momentos de descanso. Aldama, su mejor compañero, azuzando los perros de campo, hacía salir del monte parte del ganado arisco habituado a la espesura. Las reses con aspecto siniestro, se lanzaban acá y acullá fuera del bosque rompiendo ramas y estrujando malezas, entre sordos bramidos, para emprender por los campos su furiosa carrera. 

 

Algunos se detenían temblantes y feroces, escarbando la tierra que arrojaban por detrás a grande altura, para volverse iracundos hacia el sitio en que se oía el ladrido de los perros; hasta que, con la cabeza erguida y bramando se abalanzaban en pos de los otros, llenos de abrojos los borlones de sus colas tendidas al viento como gruesos dardos. 

 

Uno de estos toros de guedeja descubierta, agilísimo y fornido, que traía sobre la vista enfurecida fibras vegetales enredadas en sus cuernos y el hocico cubierto de sangre por los dientes de algún perro, salvó el cerco endeble que circuía una pequeña huerta a espaldas de la casa; y precipitose al corredor del frente, abatiéndolo todo a su paso con la fuerza de un ariete. 

 

Junto a una empalizada encontrábase Almagro en ese momento de pié; la criolla, que atravesaba el patio, lanzó un grito y sin fuerzas para huir cayó a lo largo a pocos pasos de la puerta. La embestida había sido rápida, y en su ímpetu el toro revolviose hacia Felisa despreciando un ademán agresivo de Jorge. 

 

El trance era serio.

 

Almagro revoleó el rebenque por encima de su cabeza, lanzando una especie de alarido sin separarse de la empalizada. 

 

El toro se paró de súbito a pocas varas de Felisa, resoplando; embistió por un instante a Jorge hiriendo el aire con sus agudos cuernos, y con la misma rapidez, como atraído por el vivo color rojo de un pañuelo que la criolla llevaba cruzado sobre el seno, arrojó tierra con una de sus pezuñas al rostro de Almagro y lanzose con el asta baja sobre el bulto que se revolvía en el suelo. 

 

En ese segundo crítico, Ismael que había clavado espuelas a su caballo, salvando la distancia intermedia en dos botes prodigiosos, cayó como una tromba de flanco sobre la bestia, y al empuje de los poderosos encuentros de su bayo de trabajo, revolcose por el polvo la res, lanzando un ronco bufido. 

 

Produjo el terrible choque un ruido semejante al de una marmita de hierro que se rompe, sentose el caballo sobre el toro con sus remos delanteros y por un momento formaron una masa informe en medio de la polvareda, jinete, toro y bridón, entre voces enérgicas, salvajes bramidos, sordos golpes y ruido de espuelas. 

 

Cuando el caballo resoplando con esfuerzo, roto el pretal y temblorosa la piel saltó sobre la bestia bravía, e incorporose ésta haciendo en el suelo ancho surco con el cuerno; Felisa ya no estaba allí, y Almagro aparecía jinete en un tordillo. 

 

Estaba pálido y ceñudo.

 

Ismael picó su cabalgadura sin darle tiempo, y recostándose al toro, lo acodilló con violencia y fuele azotando largo espacio para abandonarle en el declive de una loma. 

 

Almagro se le reunió en breve; y sin mirarle, con aire taimado, díjole estas solas palabras: 

 

-¡Caíste a tiempo!

 

Ismael, oprimiendo el barboquejo entre sus labios de mujer, miró con vaguedad al horizonte, y limitose a contestar con su modo seco y desabrido: 

 

-Morrudo el orejano. 

 

Desde este suceso, Jorge había ido acumulando mayor hiel contra el mozo. 

 

Felisa solía mirarle con fijeza, delante de él, en ciertas oportunidades; y estas manifestaciones lo encelaban de un modo siniestro, ocurriéndosele pensar al fin que Felisa debía querer al de las chascas. 

 

Poco tiempo después del lance, en una noche oscura y calurosa, Ismael cantaba a media voz, rascando la guitarra cerca de la cocina; de la que salía, extendiéndose algo hacia afuera, un resplandor rojo entre humaredas de carne «churrasqueada». 

 

Era ya un poco tarde, y los peones se iban recogiendo a medida que cenaban: oíanse acá y acullá algunos bostezos sonoros, y un chic-chac de rodajas que disminuía por instantes. 

 

Felisa llegó a percibir la voz clara de Ismael, salió de su pieza, parándose un momento en el umbral. 

 

Enseguida se dirigió a la huerta pequeña de que hemos hablado; y allí, entre las coles y cebollines, el apio y el orégano que servían para el puchero diario había dos matas de claveles sin flor, y un cedrón que ya envejecía. Arrancole ella un gajo de la parte más tierna y verde, y lo tuvo bajo la nariz un rato; refregolo luego entre sus dedos, con la vista como enclavada en la tierra, y no tardó en volverse. 

 

Pero en vez de entrarse a su habitación, llegose maquinalmente hasta el sitio en que se encontraba Velarde; púsose en jarras, y diole la espalda, con el gajito entre los labios. 

 

Al principio, al verla, Ismael se calló, sin cesar de rascar las cuerdas; y después, siguió su cantinela en voz bajita, concertando el falsete con el tañido de la prima y la bordona. 

 

Tenía tan cerca a Felisa, que él comenzó a revolverse de pronto, un poco desasosegado. Diose ella entonces vuelta, y dejó caer el gajito como distraída encima de la guitarra. 

 

Hecho esto, se fue.

 

Velarde pasó su mano callosa por la caja del instrumento, sin apartar los ojos del bulto que se alejaba, tropezó con el cedrón que se había metido en el hueco, y lo olfateó con ruido de fosas, pareciéndole que «olía a mujer». 

 

Almagro fue testigo de esta escena, allí próximo en la oscuridad, sin ser visto. 

 

- XIII -

 

Al rayar el alba, dijo a Ismael:

 

-Hay que trabajar hoy todo el día en el campo con el ganado alzado. Tú vas a apostarte en la orilla del monte, donde está el juncal grande de la barra, y allí se te irá a juntar Aldama. 

 

El español dijo esto con un gesto torvo, de noche mal dormida. 

 

Ismael montó a caballo en silencio, y dirigiose al juncal. 

 

Este sitio era selvático, profundamente solitario: un vallecito cubierto al principio de chircas y flores azules, altas cañas con nutrido ropaje de verdor, enseguida, y más allá, un juncal espeso que se extendía a lo largo del monte sobre un suelo húmedo y esponjoso. Llenaba aquellos lugares con su agreste aroma la flor del chirimoyo, y movíase sobre las yerbas crecidas todo un enjambre de libélulas. 

 

Ismael no conocía bien esta parte del extenso campo, que estaba a muy larga distancia de las «casas», en un extremo poco frecuentado por la hacienda vacuna. 

 

Al penetrar en el vallecito, encontró a su paso una res muerta, que presentaba profundas desgarraduras en el cuello y pecho. La sangre había escapado en abundancia por una de ellas, y aglomerádose en negros coágulos en redor. 

 

-Uña de puma... o de tigre, se dijo Ismael, observando los despojos. 

 

Y fijando luego más su atención en los contornos del sitio en que se había detenido, alcanzó a percibir entre la yerba un fragmento de papel quemado y ennegrecido por la pólvora, que había servido sin duda de taco a una pistola. 

 

¿Será del mayordomo? -preguntose interiormente Ismael. 

 

Y quedose un poco caviloso.

 

Cerca del cañaveral veíase un árbol aislado. 

 

Encaminose a él, y echando pie a tierra, ató por el cabestro a una de las ramas bajas su caballo. 

 

Enseguida, dándose con suavidad en las piernas con el rebenque, dirigiose al cañaveral, donde penetró, escudriñando su espesura con sigilo. Reinaba allí profunda soledad. Avanzaba la mañana, pesada y ardiente, sin brisas consoladoras. Un hálito de frescura alimentado por el rocío que bañaba las hojas, hacía sin embargo, agradable la estadía bajo las cañas, Ismael tendió el poncho que llevaba arrollado a la cintura, y arrojose sobre el césped boca abajo, según su hábito indolente. 

 

En esa actitud le sorprendieron las horas, sin que llegase Aldama, ni apuntase por los alrededores el ganado bravío. 

 

El sol lanzaba ya casi verticales sus fuegos, e Ismael con la barba apoyada en los brazos en cruz y sirviéndose del sombrero con las alas extendidas sobre su cráneo, a modo de quitasol, permanecía inmóvil. 

 

Dormía.

 

Cuando se despertó, pareciole que había soñado. Su blusa tenía olor a cedrón. Acordose entonces de Felisa, cuya cara se le calcó de súbito en las pupilas y se le antojó que se le asomaba allí, mostrando los dientes, lo mismo que en el agua quieta de un remanso. 

 

El labio sensual de Ismael removiose trémulo. 

 

Volvió a bajar la cabeza y a esconderla entre los brazos para librarse de los mosquitos que zumbaban por todas partes; y en esta posición, en medio de esa laxitud física que domina a ciertas horas los organismos habituados al trabajo muscular, no llegó a apercibirse de un ligero roce entre las cañas, ni menos de los pasos de unos pies afelpados que se deslizaban rápidos sobre las yerbas... 

 

De súbito sintió que le cogían del cinto, y lo levantaban con suavidad, poniendo a prueba la resistencia de las agujetas. 

 

Ismael, sin perder el ánimo, comprendió bien pronto que aquella no era una mano de hombre, y sí una zarpa formidable, cuyas garras se extendían y cerraban con fuerza oprimiendo su cinto y ropas para arrastrarle lejos del sitio. 

 

Un olor acre y nauseabundo, confirmó su creencia de que tenía al lado una fiera. 

 

El espíritu de propia conservación le obligó a estarse inmóvil por el instante. La bestia feroz había venido al rumbo, y en vez de destrozarle, al verle quieto -dormido o muerto- tentaba llevárselo al fondo del juncal. Convenía la inmovilidad absoluta. 

 

El menor signo de vida, caído e indefenso, traería en pos el rugido y la obra terrible del colmillo y de la garra. 

 

La zarpa levantó dos o tres veces su presa, arrastrándolo algunas varas con extraordinario vigor, sin inferirle daño. 

 

Ismael seguía boca abajo, conteniendo su aliento, cerrados los ojos y bien ceñidos los brazos, resguardando en parte el cuello: en medio de su tribulación, indicole el instinto que algo detenía a la fiera. No era ella seguramente la hambrienta, sino los cachorros; ni se explicaba él de otro modo tan corteses modales. 

 

De pronto, la bestia largó su presa, y alejose veloz algunos pasos. 

 

-Ismael respiró, volviendo un poco el rostro, hasta poder mirar de soslayo por debajo del a la del sombrero. 

 

No pudo menos de estremecerse.

 

La fiera, dándole el flanco, con su enorme cabeza inclinada hacia el suelo, parecía escuchar. Era un jaguareté hembra de espléndido pelaje blanquecino con manchas negras a los costados, miembros cortos y robustos, y contextura poderosa, tan grande como el tigre de raza.

 

Con la cola en forma de aro, las orejas inhiestas, parecía decíamos, recoger los rumores del campo o del monte, desconfiada e indecisa, cual si presintiera un peligro cercano. 

 

-Ismael intentó echar mano a la daga cuyo mango asomaba a su costado, sin volverse, aprovechando aquel minuto de tregua a su fuerte zozobra pero, hubo de reprimirse en el instante mismo, porque el jaguareté aproximándose de nuevo, tornó a asirle del cinto, sacudiéndole en el aire, para dejarle caer con lentitud y posar la zarpa en su dorso. 

 

Luego, acercó la boca a la nuca, y olfateó ruidosamente. 

 

Ismael sintió en su cuello el aliento húmedo y fétido, en la espalda el roce de las garras, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. -Creyó perdida toda esperanza.- Se esforzó en recordar entonces alguna oración trunca, si alguna le enseñaron cuando chicuelo; pero, de pronto se dilató su corazón con desesperado brío, y sintió un ansia grande de vivir. 

 

En ese instante en que se resolvía a echar de nuevo mano a la daga, la fiera dio un pequeño salto, apartose regular trecho, y púsose de nuevo a escuchar los ruidos de afuera. 

 

Era que se oían lejanos y confusos ladridos, los mismos que sin duda la habían hecho vacilar al principio, aunque sólo perceptibles para su sentido sutil. El amor de madre, más intenso que el del celo, aún en el corazón de la fiera salvaba a Ismael. 

 

La tigre temía por sus cachorros, que había dejado solos en el juncal. 

 

Vaciló algunos momentos, yendo y viniendo, y pasando la lengua por sus labios negros y babosos. Los ladridos se percibían más claros y vibrantes del lado del monte. 

 

Ismael pensó en Aldama.

 

La fiera se revolvió de improviso, lanzando un pequeño rugido; y desapareció entre las cañas, arrastrándose sobre el vientre como un yacaré. 

 

-¡Me cayó la china! -exclamó Ismael, respirando con fuerza, al incorporarse- Mal aiga el godo, ¡más fiero que la tigra! 

 

Y salió del cañaveral apresuradamente, para encaminarse al árbol en que había dejado su caballo de faena pastoril. 

 

El fiel amigo estaba allí tranquilo, pero acompañado. Echado a la sombra, junto al bayo, con la lengua de fuera enlodada, sudoroso y resollante, veíase uno de los grandes mastines de pelaje leonado y cuello blanco habituados a la lucha con la res bravía, que, sin duda extraviado en algún sendero del monte, había salido por el estero del juncal, abandonando a Aldama. La presencia del caballo de Ismael, bastó a detenerle. Allí había amos. El asta aguda de los toros había hecho ligeras lesiones en la piel del perro, adornándola de bandas rojizas; y sus fauces bien abiertas aparecían llenas de espuma y sangre. 

 

Ismael montó a caballo, y alzando el rebenque con ademán brusco señaló el juncal espeso diciendo como si fuera comprendido por el mastín: 

 

Criadero de tigres, Blandengue. Movéte a matar cachorros. 

 

Blandengue se levantó de un salto, y echó a andar en pos del jinete que se dirigió al monte, a paso de trote. Por allí cerca, bajo unos «sarandíes» que formaban isleta, encontrabanse dos gauchos vagabundos armados de trabucos. Velarde se les juntó, convidándolos a pitar, y con su bota de caña. 

 

En las horas que se subsiguieron, ningún peón de la estancia vio a Ismael en el campo. Parecía haberse hundido en la espesura del monte o en el juncal siniestro como una alimaña. 

 

En los ranchos no faltaba quién extrañase su demora. Acostumbraba él a encontrarse en la enramada al caer el sol, y ya era noche profunda. 

 

Felisa había rondado alguna vez cerca de ella, sin decir palabra. Aldama al verla, habíase dicho: 

 

-Anda abiriguando. 

 

Él también no dejaba de sentirse algo inquieto por la falta de Ismael, y para ello le asistían sus razones. 

 

Almagro, en cuyos labios gruñían en cada frase las pasiones groseras, tuvo en sus encuentros casuales con la criolla algunas torpezas que decirla, que ella devolvió con sus peculiares visajes de ironía y desprecio. 

 

El semblante de Jorge tenía mucho de raro esa noche; y esa su expresión de cruda taimonía, resaltaba más a la luz de un fogón, próximo al cual se había puesto a conversar con Aldama sobre las ocurrencias del día. 

 

-El Blandengue se cortó en el monte -decía éste-, pa yá del juncal; y a la cuenta los jaguaretés lo arañaron... 

 

Los ojos de Almagro se encendieron en su fulgor felino. Afectando reposo, preguntó: 

 

-¿Y qué es de Ismael? Ya debía estar aquí. 

 

-Cuando juí al cañizal, ni rastro dél -repuso Aldama con extrañeza-. El ganao no enderezó a los huncos de la barra; y pá mi Esmael se dentró al monte atrás de los auyidos de Blandengue. 

 

El mayordomo quedose pensativo, en tanto Aldama encendía un cigarro de tabaco negro y papel grueso. 

 

-El rincón ese es fiero -añadió, despidiendo humo por las narices. La tigrada anda ronzando siempre carne de cristiano. 

 

Jorge experimentó una emoción fuerte, y refregose despacio las manos. 

 

En ese momento ladraron los perros; y Blandengue lleno de sangre y lodo, entrose inesperadamente en la enramada. 

 

Traía rasgada en diversas partes la piel del hocico, y la del cuello abierta en un costado, hasta mostrar la pulpa. 

 

Mayordomo y peón se miraron.

 

-¡Pá que vea no más! -dijo Aldama, cogiendo al perro con las dos manos de la cabeza. ¿Y aónde quedó Esmaél, Blandengue? 

 

-Aquí anda, contestó una voz tranquila en las tinieblas. 

 

Ismael, que acababa de apearse a corto trecho, adelantose con una carga sobre los hombros. 

 

-¡Güenas noches les déa Dios! -dijo con su aire de indolencia. Y arrojó al suelo el bulto. 
-¿Qué es eso? -preguntó Almagro acremente. 

 

Ismael detuvo en su semblante sus ojos pardos, esta vez muy abiertos, y colgando el rebenque en el mango de la daga, respondió con la mayor calma: 

 

-El cuero de una tigra. 

 

- XIV -

 

Pasaron algunos días.

 

Jorge Almagro seguía reconcentrado y bilioso. Buscaba ocasiones para zaherir a Ismael. Una vez le reprendió por haberse alejado dos horas del lugar de la faena; otro día le lanzó una palabra deprimente. Ismael le miró osco, en silencio, y diole la espalda. 

 

-Este tupamaro busca el rigor, -había dicho el mayordomo, viéndolo alejarse. Aldama recogió la frase, y la trasmitió a Ismael. Éste había fruncido el ceño, y contestado algunas palabras ininteligibles; con las que, según Aldama, había querido significar que en todo caso, haría él de repente con el mayordomo lo que se hacía con un toro para reducirlo a güey. 

 

Cierta tarde, se apartaban del rodeo o gran núcleo de ganado, algunas reses para saladeros. Todo el personal del establecimiento estaba ocupado en la faena. El sol diluía su fuego en la atmósfera haciendo sofocante el ambiente, y el polvo levantado por los cascos de los caballos enceguecía a los jinetes, en medio de una labor ímproba y dura en que la destreza está a cada momento desafiando el peligro, y en que la fuerza muscular del hombre entra en prodigiosa competencia con el brío del ganado mayor. 

 

A esta tarea, habían concurrido numerosos hombres de campo de otros distritos; y entre ellos, un gaucho bizarro, que estaba al frente de la invernada del Rincón del Rey. 

 

Bulliciosa animación sentíase en esa parte de la comarca. 

 

El tropel de los caballos en sus frecuentes galopes, los roncos bramidos y las voces enérgicas de los jinetes, llevaban sus ecos a gran distancia, en los campos. En medio de aquel cuadro de robusto colorido, que de lejos pareciera entre su niebla de polvo, torneo de toros y centauros embistiéndose y reluchando con furor, destacábase Jorge Almagro con un gran grupo de peninsulares interesados en la compra de novillos propios para la faena de saladero. 

 

A su alrededor la vacada se revolvía en gruesa espiral de astas en perpetuo roce, resoplando azorada y oprimida dentro del círculo impuesto por hombres y perros. 

 

Alguna vez, este cerco era roto con fiereza, y algún toro bramando se abría paso para desaparecer bien pronto en la hondonada, cuando los agudos colmillos de Blandengue u otro fuerte mastín no le sujetaban de la nariz aplacando sus ímpetus de una manera instantánea y compeliéndole a retroceder en su impotente furia. 

 

A intervalos, bien unidos, como formando un solo cuerpo informe de ocho pies y dos cabezas, caballo y novillo, castigados por la espuela o el rebenque, sudorosos, en rápida avalancha, descendían las parejas de la meseta a incorporarse al grupo del segundo rodeo; y solía suceder que, volviendo sobre uno de los flancos la res acodillada huía veloz al campo abierto, y era entonces cuando los más esforzados pastores se disputaban en ágil carrera poner el lazo de trenza en la cornamenta, o a rodeabrazo paralizar los miembros de la res con un tiro de boleadoras. 

 

Ocurrido uno de estos casos, Jorge Almagro habituado a los ejercicios del campo y celoso de su fama de fuerte y hábil jinete, lanzó su lazada a la cabeza de un novillo que rompía el círculo, después de arrojar ensangrentado por los aires uno de los grandes perros. 

 

El tiro falló.

 

El gaucho de la invernada del Rincón del Rey, se puso a reír con ironía. 

 

Los tupamaros en gran número, se miraron con sorna unos a otros, haciendo serpear sus lazos armados en el suelo, con intención de probar fortuna. 

 

De pronto, Ismael que se había conservado impasible, hizo arrancar su caballo con marcial estridor de estribos, y ganado lo suficiente del campo sobre la res, aventuró su tiro de bolas, las que atravesaron silbando sobre el novillo, para caer por delante como una culebra de tres cabezas y trabar sus miembros en apretados anillos, al punto de obligarle a doblarlos y hundir sus cuernos en tierra. 

 

Un grito de aplauso escapó al pecho de los circunstantes, aclamando al diestro «tirador». 

 

Jorge se mordió los labios, hasta hacerse sangre. 

 

-¡Ya te cruzaste! -prorrumpió con ira reconcentrada, fijos sus ojos de jaguar en Ismael. 

 

-¡Guapo el criollo! -dijo en voz alta el gaucho de la invernada, siguiendo atentamente los movimientos de Almagro. 

 

Éste se volvió, dirigiéndole una mirada colérica. El gaucho apretó a la montura las piernas, lanzó su caballo de lujoso arreo hacia Jorge, y tras este salto de amenaza, exclamó con mal ceño: 

 

-¿Se ha pensao que va hacer carona del cuero del tupamaro? 

 

Almagro no replicó.

 

Pocos momentos después, dirigiéndose a un negro de chiripá rojo que hacía jadear su cabalgadura en continuo vaivén con las reses, preguntole imperioso: 

 

-¿Quién es ese, retinto?

 

-Fernando Torgués -dijo el negro, alargando su boca pulposa como una trompa de tapir. 

 

-¡Ah, el gaucho díscolo! -repuso Almagro. 

- XV -

 

La ardua tarea seguía en tanto, y aun debía durar una hora. Circulaba como una atmósfera de fiebre en el rodeo; el calor no cedía, el polvo en perpetuas sacudidas se arremolinaba en torno de los grupos, los caballos jadeantes alargaban sus cuellos buscando en el ambiente denso una ráfaga de aire fresco, y el ganado se agolpaba rumoroso, haciendo temblar el suelo bajo frenéticas corridas. 

 

De improviso, un novillo de imponente aspecto atropelló el cerco, hiriendo uno de los caballos, y bajando la cuesta con la violencia de una mole desprendida de la cumbre. 

 

Almagro se precipitó sobre la res lleno de despecho, para unirle a la paleta la de su zaino de gran alzada. El amor propio lastimado le hizo, hundir la rodaja en los hijares con cruel rigor; en su brío, brincó el caballo en vivísimo arranque, y mordiendo el freno enarcó el pescuezo, lanzándose al declive con pasmosa rapidez. 

 

Pero, casi al final de la cuesta, aflojáronsele los brazuelos, dobló los corvejones y cayó de costado, rodando hasta el pie de la loma, después de haber arrojado a su jinete a algunas varas de distancia. 

 

Perseguía a Almagro la mala suerte. 

 

Un nuevo murmullo compuesto de voces y risas burlonas, siguiose a esta caída, atrayendo al sitio gran número de los concurrentes. Los amigos de Jorge rodearon a éste, que se hallaba un tanto aturdido en el suelo. 

 

-¡Había sido parador el hombre! -exclamaba Fernando Torgués entre carcajadas ruidosas-. ¡Vea no más el diablo, como lo hizo oviyo entre la yerba! 

 

Así diciendo, mientras Jorge se reincorporaba, el gaucho de gran talla y arrogante continente, barba castaña y ojos celestes de mirar ceñudo, hacía ensayar corvetas a su caballo, domeñándolo con fuerte brazo en cada rebeldía. 

 

Los hombres de campo se le aproximaban, silenciosamente, y empezaban a mirarle con interés o cierta fascinación suscitada por el prestigio de la fuerza física, de la hermosura varonil, de la audacia y resolución que revelaban la mirada, la acción y el gesto, cuando a un simple ademán o grito bronco hacía volver azorada una res al núcleo, o a un bote impetuoso de su cabalgadura hacía bramar de cólera a un toro. -Aquel mismo interés manifestado por Ismael, en sus pendencias con Almagro, le había atraído las simpatías de todos sus compañeros, dada la fama que Jorge había logrado conquistarse por sus actos de cruel severidad en aquellos contornos.- Fernando Torgués conocía esa fama del peninsular, y la acción del tupamaro le había seducido. Hacíale acordar a un Jesús de las estampas, el gauchito de los rulos y de los ojos de mujer. 

 

¡Se me hizo güeno el partido -vociferaba- cuando lo vide con su carita de hembra pelirrubia tirando las bolas por las guampas del animal! 

 

Los criollos le habían hecho círculo, y le celebraban las ocurrencias, especialmente los del distrito del Pantanoso que habían venido con él. 

 

Era que, de aquella personalidad fuerte se desprendía como una esencia acre y contagiosa de soberbia y de bravura, que halagaba las propensiones e instintos de sus congéneres, atrayéndolos por sugestión irresistible. 

 

Aumentaban este prestigio personal, ciertas aventuras locales o de pago, de la primera juventud de Torgués. -Prodigios del músculo- luego; rara habilidad para domar al potro, correr al ñandú, cazar al tigre y vencer en la pelea a sus contrarios, completaban el renombre.

 

Este gaucho de presa era temido, si bien su fama no salía del círculo estrecho de la vida de pastoreo. Ya era algo entre la gente nacida en asperezas, en lucha de todas las horas con las bestias, un hombre que derribaba a un toro de las astas, con la misma intrepidez con que vencía a puñal a un enemigo. 

 

El éxito feliz en los lances individuales, en los duelos tenebrosos, cuyos hilos secretos no alcanzaba a descubrir siempre la justicia del rey, incubaba estas prepotencias en la oscuridad -informes larvas de caudillos, que la ley de la evolución tenía fatalmente en el andar del tiempo que arrojar desmelenados e iracundos a la escena-. El valor cruel y las proezas del músculo, los colocaban en medio a su existencia sombría de tribu hispano colonial, al nivel de aquellos héroes primitivos de leyenda que lactaron cuando niños lobas y panteras. Frutos maduros de un sistema de fuerza, se imponían entre ellos mismos la ley, del más fuerte, para aplicarla después implacables y unidos al adversario común. 

 

A esta familia de centauros reacios a la obediencia pasiva que iba creciendo y agigantándose en la soledad, como los «ombúes» en el desierto, pertenecía el gaucho membrudo y altanero de la invernada del Rincón del Rey. 

 

De hablar recio y ademanes rudos, llamaba la atención a la distancia, sin que él se preocupara del alcance de sus frases, ni de los efectos de su atrevimiento. El hábito de lidiar con los «bicórneos» según decía, no le dejaba lugar para «lindezas». 

 

Sus carcajadas sonoras, hicieron aproximar al núcleo a un hombre de formas atléticas que venía montado en un rosillo entero. Pertenecía al grupo de los peninsulares, y acababa de separarse de Almagro. 

 

Por su aspecto, reconocíase al primer golpe de vista al hombre campero, ágil y sufrido. Traía daga cruzada por delante, pantalón y bota de baqueta. 

 

De mirar duro y oblicuo, con un cigarro en la boca, púsose a escuchar en silencio, escupiendo de vez en cuando de lado, sin mover la cabeza ni apartar la tagarnina de los labios, casi invisibles entre el espeso boscaje de su barba. 

 

Ninguno puso atención en él. El círculo se había estrechado en redor de Fernando, quien en ese instante mantenía vivo el interés de los oyentes relatando un episodio de sensación ocurrido a orillas de Santa Lucía. 

 

Un jefe de partida de celadores, que así se llamaban los soldados del preboste, había martirizado a un criollo muy mancebo todavía, por sospechas de hurto. La indignación era grande en el distrito, porque fuera de ser la víctima inocente, se había defendido solo contra toda la fuerza de la Hermandad, cayendo al fin abrumado por el número. Según Torgués, añadía, el mozo hizo «mueca al peligro» con una media-luna de cortar jarretes, y con ella desjarretó dos godos como para hacerlos andar en cuatro pies. 

 

Una voz que venía de fuera del círculo formado por el grupo, interrumpió aquí a Fernando, diciendo: 

 

-¡Te vas en lengua, voceador!

 

Torgués se empinó en los estribos, y echándose atrás el sombrero, contestó: 

 

-¡Nunca le criaron pelos, y lo que dice lo sostiene el brazo, señorón de estampa! 

 

-Falta verse, matamoros.

 

Y el jinete de formas atléticas, que no era otro que el dueño del campo en que ocurriera el suceso, levantó en alto su rebenque de cabo y pasadores de plata, con aire agresivo. 

 

-¡Abran cancha! -gritó Torgués rugiente. Voy a señalar a ese godo en la oreja. 

 

-¡Y yo a tarjarte la lengua!

 

El círculo se abrió de súbito, entrándose al medio el del rosillo; y volvió a cerrarse en violento remolino, a impulsos de una emoción extraordinaria. 

 

Los dos hombres echaron veloces pie a tierra, y las dagas relumbraron. 

 

-Arroyáte no más el tartán, y cuidá de tu alma -dijo Torgués, oprimiendo con furia el barboquejo, entre sus dientes. 

 

-Así ha de ser -repuso en voz breve, lívido y descompuesto el del rosillo, envolviéndose con giro rápido en el brazo izquierdo una especie de chal de vicuña que había traído a modo de banda sobre el cojinillo de su montura. 

 

Y sin hablar más, temiendo se les escapara la fuerza con la voz, se fueron al encuentro encorvados a largos pasos de felino; hasta que, acortada la distancia y caídos en guardia a su manera, torcido el cuerpo y cambadas las piernas, miráronse un momento en las pupilas como si en ellas estuvieran las puntas de las dagas. 

 

En el grupo no se oía el más leve murmullo reinaba ese silencio profundo que impone, entre fuertes ansiedades, un duelo a muerte. Todos los ojos estaban fijos: pálidos los semblantes y mudas las bocas. 

 

- XVI -

 

Las dagas se cruzaron despidiendo chispas en el choque, para separarse, ondular, recogerse y alargarse de nuevo como víboras rabiosas. Sus filos solían encontrarse en las tendidas a fondo cerca de los extremos agudos; y los dos combatientes, comprimiendo sus respiraciones, apretando el labio y bien abiertos los ojos, cual si los párpados se hubiesen recogido en el fondo de las cuencas, parecían hacer reposar sus troncos sobre elásticos de goma o muelles de acero al saltar de frente o balancearse con la flexibilidad del tigre. 

 

El tartán del hombre atlético estaba a los pocos momentos hendido a tajos, sirviéndole de resguardo de brazo y pecho; Torgués sangraba por pequeñas heridas en el cuerpo, cuyo escozor apenas advertía en la fiebre de la pelea. 

 

Los golpes empezaron a sucederse torpes, entre falsas paradas e inseguros ataques, exacerbado el encono, perdida ya la serenidad de la vista y la firmeza del brazo por el esfuerzo y la fatiga. 

 

Chorreaban sudor los rostros, los pies armados de espuelas con sus calcañares en ángulo tropezaban a intervalos, y las dagas huían con frecuencia de las manos ateridas hasta tocar el suelo en el furor de la brega. 

 

Llegó pronto un momento que aumentó la ansiedad, precipitando el desenlace. 

 

Los contendientes habían estrechado el espacio de separación, y con el puño que oprimía el arma sobre la rodilla derecha, se dieron ligera tregua, mirándose torvos y jadeantes. Tras estos segundos de descanso, el hombre de la barba espesa se tiró a fondo con un movimiento rápido y violento, a punto de perder su guardia e irse sobre el adversario como una pesada mole. 

 

El golpe habría sido mortal, si aquel no salta de flanco librando el pecho, y ofreciendo sólo su brazo izquierdo a la punta del arma. Al sentirse lastimado, Torgués levantó la daga, barbotando con ronca voz: 

 

-¡Vale tarja!

 

Su brazo volteose con la fuerza de un barrote de hierro, y la daga cayó abriendo ancha herida en el robusto cuello de su enemigo, que abandonó el acero ensartado en el brazo de Fernando, para rodar por tierra a la manera del potro que recibe un golpe de garrote en el testuz. 

 

El grupo ya muy numeroso y compacto, se arremolinó con el rumor de la marea. Todas las bocas respiraron ruidosamente. El vencedor al arrancarse la daga de la herida y al arrojarla lejos, enrojecida con su sangre, dijo con su acento fiero 

 

-¡Vean si está bien muerto! 

 

Los jinetes en tumulto, aproximáronse más al cuerpo del vencido que yacía de costado entre un gran charco sangriento, y se quedaron mirándole en silencio. Difícil hubiera sido reconocer en aquellos rostros si el sentimiento que en ese instante predominaba, era el del interés que inspira la desgracia del guapo, o el de la compasión que despierta la muerte de un hombre. El hecho era que, a la voz de Fernando, todos se habían movido como por un resorte. El gaucho bravo tenía en los ojos una fuerza avasalladora; ninguno se acordaba en aquel momento de la justicia del rey. 

 

Sabido es que la costumbre de ver sangre, aunque fuere la de las bestias, cebaba y subyugaba a los que habían nacido en los hogares del desierto y contemplado desde la edad más tierna cómo palpitaban las entrañas de la res abierta en canal, segundos después que el cuchillo había dividido las arterias del cuello. Este vapor de sangre que se aspiraba en la infancia endurecía el instinto, y adobaba la fibra. 

 

Entonces, en el período de la adolescencia, depravada la sensibilidad moral, llegábase a asistir con deleite a las luchas mortales de los hombres y las hazañas cruentas del valor. -Este espectáculo, en los lances singulares, embriagaba y suspendía: una atracción irresistible encadenaba los espíritus agrestes a la escena del drama, hasta que declarada la victoria, la superioridad del triunfador los hacía esclavos de su prestigio, de su fuerza y de su imperio-. El caudillaje, por lo mismo, no fue nunca otra cosa que un cautiverio de voluntades por la coerción decisiva de la audacia, de la intrepidez y del éxito, en la soledad de los campos, en medio de las tinieblas de la ignorancia y del error, lejos de la influencia eficaz de las autoridades, allí donde la libertad indómita tenía por vehículo al potro, por refugio el seno de los bosques, y por tipo genérico al primitivo gaucho de la leyenda heroica. 

 

Escenas como ésta a que nos referimos, de tiempos ya lejanos, -tiempos de la primera generación, en que la raza empezaba a sentir el hervor de los instintos hasta entonces reprimidos, y a desprenderse apenas de su corteza de barbarie -de su piel charrúa, si se nos permite la imagen- animando la escena con la variedad pintoresca del tupamaro, eran escenas propias de la índole genial del pueblo, frecuentes y trágicas, sin represión inmediata, en que se adiestraba el músculo, dándose desarrollo increíble a las pasiones con abandono absoluto del cultivo de la inteligencia y del sentido moral. La ley de la herencia ejercía todo su imperio en la vida tormentosa del embrión. El menor episodio de guerra o lucha de familia se caracterizaba por una propensión irreductible de los instintos ciegos, más que por la fuerza del cálculo o la malicia de la idea. Se vivía de sensaciones; y, el odio o la venganza las ofrecían a cada hora en nuestra edad del centauro y del hierro. 

 

La escena que dejamos relatada, había removido las pasiones del grupo por un momento. Después había sobrevenido algo como una calma indiferente. Uno de los campeones estaba en el suelo, ¡extinta para siempre su fiereza! 

 

Jorge Almagro se encontraba en el extremo opuesto del rodeo, apresurando la conclusión del aparte de novillos, cuando el negro de chiripá rojo azuzando sin descanso a su rucio rodado que no salía ya de un pesado trote, con una sola espuela de rueda enorme, ceñida a su pie desnudo y calloso, se le acercó para decirle que el hacendado Tristán Hermosa acababa de caer malherido en lucha con el capataz de la invernada del Rincón del Rey. 

 

-¿Y él? -preguntó entre tartajoso e iracundo el mayordomo. 

 

-Cribao y manco, señó. 

 

Almagro picó espuelas, seguido del grupo, ordenando que se largase el ganado. 

 

A mitad de su galope, alcanzó a divisar hacia la izquierda muchos jinetes que se alejaban a buen paso del sitio de la tragedia. 

 

-¡Que se cure la manquera! -murmuró con sorda rabia. ¡A su tiempo, conmigo ha de ser! 

 

En el lugar de la lucha, sólo se veían dos hombres: Aldama e Ismael. 

 

Tres de los grandes mastines, echados junto al cuerpo inmóvil, alargaban sus hocicos oliendo la sangre que empapaba las yerbas. 

 

Así que Almagro llegó, lanzose rápido del caballo, y dando con el mango del rebenque en la cabeza de uno de los perros que arrastró en su fuga a los otros, sacudió con fuerte brazo el cuerpo de Hermosa, hasta volverle de rostro; y púsose a contemplarle, pálido y mudo. 

 

Ismael salivó a un lado con displicencia, y dijo sencillamente: 

 

-Dijunto. 

 

-Aurita no más jipeó, con un gorgorito -añadió Aldama. 

 

Almagro levantó la cabeza gestudo, mirándoles por debajo de las cejas. Enseguida quitose un gran pañuelo a cuadros que llevaba en el cuello, y rodeó con él el de Tristán Hermosa, cuya herida era ancha y profunda. La daga había ofendido venas y arteria, sucediéndose una hemorragia mortal. 

 

Vendada la herida, Almagro hizo una seña al negro del chiripá rojo que había ya mudado de caballo, diciendo: 

 

-Acerca, Pitanga. Lo cruzaremos adelante. 

 

Y dirigiéndose a Ismael y Aldama, agregó bruscamente: 

 

-¡Ayuden a levantar!

 

El cuerpo fue colocado sobre la encabezada del lomillo, manteniendo el equilibrio el negro con las dos manos sobre el pecho; y el fúnebre acompañamiento echó a andar hacia la casa cuando cerraba ya el crepúsculo.

- XVII -

 

A aquella hora notábase en la estancia, recogimiento y soledad. Dos individuos del peonaje acababan de retirarse a un galpón pequeño, a cuya entrada ardía un buen fuego, después de encerrar en el corral una majada de ovejas que llenaban el espacio con sus balidos plañideros. Una campana de hierro, que pendía del techo del corredor, había sonado como de costumbre anunciando la hora de la cena, sin que a su llamado hubiese aún comparecido Almagro con el numeroso personal de trabajo del establecimiento. 

 

Atribuíase esta demora a las dificultades de la elección y del aparte de las reses. 

 

La viuda de Fuentes se entretenía a la luz de una lamparilla, en embeber puntos en calcetas, a favor de una calabaza pequeña, muy absorta en sus menguados, como en tarea concienzuda, con su vieja peluca de bucles castaños bien puesta en el rugoso cráneo, y su rosario de cuentas amarillas prendido al cinturón. 

 

Felisa, sentada junto al ventanillo que daba al campo, conservaba todavía entre sus manos el mate de yerba que poco antes había servido con leche a la abuela, sorbiendo cavilosa su bombilla de vez en cuando. 

 

Parecía echar de menos algo y sus ojos no cesaban de dirigirse a la campana, que íbase por grados cubriendo de sombras. Esa noche, Felisa, experimentaba un desasosiego completo. Iba y venía; tornaba a salir, recorría el patio, la enramada, aventurándose un poco hacia el campo; y volvía al rancho, para mostrarse inquieta dentro de su habitación, sin que nada la distrajese. Ella misma no se daba una idea clara de lo que le ocurría, aún cuando en medio de sus impaciencias creía ella ver entre una nube de polvo una imagen de rostro pálido y flotante cabellera, que no quería mirarla ni sonreírla, y por la que ella a su vez sentía enojo y afecto juntamente, y hubiera si pudiese, arañado o besado, según la ocasión. 

 

En ciertos momentos quedábase encogida, con la vista en el suelo. 

 

Pensaba acaso que su abuela, después de rezar sus oraciones en un viejo sillón de baqueta con clavos de bronce del tiempo de don Bruno de Zabala, que le servía de asiento favorito, íbase a las nueve a dormir; que Almagro lo hacía a las diez en el extremo opuesto del rancho, en donde tenía su catre, cuando no lo trasladaba al galpón destinado a la lana y cerdas para gozar mejor del fresco de la noche; y que, el otro, se refugiaba en la enramada con Aldama, haciendo antes de entregarse al sueño, música de «tristes», con la guitarra... 

 

Verdad también que ese otro, en determinadas noches, solía meterse en un cuartito que daba entrada a la tahona, de allí distante treinta varas, con ventanillo sin rejas. 

 

Y, calculando quizás estas cosas, volvía la vista a la abuela, sintiéndose como tentada de preguntarle porqué era que había hombres tan huraños, que fuera preciso a una muchacha encariñarlos mucho con los ojos antes de hacerlos mansos y seguidores; pero, ¿qué diría la «vieja» si ella le preguntase semejante zafaduría? 

 

Lo cierto es que aquel corazón, en el mismo estado que una calandria en lo espeso del ramaje ceñida de las alas, se encontraba bajo ansias desconocidas. 

 

El gauchito de boca de clavel, le andaba a Felisa por los ojos. Tenía herido en lo vivo el sensorio, y esta herida exasperada por el capricho duro y voluntarioso, la rebelaba ante la idea de que Almagro pudiese ser «su hombre». 

 

En el momento en que volvemos a encontrarla, un mal humor manifiesto comenzaba a contraer su ceño. Agraciaba aún más su linda cara morena una cinta roja con que había ceñido su pelo negro y crespillo, el cual le caía por detrás en grandes trenzas sobre un vestido de zaraza, corto y esponjado por el almidón y la plancha caliente. Ceñía su cuello una pañoleta de algodón floreado, cuyas extremidades al resbalar en su pecho ponían mejor de relieve los encantos que por entonces, no tenía ella en mucha cuenta, a pesar de los groseros avances de Jorge. Este traje dominguero no dejaba de sorprender a la abuela, quién la miraba por encima de sus gafas, como indagando la razón de tanta compostura; pues comúnmente Felisa andaba de «trapillo» sin muchos miramientos. 

 

Pero a ella se le había antojado no hablar en ese día, y la vieja viuda tuvo que limitarse a sus ojeadas cortas de pupila ahumada y mortecina. 

 

Después de un largo rato de silencio, la nieta dijo con mal modo, de repente: 

 

-¡Ya es hora de cenar, agüela! 

 

La viuda sin levantar la vista de sus menguados, ni abandonar la aguja que temblaba como la de la brújula en sus dedos descarnados y amarillentos, concretose a responder con mucho reposo 

 

-Jorge no ha de tardar.

 

Felisa se levantó con enfado y fue a colocar el mate en una mesita. 

 

Dirigiose luego al ventanillo del fondo, donde puso sus dos manos, sin decir palabra, y quedose mirando con su aire de encono los cardizales secos que se extendían al frente. 

 

No habían pasado cinco minutos, cuando ella atisbó algo desde su ladronera, que llegó a disipar en parte su gesto de disgusto. 

 

Un jinete acababa de atravesar solo, hacia la tahona, si no sufría engaño su vista en medio de la oscuridad que rodeaba todos los objetos; y ese jinete por su postura indolente en el caballo y el sombrero doblado de un ala hacia arriba, le era bien conocido. 

 

La cabalgata al aproximarse a la estancia, hizo un rodeo, encaminándose a la cabaña de techo de paja, dónde se depositó el cadáver con el objeto le velarle esa noche. 

 

La viuda y Felisa se encontraban ya a la mesa, cuando vino Almagro a ocupar su banqueta, limpiándose con el brazo el sudor del rostro. 

 

Mientras se servía el asado y la carbonada criolla, y preparaba él su estómago con una buena dosis le vino carlón, bebido en vaso de azófar, relató con frases entrecortadas las peripecias de la faena, sin excluir el episodio de Hermosa y Torgués, y algunos juramentos groseros, que acompañó con un golpe de puño en la mesa. 

 

Condoliéronse abuela y nieta del suceso, alarmándose aún más la primera al saber que de allí a pocas horas llegaría la gente del preboste, para las informaciones necesarias. Tranquilizola Jorge a este respecto, no insistiendo mucho sobre el asunto. 

 

Pudo observar Felisa que a su primo se le desarrugaba el ceño, y ponía en ella sus ojos con una expresión blanda y afable. 

 

Es que Jorge la hallaba más compuesta e incitante que de costumbre; y hasta llegó a imaginarse que fuera él tal vez, el origen de este atildamiento inesperado. Para confirmarse en la creencia, tentó con los pies por debajo de la mesa, hasta encontrar los de la criolla, que aprisionó muy audazmente entre los suyos. 

 

Felisa se estuvo quieta, y se sonrió, sin mirarlo. 

 

La abuela, a quién las novedades extraordinarias del día tenían bastante conturbada, inquería a cada momento de Jorge mayores detalles, que éste le trasmitía entre bocado y bocado, sin apartar la vista de la criolla. 

 

Pocas veces había estado Almagro tan alegre y obsequioso con la viuda y con su prima. Juro por el ánima de mi padre -exclamaba- ¡que hoy soy capaz de perdonar! Y mientras esto decía, alguna nueva libertad llegó a permitirse, porque Felisa lo miró con los ojos muy severos, y separó sus pies. 

 

No se resintió él por eso; y pasados pocos segundos volvió a comenzar. 

 

Antes de tocar la cena a su término, la vieja viuda se levantó para pasar a la pieza que servía de dormitorio, tanto a ella como a su nieta. 

 

Así que hubo salido, Jorge detuvo a Felisa que se marchaba detrás, con las mejillas encendidas, y ese aire suspicaz y altanero propio de una mujer que ha tolerado demasiado. La detuvo con la intención de darla un beso. Ella lo burló, rechachazándolo callada, con energía... 

 

La abuela pudo sentir entonces desde su cuarto ciertos choques o estrujones contra las banquetas y la puerta, que se cerró con violencia, y volvió a abrirse; y cuando venía ella a averiguar lo que ocurría, tropezó en la oscuridad con Felisa, que a su pregunta, respondió con la voz un poco desfigurada: 

 

-Nada, agüela. 

 

Y pasó adelante con los ojos cuajados de lágrimas, llevándose la mano al seno, como si allí hubiesen dejado escozor doloroso unos dedos brutales. La viejecita se volvió más tranquila, dando un bostezo. 

 

Felisa fue a sentarse junto a su ventanillo, silenciosa, con la barba apoyada en la palma de la mano, las orejas ardiendo y la mirada colérica. 

 

- XVIII -

 

En tanto que esto ocurría en las habitaciones de la viuda de Fuentes, otras escenas se preparaban en el extremo opuesto. 

 

Hemos dicho que la cabalgata se había detenido en la cabaña de techo pajizo, en dónde se depositó el cadáver de Hermosa. 

 

Ismael se apartó del grupo, una vez en aquel sitio. 

 

-Toy cavilando en cosas fieras -le había dicho Aldama al separarse, con aire aprensivo. -Los perros principian a auyar... 

 

-Pó el ánima del difunto, hermano... 

 

-No creiba. A canto de gayo, ante la mañanita, vide en el cielo una estreya con cola, de la parte ayá del bañao. ¿No piensa que aiga agüero? 

 

-A la cuenta se enmarida una bruja.

 

Y al decir esto Ismael, encogiéndose de hombros imperturbable, habíase dirigido a la tahona. 

 

Cuando pasó por delante de la ventanilla de Felisa, miró de soslayo. La sombra de la criolla se dibujaba en el fondo... 

 

Ismael se apeó a la puerta de la tahona, y ató su caballo a un arbusto, sin bajarle el recado. 

 

Entrose luego a la pieza de que hablábamos, y sentose en una mesa colocada junto al ventanillo, apoyando la cabeza con indolencia en la pared del fondo. Quedose mirando el cielo oscuro como embebido. Su cuerpo, lleno de cansancio y laxitud, no salió en muy largo tiempo de esta inmovilidad. 

 

La habitación no tenía más mueble que la mesa, y un cráneo de vaca por único asiento, en un extremo. Sobre este despojo blanco y lustroso, perfectamente aseado por el sol, la lluvia y el viento, veíase una guitarra cuyas clavijas estaban adornadas con pequeños moños rojos y amarillos. 

 

Las noches estivales transcurren veloces. 

 

Cerca de las once, Ismael sin sueño aún, algo inquieto y febril en medio de las mismas fatigas de la jornada, por la excitación de sus nervios, cogió la guitarra, y volviendo a su asiento, púsose a templar las cuerdas. 

 

La oscuridad y el silencio rodeaban el edificio principal. 

 

En la cabaña de techo pajizo entraban o salían algunos hombres, que parecían relevarse en la vela del cadáver. La puerta abierta permitía verle de cuerpo entero dentro de un mal féretro, fabricado con viejas maderas, a la luz roja y oscilante de varias bujías de sebo, cuya humaza formaba como una niebla espesa en el interior. 

 

Aldama, un poco agitado por extrañas preocupaciones, merodeaba cerca de la tahona. 

 

Allí, próxima, elevábase una gran pila de huesos y osamentas de animales vacunos y yeguarizos. 

 

Apeose junto a estos despojos, diciéndose a media voz: 

 

-Esmael tá cantando... 

 

Se sorprendió de que no le hubiese aflojado la cincha al pangaré. 

 

Tras esta observación, y siempre bajo el influjo de sus presentimientos, practicó con su caballo esa diligencia y apartándolo del sitio, lo ató a una estaca, sin quitarle el bocado. Dirigiose enseguida al cercano arbusto, dónde había visto el caballo de Ismael, e hizo lo mismo, después de conducirlo al terreno en que asegurara el suyo. Los bocados, sin camas ni coscojas, les permitían saborearse con el trébol. 

 

Aprestábase en pos de esto a platicar algunos momentos con su compañero, cuando algo de extraño y sospechoso en las sombras, lo detuvo. 

 

Alguien avanzaba sigilosamente hacia la tahona, y pareciole a Aldama bulto de mujer. 

 

El pensar que fuera Felisa no le causó asombro, porque él estaba enterado de las cosas de Ismael; pero sí, inquietud. En aquella noche Aldama se sentía más supersticioso que nunca, y recordaba sin saber por qué el gesto de Jorge Almagro. 

 

¡No había de ser bruja la que se enmaridase! Allí había un muerto; la noche estaba negra; al mayordomo le comía un gusano el corazón; Ismael cantaba como un pájaro en la rama y la hembra venía revoloteando... ¡Y aquellos diantres de perros que no dejaban de llorar! 
Aldama se agazapó detrás de la pirámide de huesos. 

 

La sombra pasó cerca, cautelosa. Las dudas se desvanecieron en el espíritu del gaucho. 

 

-¡Vea no más, con qué noche! Pá este riesgo grande, es juerza que ya no puedan vivir sin verse. La calandria ciega se va al rumbo de la canturria... ¡y allí cerquita, está gritando la corneja por los ojos del dijunto! 

 

Felisa -pues ella era- siguió sin ruido alguno hasta el ventanillo, al que acercó su rostro. 

 

Ismael que en ese instante cantaba una trova con una voz baja, si bien afinada y casi musical, calló de súbito ante aquella aparición, quedando presas en sus uñas las cuerdas de la guitarra. 

 

Miráronse los dos, callados algunos momentos. 

 

Felisa cogiose del tosco marco del ventanillo, y púsose a columpiarse, apartando la vista de Ismael, para dirigirla a uno y otro lado, como si algún temor la perturbase. Mirábalo luego a él, y, volvía a darle el perfil, deteniendo su ligero columpio, para escuchar mejor los ruidos de las «casas». 

 

Blandengue, que por allí vagaba, llegose de pronto olfateando y posó su enorme cabeza en el muslo de la garrida moza, meneando despacio la cola. 

 

Ella le dio un golpecito con la mano, y lo empujó con el pié. Blandengue dio un resoplido, y fuese paso a paso. 

 

Ismael se había bajado de la mesa, y aparecido en el umbral de su puerta baja y estrecha, con la guitarra en la mano. 

 

Felisa le hizo un mohín de menosprecio, y presentole la espalda. Después simuló alejarse con los brazos cruzados y el aire muy indiferente, «sandungueando» su pollera corta y sacudiendo sus trenzas en gracioso meneo. 

 

-Vení, dijo Ismael con tono arisco. 

 

Sin hacer caso a este llamado, Felisa caminó un ligero espacio, y volvió luego al rumbo, como quien pasea al aire fresco. 
Ismael la tomó de la muñeca bruscamente, apretándosela. 

 

-Dejáme, prorrumpió ella con acento seco. 

 

Él tiró sin embargo, sin ninguna disposición de largar. 

 

Felisa hizo hincapié en una de las paredes de adobe de la tahona, que presentaba bastantes grietas y aberturas en su base; y así se sostuvo por breves segundos, sin dejar de mirar para afuera. 

 

Pronto perdió esa última posición, y de improviso, sin que se apercibiese que algo había puesto ella de su parte, viose en el interior del cuartito a oscuras, acordándose recién que quién la tenía cogida era peligroso. 

 

Desprendiose de él, y fuese de nuevo a la puerta. 

 

Escudriñó en la sombra... 

 

Ismael que se había quedado osco e inmóvil, preguntó: 

 

-¿Anda ai el gato montés? 

 

Felisa se estremeció en la oscuridad, y dominando la impresión causada por esas palabras, dijo 

 

-¿Le tenés miedo? 

 

Los ojos oscuros de Ismael centellearon. 

 

-¡Ladeao! contestó con desprecio, mirando hacia la cabaña. 

 

Y yéndose a ella, volvió a asirla nervioso. 

 

Cedió Felisa, esta vez.

 

Velarde conservaba la guitarra en la mano izquierda. 

 

Ella le empujó del brazo, diciendo:

 

-¡Tocá no más!... 

 

Ismael sintió arderse; y púsose a pulsar el instrumento sin saber lo que hacía, arrancándole sones desacordes. 

 

-¡Ansi no!... -exclamó la criolla con dureza. 

 

Y deslizó sus dedos en las cuerdas, para concluir posándolos en la mano ardorosa del tañedor, que al contacto quedose quieta... 

 

Después, Ismael se echó el sombrero a la nuca, y la guitarra cayó al suelo, gimiendo al choque como un ave que se cae dormida de las ramas. Las dos bocas se acercaron, y por un instante estuvo la del cantor prendida entre temblores al clavel de carne. 

 

Luego se apartaron el uno del otro, sucediéndose el silencio. 

 

- XIX -

 

Ismael alargó las manos temblorosas, y empezó a tantear. Ella dejó hacer. Mirole y sonriole, con los ojos húmedos y brillantes. Alguna vez pasó sus dos manos sobre las de él, no para reprimirles sus nerviosos tanteos, sino para acariciarlas. Sentíase feliz. Los alientos del varón le encendían la sangre, quemándole todo el cuerpo, y se abandonaba sin resistencias, acercando y retirando su cabeza del pecho de su amante, con esos movimientos bruscos al principio, pausados luego, de una voluntad que se rinde. En cierto momento él la estrujó en un arrebato enérgico. Suspiró Felisa, acercole otra vez su boca ardiendo, e hízole presa el labio con los dientes. Quiso él desasirse por un segundo, echando atrás el rostro; más ella le cogió suave con las dos manos de los rulos, y volvió a beber fuego en aquella boca sombreada por un bigotillo negro, con la tenacidad de una abeja en un pétalo de flor lujuriosa. 

 

Entonces él se apoyó en la mesa, y la atrajo, con ímpetu rudo, callado, entre las sombras; y cuando Felisa quiso decir algo, que se quedó atravesado como un nudo en su garganta, ya era tarde... El gaucho vigoroso que domaba potros, era en aquel instante lo que el clima y la soledad lo habían hecho, un instinto en carnadura ardiente, una naturaleza llena de sensualismos irresistibles y arranque grosero. 

 

Al sentir la presión de sus manos, como tenazas, ella se abandonó con cierto deleite dejando caer la cabeza en su hombro... 

 

Transcurrieron algunos momentos.

 

Al cabo de ellos, una sombra negra apareció en el umbral sin que de ella se apercibiera ninguno de los dos. 

 

Con acento débil, y balbuciente, decía Felisa: 

 

-Yo me voy...

 

¿Quién era la sombra interpuesta en el umbral? 

 

El mayordomo acosado por el celo había pasado del rancho en que se velaba el cuerpo de Tristán Hermosa, al de la familia de Fuentes. La vieja viuda dormía y el lecho de Felisa parecía solitario. 

 

Jorge estuvo escudriñando algún tiempo. Después se dirigió a la cocina y supo por una negra que allí fumaba su «cachimbo» junto al fogón apagado, que la criolla se andaba por el campo, atrás de los bichos de luz. 

 

Almagro fuese; descalzose detrás del rancho las espuelas que dejó allí tiradas, y encaminose derecho a la tahona, probando primero si el filo de su daga estaba al pelo. 

 

Aldama, escondido en el montón de huesos, lo vio pasar como agazapándose en las sombras; pero, no tuvo tiempo de prevenir a Ismael, porque el mayordomo estaba ya a pocos pasos de la puerta, cuando él ante esta aventura, volvió a acordarse del aullido de los perros y de la «estrella con cola». 

 

Jorge escurriose hasta el ventanillo; y escuchó. 

 

Como le pareciese oír resuellos o respiraciones ahogadas de dos personas, la sangre se le subió a la cabeza; y con la cautela y la agilidad de un felino, introdújose sin ruido en la tahona. 

 

En ese momento, Felisa pronunciaba las palabras que dejamos consignadas, y disponíase a desasirse de su amante, cuando sintió que una mano áspera y ruda cogía sus trenzas, y helósele la sangre. Esa mano o zarpa le rozó la nuca; oyéndose luego un crujido singular -el que hacer pudiera el filo de un cuchillo al cortar la cabellera de un solo golpe- en tanto barbotaba esta frase, una voz ronca e irascible: 

 

-¡Te habías de dar al más ruin, perdida! 

 

Escapó al pecho de la criolla un grito casi ahogado, al reconocer el acento del español. Dejose caer de rodillas; y cogiéndose con las dos manos la cabeza despojada de sus trenzas, lanzose enseguida sobre él, y clavole las uñas en el rostro. 

 

Jorge la rechazó con brutalidad, arrojándola fuera de un empellón, que acompañó de un terno sangriento. 

 

Ismael rechinó los dientes, y saltó como una fiera. 

 

Dejose oír tan solo ruido de rodajas, en aquel brinco siniestro. 

 

Los ojos de Almagro, redondos y fosfóricos como los del ñacurutú brillaban fijos en las tinieblas; estaba él encorvado, con las piernas en comba, junto a la puerta, conteniendo la respiración, para eludir el encuentro al primer choque, arrastrándose hacia afuera. Su afilada daga, tendida en guardia baja, oscilante como un péndulo en el crispado puño, despedía blancos reflejos. 

 

Ismael dio un segundo bote ciego de rabia, y melláronse las dagas, echando chispas, al chocar en la sombra. 

 

El pie de Jorge, al asentarse con la pesadez del plomo, tropezó en la caja de la guitarra caída en tierra; y las cuerdas estrujadas dieron rumbo cierto a Ismael, que dirigió rápido al sitio la punta de su arma. 

 

Un relámpago de luz verdosa surcó le atmósfera, inundando la escena del drama. A esta instantánea iluminación Ismael pudo percibir a Aldama, de pie a algunas varas de la puerta, inmóvil, y cuchillo en mano; y a su enemigo a un metro apenas de distancia con la cabeza hundida en las espaldas en actitud de arrastrarse hacia el campo. 

 

El momento era decisivo.

 

Siguiose una lucha sorda, cuerpo a cuerpo, en la que hasta la cabeza de vaca rodó por el suelo, junto con la mesa; después... el ruido de una masa que se desploma, y de una hoja de hierro que escapa a una mano ya sin vigor. Luego una ronquera bestial, algo como un resoplido feroz, sucediéndose a la caída en las tinieblas. 

 

Por último, un silencio de muerte. 

 

Un hombre saltó afuera.

 

Aldama reconoció a Ismael que acababa de pasar por encima del cuerpo de Jorge, a quien dejaba por extinto con una puñalada hasta el mango en el tronco. 

 

Ismael se reunió a su compañero, limpiándose la sangre que le había empapado el brazo, y palpándose enseguida una pequeña herida de punta en el hombro izquierdo, en la que la daga de Almagro llegó a tocar el hueso. 

 

La criolla, auxiliada por Aldama, habíase alejado veloz. 

 

En aquel instante, alarmados sin duda por las voces y extraños rumores de la tahona, varios hombres salían en tumulto de la cabaña. Oíase tropel de caballos y chocar de sables. 

 

-¡A ganar la loma! -dijo Aldama, tirando del brazo de su compañero. 

 

No opuso éste resistencia; y los dos desaparecieron tras la gran pirámide de huesos, llevando por guía, una especie de duende negro que se deslizaba fugaz, deteniéndose a veces a uno u otro flanco, para lanzar sordos gruñidos a cada nuevo rumor. Era Blandengue. 

 

- XX -

 

-La campaña, del paso de la Arena adelante, ofrecía un aspecto lleno de salvaje colorido. Mar ondulante de enormes pastizales, cuchillas enhiestas, faldas abruptas, cañadones fangosos orlados de espesas maciegas o arroyos de ribazos sombríos. 

 

Las estancias o poblaciones veíanse diseminadas a grandes distancias, con sus ranchos circuidos los unos por cardales, los otros de escasos árboles sin fruto. A veces, por dos o tres «ombúes» corpulentos, ramosos y librados al crecimiento espontáneo, con gajos salientes y formidables retoños. Próximos a esas estancias, corrales de postes torcidos para el encierro del ganado; y de cuyo suelo blando y esponjoso compuesto de dos o tres capas de guano, salía y descubríase a lo lejos, un vaho húmedo y azulado en constante evaporación. 

 

En el horizonte del nordeste, por encima de la línea verde de los bosques, dibujábanse en masas azules y compactas los picachos y crestas de las serranías pedregosas de las «Ánimas». 

 

El panorama al frente tenía el tinte cerril del desierto, sólo animado de vez en cuando por la carrera frenética del potro encelado con la cola barriendo el suelo y los cascos casi ocultos por mechones de pelo basto y sucio, arremolinando por delante, entre broncos relinchos, la yeguada arisca. 

 

En alguna planicie los toros chocaban sus cuernos con ruido estridente entre sordos bramidos, recalentados por el celo y los ardores del sol; otros se frotaban con fuerza los lomos en las concavidades de las grandes piedras, alzada la cabeza, arqueado el cuerpo y tiesos los miembros inferiores; mientras el resto se revolvía entre la vacada, disputándose a punta de asta la junción sexual. 

 

Salía de los pequeños valles como un rumor bravío y feroz, a la hora de la siesta. 

 

Pocas carreteras, por estos sitios: muchas malezas y boscajes sobre las corrientes de agua, pasos tortuosos, picadas oscuras, ni una huella de arado cerca de las poblaciones, ningún gaucho en movimiento que indicase el trabajo y la faena pastoril. 

 

Era la hora de la laxitud y de la modorra, el sueño del mediodía bajo las enramadas o a la sombra de los árboles, entre una nube de mosquitos y una atmósfera de fuego. Cantaba la chicharra. 

 

Por estos sitios, y otros idénticos, cada vez más solitarios a medida que avanzaban al trote largo y firme de sus caballos, iban atravesando Ismael y Aldama al día siguiente del lance de la tahona. 

 

Habían marchado toda la noche y traspuesto una gran distancia entre ellos y sus perseguidores, extraviándoseles el Blandengue en la ruta. 

 

Somnolientos y sudorosos, necesitaban reparar sus fuerzas, e hicieron un alto del otro lado del paso del Rey, en el Yi. 

 

Una pequeña pradera en el interior del monte les sirvió de asilo. 

 

Algunas horas después, emprendían de nuevo la marcha hacia el río Negro. 

 

Caía la tarde. El aire estaba denso. El calor seguía sofocante. 

 

De repente, Ismael se detuvo y echó pie a tierra. 

 

Aldama se paró a su vez, cruzando la pierna encima del recado. 

 

Ismael apretó la cincha, y desprendió el «lazo», que preparó con mano ágil y lista. 

 

Volviendo a montar, arreglose de un tirón el chiripá, y dirigió una mirada al llano. 

 

Un trozo de ganado vacuno que salía de abrevar en el ribazo, se había aglomerado en aquel sitio. Las reses inmóviles, con las cabezas levantadas, observaban con cierta curiosidad mezclada de recelo a los dos jinetes. Las madres con cría se habían adelantado un poco, refregaban ligeramente con el hocico a sus becerros y dirigían luego sus ojos inquietos a Ismael y Aldama. 

 

Los novillos movían a ambos lados la cornamenta y sacudían las colas, con aire agresivo. 

 

Una vaquillona «chorreada» de cuernos cortos y orejas partidas dio de pronto un salto o brinco juguetón, enseñando una picana maciza y suculenta; y vino a colocarse a vanguardia de todas, con mucho atrevimiento. 

 

-Está gorda -dijo Aldama sin sacarse el barboquejo de la boca, con el que entretenía el hambre. Afírmesele a la «chorreada» aparcero. 

 

Ismael se echó el chambergo a la nuca, en silencio, puso espuelas arrancando con viveza, y revolcó el «lazo». 

 

El ganado se volvió rápido haciéndose un montón para emprender la fuga, y la vaquillona se quedó a retaguardia, metiendo en todas partes la cabeza en su empeño de abrirse camino; pero, en uno de los instantes que la alzó para acelerar la carrera, despejado el terreno por su frente, silbó el «lazo», y fue cogida por el cuello. 

 

Ismael escurrió la lazada con presteza, hasta ceñirla bien; y sujetando su caballo, volvió bridas. 

 

La res saltó con increíble agilidad, balando, y rodó por el pasto como una bola. 

 

Antes que pudiese reincorporarse, casi asfixiada por la opresión de la trenza y la argolla, tuvo en el pescuezo la bota de potro de Aldama; quién, con sin igual destreza, apretando allí en esa forma, y con la rodilla derecha en el vientre de la res, desenvainó la daga, que introdujo veloz en la garganta, y revolvió en la herida, hasta cortar la arteria. 

 

El animal baló tristemente; saltó un chorro de sangre negra, y sobrevino muy pronto la muerte entre gorgoritos y temblores. 

 

Aldama limpió la daga, pasola por la caña de la bota, tentola con el pulgar hasta levantarse la piel, e inclinándose, dio un gran tajo en el costillar de la vaquillona rozando la paletilla, del lomo al vientre, y otros tres, en direcciones respectivamente paralelas. Enseguida cogió uno de los extremos de aquel rectángulo, introdujo el acero bien al ras de las costillas y lo desprendió de ellas a golpes de filo, arrojando a un lado el enorme trozo de carne con pelo, y más de media pulgada de grasa, aquella caliente y todavía palpitante. 

 

Todo esto, fue obra de un momento.

 

Tragó saliva, echose más atrás el sombrero, pasó y repasó nuevamente la daga en el pelo de la ternera, y volviéndose hacia Ismael que desnudaba a su vez la suya, dijo con aire concienzudo: 

 

-No ha que achurar. De la güelta. 

 

Y limpiose con la manga recogida el sudor del rostro. 

 

Ismael cogió la res de una trasera y otra delantera, mientras sujetaba la daga con los dientes, y la volvió de lado haciendo palanca de la rodilla. 

 

En tanto él separaba el costillar con piel, Aldama acometía la picana, trozando el rabo en su nacimiento. 

 

Este trabajo fue practicado con actividad nerviosa, chorreando sudor sobre la carne viva que se estremecía en los huesos al descubierto de la res, y alzándose a cada segundo la cabeza para dirigir a todos rumbos una mirada escudriñadora. 

 

El animal tenía marca. Pero ellos tenían que comer. Cuando se andaba a monte, todos los bienes eran comunes. 

 

Concluida la tarea ataron a los tientos la carne con cuero, secáronse otra vez el sudor, y echáronse de brazos por algunos instantes en los recados para tomar aliento, con las manos llenas de sangre, los rostros de polvo y desgreñadas las largas cabelleras. 

 

Enseguida montaron, y emprendieron el trote. 

 

Sólo quedaba en el sitio, como un trasunto de la «chorreada», con las costillas al aire, sin lengua y sin cola, cual si dos jaguares hubiesen cebado en sus carnes colmillos y garras.

por Eduardo Acevedo Díaz
 

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