Homenaje a José Enrique Rodó

Ariel, un siglo después

ensayo de  Leopoldo Zea Aguilar

Difusión de Estudios Latinoamericanos (PUDEL)
Universidad Nacional Autónoma de México

José Enrique Rodó

Un siglo después, el pensamiento filosófico de destacados exponentes de la inteligencia americana, de la región que José Martí llamó “Nuestra América”, se presenta como una extraordinaria profecía respecto de nuestro tiempo. En forma destacada la utopía de Simón Bolívar de una Nación de naciones cubriendo el universo entero y la utopía de la Raza Cósmica de José Vasconcelos como Raza de razas y Cultura de culturas. En este campo José Enrique Rodó nos ofrece la visión de un mundo entonces en formación y que ahora es una realidad. El pensador uruguayo la fue expresando en su obra, resumiéndola en el visionario mensaje expuesto en Ariel.

Una obra, nos dice Emir Rodríguez Monegal, que parte de la historia que da identidad a esta región de América: “Rodó ve la realidad americana con ojos enriquecidos por la historia, y la historia es para él "una línea de tradición que viene desde la lejana y ejemplar Grecia, así como de la Roma imperial, del cristianismo, a través de Castilla, descubridora y civilizadora, considerando también la gesta de nuestra independencia, hasta la hora actual de América”.

Ariel, mensaje de Rodó a la juventud de su tiempo, está motivado por los cambios históricos que se ponen en marcha en 1898 con la sorpresiva derrota del viejo imperio español, al que se le impone un nuevo y poderoso imperio, el anglosajón, formado al norte de América: Estados Unidos. Derrota final del imperio español que, a lo largo de la historia de su dominio, nos dejó la visión del mundo, de la que parte la obra de la inteligencia de esta región, abierta a todas las expresiones de lo humano como nación latina y mediterránea.

El triunfo de la América anglosajona, blanca y puritana, sobre el imperio español confirma la percepción que sobre nuestra América tenían los que luchaban por un cambio que debería ir a las mismas raíces. Hacer de ella los Estados Unidos de la América del Sur, proyecto de los llamados civilizadores de esta región, encabezados por Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi.

Proyecto que coincidía en México con el de Justo Sierra para hacer de los mexicanos los yanquis del sur, para enfrentar al Coloso del Norte en sus fronteras, que en la injusta guerra de 1847 le quitó la mitad de su territorio. En un caso era admiración, y en otro, enojo a causa del despojo sufrido. En uno y otro caso lo que se proponía era romper y anular los hábitos y las costumbres que España había dejado en sus colonias, mediante la emancipación mental que completase la política. Pero ¿no era cambiar, aunque libremente, una forma de dominación por otra?

Rodó escribe en Ariel: “La poderosa federación va realizando entre nosotros una suerte de conquista moral [...] La admiración por su grandeza y por su fuerza avanza a grandes pasos [...] Y de admirarla, se pasa a imitarla [...] Es así como la visión de una América deslatinizada se va imponiendo [... ] Tenemos nuestra nordomanía. Es necesario oponerle los límites que la razón y el sentimiento señalan de consuno”. Esto es, afirmar nuestra propia identidad latina.

Esta fascinación por Estados Unidos originaba el empeño de los civilizadores, quienes consideraban que para que su cambio fuese posible, era necesario hacer una limpieza de sangre y un lavado de cerebro. Traer sangre nueva, como lo hizo Estados Unidos, con la que llegaron a ser lo que son. Gente semejante a la que pobló e hizo la grandeza de esa nación. Educar a los latinoamericanos, para que dejen de serlo, en la filosofía utilitaria y positivista en que se formaron los estadounidenses. “Gobernar es poblar”, decía Juan Bautista Alberdi. Poblar esta América con sangre europea, pensaba Sarmiento, para que se limpiase la sangre que impuso el dominio colonial. Era necesario terminar con la sangre española, india y africana y con su engendro: el mestizaje. La derrota mexicana era el resultado de algo que se necesitaba borrar.

Situado frente a la disyuntiva de los civilizadores —¿civilización o barbarie?, ¿ser como Estados Unidos o mantenerse en la barbarie?— Rodó propone: ¿sajonizarse o latinizarse?, ¿negarse a sí mismo o afirmarse en lo que se es? Rodó se sirve de tres personajes del drama La Tempestad de William Shakespeare: Ariel, Calibán y Próspero. Este último es un mentor que habla a la juventud; Ariel es el espíritu latino que enfrenta a Calibán y éste es el materialismo del que hace gala la América sajona. El enfrentamiento permitirá a Ariel vencer a Calibán y ponerlo a su servicio.

En la interpretación caribeña de Fernández Retamar, estos personajes tienen otro sentido. Ariel es sólo un mensajero, Próspero es el codicioso conquistador y colonizador que despoja a Calibán de sus tierras y bienes y lo esclaviza. Calibán representa a los condenados de la tierra a servir por siempre al ambicioso Próspero.

Cien años después, esta diversa interpretación de La Tempestad se complementa. Calibán se apropia de los instrumentos de grandeza y dominio de Próspero, como Prometeo se ha apropiado del fuego de Zeus. En la mitología griega Prometeo es encadenado a una roca; en América, Calibán rompe sus cadenas y se iguala a Próspero, al que no aniquila, sino lo incorpora a esa nueva raza de la que habla José Vasconcelos, uno de los jóvenes motivado por el mensaje de Rodó.

Cuando el candidato a la presidencia de Estados Unidos, William Clinton, habló en 1992 de incorporar al exclusivo “sueño americano” a los estadounidenses marginados del mismo, por su diverso origen racial y cultural, y nuevamente retoma este discurso al ser reelegido, dice que su meta es hacer de Estados Unidos “la nación multirracial y multicultural de la tierra”. Surge una sola y gran América, de Alaska a Tierra del Fuego, llevando su mensaje integrador al resto del planeta.

Nuestra América enfrenta ahora problemas que tienen su origen en los inicios del siglo xx, y que fueron expresados en el Ariel de José Enrique Rodó. Estos conflictos fueron motivados por la expansión estadounidense sobre la totalidad de América Latina, que se convirtió en patio trasero del nuevo imperio. Dos guerras mundiales, iniciadas en Europa, transforman a Estados Unidos en un imperio cuya globalización le disputó la Unión Soviética durante la Guerra Fría, que terminó en 1989 por decisión unilateral de Gorbachov, ex líder de la antigua URSS. El interés de que su pueblo no hiciera más sacrificios termina originando la desarticulación del país, provocando que Estados Unidos se presente como pleno triunfador y conductor de la tierra.

Victoria pírrica que anula a la Europa Occidental, bajo hegemonía estadounidense, y que no necesita ya de sus sofisticadas armas para supuestamente ser defendida de la Unión Soviética. Esta Europa empieza a consolidar la utopía bolivariana de una Nación de naciones, pero exclusivamente europeas. Pone en marcha la economía de mercado, para la cual no estaba preparada la URSS, ni tampoco Estados Unidos, que ahora debe salir de Europa cargado con sus ya anacrónicas armas.

Economía que emerge también en Asia, donde Japón, como otro Prometeo, ha robado el fuego a Zeus. Lo utiliza, mejora y comparte con los pueblos de las ya prescindibles colonias europeas en esa región. Japón los hace sus socios, porque así le conviene, para que su propio y extraordinario desarrollo no se extinga.

De la misma manera como lo hizo Japón, los demás condenados de la tierra pueden emerger e igualarse a sus conquistadores y colonizadores. Y a han hecho suya la ciencia y técnica occidentales, poniéndolas a su servicio. No podrán ser excluidos de la nueva economía. Además, todos son parte indispensable de ella. Por tal motivo, sus frutos pueden y deben ser compartidos y su participación es imprescindible. Nadie sobra, ni nadie puede faltar. El espíritu de Ariel triunfa sobre Próspero y se unlversaliza.

No es Calibán, sino Próspero, el que ha crecido, al crecer en este fin de siglo y de milenio la ciencia y la técnica que éste consideraba de su exclusividad. Pero se ha desarrollado tanto que hace innecesarias las materias primas que Próspero robaba de tierras arrancadas a Calibán, como también se hace innecesaria la fuerza bruta y esclava del despojado dueño de esas tierras. Es tan grande la posibilidad productiva de la ciencia y técnica occidentales que a sus productores resulta imposible consumirla. Esto plantea otro grave conflicto, la caída y fin de un desarrollo que parece infinito.

Japón lo entendió así, por ello primero maquiló sus productos en las desechadas colonias de Europa en Asia, creando empleos y luego las asoció, para que juntos expandiesen sus productos al corazón mismo de los mercados del mundo occidental. En Estados Unidos, el presidente republicano, George Bush, para transformar su economía militar, necesitaba de mercados que no podía encontrar ni en Europa ni en Asia. Allí estaba América, patio trasero de su imperio, con millones de posibles consumidores. Pero gente pobre no consume, había que hacer lo que Japón, incorporarlos a la producción y compartir sus frutos, creando empleos y capacitándolos para la producción y el consumo. Así surgió la propuesta de un Tratado de Libre Comercio para todo el Continente.

William Clinton fue más lejos: incorporó a la economía y al confortable modo de vida de Estados Unidos a los estadounidenses marginados, lo cual le permitió, al iniciar su segundo mandato, anunciar que su nación se incorporaba pujante a la economía de mercado.

¿Y nuestra América? ¿Qué representaba la economía globalizada, el neoliberalismo? ¿Era el triunfo del materialismo y pragmatismo de Calibán? ¡No, era el triunfo de Calibán desencadenado igualándose a Próspero! El pragmatismo serviría a esta nuestra América para poner su propio pragmatismo a su servicio y modo de ser haciendo suya la extraordinaria ciencia y técnica de los últimos tiempos.

Cuando el presidente de Estados Unidos George Bush ofreció el Tratado de Libre Comercio a toda la América, no era un generoso acto altruista, sino que su país lo necesitaba para cambiar su economía militar por una de mercado. Necesitaba del mercado que no tenía ni en Europa ni en Asia. Tratados que harían en el continente lo que Japón había hecho en Asia: desarrollo compartido que beneficiaría a todos los que de esta forma se asociasen.

La Europa occidental, integrada en una gran comunidad de naciones étnica y culturalmente desiguales, pero unidas por su extraordinario crecimiento, había sido de inmediato enfrentada por el crecimiento asiático. Ahora el anuncio de Clinton la enfrentaba con Estados Unidos. La Comunidad Europea, para no frenar su desarrollo, hizo tratados de comercio y se asoció con los mercados asiáticos, incluida la gran China. Y ahora tendrá que integrarse al gran mercado de la América del Norte, y de inmediato a la parte de la América Latina que había quedado fuera de las relaciones comerciales con Estados Unidos, el Cono Sur.

¿Qué había pasado con el proyecto de Bush? El proyecto adoptado por el demócrata presidente William Clinton fue rechazado por el Congreso. Los estadounidenses se negaban a compartir su economía con pueblos ajenos a ella y sus esfuerzos. Además, lo que podía haberse aceptado con Bush, se impedía con un presidente que pretendía incorporar a la exclusividad de su sueño de libertad y prosperidad a gente ajena a Estados Unidos. Clinton, con dificultades, logró se aprobase para México.

Para reducir la importancia de este Tratado con México, se lo presentó como una dádiva, condicionada a una plena sumisión, incluida la renuncia a su peculiar identidad. Fue aquí, hace pocos años, que le preguntaron al estadounidense Samuel Huntington sobre el Tratado de Libre Comercio con México y que si éste afectaría a los estadounidenses, a lo que contestó: “No hay problema; será México el que se transforme culturalmente en apéndice americano”. Esto es, México renunciaría a la herencia de Bolívar, Rodó y Vasconcelos. No faltó quien aceptase esta falacia. Lo que en realidad decía Huntington es: “Si ustedes quieren un tratado como el que se dio a México tendrán que renunciar a las pretensiones de integración en la libertad de sus próceres”.

Samuel Huntington es el maestro de Francis Fukuyama, el que mandó a pueblos como el nuestro a la historia sin fin, la que había terminado para el mundo occidental por su capacidad científica y técnica. Huntington y Fukuyama tuvieron que reconocer que los pueblos asiáticos no sólo eran capaces de usar la ciencia y técnica occidentales, sino de recrearlas y superarlas. En lo que no podrían superarlo, era en su calidad moral. “Nunca haríamos trabajar a un hombre 24 horas al día como los asiáticos”. A esto el líder de Singapur les contestó preguntando: “¡Trabajábamos para ustedes 24 horas al día! ¿Era moral? ¡Ahora las trabajamos para nosotros! ¿Eso es inmoral?”.

Fukuyama se refirió recientemente a las crisis económicas y sociales de Asia, Latinoamérica y Europa Oriental. Esto, dijo, demuestra la incapacidad de estos pueblos para el buen uso de la ciencia occidental. Ahora anuncia el fin de lo humano por demasiado humano y la capacidad de la ciencia para crear al superhombre, sin pasiones humanas y por ello más capaz de servir a sus creadores.

Los occidentales no compran identidades, éstas no tienen precio. Compraban materias primas baratas y mano de obra esclava. Ahora no necesitan de ellas, pueden entonces mandar a esta gente y sus tierras al vacío de la historia sin fin. Próspero se resiste a compartir lo obtenido por ese despojo. Ahora no pueden impedir que la riqueza generada pueda ser compartida para que no se pierda y aumente.

Éste ha sido y es el objetivo del Tratado de Libre Comercio ofrecido por Estados Unidos, que quizá pueda ampliarse, como se pensó, para todo el continente americano. Ésta es la razón de los tratados de la Comunidad Europea para poder entrar en el gran Mercado de la América del Norte, Canadá, Estados Unidos y México, que puede ser ampliado al resto de los países americanos.

En uno y en otro caso se originan en una necesidad. Sin embargo, los europeos tratan de imponer condicionamientos que les permitan ventajas en algo que debe ser equilibradamente compartido: alegan una supuesta superioridad moral, que permite presentar como dádiva su necesidad, un respeto a los derechos humanos que pueblos como los nuestros desconocen por su origen bárbaro. ¿Son estas naciones ejemplo de moral y de respeto de los derechos humanos? ¿Cómo conquistaron y colonizaron pueblos como los nuestros? ¿Qué hay de las feroces guerras entre occidentales que se transformaron en el siglo xx en matanzas mundiales?

¿Qué tenemos que hacer nosotros los marginados y bárbaros para enfrentar la misma e insistente política de dominio de las naciones que se empeñan en serlo? Tenemos esa maravillosa herencia, ese pleno y auténtico humanismo que nos legaron tantos soñadores de nuestras tierras. La Nación de naciones, la Raza de razas, el pasado multirracial y multicultural de cuyo origen e historia nos habla José Enrique Rodó.

Esta herencia debe motivar y dar sentido a nuestra integración. Capacidad para competir compartiendo y así alcanzar la máxima libertad y desarrollo que nos permita gozarla. Competir compartiendo esfuerzos, sacrificios y beneficios, ¿tlc con los Estados Unidos? Sí, pero sin condiciones ajenas a una relación de comercio, producción y consumo, ¿Tratado de Libre Comercio con la Comunidad Europea? También, pero sin condicionamientos supuestamente humanistas. Tratados que nos permitan, en toda nuestra región, un común desarrollo y bienestar compartido que esperamos sea también plenamente universal de acuerdo con el mensaje de José Enrique Rodó que ahora conmemoramos en su centenario. Quienes lo anticiparon y quienes lo prolongaron.

 

Leopoldo Zea Aguilar
Difusión de Estudios Latinoamericanos (PUDEL)
Universidad Nacional Autónoma de México

 

Publicado, originalmente, en Cuadernos Americanos
Nueva época Año XV Vol. 1 Nº 85 Enero-Febrero de 2001
Link del Nº85 (pdf) http://www.cialc.unam.mx/ca/ne/NE-85.pdf
Universidad Nacional Autónoma de México

 

Ver, además:

 

                       José Enrique Rodó en  Letras Uruguay

                                      

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