Lamentación séptima

Niños retardados

Carlos Acevedo

Cae la noche y las bocinas de los autos se transforman en gemidos lastimeros y delgados, rasgando el sopor con sus uñas de vidrio ennegrecido. Las fachadas despiden grisura y moho, los ojos inermes y agrietados de cuencas yermas.

Cae la noche y la ciudad se pone enjuta y marchita de andrajos negros. Por un instante, las veredas se colman de seres ansiosos y apiñados, que buscan retornar a algún lugar. Un momento después, nada. Pocos comercios, algún automóvil, gente que abandona su crisálida de abismo y emerge al aliento agrio y rugoso de la noche.

En una calle, dos hombres fornican a un tercero, un hombrezuelo corvo y sediento de humillación y asco. Mientras otra gente festeja, algunos lo insultan, otros se regodean en su animalidad pringosa, en su carne huérfana y horadada.

Grupos de seres con forma humana transitan insultando a los que hallan, altivos y orgullosos de su existencia incómoda, del espacio físico que desperdician.

Niñas, jóvenes, mujeres con la piel arañada del clavo herrumbroso de los años, con la piel consumida de manos rasposas y bocas de estropajo, pululan como hongos, se pegan a los muros como hollín, sacan a relucir sus carnes desteñidas.

En un bar, un hedor denso de orín y nicotina se derrama sobre las ropas tristes y las mesas quemadas. Más allá de la neblina, un televisor da vida a un grupo de personas que lo observan como si fueran a adorarlo. Todos llevan camisetas de equipos de fútbol, y todos llevan escrito en la espalda el nombre de algún jugador famoso, para no tener que tomarse la molestia de disfrazarse de ellos mismos.

En otro bar una mujer canta algo incomprensible con voz afectadamente aguda y chillona, las paredes se vuelven de un color biliar, la pintura se desprende como una epidermis chamuscada. El mozo sirve bebida adulterada mientras el mínimo tugurio se infecta de cigarros y alaridos. Un hombre pequeño y calvo se desnuda y corre por el recinto, mientras todos ríen como niños retardados.

En otro lugar, muchos hombres esperan agitados como cerdos a que se vacíe la habitación impregnada de semen viejo y alcohol aguado, el moho como escaras, el colchón hundido y húmedo. La niña está seca y vacía como un nicho, como una muñeca tirada, carne con agujeros, un trapo para limpiarse, un urinario.              

Carlos Acevedo

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