Lamentación segunda

La mujer enterrada

Carlos Acevedo

Están en todos lados, como manchas, maniquíes húmedos con olor a hembra. Se ponen su disfraz de carne y salen cada noche, a recoger la limosna que las sombras tengan para ellas. Esperan tras un cristal sucio a que otro maniquí las elija, esperan sintiendo cómo el alcohol les lija la garganta, cañería oxidada que gime en voz baja.

Ven como la noche se destiñe lentamente, mientras los maniquíes avanzan arrastrando los pies, casi en el aire, como reses colgadas de un gancho. Y esperan hasta que alguno las elige, exhibiendo su lastimosa danza de títere apolillado,  y lo toma del brazo, se arrastran por la calle, hasta alguna escalera que rechina o una habitación maloliente o limpia, pero que siempre exuda angustia por sus múltiples, callados ojos.

La mayoría se sacia en su disfraz de carne, en su atuendo blando y perfumado, en el cabello que parece sedoso entre la niebla del alcohol y la oscuridad pastosa de nicotina, saliva y semen. La mayoría de ellos no la tocan, se alimentan de aquella crisálida de plástico, de su sexo ortopédico y su letanía barata de embaucador de feria. Pero la mujer está enterrada tras la noche pegajosa y cortante, tras el licor amargo y seco, adentro de aquel pedazo de muñeca blanduzca y aromada de sudor de hombre y semen viejo.

Ella se muere de sed en el fondo de su pozo, esperando una luz o una palabra. Pero sólo conoce maniquíes, nadie verdaderamente vivo se acerca por aquellos lugares. De todas formas, no todos los maniquíes la usan. Siempre hay alguno que, para reconstruir soles o por buscar mariposas en las ruinas, le arranca el disfraz y se moja los dedos en su íntimo rocío. Cada tanto aparece alguien así, algún maniquí sentimental o melancólico, colgado de alguna sucia estrella que flota en su licor, o  a la cual lleva clavada entre los dedos.

Cada tanto alguien la rescata, la deja nueva y limpia como un cántaro. Pero un maniquí no puede dar la vida que no tiene, ni la ilusión podrida que atesora tras su ataúd de costilla y pericardio. Un maniquí solo puede dejarle algunos pétalos en el fondo de su espuma, un par de brisas grises, soplidos resquebrajados de tierra seca. Los pétalos son dulces un instante, pero se empiezan a velar casi enseguida, y comienzan a destilar su putrílago doliente, inundan las aguas y las vuelven vómito.

Después, todo es incluso peor que antes. La pobre se pone de nuevo su disfraz, pero esta vez le duele, se lo pone sobre la carne viva, siente la artificial dermis rugosa y corrosiva sobre su sollozante musgo. Por eso es preferible alejarse de aquellos maniquíes, o al menos no dejarse quitar aquel disfraz de carne que las asfixia y les provee su sustento. En aquel mundo se logra a veces comer y respirar, pero no hay forma de vivir, sólo existen maneras de no morirse por completo. Por eso ellas saben que, lo mejor, es no soñar.                 

Carlos Acevedo

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