El arte narrativo de Eduardo Acevedo Díaz en Soledad

Introducción

Seis años después de la publicación de Ismael (1888), primera de las cuatro novelas del llamado Ciclo Histórico, que completarán Nativa (1890), Grito de Gloria (1893) y, tardíamente, Lanza y Sable (1914), Eduardo Acevedo Díaz orientará su narrativa con Soledad (1893) hacia un género para él virgen, el de la nouvelle, que ya no volverá a frecuentar. Soledad, igual que Brenda (1886) y Minés (1907), se inscribe fuera de la órbita de las novelas históricas; y de las tres es sin duda la más bella. Francisco Espínola la califica, con entera razón, de "poema magistral", juicio compartido por críticos tan exigentes como Alberto Zum Felde, Emir Rodríguez Monegal, Roberto Ibáñez o Ángel Rama. Algunos de ellos coincidieron en que Soledad resiste sin desmedro alguno una comparación con las mejores del Ciclo Histórico, en el entendido de que no es ese el camino que debemos seguir para acceder a su extraña belleza, para explorar la fuente de donde proviene su singular encanto.
Antes que nada, es preciso captar su propio y solitario mensaje, sin descuidar el análisis de determinadas peculiaridades que, en cierta medida, rozan o invaden zonas del territorio de Ismael, por ejemplo, con las que comparte algo de su aura misteriosa, secreta.
Lo primero que (quizá) llamará la atención del lector es, entonces, el género narrativo elegido por Acevedo Díaz, un novelista casi a tiempo completo si dejamos de lado su atareada agenda política y periodística, su disponibilidad para las patriadas de su época, como el levantamiento de Aparicio, en el que participó siendo todavía estudiante, o la Tricolor, cinco años más tarde. Y la escritura de unos pocos (pero notables) cuentos.
Lo que no admite dudas es que el autor de Ismael sabía que la historia que ahora deseaba narrar no toleraba el tratamiento dilatado, moroso incluso, que él utilizaba en sus novelas. En estas, las del Ciclo Histórico sobre todo, abundantes en batallas, en minuciosas reconstrucciones, en desarrollos e interpretaciones de índole sociológica, la acción suele detenerse, congelarse, para ceder paso al análisis. Paco Espínola, efusivo admirador de su obra, piensa que "en la disyuntiva, a veces, de ser simplemente oriental o ser artista, él opta sin vacilación por lo primero y, así, desmejora una situación en muchas ocasiones para que nos llegue con más nitidez lo que de interés nacional hay en ella." (Francisco Espínola, prólogo a Eduardo Acevedo Díaz, Soledad y El combate de la tapera, Colección de Clásicos Uruguayos, Biblioteca Artigas, Montevideo 1954, p. XXIII).
Más allá de ese riesgo, que Acevedo Díaz asumía sin vacilar, al autor le constaba que en el terreno de la novela el camino por seguir era lo dilatado, el detallismo, lo minucioso. Desde su punto de vista era imposible rescatar y transmitir el espíritu de una época, su entreverado ajetreo, en pocas páginas.
No era este el caso de Soledad. La peripecia que él quería contar no requería siquiera cien páginas, porque lo que deseaba narrar (mostrar) era el crecimiento inexorable del amor entre dos seres primitivos, cargados de impulsos y tensiones a menudo incontrolables. Era imprescindible, en consecuencia, ser riguroso y conciso hasta el fanatismo, propósito que estaba dispuesto a cumplir sin que le temblara el pulso. En Soledad no se nos concede una sola tregua, no existe un desvío, una digresión destinada a aflojar o aliviar, aun en parte, la tensión que se impone desde el arranque. Todos los elementos están dispuestos con tal pericia que, a semejanza de lo que ocurre en un cuento, son indispensables (imprescindibles) para la cabal comprensión de lo que se está narrando, de lo que se quiere narrar.
En Soledad, con sorprendente maestría, Acevedo Díaz concentra su mirada en los amores contrariados de Pablo Luna y Soledad, en la oposición enconada del padre de la muchacha, el estanciero don Erigido Montiel, en la venganza del "gaucho-trova", consumada en un gigantesco incendio, en la muerte del estanciero y en el asesinato de Manduca Pintos, a quien Montiel había elegido como futuro marido de su hija.
La brevedad relativa, sin embargo, las 76 páginas que abarca Soledad en la edición de Clásicos Uruguayos, no es lo que dictamina que la obra sea una nouvelle: su condición está determinada por su organización estilística, por la puesta en práctica de un propósito porfiado, casi podría decirse fatal. El cambio de perspectiva interior, en relación a su obra novelística, condicionaba de manera ineludible el recipiente en que el relato debía ser vertido. Esa nítida percepción de las diferencias y exigencias de cada género nos está advirtiendo (por si falta hacía) del oficio del escritor, de su clarividencia.
En términos generales puede decirse que el desarrollo de la nouvelle es lineal (con algunas excepciones que examinaremos, como -por ejemplo- las que conciernen a la Bruja del Barranco, presunta madre de Pablo Luna, o al incendio final) como ocurre en los mejores ejemplos de la literatura universal. Pienso en Otra vuelta de tuerca, de Henry James; o en Tifón, de Joseph Conrad, contemporáneos ambos de Acevedo Díaz, pero desconocidos para el escritor uruguayo. Como ellas. Soledad crece de manera implacable, avanza hacia su desenlace con un ímpetu que nos arrastra y nos empuja hasta el fin.
Los personajes

Pablo Luna llega al pago cuando Soledad, apenas cumplidos sus dieciocho años, ya está de hecho prometida en matrimonio por su padre a otro acaudalado hacendado. Manduca Pintos. Luna llega también a tiempo para descubrir que su presunta madre, la llamada Bruja del Barranco, despedazada momentos antes por una jauría de perros cimarrones a los que la mujer pretendió disputar los restos de una carroña, se había convertido en un despojo, en un ser marginado y temido. Por último -lo más importante-, Luna llega en el momento preciso para enamorar a Soledad y enamorarse de ella.
Luna nos será presentado desde el principio como un hombre rodeado de misterio, tema este sobre el que se volverá una y otra vez, de manera obsesiva: "mozo de pocas relaciones en el pago, sin oficio conocido y por lo tanto un poco misterioso en su género de vida", (p.4). En el capítulo II oiremos hablar de "las misteriosas melodías" que brotaban de su guitarra "en las noches apacibles, cuando sólo estridulaban élitros en el fondo del valle y embalsamaban los bajos el nativo aroma del arrayán y el chirimoyo." En el capítulo V se insistirá acerca de "la sombra de misterio que rodeaba su vida errante" y a continuación se dirá que "por lo demás (Soledad) había oído de Pablo, algunas cosas que lo hacían aparecer guapo y generoso, aunque lleno siempre de misterios".
Si a ello se agrega que le eran atribuidas ciertas cualidades casi mágicas en el manejo de la guitarra y en el canto -aparte el hecho de ser supuestamente hijo de Rudecinda, la Bruja del Barranco, ese personaje sobrenatural, casi fantástico, que aparece en el comienzo de la nouvelle- se advierte que el autor deseaba atraer nuestra atención hacia esa zona oscura, indecisa, de Pablo Luna. A ello contribuyen algunos pasajes incluidos en los capítulos XI y XVII, en los que se alude a otras facetas de la personalidad del "gaucho-trova", realmente curiosas.
Una de ellas es, por ejemplo, su "dificultad de comunicación", su reticencia en el manejo de la palabra. (En la obra de Acevedo Díaz y en la de otros escritores latinoamericanos de ese tiempo, como Sarmiento, por ejemplo, esa limitación no es exclusiva de uno o más personajes -en este caso Luna- sino que parece inherente al gaucho todo, al hombre de las pampas). En el caso concreto de Luna y de aquellos pasajes que parecían autorizarnos a pensar que esa dificultad iba a ser superada en los solitarios y secretos encuentros con Soledad, no sucede así. Luna deja caer en ellos unas pocas frases y en ningún momento alude al amor. En el capítulo VIII, el autor nos dice que Luna, "a la vista de Soledad, sentía un afán desconocido de hablar." A pesar de lo cual, solo atina a colocar dos frases: "El chumbo es masiao caliente. Pone como jugo la boca." Y luego: "Quien juera flor."
Donde se muestra más expresivo es en el capítulo X, en el que asistimos al juego amoroso de los amantes, que constituye uno de los más bellos pasajes de la obra. Pero tampoco, verbalmente, llega a expresar de manera directa su amor por la muchacha, en lo que tal vez sea una forma de pudor, consistente en no traducir con la palabra lo que los gestos y las caricias saben decir. Pudor que aún puede rastrearse en nuestra gente de campo, refractaria al tuteo, por ejemplo, fiel a la vocación de encerrarse en largos paréntesis de silencio en el transcurso del diálogo.
No conviene abandonar a Luna sin antes anotar ciertas evidentes semejanzas entre los retratos que el autor hace del "gaucho-trova" y el que realizó de Ismael Velarde en la novela inaugural de la tetralogía de 1888, cinco años atrás. En el retrato de Luna, Acevedo Díaz se demora en determinados rasgos físicos del personaje, que, como en el caso de Ismael, lo hacen aparecer -hasta cierto punto- con un perfil femenino.
Parecería que Acevedo Díaz, empeñado en mostrarnos su apostura, no encuentra otra manera de hacerlo que exhibiéndolo adornado de cualidades físicas femeninas. Ese tratamiento indujo al crítico Daniel Vidart a hablar de una posible homosexualidad del personaje, inferencia que a Emir Rodríguez Monegal le resulta una exageración y prefiere 'una interpretación menos extremista' ". (La nota en que Daniel Vidart arriesga esta conjetura se publicó en el suplemento dominical de El Día, Montevideo, octubre de 1954).
En el caso de Ismael esta particularidad es muy evidente. En la página 78 de la Colección de Clásicos Uruguayos el autor (desde el punto de vista de Felisa) lo describe así: "El gaucho de rizos blondos y ojos pardos, con boca de cereza, comenzó por su parte a mirar de lado, con la cabeza baja". En la página 85, en un breve diálogo con Almagro, su rival en amores y su mortal enemigo después, se lo presenta de esta manera: "Ismael, oprimiendo el barbijo entre sus labios de mujer, miró con vaguedad el horizonte..."
Más adelante modifica el punto de vista narrativo y hace que el observador sea otro personaje de la novela, Fernando Torgués, quien al verlo pensará que el tupamaro le recuerda a un Jesús "de las estampas" a causa de "sus rulos y sus ojos de mujer". Y de inmediato agrega: "Se me hizo gueno el Partido, cuando lo vide con su carita de hembra pelirrubia tirando las bolas por las guampas del animal". Acevedo Díaz, por su parte, lo llamará "el gauchito de boca de clavel".
El empleo de estas imágenes, de estas alusiones a la belleza femenina será prodigado a lo largo de toda la nouvelle, como si se deseara que el lector tuviera siempre presente la hermosura fisonómica del personaje. Belleza que casi siempre, en lo que parece ser un deliberado juego de contrapunto, queda rezagada o atemperada por la hombría, por el coraje que muestra Ismael en su comportamiento, en su manera de ser, en su desprecio ante el riesgo y ante la muerte.
En Soledad, volvemos a encontrar ese tratamiento, la atribución de esos rasgos femeninos, transferidos ahora a Pablo Luna. En el capítulo I puede leerse esta descripción del "gaucho-trova", cuya fuente permanece indecisa: "...decíase que era un hombre más alto que mediano, delgado, con cintura de mujer, una barba corta y rala tirando a pelirrojo, el rostro moreno un poco encendido, los ojos azules como piedra de pizarra, larga y en rulos la cabellera abierta al medio; cejas de alas de golondrina, la oreja tan chica como el reborde del caracol..."
En otra ocasión se lo presenta así: "Habíase observado que el cuidado especial del cabello no impedía que una guedeja le cayese de continuo sobre la mejilla y le envelase el ojo". También se sugiere que ese rulo "bien podía servir de celaje gracioso al desperfecto", consistente en un párpado más caído que el otro. Hay otras alusiones semejantes o parecidas.
Pero de la misma manera que en Ismael, estos rasgos de Pablo Luna no pasan de ser atributos físicos, no se extienden al carácter. En su manera de ser, en su comportamiento. Luna no difiere de los demás gauchos del pago, salvo en su gusto por la guitarra, en su aura misteriosa, de la que ya hemos hablado y en su ubicación marginal, asocial incluso.
El otro personaje que exige un análisis detallado, minucioso, es el de Soledad. En primer término, debe destacarse la simbología de su nombre, que alude a su conflicto espiritual, a su forma de vida, a su aislamiento: "Recién se apercibió que a su alrededor había como un vacío y que la soledad no la llevaba en el nombre, sino dentro de sí misma." (p.37).
De esa soledad la muchacha no tiene una conciencia plena hasta la aparición de Luna y el casi inmediato, fulgurante enamoramiento. Hasta entonces había vivido feliz o, en todo caso, resignada a un casamiento más o menos próximo con Manduca Pintos, entregada a una existencia libre y sin preocupaciones mayores, sabiéndose admirada y deseada por los hombres que la rodeaban; admiración que ella se encargaba de encender o provocar pero no de retribuir.
En el retrato que Acevedo Díaz nos hace de Soledad sobresalen los aspectos sensuales de la joven: "Graciosa y provocativa, (...) tipo de hermosura criolla escondido entre aquellas breñas; (...) de dieciocho años, de un moreno sonrosado, ojos grandes y negros, formas llanas y redondas y unas trenzas tan enormes que le pasaban de la cintura, constituía el punto de mira y de atracción de todos los mozos del pago." Se demora en otros detalles: "Fruta incitante, sazonada a la sombra de los 'ceibos', o flor de carne que los mismos 'ceibos' envidiaran por su copa altiva, el prestigio fascinador de esta mujer había encelado todos los sensualismos y como incrustado su imagen en cada corazón selvático; de modo que por el sitio rondaban y a él volvían los más soberbios y rebeldes al yugo de Montiel, callándole todo, hasta el instinto vengativo, en obsequio a la esperanza de merecer la gracia femenina." (p. 18).
En oposición a la figura de Pablo Luna, en Soledad no hay la menor traza de misterio. Todo en ella está (o parece estar) a la vista, como su belleza. La soledad aposentada en su alma no es sino un retraimiento "instintivo" ante aquellos hombres vulgares que la rodean. Soledad que la irrupción del "gaucho-trova" le revela bruscamente. Del mismo modo, su amor se manifestará de una manera semejante a ella misma, es decir, agreste y sin embozos. Será ella la que provocará el acercamiento de Luna, ella quien habrá de incitarlo a la embestida amorosa.
De don Erigido Montiel y Manduca Pintos, el autor no se ocupa demasiado. Sí, en cambio, aunque ello no surja de una lectura distraída, de la Bruja del Barranco, construida con trazos precisos y exactos, de una crueldad casi insoportable que habrá de demorarse en su aspecto sobrenatural, en su silueta andrajosa. Esa segunda lectura nos franqueará el acceso a honduras abismales, a zonas tenebrosas, nos propondrá perspectivas frecuentadas por el horror. El retrato de esa sombría y patética figura es, de toda evidencia, el fruto de un magistral empleo de lo ambiguo, de un reticente y medido manejo de testimonios o referencias que nunca (o casi nunca) son explícitos.
La Bruja del Barranco, en persona, aparece en contadas ocasiones, pero en cada una de ellas es como si traspusiéramos la línea de sombra: esto sucede, por ejemplo, en el episodio de la maldición a Manduca Pintos, en sus fantasmales desplazamientos por la zona, que a raíz de esos vagabundeos pasará a llamarse precisamente el Barranco de la Bruja. Acaso el pasaje más memorable sea aquel en que se relata su muerte: "Algunos días después, al comenzar de una noche de luna, aquella pobre mujer envuelta a medias en sus harapos, lodosa, derrengada, sueltas las greñas y desnuda la planta, más que andando arrastrándose, se había puesto a disputar junto al barranco la carne de una oveja destrozada a una banda de perros cimarrones. Se atrevió a golpearlos con los puños dando gritos espantosos. Entonces los perros enfurecidos en defensa de sus despojos la mordieron, la arrastraron triturándola con sus colmillos, saltaron sobre ella en tumulto e hiciéronla jirones precipitando al fin su cuerpo miserable al fondo del barranco".
Más allá de la peripecia en sí. de hechos puntuales, lo que el autor se propone es imponernos la imagen de esta mujer, latente y como suspendida en el imaginario de la gente del pago, que impregnará gran parte de la nouvelle, que terminara por conferirle al relato su carácter fantástico, opresivo y alucinante, y que, de algún modo, acabará por contaminar a Pablo Luna, a sumarse a su carga de misterio.
En ese contexto, Montiel parece existir como personaje sólo para exhibir su rechazo (su odio) hacia el "gaucho-trova". quien, según él, "vivía de sus ovejas y de sus vaquillonas, sin que nunca hubiese podido sorprenderlo en una carneada." Don Erigido hallaba también que tenía "ojos de taimado", de "matrero" que "bichea" desde que el sol nace hasta que se pone. Pintos ocupa un primer plano únicamente en el episodio en que Soledad es acosada por un yaguareté y, hacia el final, cuando para intentarse salvarse él, abandona a Soledad en el incendio.

El conflicto

Soledad, dijimos, es básicamente una historia en la que se cuenta "el crecimiento inexorable del amor". Y el de un odio, también inexorable, entre don Erigido Montiel, padre de Soledad, y Pablo Luna. El primer encuentro (fugaz, que ni siquiera fue tal, sino más bien un rápido intercambio de miradas y un avaro saludo) se produce una tarde, mientras la muchacha caminaba por las cercanías de la huerta: en ese momento "acertó a pasar por allí. montado en su alazán y al trote corto, Pablo Luna. Ella no lo conocía más que de nombre; y de su habilidad para el canto y la guitarra, había también oído muchos elogios. Eso, unido a la sombra de misterio que rodeaba su vida errante aumentó su curiosidad en el momento inesperado, viéndolo cruzar a pocos pasos de ella." El "gaucho-trova" sigue de largo, casi sin mirarla, y a pesar del agravio que para ella (la belleza del pago. admirada y deseada por todos los hombres de la zona) supone la indiferencia de Luna, no puede evitar compararlo con su prometido. Manduca Pintos, "un hombre barrigón con las piernas 'cambadas', el semblante verdi-negro, la barba de chivo y el cabello ya canoso".
Más adelante (capítulo VII), el relator nos mostrará en pocas líneas de qué manera la pasión ha prendido en el alma solitaria de la criolla. Como tantas veces. Soledad asiste al apareamiento de un padrillo y una yegua, algo banal para ella, nacida y criada en el campo. Esta vez, sin embargo, el acto asumirá las proporciones de una revelación: "...contempló atenta aquella escena, sin signo de extrañeza, aunque con cierta avidez, la mirada muy fija y la mejilla ardiendo. (...) Después se alejó varios pasos de allí, con los ojos en el suelo; los volvió de nuevo a la falda de la sierra, y por largo rato los mantuvo fijos en la guarida de Pablo Luna, cual si esperase columbrar algo que calmase sus ansias de momento." Mientras tanto, "el potro seguía lanzando en la manada como carcajada histérica su grito encelado y enérgico entre botes y dentelladas. Aquello acabó por irritar a Soledad, que se volvió a largos pasos hacia las tunas. -Lo he de amadrinar- decíase a media voz."
De esta manera, con una exacta transposición de términos, Acevedo Díaz nos está indicando (sin decirlo, claro) que la pasión se ha apoderado ya del alma de la joven, que a partir de entonces perseguirá porfiadamente un encuentro, lo mismo que Luna. En su primera conversación -muy breve, impaciente, esquiva- los amantes serán abruptamente separados por Montiel, que se interpone entre ellos con palabras hirientes: "Ya anda por ahí ese vago...A repuntear a su guarida, rotoso!. No obstante la pasión entre Soledad y Pablo Luna seguirá su crecimiento elemental, impaciente. También crecerá el antagonismo entre Montiel y Luna, que avanza otro paso en el episodio de la esquila, en cuya ocasión Pablo Luna (que había sido admitido por el capataz, conocido suyo) es expulsado por orden directa del estanciero. "Pero esta vez, al alejarse, (Luna) miró con dureza a quien con tanta frecuencia le hería."
Finalmente, una noche, los jóvenes se encuentran en el Barranco de la Bruja, y se entregan a su pasión: Pablo "se excitó más de improviso. Alargó el brazo, la tomó de un hombro y la arrojó con fuerza de costado sobre los pastos. Soledad no opuso resistencia, quedándose boca arriba, mansa, dócil, insinuante a pesar de aquel manotón grosero. Una de las trenzas se le había cruzado por el lindo rostro como una banda negra.
Luna la separó de allí con los labios y besó a la joven en la boca cinco y seis veces. Luego la ciñó con sus brazos de la cintura, resollante, la trajo hacia sí impetuoso y la tuvo estrechada largos momentos hasta hacerla quejarse. La dejó entonces." Casi de inmediato aparece Montiel, quien descubre a Luna, lo golpea y lo insulta: "Válgate la suerte que no traigo el cuchillo, mal parido, que sin asco te abría las entrañas". Esa misma noche, tras conjurar "a grandes voces la sombra de la bruja", Luna concibe su venganza: el incendio.
Antes de seguir adelante, tal vez convenga analizar las razones secretas y ocultas del antagonismo entre Montiel y Luna. Rodríguez Monegal, por ejemplo, piensa que el padre de Soledad "se opone a Luna por considerarlo (tal vez con razón que el autor no explícita) como un matrero, como un ser parásito que carnea sus animales y elude el trabajo honrado."
En ese contexto. Soledad se convierte en el motivo más inmediato (aunque no el único, como creen apresurados lectores) del odio entre el padre y el amante." (Emir Rodríguez Monegal, Eduardo Acevedo Díaz, Dos versiones de un tema. Ismael y Soledad. Ediciones Río de la Plata, Cuadernos uruguayos, Montevideo, 1962, pp. 31 -32).
Esa rivalidad entre Luna y Montiel, entiende Rodríguz Monegal, "tiene una causa más honda que la mera oposición de caracteres: la feroz oposición del padre a una eventual relación amorosa entre Pablo Luna el "gaucho-trova" y Soledad, es de naturaleza social. Es la lucha entre un individuo (don Erigido) que tiene su lugar en la sociedad, que lo cuida y lo defiende, y un ser asocial (Pablo) deliberadamente vuelto hacia la naturaleza y la soledad; huraño, incomunicado." (loc. cit., p.32).
El crítico piensa que Soledad despierta en Luna "un impulso de sociabilidad; le hace volver al contacto humano, buscar la manera de ingresar -por el trabajo, en la esquila- al orden social. Al ser rechazado brutalmente por don Erigido su naturaleza asocial reacciona del mismo modo, brutalmente. Enfrentado a la sociedad, acabará por violar todas sus normas, incendia la estancia, mata a Manduca Pintos, se hunde en la noche de la selva, con la mujer que ha raptado", (loe. cit. p.34).
La narración de esa venganza insumirá los capítulos finales de la nouvelle, los que van del capítulo XI al XVII en un crescendo magistral, conducido por Eduardo Acevedo Díaz sin que en ningún momento le tiemble el pulso, con un dominio de la técnica narrativa susceptible de resistir cualquier comparación, no solo con los más encumbrados escritores de la lengua española, sino también mundial. Antes de ingresar al examen de ellos, convendría repasar determinados aspectos del arte narrativo del escritor.

Arte narrativo

En el número 702 del semanario Marcha, Rodríguez Monegal analiza en profundidad Ismael (Colección Clásicos Uruguayos, prólogo de Roberto Ibáñez) y en particular la estructura interna de la novela, de manera muy particular: el espacio, el tiempo, el ritmo, el enfoque. Nuestra nota no pretende detenerse en todos esos puntos, pero sí en alguno de ellos, trasladados a la estructura de Soledad con una salvedad o una advertencia: Ismael es una novela, Soledad una nouvelle.
Yo quisiera destacar el empleo reiterado de un procedimiento artístico al que Acevedo Díaz parece muy propenso: el racconto. Ya en el capítulo II, el autor interpola dos. En el primero se nos muestran las cualidades de baqueano de Luna capaz de reconocer qué animal conviene carnear, apreciar su gordura por el mero ruido de sus pisadas en la noche. En el segundo, asistimos al salvamento de un matrero perseguido gracias a la intervención del "gaucho trova".
Más adelante, cuando Soledad compara involuntariamente a Luna con su prometido, se intercalan otros dos raccontos: el socorro que presta Luna a un gaucho durante una crecida, con riesgo cierto para su vida; la aparición providencial de Manduca Pintos cuando un yaguareté amenazaba a Soledad.
Otro recurso, al que Acevedo Díaz acudirá para contar la célebre secuencia del incendio, es lo que yo llamo simultaneísmo. Es precisamente en este trozo, que abarca los seis capítulos finales de la novela, donde aplica el procedimiento, cuya peculiaridad será asimismo señalada por Roberto Ibáñez en su ya citado trabajo: "La muerte de Felisa, que configura una tonalidad de lo horrible absolutamente diversa, permite admirar, en los dos momentos capitales del episodio otros estupendos atributos del arte acevediano. El primero (que puede valorarse también en el relato del duelo entre Luna y Cuaro) consiste en inventar y ofrecer lo simultáneo en lo sucesivo, suscitando una ilusión de paridad incompatible. Así, ya espantado el pangaré de Felisa ante la violenta irrupción del mayordomo, la muerte elige presa con el trágico enlace inmediato de dos hechos sincrónicos: Jorge lanza las boleadoras, y, al mismo tiempo, el caballo despide a la joven, que recibe entonces en la cabeza una de las piedras dirigidas hacia su desmandada montura. (...)
De esa manera, Acevedo Díaz, que es un maestro, según se vio, para dar con lo sucesivo lo simultáneo, ahora, dentro de lo puramente sucesivo, logra dar con lo vertiginoso".
A propósito del incendio en Soledad, Rodríguez Monegal, por su parte, entiende que "uno de sus críticos ha hablado de simultaneísmo y ha escrito que para aliviar la monotonía de una descripción que abarca seis capítulos, (...) Acevedo Díaz recurre al procedimiento estilístico de irlo enfocando sucesivamente desde cada uno de los personales", (Pablo Luna, Soledad, Erigido Montiel, Manduca y de nuevo Pablo Luna), para añadir, a renglón seguido: "Sin embargo, y contra lo que sugiere la cita, el incendio no se cuenta, entero, cuatro o (cinco) veces. El autor aprovecha los cuatro puntos de vista posibles para mostrar las etapas del crecimiento de la inmensa conflagración. Se trata, en realidad, de un procedimiento esencialmente sucesivo y el mismo crítico ha dejado deslizar el adverbio "sucesivamente" en el párrafo arriba citado. Cada cambio de punto de vista, podría insistirse, no vuelve la acción hacia atrás sino que la toma en una etapa avanzada de su desarrollo", (cf. loc. cit. p. 34).
Del pasaje cuestionado por Rodríguez Monegal no surge (entiendo) que el incendio se cuente, "cuatro o cinco veces", sino que, en determinado momento, los cuatro personajes invocados (Pablo Luna, Montiel, Soledad, Manduca Pintos) están observando el avance inexorable de las llamas de manera simultánea, desde puntos distintos, comparten una visión despavorida del fuego durante una breve, brevísima fracción de tiempo, absorbidos por alarmas o acciones diferentes. No se trata, en definitiva, de contar "entero, cuatro o cinco veces" el incendio. Lo que mi lejano trabajo (Marcha, octubre 22 , 1954, No 742, pp. 14-15). ampliado y corregido en este, procuraba mostrar era, sin más, el descubrimiento de este original recurso estilístico, destinado a proporcionarle al lector una visión subjetiva (la de cada espectador) de la terrible furia devastadora del incendio vengativo desencadenado por Pablo Luna.
Este procedimiento, el simultaneísmo dentro de lo sucesivo, como diría Roberto Ibáñez en un trabajo posterior, abarca entonces los seis últimos capítulos de la nouvelle. En los capítulos XII y XIII se narran los preparativos de Luna para desatar la conflagración desde varios focos y su subsiguiente crecimiento hasta su transformación en una gigantesca hoguera, en una enorme trampa mortal para hombres y animales. En primer término, Acevedo Díaz escoge a Pablo Luna como narrador y partícipe. De inmediato convoca a Soledad, que se incorpora en la cama asediada por el humo y el estrépito: "Fue cerca de media noche que Soledad se despertó sobresaltada. Por las rendijas del ventanillo le llegaba como un trueno sordo entre infinitos clamores.
¿Qué sería eso? Restregóse los ojos, vistióse a la ligera, encajó los pies en los zapatos y corrió al ventanillo abriéndolo de un tirón. (...) No atinó a llamar a su padre ni a Pintos; pero reuniendo todas sus fuerzas ahuecó sus dos manos en la boca, gritando desolada: -¡Paulo! ¡Paulo! (...) Entonces dio vueltas a los ranchos como loca. Por doquiera fuego y humo en grado progresivo ladridos, gritos lejanos, relinchos agudos, fuertes detonaciones cual si en el valle, en las lomas, en las sierras trabaran hombres y bestias un combate a muerte en medio del incendio gigante".
El siguiente testigo será Erigido Montiel, quien, "antes que Soledad se despertara y se precipitase fuera de los ranchos (...) recibió en el primer sueño una sensación extraña en el olfato y un rumor inusitado en el oído". Monüel sale y se encuentra con "una barrera de fuego" y un universo convulsionado, furioso. Mientras trata de desatar a su caballo, enloquecido, el estanciero es mordido por una víbora venenosa y muere:
"Montiel sofocado abrió los brazos, y se desplomó en los pastos. Su rostro amoratado apareció espantoso a la luz del incendio; por el brazo y el cuello corrían hilos de sangre negra. Los ojos fuera de las órbitas tenían una expresión de fiera estrangulada. El caballo, que había destrozado el maneador en una suprema sacudida, dio un brinco y pasó por encima de su amo tirando coces".
Luego vendrá el turno de Manduca Pintos, cuyas impresiones y visiones serán recogidas, como las de los otros personajes, por un narrador en tercera persona. Pintos también es despertado por el estrépito y el humo, llama en vano a Montiel, sale y se encuentra enfrentado al terrible espectáculo de las llamaradas. Al no hallar al estanciero, "se lanzó al valle". Allí, tras algunas peripecias, descubre a Soledad, la levanta hasta "el crucero de su caballo" y huye con ella hacia el barranco de la Bruja, de cuya hondonada profunda "salían mil lenguas de fuego que lamían ya los pastizales del valle amenazando llevar el estrago hasta la altura, hasta los agaves, hasta las poblaciones..." Cercado por las llamas, aterrado, Manduca Pintos decide desembarazarse de Soledad para eliminar de esa sobre carga a su caballo. En ese instante surgirá Pablo Luna, desde cuya perspectiva será narrado el desenlace. Luna mata a Manduca Pintos, rescata a Soledad, se aleja del incendio y del pago: "Y cuando ya lejos de la densa humareda pudo ostentarse diáfano el cielo, alumbraron sus pálidas estrellas al jinete que a grupas llevaba la guitarra -confidente amada de sus dolores, y en sus brazos una hermosa-, último sueño de su vida, adusto, altanero, hundiéndose por grados en los lugares selváticos como en una noche de soledad y misterio".
En los últimos capítulos, en consecuencia, hemos seguido el crecimiento del incendio, hemos asistido a varios episodios, contados como ya vimos por un narrador no comprometido pero, a partir de lo que ven y sienten los personajes, de qué manera la acción se precipita a semejanza de los clásicos western a los que luego nos habituaría el cinematógrafo, incluido el providencial salvamento de la "muchacha" en el último rollo. Si no temiéramos incurrir en un anacronismo, hablaríamos de "montaje" para referirnos a una obra escrita en el año 1894. Podemos, sí, en cambio, hablar de maestría en el dominio de la técnica literaria.
Quedaría aún por mencionar el empleo en algunos pasajes de un procedimiento perfeccionado por Henry James hasta la exasperación, consistente en imaginar un espectador ideal que, ubicado en una situación ventajosa, trasmite observaciones, impresiones, datos, recogidos por un tercero, que es el propio autor. El manejo apropiado de ese recurso le permitirá a Acevedo Díaz mostrarnos una de las facetas más llamativas de Pablo Luna: el aura de misterio que lo rodea. Si la insistencia sobre esa condición proviniera directamente del autor (o de una voz susceptible de serle atribuida) el lector tendría derecho a ponerse en guardia, a sospechar que se pretende llevarlo de la mano a la aceptación lisa y lana de ese "misterio".
El procedimiento más frecuentado por Acevedo Díaz para mostrar a Pablo Luna consiste en hacerlo de manera indirecta, a través de la mirada de un observador anónimo, indefinido, de un personaje, de "la gente del pago". Así, por ejemplo, dice: "Cuando de él se habla en el pago"; "habíase observado"; "comentábase con frecuencia". El autor (la voz en tercera persona) narrará, en cambio, los episodios de acción de Luna: su lucha con los perros cimarrones que dieron muerte a la Bruja en el Barranco; la humillación y la furia que preceden a la venganza; el incendio de la estancia de Montiel; las escenas de amor con Soledad.

Conclusión

Eduardo Acevedo Díaz, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo uno de los grandes novelistas de la literatura nacional, pero también de la latinoamericana, de la literatura en lengua española toda. En la introducción a su libro Vínculo de sangre (Alfa, Colección Libros Populares, Montevideo, 1968), Rodríguez Monegal dice que el autor que analizamos "fue (como debe serlo todo novelista auténtico) un creador de mundos; es decir: el inventor de una realidad novelesca coherente y autónoma, una realidad que ofrece su espejo a la historia y a la nación, a la vez que propone normas para la historia futura, para la nacionalidad en formación. Por eso sus libros valen para nosotros más allá de méritos y deméritos de detalle, como fuente de una visión ahondada de los orígenes y primer desarrollo de nuestra nación, y promesa de su futuro".
Francisco Espínola, que como ya vimos calificó a Soledad de "poema magistral", sostiene que Acevedo Díaz es -para él sin duda alguna- el mayor novelista de la literatura uruguaya, y escribe que dijo para los orientales, "cosas que los oídos extraños no logran escuchar. Es que a su propósito artístico esencial -realizar obra estética- él quiso agregar otro que también le nacía, igualmente imperioso, en el fondo del alma. Mediante su literatura él va a revelar a su pueblo la historia de sus padres, ahondando con sentido sociológico y docente sencillez en aquello que la nación debe reconocer como elementos negativos o como fuentes de energía para el porvenir", (cf. loc. cit. p. XVI-XVII).
Pienso que la obra de Acevedo Díaz no tiene por qué quedar restringida a los límites de nuestra frontera. Porque si bien es cierto que él quiso, en primer lugar, hablarles a (o escribir para) los orientales, la magia de su escritura va -o tendría que ir- mucho más lejos, porque en definitiva su arte es universal. La aceptación de novelas como Ismael o Grito de Gloria, cuentos como "El combate de la tapera" o "La cueva del tigre", una nouvelle como Soledad, no depende de circunstancias locales, no tiene por qué perderse al salir del país, o del Río de la Plata, si pensamos que la gran mayoría de sus libros fueron publicados en Buenos Aires.
Descreo de las fórmulas simplistas o simplificadoras ("pinta tu aldea y pintarás el mundo"), pero algo verdadero puede ocultarse tras esa fatigada sentencia, a condición de que seamos capaces de incluir en esa metáfora pictórica un elemento indispensable cuando hablamos de literatura: la condición humana. Eso, ni más ni menos, es lo que, tal vez sin saberlo, hizo Acevedo Díaz.
Acaso porque, como escribió Borges, "la literatura no es otra cosa que un sueno dirigido".

Omar Prego Gadea
Boletín de la Academia Nacional de Letras Nº 9
Enero - Junio 2001

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