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Borges, poeta circular

por Saúl Yurkievich

 

Jorge Luis Borges es, por empedernido propósito y por ejercicio incesante, un hombre de letras. Esta condición constituye el meollo de su biografía, la resume. De ahí que identifique su destino con la literatura e imagine a veces el paraíso como una biblioteca. Y ya hacedor sexagenario, su vida, cada vez más configurada, se cierra en movimiento circular. Comienza su actividad de escritor componiendo poemas; luego abandona temporariamente la poesía y la retoma en edad madura, para confirmarnos que la suya, al igual que toda existencia humana, está fundamentalmente hecha de repeticiones, regida por el cíclico retorno. “Esas tautologías (y otras que callo) son mi vida entera. Naturalmente, se repiten sin precisión; hay diferencias de énfasis, de temperatura, de luz, de estado fisiológico general"[1]. Así también, con oscilaciones anímicas y sensoriales, reitera en sus poemas, en sus cuentos, en sus ensayos, ideas e imágenes; sus fijaciones obsesivas. Aquellas fabulaciones desembarazadas, aquellos malabarismos lógicos, aquellas supercherías eruditas con que el narrador busca encantarnos, asombrarnos y desacomodarnos, desaparecen casi de su poesía. Porque la poesía, según Borges, es “íntimo diálogo", un púdico ritual que no caduca, donde no caben ficciones ni prodigios. Símbolo del transcurso del hombre, “El arte debe ser como ese espejo / Que nos revela nuestra propia cara” (P. 223 )[2]. Quizá el decir más esencial de Borges, aunque no el más logrado, se dé en sus poemas. Creo que Borges reserva para el verso la expresión de lo entrañable. El intento de interpretar su poesía puede revelarnos el sentido profundo de toda su obra.

Quise titular mi ensayo de otro modo: Borges en su paulatina anulación del presente. Una tendencia a la idealización, a la abstracción, a la irrealidad[3] gobierna, cada vez más hegemónica, su marcha de poeta. Produce un alejamiento creciente de la actualidad, una renuncia a lo novedoso, una resistencia al cambio. Y no se trata de esclerosis, de envejecimiento, sino de una concepción del mundo (es decir, una estética, una metafísica y una ética) que condiciona no sólo su pensamiento sino su percepción y su representación de la realidad. Preanunciada en sus primeros libros, irá sistematizándose a la par que buscará una correspondencia más estrecha entre idea y conformación verbal. La forma en Borges, aunque desdeñe las vanas astucias del lenguaje, no es mero continente; ella participa también de la sustancia. Su progresiva propensión hacia los módulos clásicos manifiesta exteriormente un proceso ideológico. Borges aparece, por fin, como hombre reñido con su tiempo. La militancia de vanguardia[4]durante su periodo ultraísta resulta episódica y superficial, un tributo a la moda cuando joven y sensible a los requerimientos del presente. Casi el único contacto con su época es considerado luego como accidente cuyas huellas se quiere borrar. El vanguardismo de Borges fue epidérmico porque lo asumió en superficie. Lo cual no quiere decir que la voluntad de actualizarse, la búsqueda de la renovación constituyan de por sí actitudes pasajeras, sujetas más a la fugacidad de la moda que a la permanencia del arte. En Borges se reduce a cobertura porque no condice con su yo profundo, carece de la intensidad de adhesión que este propósito tiene en Huidobro o en Vallejo.

La evolución que señalo es más paulatino afloramiento por despojo que súbita trasmutación. Su experiencia del mundo está, desde el principio, regida por una visión armónica, espiritualista, idealista, por una implícita creencia en los valores absolutos. Literariamente, irá buscando los prototipos, las formas más puras. Si comparamos estilo y cronología, comprobaremos que Borges, en relación con su obra madura, comienza escribiendo una prosa y una poesía de lenguaje ostentoso y demasiado diverso, sin coherencia estilística (en un autor que postula una visión coherente del cosmos); veremos cuán paulatinamente consigue precisión y economía, cómo busca, con tesonera lucidez, el más apto vehículo expresivo. Y va contra la tendencia natural del castellano, que Borges juzga rico en sonoridades y pobre en representaciones; la revierte atenuando la musicalidad, el excesivo relieve de los fonemas y potenciando la significación. Su proceso podría condensarse en el tránsito de un romanticismo expresionista hacia el neoclasicismo, de las formas abiertas a las cerradas, de lo orgánico a lo abstracto.

Precisemos. Si el arte es intermediario entre el hombre y el universo, tiene que buscar una representación que conjugue la unidad del uno y la infinita complejidad del otro. Hay, por ende, dos actitudes artísticas de base; la una naturalista, vital, sensualista, abierta a toda la riqueza, a la confusa diversidad, a la superposición caótica de sensaciones, ideas y sentimientos que se experimentan en contacto directo con la realidad. La otra abstracta, geométrica, formalista. pretende tornar inteligibles los innúmeros y proteicos atributos de la realidad empírica; en lugar de la plenitud inabarcable que ofrece la percepción concreta, tiende a fijar los símbolos, las analogías, los arquetipos que constituyen el sustentáculo del mundo sensible; no busca la sustancia sino la esencia; no lo fugaz y accidental, sino lo eterno y homogéneo. A la primera actitud que implica una misión mundana y que sólo puede concebir a la divinidad como inmanencia, la segunda contrapone una concepción trascendente, que nos remite fuera de la experiencia inmediata. La primera, orgánica, acoge las apariencias que revisten las cosas y quiere revelarnos la riqueza viviente de esta carnadura; la segunda, estilizada, busca directamente la osatura, quiere imponer a la materia las estructuras de la mente humana, pálido remedo de la mente de Dios. No lo singular, sino lo genérico; no lo ambiguo, sino lo unívoco; no lo pasajero, sino lo intemporal. (Al pasar revista a ambas actitudes estamos aludiendo a Borges y a su tránsito de una a otra). El detallismo, la desmesura y el énfasis son suplantados por la figura nítida, por la simplificación unitaria; lo patético y lo lúgubre, lo irracional y hermético, por la medida, por la expresión lúcida, por símbolos inequívocos, por abstracciones armónicamente concertadas. A las formas abiertas, particulares, más o menos indeterminadas, desbordantes, que se proyectan fuera de sí mismas, dinámicas, suceden las formas geométricas, cerradas, sintéticas, sujetas a un ordenamiento inteligente.

Tras sus vacilaciones iniciales, Borges asume, cada vez con mayor nitidez, la postura de clásico. Ella condice con su personalidad, más permeable al incentivo filosófico que al sensorial. Pocas veces sus poemas nacen de estímulos sensibles; más frecuentes son los literarios o las resonancias emotivas de una idea. De su obra podemos extraer una autobiografía intelectual; difícilmente la sentimental y anecdótica. Hay en él una consciente emulación de los modelos canónicos, porque a toda originalidad la considera ilusoria. Por definición, la originalidad es una categoría demasiado ligada al presente, o sea a lo transitorio. Según lo concebían los antiguos, cree que la imitación de un patrón noble ennoblece la copia. Y reiterar los módulos que han resistido el desgaste del tiempo en su manera de inscribirse en una eternidad de formas purificadas, de arquetipos. Así, los cultores de esta permanencia participan de una verdad y una belleza que los trasciende, que se les da por revelación desde el edén de las normas omnipotentes:

Sabía que otro —un Dios— es el que hiere

De brusca luz nuestra labor oscura;

Suyo es lo que perdura en la memoria

Del tiempo secular. Nuestra la escoria. (P. 225).

Hablo de los presupuestos implícitos en la poética de Borges, no de sus dogmas. Porque nadie siente como él la falibilidad del verbo: “Todo lenguaje es de índole sucesiva; no es hábil para razonar lo eterno, lo intemporal”[5]. Sólo Ion ángeles alcanzan la total inteligibilidad, nosotros estamos condenados a nuestro decir indirecto, “hemisferio de mentira y de sombra". La realidad desborda el lenguaje y lo desmiente (P. 32); apresarla mediante un sistema do palabras es una “aventura indefinida / Insensata y antigua” (P. 199), una ilusión libresca. El poeta está condenado a edificar, con la escoria de sus sueños, un laberinto: “El singular castillo en el que todo / Es (como en esta vida) una falsía”. (P. 213). Pocos sienten tan intensamente como Borges, el conflicto entro el ansia de perturbación y el borrablc tránsito de la existencia humana:

¿A qué sigues buscando en el brumoso

bronce de los hexámetros la guerra

Si están aquí los siete pies de tierra.

La brusca sangre y el abierto foso?

Aquí te acecha el insondable espejo

Que soñará y olvidará el reflejo

De tus postrimerías y agonías (P. 231).

De pronto, por presión de la realidad en bruto (que es caos, azarosa probabilidad y que se resiste a convertirse en cosmos), por desbarajuste de la cronometría o por presión de contradictorios sentimientos que generan incongruencias, al apolíneo se le desbarata la razonada arquitectura y el mundo, hasta entonces serenamente percibido y pasible de interpretaciones lógicas, se le vuelve una enumeración desordenada, disímil, caótica:

—Estrellas, pan, bibliotecas orientales y occidentales,

Naipes, tableros de ajedrez, galerías, claraboyas y sótanos,

Un cuerpo humano para andar por la tierra.

Uñas que crecen en la noche, en la muerte,

Sombra que olvida, atareados espejos que multiplican (P. 157).

Pero Borges es, sin duda, un poeta intelectual, literario, por momentos culterano. Si recontamos las fuentes que menciona en sus poemas, recogeremos una nutrida nómina que incluye a los antiguos, la Biblia, los árabes, las sagas nórdicas, la Cábala, Ariosto, Dante, Milton, Quevedo, Camoens, Cervantes, Gracián, Verlaine, Whitman, Poe, Swedenborg y otros escritores, a los que habría de añadir filósofos como Spinoza, Berkeley, Schopenhauer. En Otro poema de los dones (P. 262), cuando agradece al destino las experiencias que más lo marcaron, nótese cuántas, entre las enumeradas, provienen de sus lecturas. Los generadores de su poesía pocas veces surgen de lo circunstancial; sus contactos con el mundo exterior son escasos. Muchos de sus poema nacen como iluminaciones de un lector que fabula y que se proyecta imaginativamente más allá de lo leído. A pesar de que la poesía, según dice, se le da con intermitencia, es lo contrario, especialmente en su segunda época, de un poeta rapsódico, de un inspirado de alumbramientos arrebatados y repentinos. Escritor constante, de vez en cuando elige el ritual de la poesía, “el pudor del verso” para comunicarnos más sus visiones, sus analogías sorprendentes que sus impresiones o sus estados anímicos. El desencadenante es casi siempre racional, consciente, como lo es el principio selectivo y el desarrollo del poema, que denota una estricta concatenación lógica, un despliegue sometido a plan y a medida rigurosos. Y para acentuar su afán de configurar el lenguaje, a menudo extrema la delimitación formal imprimiendo a los poemas un movimiento circular, un andamiaje hecho de ocultas simetrías y de reiteraciones. A una concepción cíclica de la realidad corresponde una forma cerrada, donde el verso inicial es el mismo que el final (P. 144, 165).

Pero aunque la andadura sea rigurosamente lógica, Borges no está como Spinoza ‘’libre de la metáfora y del mito" (P. 254); maneja imágenes, maneja símbolos que aluden:

A las sombras, los sueños y las formas

Que tejen y destejen esta vida (P. 163).

Con estos instrumentos no se pueden establecer relaciones rigurosas. Aunque nos dé de su universo una visión más intelectiva que intuitiva, Borges no puede ser un poeta unívoco. Siempre hay en él un margen de significación inasible, de sugestión indeterminada, de polisemia que permite interpretaciones múltiples. Cuando Laprida, en el Poema conjetural, revela: “Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano’', es tal la cargazón de sentido que este pasaje culminante y desbordante extrae de la imprecisión gran parte de su influjo. Dios, nadie más, conoce las leyes que rigen el aparente azar; a Borges sólo le es dable suponer, conjeturar. Y cuando las posibilidades, los desenlaces de una circunstancia se bifurcan, Borges, como en sus cuentos, nos propone la incertidumbre, finales ramificados, deducciones disímiles, a menudo antagónicas[6]. Conoce los límites de la inteligencia, incapaz de asir “esa desconocida / Y ansiosa y breve cosa que es la vida ”. (P. 242). La perplejidad, el horror al vacío (llámeselo ausencia o muerte) lo impulsan a cantar con nostalgia, a reincidir en “el antiguo estupor de la elegía”:

¿Dónde estarán? pregunta la elegía

De quienes ya no son, como si hubiera

Una región en que el Ayer pudiera

Ser el Hoy, el Aún y el Todavía. (P. 173).

Además, sus lucubraciones van siempre de la mano de la imaginación. En él, metafísica y mitología son intercambiables; establece entre ambas una transferencia constante. Muchas de sus imágenes preferidas tienden a acentuar el aspecto misterioso de la realidad. Borges la diluye, le hace perder su pensatez. De la indeterminación entre lo posible y lo prodigioso, del igualamiento entre ¡o evidente y lo soñado, surge un mundo que no se sabe si es concreto o reflejo.

Dios me ha devuelto al mundo de los hombres, —dice Alexander Selkirk—, / A espejos, puertas, números y nombres” (p. 232); o sea, a las multiplicaciones ilusorias, a los caminos azarosos, laberínticos, a los confusos símbolos. Para intensificar la sensación de que vivimos una ficción, una enigmática nebulosa, insiste en dos motivos, espejo y sueño, que por momentos se identifican:

Dios ha creado las noches que se arman

De sueños y las formas del espejo

Para que el hombre sienta que es reflejo

Y vanidad. Por eso nos alarman. (P. 185).

No sólo dedica a los espejos un poema, sino que los invoca con persistencia. Infinitos, elementales, insomnes “Prolongan este vano mundo incierto / En su vertiginosa telaraña’’ (P. 184). Nos reproducen sin recordamos; parecen frontera entre dos mundos, entre la vigilia y el sueño, entre la vida y la muerte. Comunican el acá con el allá; Borges imagina la muerte como un pasaje a través del espejo, de la zona de luz a la de sombra. Por eso Poe, que supo colocarse del otro lado del espejo, del lado de la muerte, pudo urdir sus alucinantes pesadillas. Concibe al universo como espejo de la memoria divina que lo incluye todo, hasta los más fugaces reflejos del azogue. Así también el arte es ilusorio espejo capaz, como ese breve canon, el soneto, de contener al mundo:

Un ávido crista quel apresaría

Cuanto la noche cierra o abre el día:

¿Dédalo, laberinto, enigma, Edipo? (P. 161).

Las apariencias del espejo se confunden con las del sueño; éste también nos permite trasponer la realidad, nos absuelve del tiempo y del espacio, de las falsas dimensiones que en vigilia nos constriñen. Anulada esa apariencia, Borges vuelve a encontrarse con Lugones para ofrecerle un libro escrito después de su muerte (P. 136); o se identifica con otro redivivo, Groussac, sumidos ambos en una misma sombra, la ceguera y la muerte (P. 177). Espejo y sueño posibilitan nuestros desdoblamientos.

Frente al tiempo horizontal, al extenso de la cronología, hay otro vertical en profundidad: el instante de éxtasis, inmóvil, que se desprende de la temporalidad para cobrar existencia autónoma. Borges lo ha sentido y ha poetizado en torno de este tiempo puntual, “íntimo y entrañable”, que es también el tiempo de Rilke, de Juan Ramón Jiménez y de Antonio Machado. Pero Borges tiene demasiada inquietud filosófica —es decir, analítica— para dejarse sumir por el lirismo. Presume, como Schopenhauer, que el tiempo y el espacio son proyecciones mentales. Si el mundo existe en tanto se lo piense, necesita, para no desaparecer, de una voluntad que constantemente se lo represente: “Yo soy el único espectador de esta calle; / si dejara de verla se moriría.” (P, 58) Todo proviene, según Borges, de un núcleo inmutable. Nuestro lenguaje resulta precario y engañoso; pretende constituirse en correlato de la realidad y ha urdido el antes, el ahora y el después, inválidos para decir el tiempo verdadero, aquél que se sitúa más allá de todo lo contingente:

Su olor medicinal dan a la sombra

Los eucaliptos: ese olor antiguo

Que, más allá del tiempo y del ambiguo

Lenguaje, el. tiempo de las quintas nombra. (P, 220)

Cree que en el principio fue el Verbo, y que todas las cosas son palabras del libro supremo adonde está escrita la totalidad del universo:

Todas las cosas son palabras del

Idioma en que Alguien o Algo, noche y día,

Escribe esa infinita algarabía

Que es la historia del mundo... (P. 159)

Y que todas las cosas, es decir todas las palabras, pueden reducirse a una, la palabra de Dios:

Dijo estas cosas (estas cosas, no estas palabras,

Que son mi pobre traducción temporal de

una sola palabra). (P. 157)

Todos los rostros se condensan en uno (P, 24, 147, 258), todos los paisajes son ilusorios menos el de la innumerable Buenos Aires (P, 39), que a su vez se resume en uno sola manzana o en una misma esquina:

... Una esquina remota

Que puede ser del norte, del sur o del oeste,

Pero que tiene siempre una tapia celeste,

Una higuera sombría y una vereda rota. (P. 145)

Su visión sólo retiene lo inmóvil y homogéneo, un paradigma que se condensa en una imagen: el prototipo. En Borges, cosa curiosa, este proceso de idealización, esta simplificación esencial suele producirse a partir de un espacio concreto, de una muy precisa localización geográfica. Casi podría hablarse de un principio estructural: cuando la circunstancia obra de desencandenante, se la intemporaliza, se la abstrae por reflexión imaginativa; se produce un empobrecimiento de la sensación en aras de la idea.

Buenos Aires constituye un motivo preponderante dentro de su poesía, Borges se considera poeta urbano: “Soy un pueblero y ya no sé de esas cosas, / soy hombre de ciudad, de barrio, de calle” (P, 94). No a la manera futurista. No exalta la velocidad, la simultaneidad, las vertiginosas transformaciones, la civilización tecnológica. Si analizamos la utilería que Borges menciona, comprobaremos que están ausentes todos los objetos de la era industrial, que practica un voluntario anacronismo de carros, malevos y guitarras para infundir la sensación de eternidad.[7] Destierra de su visión la ciudad moderna, el centro cosmopolita, multitudinario; prefiere los barrios apartados, el suburbio humilde, el sur con presagios de campo. No la Buenos Aires mundana, sino la pampeana; ciudad de llanura, horizontal, recoleta, de edificación baja y homogénea; la cuadriculada, esa anchurosa y repetida geometría, abarcable a través de la memoria, capaz de condensarse en el recuerdo de cualquier rincón. Además, la que rememora es siempre la ciudad inmóvil: ("'A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / La juzgo tan eterna como el agua y el aire”. [P, 106]) la ciudad de su infancia, la típica, al margen de su desmesura y de sus recientes mutaciones. Parece deshabitada, por momentos se vuelve paisaje metafísico:

Las plazas agravadas por la noche sin dueño

Son los patios profundos de un árido palacio

Y las calles unánimes que engendran el espacio

Son corredores de vago miedo y de sueño. (P. 145)

Hablo de una propensión de Borges hacia la irrealidad y hablo exagerando para ponerla más en evidencia. Si consideramos que uno de los influjos mayores del arte consiste en ampliar el ámbito de nuestra percepción, en posibilitamos nuevos descubrimientos de la realidad, nadie mejor que Borges para mostrarnos Buenos Aires y enseñarnos a mirarla: esas calles de arrabal, los zaguanes, las tapias, portones y patios. Tenemos su visión insertada de tal modo que ella filtra insensiblemente la nuestra. La tendencia a la abstracción que señalo no disminuye la fidelidad, ese emocionante cariño por su ciudad natal, transmitidos a través de sus poemas. Y los versos iniciales del primer libro, l'ercor de Buenos Aires (‘Xas calles de Buenos Aires / ya son la entraña de mi alma”. [P, 17]), dicen un sentimiento que se reitera a lo largo de toda su obra.

Si dentro de la dilatada capital, Borges se exila en los aledaños apacibles y monótonos, allí donde “la actualidad constante / convincente y sanguínea” (P, 33) no lo agrede con “su plenitud irrecusable”, hay otro espacio aún menor y más inmóvil: el hogar, la casa familiar adonde el presente se aquieta y se confunde con ese tierno ayer de los antepasados, adonde la vejez y la infancia se amalgaman. Microuniverso personal, poseído y posesivo, es el más querido, el más habitado por Borges, el de los trayectos repetidos, el de los hábitos persistentes. Allí reina “aquel preciso / orden de humildes y queridas cosas" (P, 222); todo tiene su sitio asignado: los objetos de siempre, los actos cotidianos y los libros. Todo infunde sensación de permanencia. La casa lo protege del mundo.

En su búsqueda de la esencia de Buenos Aires, toda fealdad quedará excluida. Lo que no participa de la verdad o de la belleza, tiene existencia reflejada, ilusoria. No hay poema más ilustrativo de esta postulación que El paseo de Julio. Borges no se vuelca al mundo, sino que vuelca el mundo hacia su discernimiento, hacia una visión que elimina de su ámbito lo caótico, lo vulgar. Como todo arte idealista, el suyo no se propone sólo constatar la experiencia , sino seleccionar y dignificar. Y el Bajo de Buenos Aires, donde pululan los hombres y mujeres marginales, la resaca, la voracidad, la prostitución, el alcoholismo, le resulta irreal como una pesadilla, la réplica infame del mundo visto en un espejo deformante:

Eres la perdición fraguándose un mundo

con los reflejos y las deformaciones de éste;

sufres de caos, adoleces de irrealidad. (P. 130)

Porque la realidad aparece aquí percibida a través de una escala jerárquica; en su cúspide están los valores supremos. Y si excepcionalmente la fealdad se muestra desnuda para sacudimos con su irreprimible concreción, como en Carnicería (P, 52), es desvalorizada de antemano por el menosprecio del poeta: “Más vil que un lupanar / la carnicería rubrica como una afrenta la calle”. Borges ve con óptica nobiliaria. La prueba cabal la encontramos en Muertes de Buenos Aires, ese parangón entre dos cementerios: uno popular y nuevo, la Chacarita, el otro, la Recoleta, patricio y más añoso. En La Chacarita se aúnan el sentimiento de repulsa hacia todo lo condenado a la caducidad y una visual peyorativa de esos muertos anónimos, de esa “montonera clandestina” reclutada en los conventillos del sur. Por el contrarío, dice de la Recoleta:

Aquí es pundonorosa la muerte,

aquí es la recatada muerte porteña,

la consanguínea de la duradera luz venturosa

del atrio del Socorro. (P. 123)

Aquí, lo presume, será enterrado Borges; aquí se encuentran las sepulturas familiares, las reliquias veneradas de sus antepasados; aquí la muerte honra, junto a los mausoleos de aquellos épicos militares de la Patria. No sólo el rango de los muertos determina la diferencia entre ambos cementerios. A la Recoleta lo liga el cordón umbilical de su linaje.

Estos escasos contactos con lo informe y con la fealdad, con el mundo que está más allá de su hogar y de sus paseos habituales, imprimen a su poesía una diferenciación de contenido y también de estilo. Aparecen rasgos de expresionismo que, en su segunda época, reviven al ultraísta de los entusiasmos juveniles. Poemas de tonalidad más fuerte, en ellos merma la mesura, la distancia que establece todo rito, toda estilización; los adjetivos se vuelven más enfáticos y la estructura pierde parte de su disposición armónica. Nunca mecánicamente convencional, Borges sabrá concertar el acuerdo más expresivo entre significante y significado. Ante lo caótico, desbarajusta la concatenación, adopta el versículo libre y la forma se torna más abierta, más orgánica, como para dar la impresión de flujo espontáneo y desordenado. Los más representativos de esta apertura son poemas que tratan sobre situaciones extremas, cuando resulta impotente el control de la serena reflexión: dos noches que trastornan su mundo. La una de Insomnio:

Las fatigadas leguas incesantes del suburbio del

      Sur

leguas de pampa basurera y obscena, leguas de

      execración,

      no se quieren ir del recuerdo.

Lotes anegadizos, ranchos en montón como perros,

      charcos de plata fétida:

soy el aborrecible centinela de esas colocaciones

      inmóviles.

Alambres, terraplenes, papeles muertos, sobras de

      Buenos Aires. (P. 138)

La otra, en Mateo, XXV, 30, cuando de golpe le sobreviene, sobre un puente de Constitución, el Juicio Universal. Muy pocas veces denota, como en ambos poemas, el patetismo de sus angustias, su impotencia para reducir lo difuso a lo delimitado.

Borges es un poeta púdico. Además, no cree que las alternativas de su vida cotidiana, carente de novedad, puedan constituir pasto de poesía perdurable. Toda su experiencia personal nos la comunica esquivamente, a través de alusiones, muy tamizada. Unos cuantos poemas homenajean a una o varias amadas innominadas.[8] En ellos Borges denota esa pudorosa reserva que es, desde los románticos y gauchescos hasta el grupo Martín Fierro, una modalidad tradicionalmente argentina. Esta contención, esta reticencia van a ser quebradas posteriormente por 1a influencia del surrealismo. Casi nunca Borges da indicaciones físicas de la mujer. Tampoco su amor, desgravado de erotismo, queda exento de la depuración idealista. Como buen conceptista, se preocupa más por la razón de amor que por la presencia camal de la amada. La verdadera amada no está en el trato amoroso, en la solidaridad corpórea de los amantes, sino en una región última, inaccesible, inmóvil:

Arrojado a quietud,

divisaré esa playa última de tu ser

y te veré por vez primera, quizá,

como Dios ha de verte. (P. 77)

Al desentrañar la biografía implícita, redescubrimos su abstracción de la realidad, su anulación del presente. La concepción cíclica del tiempo hace que todo su vivir sea repetición del pasado. El presente sólo tiene valor en tanto asegura la perduración de ese pretérito personificado, sobre todo, por la gente de su sangre. Borges venera a sus antepasados: “A los antepasados de mi sangre, y a los antepasados / de mi espíritu sacrifiqué con versos”. (P, 95) Anticipado en un poema juvenil, refirmará este fervor a lo largo de su obra. Buenos Aires y los Borges se amalgaman para constituir el mundo familiar. Los varones ilustres se llaman Isidoro Suárez, Isidoro Acevedo, Francisco Laprida, Francisco Borges, sus ascendientes próximos, o aquéllos más lejanos, los ásperos sajones de la gesta de Beowulf, los portugueses de Camoens, la España presente en los apellidos de su abolengo. Predecesores heroicos, casi siempre realzados por el epos clásico o por la alcurnia literaria que al idealizar establecen distancia. Ellos perpetúan en su sucesor, a veces oscuramente, “Sus hábitos, rigores y temores”. (P. 206) Toda vida para Borges es repetición de ideas, sentimientos, actitudes y situaciones humanas básicas. La historia, que no hace sino reiterarlos, le resulta nula en tanto proceso prospectivo de transformación. (Como buen idealista, es antimaterialista y antihistoricista). En un acontecimiento puntual como la batalla de Junín, situada en un lugar preciso del orbe y en un momento determinado de la cronología, se repite una circunstancia, la misma que Borges va a experimentar durante el peronismo:

La batalla es eterna y puede prescindir de la pompa

      de visibles ejércitos con clarines;

Junín son dos civiles que en una esquina maldicen

     a un tirano,

o un hombre oscuro que se muere en tía cárcel. (P. 156)

La perpetua batalla puede revivir simbólicamente entre dos contendientes sobre un tablero de ajedrez. Ambos acompasan los movimientos de sus ejércitos y no saben que reproducen una antigua querella. Al igual, nuestro destino es movido sobre el tablero de la vida por ese Jugador que nos rige. Así, cuando el malevo Iberra mata de un balazo a su hermano el Ñato, reedita la historia de Caín y Abel. Borges confunde historia y epopeya: los ejecutores tienen siempre dimensión heroica, talla excepcional, trátese de los Suárez, los Acevedo, los Borges, de un antiguo rey sajón, de un capitán de los ejércitos de Cromwell o de aquellos cuchilleros de la “chusma valerosa”, como Muraña o Juan Moreira.

La poesía no desciende al hampa, sino que la jerarquiza, la lustra de impurezas hasta tomarla objeto digno de tratamiento. Una visión épica, por definición, tiene que ser unilateral. El conflicto se plantea siempre entre el héroe y la adversidad, que está fuera de él; no entre el actor consigo mismo. La historia épica es la historia de hombres ni dubitativos ni vacilantes, que tienen una clara relación con el mundo. Y si tomamos en cuenta, aunque potenciales, las implicaciones históricas de Borges descubriremos el esquematismo tradicional, la bipolaridad heredada e irreductible —unitarios contra federales— que rige su concepción del presente y del pasado argentinos. Casi las únicas referencias actuales aluden, laudatorias, al levantamiento militar de 1955 que destituyó del poder a Juan Domingo Perón. Durante esas “épicas lluvias de setiembre”, Borges volvió a sentir, como sus antepasados en la lucha contra Rosas, que la historia gloriosa, detenida por el peronismo, se echaba de nuevo a andar por las calles (P, 20S). Desde entonces “el sabor de lo real” comienza a ejercer su influjo sobre el poeta y un esquematismo extremado determina sus opciones  políticas.

Soy unilateral para que algunos hilos de la urdimbre de Borges puedan individualizarse y seguirse a través de sus entrecruzamientos. Pocos, como él, han sabido extraer sustancia poética de la probablemente opaca historia nacional. Pocos han podido personificar a Facundo Quiroga, a Francisco Laprida o al Coronel Suárez, poseerlos, penetrarlos y representarlos con tanta proyección imaginativa, con semejante poder de emoción.

“La rueda de los astros no es infinita / Y el tigre es una de las formas que vuelven” (p. 208). Borges vislumbra la historia como un juego de recurrencias que son anticipo de eternidad. Así como las esperanzas, los dolores, los asombros y los goces humanos se repiten, el lenguaje, para afirmarse en un tiempo sin historia adonde el ayer, el ahora y el después sean equiparables, debe volver no sólo a las formulaciones, sino a las formas de antaño, a "las rituales metáforas de la estirpe” (p. 246). De ahí ese voluntario anacronismo de Borges. Paulatinamente va rescatando un antiguo legado literario: reedita las sagas nórdicas, la lírica arábiga, la salmodia bíblica, el endecasílabo clásico, la rima consonante, el soneto, la oda militar y la elegía. Para él, estas pompas verbales, repetidas desde tanto tiempo atrás, no constituyen una interferencia que opaca la comunicación poética, sino su sostén más sólido, el que ha resistido la roedura de los años. Borges no quiere decirnos nada nuevo; para cantar "esas viejas dulzuras y también esos viejos rigores” (p. 123), no necesita buscar formas novedosas.

Su adjetivación ilustra cabalmente este proceso de retorno al pasado. Primero, el calificativo inusitado, a menudo excesivo y ocioso: “rudimental existencia”, “tiempo gárrulo” ocaso “charro”, pampa “macha”; la búsqueda de la potencia intensificativa, del dinamismo a través de una exagerada prosopopeya, la fuerza fónica. Primero, abundantes y sutiles notas sensoriales:

En esa hora de fina luz arenosa

mis pasos dieron con una calle ignorada,

abierta en noble anchura de terraza,

mostrando en las comisas y en las paredes

colores blandos como ol mismo cielo que conmovía el mundo. (P. 21)

Luego, irá adoptando progresivamente el epíteto tipificador, con frecuencia antepuesto, como para aumentar el énfasis retórico, el sabor literario. Pasa del adjetivo connotativo que particulariza, al denotativo que generaliza. Y la estética clásica lo aleja de la visión directa, de la percepción concreta del mundo. Pérdida de la singularidad, como para darnos la impresión de que los elementos tienden a asumir una cualidad permanente, integran un orden eterno:

La arena de los ciclos es la misma

E infinita es la historia de la arena;

Así, bajo tus dichas o tu pena,

La invulnerable eternidad so abisma. (P. 179)

El mismo regreso se manifiesta cuando analizamos su vocabulario. Borges parte de un lenguaje barroco, que hace ostentación de riqueza, que sobrenada entre todos los niveles, que sobreabunda en cultismos, en neologismos y en regionalismos. Pasa con juvenil desparpajo de modalidades muy hispánicas, como “sin haber de inclinarse", "habéis de ser quebrados" a forzadas derivaciones como "individuación eternal", “ancestralidad”, ‘‘albriciado”, o a argentinismos notorios como “mate curado”, “calesita”, “balconcitos retacones", la pérdida de la d final (“oscuridá", “verdá”, “dualidá”) y el voseo. Este énfasis hecho de iracundia y de diversidad se va atemperando, unificando. En el prólogo de su Obra poética, habla de purificación idiomática y califica de fealdad a todo exceso de hispanismo o de argentinismo. Tratará, pues, de adoptar un estilo más clásico, con un eje de simetría estable, del cual se apartará siempre mesuradamente para introducir variantes que no alteran el arreglo armónico. E idéntico rigor de selección imperará en sus poemas de metro tradicional y rima consonante que en los de verso libre. Y si a la localización geográfica corresponde una idiomática, la conseguirá a la manera de José Hernández, más con sutiles modalidades que con vocabulario lugareño:

Traiga cuentos la guitarra

De cuando el fierro brillaba,

Cuentos de truco y de taba,

De cuadreras y de copas,

Cuentos de la Costa Brava

Y el camino de las Tropas. (P. 235)

Creo que el meollo de la originalidad de Borges no es formal, no reside en su configuración de la palabra. Nótese que en la segunda época, cuando emula a sus predecesores literarios, persigue lo contrario de una singularización estilística. La originalidad se asienta, más bien, en su decurso mental, en un excepcional poder de asociación, en sus procesos lógicos que parten de premisas inhabituales, de una mixtura de ingredientes siempre dispares y a menudo exóticos. Al acopio de la tradición humanista, añade las mitologías nórdicas y orientales. Con incomparable desenvoltura, combina lo local y lo esotérico. Además, provoca en lo más inmediato un extrañamiento por amplificación ultra-terrena, imprime a lo circunstancial y contingente un salto metafísico. Por anhelo de permanencia, desdeña lo novedoso, idealiza la realidad empírica e irá eliminando de su poesía todo signo de contemporaneidad.

Notas:

[1] Jorge Luis Borges, Discusión, EMECÉ, Buenos Aires, 1964, p. 209.

 

[2]  P entre paréntesis y con indicación de página corresponde a Jorge Luis Borges, Obra poética, EMECÉ, Buenos Aires, 1964.

 

[3] Este ensayo retoma en parte el epicentro del penetrante análisis de Ana María Barrenechen. La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges, El Colegio de México, México, 1957. De la copiosa bibliografía sobre el tema, me fue muy útil: Guillermo Sucre, Borges, el poeta, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1967; además: Rafael Gutiérrez Girardot, Jorge Luis Borges. Ensayo de interpretación. Insula, Madrid, 1959; Marcial Tamayo y Adolfo Ruíz Díaz, Borges, enigma y clave. Nuestro Tiempo. Buenos Aires, Jorge Luis Borges, L´Herne, París, 1964. Las concomitancias son inevitables. Como mi tarea se circunscribe al análisis de los textos poéticos de Borges, he reducido el aparato critico al mínimo indispensable.

 

[4]  V. Guillermo Sucre, op. cit, La equivocación ultraista, p. 23 y sig.

 

[5] Jorge Luís Borges, Otras inquisiciones, Sur, Buenos Aires, 1952, p. 210.

 

[6] V. sobre todo Baltasar GracUin e In memoriam A. R. (P. 165 y 203). Además P. 161. 233, 241. 259.

 

[7] "El deliberado anacronismo para forjar una apariencia de eternidad, también ha sido Practicado por Pound y por T. S. Eliot”. (Discusión, p. 122).

 

[8] V. P. 60, 63. 68. 77, 118, 140. 142.

 

por Saúl Yurkievich

Revista Nuevos Aires Nº 4

Buenos Aires, Rpca. Argentina - Abril / mayo / junio de 1971

Digitalizado, como word, y luego editado htm, por el editor de Letras Uruguay el día 5 de junio de 2017, se agrega foto

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