Una antigua leyenda: Puerto del bicho

por A. C. B. A.

Con raigambres fundamentalmente hispánicas y afrobrasileñas, nuestro discreto acervo de supersticiosas leyendas del ámbito rural sólo presenta muy leves indicios de la vertiente autóctona o indígena. (Para más datos, sobre estos temas nos permitimos recomendar la lectura del interesante librito —breve, pero muy sustancioso— de Eduardo Faget titulado "Folklore mágico del Uruguay”). Somos vecinos del área guaranítica, sin embargo; y en épocas pasadas, incluso la integramos —siquiera a título de apéndice meridional, y acaso, transitoriamente—, según bien lo atestiguan nuestra nomenclatura tradicional y hasta las propias denominaciones regionales en materias de fauna y flora. Actualmente, no obstante, cuanto va quedando de la frondosísima mitología de los guaraníes, se extiende por el sur hasta Corrientes. Con excepción de algún atisbo que otro por pagos de Bella Unión, los mitos precoloniales ya no cruzan el Cuareim y el Río Uruguay, que sepamos. Pero todavía queda mucho por indagar sobre estos tópicos escasísimamente frecuentados. Y al respecto siempre habrá de tomarse en cuenta que la misteriosa vitalidad de ciertas leyendas perpetúa sus vestigios por siglos y aún... ¡por milenios!

Sólo obtuvimos una comprobación personal, dentro de nuestro medio, en relación con la sobrevivencia de una vieja leyenda guaraní. Fue en 1974 y en circunstancias en que, embarcados, hacíamos un viajecito entre algunas islas uruguayas del litoral rio-negrense del Río Uruguay.

Así fue como arribamos inopinadamente a la mismísima localización de cierta espléndida barranca montaraz que los viejos isleros de la zona —santiguándose, según las mentas — , desde lejanos tiempos, reconocieran como el “Puerto del Bicho”.

Islas del Río Uruguay.

Hace ya muchos años que nos relacionamos con nuestro viejo amigo Félix Ríos. (Con toda su familia, ese paisano cruzó desde una isla a tierra firme en plena crecida del 59...). Y anduvimos de arriba para abajó en reiteradas oportunidades, junto a él. Hacia el verano del 74, por ejemplo, costeábamos a lo largo de unos veintitantos kilómetros, navegando en un “guigue” o chalanita que parecía una cáscara de nuez. Durante largas horas, en consecuencia, fuimos desfilando frente a las dos Román, la Isla Pingüino, el extremo meridional de la Navarro, una isla innominada — que aún las hay — , la del Chileno, la Basura, la pequeña Redonda, e Isla del Burro. (Periplo que equivale, en línea recta, al sinuoso trayecto de Nuevo Berlín a Tres Bocas). Desplazándonos en el canal ribereño de nuestra margen, por lo común orillábamos costas insulares conformadas por altos albardones y uniformes barrancas de tupidísimos montes: ceibales, amarillos, sarandíes, alguna palma que otra, sauces criollos y llorones, guayabas, molles, tártagos, y en general, toda esa abigarrada suerte de especimenes no industrializables que el paisanaje litoraleño define habitualmente como “monte blanco”.

Por más que Félix Ríos resultaba incansable — y convengamos en que, en aquella oportunidad, remó prácticamente de punta a punta—, cerca del mediodía lo convidé:

—¿Qué le parece un almuercito, a estas horas? Hay postas de dorado, costilla de capón y tres galletas.

Sonrió un tanto indeciso, al replicar:

—¿En el Puerto del Bicho? ¡Si usted insiste!

Se refería al segmento ribereño que a la sazón costeábamos lentamente: barracones muy altos, bien limpitos, fácilmente accesibles y más o menos espaciadamente tachonados por umbrías y espigadas arboledas.

—¿Puerto del Bicho, dice?

—Algunos le decían “del Bicho Negro”, también. -

—¿Y qué venía a ser... eso?

Don Félix embicó bien despacito, amarró en un raigón, se incorporó, y antes de encaramarse en la barranca denegó cabeceando enérgicamente:

—Una cosa muy rara. Nadie supo qué era. Algo así como un bicho —me dijeron— que despenó a una punta de nutrieros...

Una antigua leyenda

En tanto que "nos aprestábamos para almorzar, Félix Ríos explicó concisamente:

—Por acá siempre se oían silbidos, de tardecita. Como si anduviera algún viviente chiflando entre estos montea, ¿me comprende? Y asi me lo contaron: si el que acampaba contestaba el silbido, el otro respondía y se le iba acercando poquito a poco: un chiflidito por allá, otro más para acá, y así, hasta... ¡presentarse!

—¿Presentarse?

Don Félix asintió enfáticamente!

—¡Se “aparecía”, el tal Bicho!

—¿...?

—Y no se sabía más del acampante. Hace añares, supongo. Porque yo nunca supe de esos casos. ¡Gente que se hacía humo! ¡Mire usted! Serían cuentos, nomás... ¿no le parece?

Reconocí la anécdota enseguida. Reiteradamente, en realidad, la había oído narrar en Paraguay. (Por allá no faltó quien le asignara carácter protagónico al diminuto duende de las selvas —benévolo o maligno, según las circunstancias— bastamente reconocido desde Corrientes a Bolivia bajo la denominación de Yacy-Yateré). Por otra parte, ominosos silbidos y dramáticas desapariciones subsiguientes, también se han atribuido —particularmente, en Brasil— a la acción de misteriosas serpientes y/o de “onzas silbadoras” o jaguares. De una manera u otra —en vías de paraguayos, misioneros, correntinos, o antiguos guaraníes o tapes—, la historia se coló en el Río Uruguay hasta pervivir en nuestros propios días, por lo visto.

Escanciando el tecito de los postres, desde allí mismo eché un vistazo que otro movilizándome unos poquitos pasos. Y es que había un gran estero, junto al monte. A lo largo de las riberas, en cambio, se sucedían las altas arboledas. El paisaje era espléndido, indudablemente. Por ahí cerquita, además, las correderas del canal rebosaban de anaranjados aluviones —con grandes borbollones amarillentos— procedentes de tierras misioneras.

Y a esas alturas Félix Ríos inquirió impacientemente:

—¿Qué me dice si... seguimos viaje?

—¿No habrá escuchado algún silbidito?

—Creo que fue de zorzal.

—O de sabiá.

La aprensión colorea a cualquier paisaje. Y hasta aquellas mismísimas riberas —verdaderamente esplendorosas—, sin más que las habituales penumbras del' ocaso y el tristísimo canto del zorzal, ante un paisano crédulo reasumirán sin duda, de inmediato, las lóbregas tonalidades de cierto inmemorial “Puerto del Bicho” que aún sobrecoge el ánimo de algunos...

Mitos, trasgos y antecesores

Según ciertas nebulosas referencias locales, el legendario trasgo o Bicho Negro de tierras insulares rionegrenses seria un monstruoso homínido: de muy baja estatura, con uniforme e hirsuto pelaje oscuro, y hasta de grandes ojos luminosos. Curiosamente, en casi todas las boscosas áreas más o menos escasamente pobladas del orbe, nunca faltan engendros de tal índole, o cuando menos, pequeños hombrecillos o duendes: leprechauns y brownies escoceses, trolls y nutons de Escandinavia, minúsculos agogwes del África Austral, etc. El afamado zoólogo Bernard Heuvelmans, por su parte -autor de una apasionante obra de divulgación titulada Sur la piste del beles ignorées —. siempre a la búsqueda de simiescos antecesores — “sin mofarse de errores ni de creencias de nuestros antepasados”—, cita a los pigmeos de Ctesias, a los hombres con cabeza de perro de Artajerjes II, a los hombres animales de Ceilán, a los monos civilizados de Ibn Batoutah, a los hombres con cola de Indochina, a los demonios de antebrazos tajantes de Malasia, a los demonios aborígenes de Malaca, a los hombres-monos —bigotudos— de Perak, y al famosísimo y misterioso orang pendek o ‘‘incongruente hombre-mono de Sumatra”.

Todas estas criaturas son enanas o de reducida estatura, y al parecer, sólo dos recurrentemente localizadas (...) conformarían este solitario dueto de los tímidos gigantes peludos el norteamericano Pies Grandes, y el abominable hombre-de-las-Nieves... ;dotado nada menos que con nuca de oficial prusiano, para más datos! Pero a Heuvelmans le viene faltando toda una farragosísima reseña de pequeños homínidos sudamericanos, evidentemente. Y en bosques tropicales del subcontinente, cada grupo tribal tiene los suyos... Aún quien esto suscribe —sin andar tras la pista de “contemporáneos antecesores” ni de oscuras deidades de los montes... que a veces se hacen visibles, según las mentas —. poco menos que de hecho ha tropezado, en sus andanzas, con Sací Pereré, Curupira, Yacy-Yateré, El Pombero, Caagüi-yara, Ucumara, —¡La Madre del Monte! —, Lamo, Cavonte, Curupí, Sinawe, y otras yerbas.

En nuestros propios pagos orientales, en cambio, no se habla más que de alguna aterradora aparición —La Viuda—, un incurable enfermo — El Lobisón —. algún monstruo de muy discretas dimensiones pero capaz de alborotar hasta lo indecible — El Gritón del Yi—, y hasta de cierto benevolente espíritu —¿o alma en pena? — de un diminuto esclavo de otras épocas: El Negrito del Pastoreo. Sólo para El Gritón del Yi y el Bicho Negro —el del Puerto del Bicho, naturalmente—, reservemos por ahora el privilegio de estimarlos como únicos merecedores de pura cepa — hablando estrictamente de "compatriotas , se entiende— sumarse a una breve separata para el Manual de Zoología Fantástica que Borges y Margarita Guerrero editaran en 1957 en Breviarios del Fondo de Cultura Económica.   

 

por A. C. B. A.

 

Publicado, originalmente, en:  Jaque Revista Semanario - Montevideo, 2 al 9 de agosto de 1985 Año II N° 85

Link: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/11963

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

                       Leyendas varias en Letras Uruguay

 

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