Escritura de vidas. Barthes y la animalidad

Ensayo de Julieta Yelin [1]

julietayelin@conicet.gov.ar   

Resumen

El artículo toma como punto de partida la noción barthesiana de "escritura de vida" y analiza sus alcances teórico-críticos, considerándola sumamente operativa para abordar el anudamiento escritura-vida en las producciones literarias del presente. Para ello, se la vincula, por un lado, con otras reflexiones del último Barthes en torno del problema de la vida animal y, por otro, con algunos pasajes del pensamiento nietzscheano que el propio crítico cita y comenta en los seminarios reunidos en el libro póstumo La preparación de la novela. Como efecto de estas vinculaciones, se dibuja un campo conceptual transdisciplinar que articula, entre otras, las nociones de intimidad, juego, cuerpo, metabolismo, animalidad, pobreza, placer y co-existencia, y que permite considerar las escrituras de vidas como formas de exploración identitaria del animal humano.

Palabras clave

Roland Barthes; escritura; Nietzsche; vida; Friedrich Nietzsche, animalidad.

Abstract

This paper takes as its starting point the Barthesian notion of "writing of life", and analyzes its theoretical-critical scope, considering it highly operative to address the knot between writing and life in nowadays literature. To this end, the notion is linked, on the one hand, with other reflections of the last Barthes on the problem of animal life and, on the other hand, with some passages of Nietzschean thought that the critic himself quotes and comments in the seminars gathered together in the posthumous book The Preparation of the Novel. As an effect of these links, a transdisciplinary conceptual field is drawn. This field articulates, among others, the notions of intimacy, play, body, metabolism, animality, poverty, pleasure and co-existence, and allows us to consider the writing of lives as a way to explore the human animal identity.

Keywords

Roland Barthes; writing; life; Friedrich Nietzsche; animality.

Autor-animal

El imaginario, la asunción global de la imagen, existe en los animales (aunque no lo simbólico), ya que éstos van derecho al señuelo, sexual u hostil, que se les tiende. Este horizonte zoológico, ¿no da a lo imaginario una superioridad de interés? ¿No tendremos en él, epistemológicamente, una categoría del futuro?

Barthes, Roland Barthes (1978)

Este trabajo tiene como origen un escollo metodológico. Redactábamos un proyecto grupal titulado “Cómo se cuenta una vida. Escritura e intimidad en la literatura latinoamericana contemporánea”[2], en el que el campo de problemas que habíamos delineado para la investigación recortaba tres corpus bastante bien definidos: el primero reunía un conjunto de escrituras del yo -autobiografías, diarios, memorias-; el segundo agrupaba una serie de escrituras biográficas, y en el tercero se incluían ficciones de animalidad -de animales y de lo animal humano-. Nuestra hipótesis de trabajo era que esa tríada constituía una suerte de mapa de las diversas modalidades en que la vida, humana y no humana, es capturada por el lenguaje literario. Se nos imponía, de modo necesario y simultáneo, una reflexión acerca de los efectos que el trazado de esas líneas transversales, articuladoras de tres series textuales diversas, tendrían sobre las nociones con las que creíamos era pertinente abordarlas. Algunas de ellas provenían del campo de la filosofía (como “vida” o “subjetividad”), otras del psicoanálisis (“pulsión”, “afecto”), de la filosofía política (“persona”, “comunidad”), de la teoría l iteraría (“escritura”, “sentido”, “representación”); todas, indudablemente, desbordaban esos campos y adquirían, en los trasvases, significados divergentes, al tiempo que creaban una red conceptual capaz de precisar los alcances de nuestro proyecto; de ponerlo, por decirlo de algún modo, en una órbita metodológica determinada.

En ese contexto, nos encontramos con la fórmula bartesiana “escrituras de vida”. Con ella, en una de las sesiones del último seminario que dictó antes de morir -incluido en el volumen póstumo La preparación de la novela-, Barthes alude a aquellas producciones que conforman lo que caracteriza como “nebulosa biográfica”, y entre las que incluye géneros discursivos diversos, como los diarios de escritor, las biografías, las entrevistas personalizadas, las memorias. Nos preguntamos, entonces, si la noción “escritura de vida”, que claramente englobaba a los dos primeros corpus -escrituras del yo y escrituras biográficas-, podía abrazar también al tercero -escrituras del/de lo animal-, y, en caso de que así fuera, cuáles serían los efectos teórico-críticos de esa inclusión, que Barthes no había contemplado -cuando dice “escritura de vida”, dice, indudablemente, escritura de vida humana, subjetiva.

La que se escribe y la que Barthes señala como objeto de su deseo crítico es, siempre, la vida del autobiógrafo, o la del biografiado. Kafka, Rousseau, Flaubert, Rimbaud, Proust. Aunque su idea de vida subjetiva contemple, de modo evidente, la emergencia de lo a-subjetivo o lo pre-subjetivo -los afectos, el cuerpo, el Placer; lo que en otro texto de esa misma época llama “masa insubjetiva” o “sujeto generalizado” (Roland Barthes 10)-, e incluso aunque la subjetividad no pueda manifestarse para él más que como centro ausente[3], la vida comprendida por el arco que dibuja el concepto “escritura de vida” es la de aquellos que tienen -o, si se prefiere, son tenidos por- la palabra. Sin embargo, percibíamos en la formulación barthesiana una ambigüedad que, de modo bastante evidente, provenía de la palabra “vida”. Su inclusión abría un campo de sentido que era precisamente el que nuestro proyecto quería explorar: el de la relación entre las nociones de lenguaje y de vida. Esta última en un sentido pleno, es decir, no sólo en el ámbito de lo intra-subjetivo -la consideración del sujeto como efecto del lenguaje-sino también en su proyección exterior: la palabra tratando de nombrar lo viviente más allá de las taxonomías y jerarquías impuestas por el especismo. El lenguaje frente a la vida -propia y ajena- en su inconmensurable diversidad.

¿No podría, acaso, leerse en esta clave el gesto barthesiano de resurrección del autor (La preparación 275) -en el sentido estricto de darle una nueva vida- proclamado a partir de los años setenta?[4] Lo que ha regresado es, en sus palabras, una “curiosidad” por la vida del autor, pero no por lo que llama “el autor externo”, por su “biografía” -las influencias que sufrió, las fuentes que pudo conocer-, objeto clásico del biografismo historiográfico; esta nueva curiosidad se orienta hacia un “autor interno”, es decir, hacia su vida íntima.[5] [6] Ciertamente, parece conveniente remitir aquí a los desarrollos que en torno de la noción realizó José Luis Pardo: la intimidad como una interioridad que no refiere en ningún caso a los aspectos privados o secretos de una vida, sino a sus inclinaciones inconfesables -o, más precisamente, y para que “inconfesable” no se confunda con “vergonzante”, a aquellas inclinaciones imposibles de confesar-. Argumenta Pardo en su sexto axioma de la intimidad: tener intimidad es no poder identificarse con nada ni con nadie, y no poder ser identificado por nada ni por nadie (La intimidad 153-62); para ponerlo en la huella del argumento barthesiano: tener intimidad es ofrecerle a la curiosidad un objeto indescifrable, una pura forma sin contenido. La intimidad del autor sería, desde este punto de vista, la singular distancia que lo separa de sí mismo; aquello que lo convierte, en términos deleuzianos, en una vida (Deleuze “La inmanencia” 35-40).

Entonces, si para Pardo la intimidad es, como corolario de las características que acabamos de enumerar, una forma de la “animalidad específicamente humana” (42), ¿no será que lo que retorna en el pensamiento del último Barthes como meta de la curiosidad crítica es el autor-animal? El escritor que había sido muerto y enterrado en los sesenta, con sus conflictos psicológicos y sus compromisos políticos, con su carga de herencia y de historia, resucita a fines de los setenta con un cuerpo y una intensidad inusitadas, una afectividad que desborda lo biográfico como relato, que invade la obra, que desestabiliza y problematiza lo que ha sido pensado acerca de esa relación causal -una vida que da lugar a una obra-[7] a través de la experiencia de la animalidad. La curiosidad por el autor-animal se enfocaría precisamente en aquellos momentos en los que el lenguaje remite a una zona vacía de la subjetividad, a un punto ciego, sin contenido; en ellos es posible observar la experiencia de ese desfasaje entre lenguaje y vida que Deleuze y Guattari definieron como “devenir animal”, y que Giorgio Agamben ha caracterizado, invirtiendo el punto de vista de la observación, como “acontecimiento antropogénico” (Agamben El uso 373).

Revisemos, para precisar y reforzar el argumento, dos momentos próximos temporalmente en los que Barthes se detiene en el problema de la relación hombre-animal. Un poco antes de dictar los seminarios que dieron lugar a La preparación de la novela había reparado en la relación existente entre animalidad y anacoresis a partir de una relectura de Robinson Crusoe. Su idea es la siguiente: en sentido inverso de los anacoretas, que se abocan a la vida animal, Crusoe traza un itinerario de la animalidad a la humanidad; se hace hombre al afirmar su jerarquía frente a los animales, domesticándolos. Apunta Barthes en sus notas de clase:

Robinson Crusoe: las formas principales de la relación del hombre con el animal. Acceso a la humanidad: a través de un proceso de poder sobre las cosas (utensilios), sobre los animales (domesticación). El último estadio de esta “hominización” es el más interesante: crear el afecto mediante el poder, crear un poder-afecto, servirse del poder para recibir afecto. El hombre nació verdaderamente en Robison Crusoe -con el cabrito” (Cómo vivir juntos 72).

Llama la atención el acento puesto sobre la afectividad como vía de la hominización. La idea de poder-afecto incorpora a la fórmula foucaultiana poder-saber un elemento que es ajeno a la dimensión de la cultura -entendida como ámbito de la creación específicamente humana-, y le atribuye la capacidad de producir humanidad. El afecto del cabrito y no el dominio de la naturaleza es lo que vuelve hombre a Crusoe. Poco tiempo después, en otro seminario, al inicio de la sesión del 10 de febrero de 1979, apunta:

los perros, especialmente, me interesan, me apasionan; porque son afecto puro: sin razón, sin salientes, sin inconsciente, sin máscara: en ellos, el afecto se ve, en su absoluta inmediatez y movilidad; observen la cola de un perro: su agitación sigue las demandas de afecto con una rapidez de matices que ningún rostro, por móvil que sea, puede emular en sutileza; son fascinantes porque aunque estén embebidos de hombres, son sin embargo hombres sin razón (y sin locura) (Barthes La preparación 107).

La digresión acerca de los perros le permite a Barthes reparar en un territorio que caracteriza como “afectivo difuso” o “afectivo muaré”, es decir, un afecto desenfocado. Anota: “me interesa el afecto en sí, difuso, perdido, enloquecido; tener un perro: espectáculo continuo de afecto”. Y aclara en una nota para sí: “distinguir lo afectivo de lo afectuoso” (108). No sabemos, ciertamente, cómo fue el desarrollo de la distinción en la exposición oral de Barthes. Hipotetizamos que la diferencia se liga a la presencia o ausencia de sujeto: lo afectuoso necesita de un sujeto, mientras que lo afectivo responde a esa afectividad muaré. El perro pone en escena una dimensión del afecto que no se puede anudar al lenguaje, que proviene de otra fuente y que alimenta -añadimos- la experiencia subjetiva.

Tanto el comentario sobre el cabrito de Crusoe como la reflexión acerca del afecto perruno están anclados, de modo bastante evidente, en una visión humanista de los animales no humanos; se apoyan en la tesis del animal como carente respecto de una pretendida plenitud humana; la idea, ya presente en el pensamiento antiguo, de que el hombre es un animal que posee un plus (lenguaje, alma, razón, etc.). Con todo, el énfasis que Barthes pone en la afectividad del animal, y la proximidad temporal de esas reflexiones respecto de la conveniencia crítica de considerar un “retorno del autor”, refuerzan la hipótesis de lectura en la que autor y animal se aproximan y producen algunos interesantes deslizamientos conceptuales.

Metabolismos

Se me preguntará cuál es la auténtica razón de que yo haya contado todas estas cosas pequeñas y, según el juicio tradicional, indiferentes; al hacerlo me perjudico a mí mismo, tanto más si estoy destinado a representar grandes tareas. Respuesta: estas cosas pequeñas — alimentación, lugar, clima, recreación, toda la casuística del egoísmo— son inconcebiblemente más importantes que todo lo que hasta ahora se ha considerado importante. Justo aquí es preciso comenzar a cambiar lo aprendido. Las cosas que la humanidad ha tomado en serio hasta este momento no son ni siquiera realidades, son meras imaginaciones o, hablando con más rigor, mentiras nacidas de los instintos malos de naturalezas enfermas, de naturalezas nocivas en el sentido más hondo; todos los conceptos «Dios», «alma», «virtud», «pecado», «más allá», «verdad», «vida eterna». Pero en esos conceptos se ha buscado la grandeza de la naturaleza humana, su «divinidad». Todas las cuestiones de la política, del orden social, de la educación han sido hasta ahora falseadas íntegra y radicalmente por el hecho de haber considerado hombres grandes a los hombres más nocivos, por el hecho de haber aprendido a despreciar las cosas «pequeñas», quiero decir los asuntos fundamentales de la vida misma...

Friedrich Nietzsche, Ecce homo (2005)

De la aproximación entre autor y vida animal parece emanar el interés del Barthes de La preparación de la novela por el registro que los escritores realizan en sus diarios de la rutinaria materialidad de lo cotidiano, de lo que él llama “rasgos de vida” o “regímenes”[8] . El escritor que come y que duerme, que no se alimenta de un pasado y una tradición sino de café con leche y medialunas, que escribe porque pudo alimentarse y descansar, es decir, porque tiene un cuerpo que se lo permite. Barthes se asombra de lo poco que sabemos acerca de la alimentación de los escritores, y de la poca relevancia que se le ha dado al asunto. ¿Qué comían? ¿cómo comían?, se pregunta, y concluye que nos falta una filosofía de la alimentación, “la puesta en relación más o menos analógica de un sistema alimentario y un sistema fantasmático, o, más estrictamente, simbólico” (298-9); en otras palabras: un relato que ponga en contacto digestión y lenguaje -el principio nutritivo es precisamente el descubrimiento aristotélico que produce una primera definición (indefinida) de lo viviente, y que dará lugar, con el paso de los siglos, al animal interior de Xavier Bixat: el silencioso y oscuro discurrir de la vida fisiológica-.

Barthes se enfoca en ese animal interior que ha funcionado como hipótesis fundamental de la medicina moderna pero que no ha siquiera rozado los dominios de los estudios literarios.

Ahora bien, ¿cómo se relacionan en el imaginario bathesiano la escritura y la fisiología? Para pensarlo Barthes, necesita ensanchar la noción de vida, es decir, hacer ingresar en ella aquello que ha sido tradicionalmente asignado al mundo de lo viviente no humano. Pensar en la vida del cuerpo no como realidad extraña a la subjetividad sino como su condición misma de posibilidad. La noción de sujeto encarnado y arraigado que Rosi Braidotti ha conceptualizado desde la perspectiva de una política materialista radical e inmanente (Por una política 109) resulta pertinente aquí e invita a pensar el gesto crítico de La preparación en dos contextos significativos: por un lado, y a nivel más general, el de la revisión de una concepción de subjetividad que la ha asociado indisolublemente a lo humano; por otro, y en el ámbito específico de la crítica literaria, la reevaluación de la muerte del autor decretada por el estructuralismo en los años sesenta. En ambos horizontes, nos parece, es posible identificar como faro inequívoco el pensamiento de Friedrich Nietzsche, que ya había a comenzado a proyectarse sobre la escritura barthesiana en El placer del texto[9]

Sin duda, el interés de Barthes por los “rasgos de vida” de los escritores tiene claras reminicencias nietzscheanas. En Ecce homo, esa extraña autobiografía filosófica que Barthes menciona entre las obras más citadas en su curso (“La obra como voluntad”, curso de 1979 -1980), Nietzsche analiza con minuciosidad los ribetes de las relaciones entre alimentación, entorno geográfico, clima, hábitos, ocio (fundamentalmente lecturas) y la producción de pensamiento; y esas observaciones, lejos de constituir un marco de información contextual, meramente pintoresco, apuntan a un núcleo medular de su pensamiento: de la comida y la bebida -afirma- dependen nada menos que la “salvación de la humanidad”. Su propio derrotero intelectual, argumentará, se puede explicar por las diversas experiencias que en esta materia atravesó, y por los hábitos adquiridos y modificados a lo largo de su vida[10]. En un pasaje en el que alude a la redacción de Más allá del bien y del mal nos dice, por ejemplo: “Si se tiene en cuenta que el libro viene después del Zaratustra, se adivinará también quizá el régime [régimen] dietético a que debe su nacimiento” (Nietzsche Ecce homo 120).

Nietzsche nos detalla qué tipo de ingestas vigorizan la inteligencia, por qué una gastronomía regional arruinó un período de su vida, cómo es posible entender las flaquezas del temperamento alemán observando sus costumbres culinarias. Al respecto abundan, además, las imágenes y las metáforas digestivas: “El espíritu alemán es una indigestión, no da fin a nada”. (43) “Una inercia intestinal, aun muy pequeña, convertida en un mal hábito basta para hacer de un genio algo mediocre, algo «alemán»” (45) Los relatos y las conclusiones que se van hilando en Ecce homo conectan de modo directo, natural, la inteligencia con los intestinos. En efecto, la mayor parte de las reflexiones acerca de la alimentación y la digestión se encuentran en un apartado cuyo título es “¿Por qué soy tan inteligente? Esa síntesis gastro-intelectual se realiza en virtud de la noción de “metabolismo”, que está fuertemente asociada a las ideas de cambio y de ritmo: ritmo del vivir -del respirar, del caminar, del comer, del digerir, del pensar-. El verbo “metabolizar” deshace la dicotomía cuerpo/mente al tiempo que le infringe movimiento; como de costumbre, Nietzsche utiliza aquí una imagen muy precisa: “El tempo [ritmo] del metabolismo mantiene una relación precisa con la movilidad o la torpeza de los pies del espíritu; el «espíritu» mismo, en efecto, no es más que una especie de ese metabolismo” (45)[11]. Si el espíritu es una suerte de metabolismo, entonces los alimentos, esa energía que pone en movimiento el organismo, cobran una importancia superlativa. La comida mueve al espíritu y, como contrapartida, el pensamiento es concebido como el trabajo de un cuerpo. Más aún, de un cuerpo que debe estar en movimiento. Las recomendaciones nietzscheanas incluyen, en efecto, el ejercicio físico: “Estar sentado el menor tiempo posible; no dar crédito a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre y pudiendo nosotros movernos con libertad, a ningún pensamiento en el cual no celebren una fiesta también los músculos” (45). Comer, caminar, pensar.

Barthes inicia una de sus últimas clases (enero de 1980) refiriéndose precisamente a Ecce homo, y al trabajo de “automanipulación” que el escritor debe realizar para “concebir sutilmente la propia vida” (La preparación 297). Explica: “Aquel que quiere escribir debe, en efecto, organizar su ego de escribiente (scribens) según un conjunto sistemático de cálculos, o, más generalmente, de rasgos de vida: lo que Nietzsche llama, curiosamente, “la casuística del egoísmo” (297). Esa casuística es recuperada y analizada no sólo en las notas que Barthes realiza sobre las vidas de escritores (el insomnio de Proust, el aislamiento de Kafka, el ascetismo de Flaubert) sino también en sus reflexiones sobre las condiciones necesarias para la creación: “cómo se puede fantasear un estilo de alimentación en relación con un estilo de obra” (298). En todas esas anotaciones, Barthes pone el foco sobre la dimensión física, material, de la labor literaria; se concentra en los hábitos y las regulaciones que afectan al cuerpo del escritor: los ritmos y los horarios, las vestimentas, el lugar de trabajo, las enfermedades, la farmacopea. Qué consumen para despertarse, para alcanzar la lucidez que exige la tarea; qué toman después para relajarse y conciliar el sueño. No me detendré en detalles -advierte- “sólo señalaré que, frente a la exigencia de la Obra, el cuerpo del escritor se siente desprovisto, insuficiente, impotente para encontrar una justeza, una ecuación justa entre la Frase y el Cuerpo” (300). Esa ecuación justa no es sino la búsqueda de una articulación armoniosa entre vida y lenguaje, una verdadera biopolítica (afirmativa) de la creación. Nótese, en este sentido, la proximidad entre los textos foucaultianos de esos mismos años, en los que el cuidado de sí supone un ejercicio de ajuste entre discurso y forma de vida que Foucault entiende como una labor de ascetismo -en el sentido estrictamente etimológico: aσκητής (asketés) designa a aquél que practica una profesión o un arte, así como también a quien hace ejercicio, al atleta; dice Foucault: “dando al ascetismo un sentido muy general, es decir, no el sentido de una moral de la renuncia, sino el de un ejercicio de sí sobre sí por el cual uno intenta elaborarse, transformarse y acceder a un determinado modo de ser” (Foucault “La ética” 394).

La literatura, la escritura como forma de vida, exige una atención especial al animal interior. Mudo, indescifrable, ese animal produce, sin embargo, codo a codo con el animal de relación. La localización de la frontera entre ambos es, en efecto, una hipótesis; más aún: si no necesitáramos de la distinción para explicarnos fenómenos de desconexión -la vida vegetativa, por ejemplo-, no podríamos siquiera descernirlos. El interés y la curiosidad barthesiana por ese animal interior produce, como efecto indirecto, el deseo de una disciplina, de una rutina de la que pueda desprenderse, como acontecimiento a un tiempo buscado e inesperado, la Obra. El artista, el escritor, el filósofo son, en los escritos barthesianos y foucaultianos de finales de los años setenta, animales de costumbres. En efecto, si el animal es, en la reflexión sobre Crusoe, aquel que le permitió al hombre “hominizarse”, es también el que lo devuelve al territorio de la experiencia literaria: no hay modo de que la vida atraviese la escritura si no es en virtud del contacto -involuntario, accidental, e incluso indeseado- del escritor con el animal (en el) que habita.

Pobreza

Todo esto, ¿fútil? ¿Traido de los cabellos? Me ubico siempre en la perspectiva del Ecce homo de Nietzsche: postulación de una Filosofía profunda vinculada con las elecciones aparentemente insignificantes: las elecciones del cuerpo.

Barthes, La preparación (2005)

Lo que el cuerpo quiere y lo que el cuerpo puede. También Nietzsche se refiere a ello cuando pondera su relación con la escritura y la lectura como ejercicios recíprocamente excluyentes. La imagen que utiliza para aludir a la gestación de la propia obra es la del “embarazo espiritual”. En ese estado, dice, el cuerpo rechaza la llegada de cualquier otro pensamiento, se protege de las intromisiones que podrían desviar el interés y derrochar la energía creadora. El cuerpo protege lo que está gestando, lo abraza y lo aísla del entorno. El azar es, en este terreno, un enemigo: “¿Se ha observado realmente que, en aquella profunda tensión a que el embarazo condena al espíritu y, en el fondo, al organismo entero, ocurre que el azar, que toda especie de estímulo venido de fuera, influyen de un modo demasiado vehemente, «golpean» con demasiada profundidad?” (Ecce homo 48). Hay que evitar mediante la disciplina, entonces, cualquier clase de azar, cualquier forma de estímulo venido de fuera; “un emparedarse dentro de sí forma parte de las primeras corduras instintivas del embarazo espiritual” (48). Nietzsche se pregunta, con otra imagen que refuerza la idea de artrincheramiento creador: “¿Permitiré que un pensamiento ajeno escale secretamente la pared? Y esto es lo que significaría, en efecto, leer” (48).

El cuerpo que escribe se protege de la lectura porque ésta es apertura a la voz del otro, ocasión de un encuentro, de un “golpe” que puede resultar transformador, es decir, pernicioso para el proceso en curso; para Nietzsche debe, por tanto, practicarse en momentos en los que no se está trabajando en la obra. Las lecturas -a lo largo de Ecce homo describe y argumenta su preferencia por, entre otras, las obras de Shakespeare, Dante, Stendhal, Goethe, Montaigne, Moliere, Corneille, Racine- son una diversión que lo recrean, que lo sustraen de esa seriedad inquebrantable que exige el juego de la escritura, de la entrega absoluta demandada por el embarazo espiritual[12].

Barthes sigue al pie de la letra, en este punto, la recomendación nietzscheana, aunque con algunos matices: apunta que cuando uno “entra en escritura” -reaparece aquí la imagen de un espacio interior, protegido-, puede permitirse leer “libros lejanos, heterogéneos” respecto de lo que se escribe (La preparación 323). Leer, entonces, por un lado, libros que no nos golpeen, y leer, además, de un modo ligero. “Creo que hay exclusión de la lectura, de la lectura seguida, o de la lectura como trabajo: la escritura ahuyenta la lectura” (323). Y la ahuyenta precisamente porque ambas tareas necesitan de una inclinación íntima, exigen una concentración plena, del mismo modo que es imposible mantener dos conversaciones en simultáneo. Dice Barthes: hay una “cuestión de tiempo, de investimento, pero también, sin duda, cuestión más espinosa [...], una especie de rivalidad: “no hay lugar para las dos” (323).

Aunque en ningún momento abandona su perspectiva amorosa, sensible, respecto del asunto que interroga, Barthes tiende a desespiritualizarlo: en sus argumentos, la lectura y la escritura ocupan un tiempo-espacio y producen efectos que es necesario administrar del modo más eficaz y eficiente posible. La economía de la dinámica de fuerzas activas-reactivas, que también toma del pensamiento nietzscheano, se orienta justamente en esa dirección: “En la medida en que la escritura quiere ser activa (vocabulario nietzscheano), debe protegerse de lo Reactivo, evitar tener que reaccionar (salvo durante el período de los materiales, lo que es completamente diferente y no es la praxis a la que aquí apuntamos)” (323). Eso que Barthes llama el “período de los materiales”, que otros artistas suelen caracterizar como fase de incubación -otra vez la metáfora orgánica- o etapa de acopio[13], es también, en efecto, un tiempo consagrado a la materia, en el sentido de que se trata de rastrear y juntar todo aquello que pueda resultar significativo para la elaboración de la Obra. Literalmente: los materiales de construcción. Pasado ese estadio preliminar, el contacto con lo ajeno, con lo que hay fuera de la Obra, puede producir reacciones, activar peligrosamente el sistema inmune. Todas las precauciones nietzscheanas en relación con el bienestar material del escribiente -clima, régimen alimentario, recreación- apuntan justamente a “sustraerse de las situaciones y circunstancias en las que uno estaría condenado a suspender, por así decirlo, su ‘libertad’, su iniciativa, y convertirse en simple agente reactivo” (323). Esta es una cita que Barthes toma de Nietzsche, y enseguida apunta: “leer, para Nietzsche, una ocupación decadente que no debe tomar el tiempo de lo Activo, lo Fresco” (323).

Lo Activo, lo Fresco, se ligan en el discurso nietzscheano a lo que él caracteriza como lo “serio”: la respuesta subjetiva a ese momento clave en que la vida exige de uno lo más pesado. Es el tiempo de la creación, el tiempo del juego entendido como licencia para la experimentación técnica, que es, en definitiva, indagación acerca de los límites del lenguaje, del yo, de sus zonas de incertidumbre o ceguera. Sólo jugando es posible acceder a esa “seriedad inquebrantable” que Nietzsche reclama para el acto creador; por eso los momentos de seriedad son, aunque pueda resultar paradójico, los que vuelven la existencia más ligera, jovial y exuberante. Refiriéndose a uno de esos pasajes de su propia vida, Nietzsche escribe: “Nunca he comido con sentimientos más agradables, no he dormido jamás mejor. No conozco ningún otro modo de tratar con tareas grandes que el juego: éste es, como indicio de la grandeza, un presupuesto esencial” (Ecce homo 60-1).

Y esa “seriedad inquebrantable” que Nietzsche reclama para el trabajo de escritura se opone, también en el argumento barthesiano, a la caprichosa inconstancia del lector. La lectura, como el acopio -o como parte de esa fase de acopio-, es fluencia, metonimia, contacto, mezcla, zona de pasaje. Uno podría atribuir esos mismos atributos, sin dudar demasiado, al proceso de escritura; sin embargo, Barthes establece una diferencia vinculada con el movimiento: la lectura se desliza en el terreno de lo imaginario sin necesidad de fijarse en ningún punto; la escritura, en cambio, implica una detención. La imagen de una media corrida ilustra en La preparación ambos estados. Un libro es “como una malla corrida” (324); en la lectura los puntos de deshacen, basta que se corte un hilo para que se abra un surco. La escritura es la suspensión de esa abertura, la gota de saliva que cimenta los hilos. Utiliza también, cómo no, una imagen corporal: la escritura “detiene la hemorragia del Imaginario” (324). “Así es la Escritura: el dedo puesto sobre el Imaginario de la cultura y que lo detiene; la escritura es, en cierto modo, la inmovilización de la cultura (tal vez para agregarse a ella)” (324).

Esa inmovilidad, que Barthes piensa como efecto de la escritura -cristalización que necesita de un nuevo lector para volverse fluido- está también ligada en su argumentación a un estado propio de la escritura: quien escribe está detenido, absorto en un proceso de fecundidad reconcentrada. En la reflexión de Nietzsche ese estado se consigue, naturalmente, mediante la soledad -“yo no he sufrido nunca más que por la «muchedumbre»” (61)- y en la de Barthes, a la experiencia del tedio. “La voluntad de la Obra se levanta sobre un fondo de Tedio, de Chateaubriand a Flaubert y más allá (Mallarmé)” (Lapreparación 346-7). “Sobre este fondo, pues, se eleva la escritura como Arte; el Arte es en efecto esa potencia sorprendente que desaburre: es ruptura (cortocircuito) del tedio, intervención de otra Metafísica sobre la primera”. (347)

El tedio, ese “temple de ánimo” que Martin Heidegger caracteriza como aburrimiento profundo, es también una vía de contacto con la animalidad, una forma de experimentación de la pobreza animal. En su artículo “Pobreza, vida y animalidad en el pensamiento de Heidegger”, Hernán Candiloro vincula la noción heideggereana de “pobreza de mundo” con la idea de un reencuentro del hombre con su capacidad creadora gracias a esa especie de caída de la Cultura como sostén de la existencia mundana. “En la pobreza de los temples de ánimo, el ente intramundano se hunde en la insignificatividad, el ‘mundo’ se derrumba” (Candiloro “Pobreza”). La resurrección del autor como animal trae consigo una concepción de la pobreza como forma de desalienación, de reencuentro con la vida. “Lo espiritual en el hombre reside en la reafirmación de la pobreza que a través de la animalidad lo reúne con la vida. El Dasein es, en cuanto viviente, corporal”. Candiloro introduce aquí la cuestión del cuerpo en relación a nuestra condición de vivientes -y, por tanto, creadores- citando de un pasaje de la “Carta sobre el humanismo” de Heidegger: “El Dasein es, en cuanto viviente, corporal: “ser cor poral no quiere decir que al alma le esté añadida una masa llamada cuerpo, sino que en el sentirse el cuerpo está de antemano contenido en nuestro sí-mismo, de manera tal que en sus estados nos atraviesa a nosotros mismos por completo.” El cuerpo no es algo que tengamos, un objeto de propiedad o un anexo material, físico, de nuestro ser, sino nuestra condición misma de existencia. “No estamos en primer lugar vivos y después tenemos un aparato llamado cuerpo, sino que vivimos (leben) en la medida que vivimos corporalmente (leiben)’.” (Candiloro “Pobreza”)

El pensamiento del último Barthes recupera esta concepción de vida corporal para la literatura, no sólo en sus reflexiones en torno de la forma de vida del escritor, a las que hemos dedicado buena parte de estas páginas, sino también en sus consideraciones acerca de la experiencia de lectura como co-existencia, es decir, como forma de vitalidad creadora que sobrepasa los límites de la escritura. La resurrección del autor como animal viene así acompañada de un ideal crítico: el de un encuentro entre vidas en el que algo es transferido en la lectura, aunque no se pueda dilucidar con exactitud de qué se trata o, mejor, aunque haya un cierto grado de ambigüedad en la definición del objeto de esa transferencia, que Barthes define como “co-existencia”. Esta co-existencia funciona como condición del Placer y se opone, en la argumentación que despliega en el Prefacio de Sade, Fourier, Loyola [1971], al modo de relación intelectual, regido por la noción de “disfrute”[14]..El Placer transforma al objeto en materia viva, y lo hace mediante la reintroducción de la figura del autor. Dice Barthes:

A veces, sin embargo, el Placer del Texto se consuma de forma más profunda (y entonces es cuando realmente podemos decir que hay Texto): cuando el texto “literario” (el Libro) transmigra a nuestra vida, cuando otra escritura (la escritura del Otro) consigue transcribir fragmentos de nuestra propia cotidianeidad, es decir, cuando se produce una coexistencia. La medida del placer del Texto es que podamos vivir con Fourier, vivir con Sade”. (Barthes, Sade 13-4)

El concepto de Placer del Texto conecta al autor-animal con la escena de lectura: la prueba de que esa vida ha sido transferida sólo puede ser verificada en la experiencia que Barthes define como de co-existencia. Y aunque los protagonistas barthesianos sean siempre, indefectiblemente, sujetos humanos (Fourier, Sade), las que con-viven no son, en su argumento, las vidas subjetivas, sino las vidas otras, esas que el autor y el lector sólo intuyen como cansancio, afecto, hambre o ritmo. Las vidas que tensionan y ensanchan la noción de “escritura de vida”.

Obras citadas

Agamben, Giorgio. “El autor como gesto”. Profanaciones. Anagrama, 2005.

                       _El uso de los cuerpos. Adriana Hidalgo, 2017.

Barthes, Roland. Roland Barthes por Roland Barthes. Kairós, 1978.

                     _Sade, Fourier, Loyola. Cátedra, 1997.

_____________ Cómo vivir juntos. Simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos. Notas de cursos y seminarios en el College de France, 1976-1977. Siglo XXI, 2003.

                    _La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en el College de France, 1978-1979y 1979-1980. Siglo XXI, 2005.

Braidotti, Rosi (2018). Por una política afirmativa. Itinerarios éticos. Gedisa, 2018.

Candiloro, Hernán. “Pobreza, vida y animalidad en el pensamiento de Heidegger”. Areté, vol. 24, n.° 2, 2012, http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/arete/article/view/3778/pdf

Deleuze, Gilles. “La inmanencia: una vida...”. Giorgi, Gabriel y Fermín Rodríguez. Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida, Paidós, 2009.

Foucault, Michel. “La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad” y “El filósofo enmascarado”. Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales, vol. III, Paidós, 1999. Kartun, Mauricio. “Terrenal. Entrevista a Mauricio Kartun”. Entrevista de Roxana Artal, 22 de mayo 2015, http://evaristocultural.com.ar/2015/05/22/terrenal-Entrevista-a-mauricio-kartun/

Mortimer, Armine. The Gentlest Law: RolandBarthes's The Pleasure of the Text. Peter Lang, 1989.

Nietzsche, Friedrich. Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es. Alianza, 2005.

Pardo, José Luis. La intimidad. Pre-Textos, 1996. 228

Notas:

[1] Dra. en Humanidades con mención en Literatura por la Universidad Nacional de Rosario. Investigadora Adjunta del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina. Miembro del consejo editorial de la revista electrónica Badebec y directora del Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria (FHyA, UNR). Autora de La letra salvaje. Ensayos sobre literatura y animalidad (Beatriz Viterbo, 2015) y compiladora y prologuista, junto con Elisa Martínez Salazar, del volumen Kafka en las dos orillas. Antología de la recepción crítica española e hispanoamericana (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2013). Contacto: julietayelin@,comcet.gov.ar

[2] Proyecto de Investigación y Desarrollo (PID) “Escritura y vida en la literatura latinoamericana contemporánea. Alcances teórico-críticos de la noción de ‘biopoética’” (2018-2022). Aprobado y financiado por la Universidad Nacional de Rosario (HUM 592).

[3] “¿Acaso no sé que, en el campo del sujeto, no hay referente? El hecho (biográfico, textual) queda abolido en el significante, porque coincide inmediatamente con él: al escribirme no hago más que repetir la operación extrema con la cual Balzac, en Sarrazine, hizo ‘coincidir’ la castración con la castradura: soy, yo mismo, mi propio símbolo, soy la historia que me sucede: en rueda libre dentro del lenguaje, no tengo nada con que compararme; y en ese movimiento, el pronombre del imaginario, ‘yo ’, se descubre impertinente; lo simbólico se hace a la letra inmediato: peligro esencial para la vida del sujeto; escribir sobre sí mismo puede parecer una idea pretenciosa; pero es también una idea simple: simple como una idea de suicidio” (Barthes Roland Barthes 66).

[4] Él mismo sitúa ese retorno, concretamente, en El placer del texto, de 1973.

[5] Continuamos con la imagen espacial, aunque reproduzca una oposición tópica (lo material como apariencia, lo espiritual como verdad) que procuraremos desarmar a través de la noción de intimidad.

[6] Es significativo que tanto Barthes como Foucault vinculen su renovado interés por el problema de la “vida” con la noción de “curiosidad”. En una entrevista de esos mismos años, Foucault afirma: “La curiosidad es un vicio que ha sido estigmatizado una y otra vez por el cristianismo, por la filosofía e incluso por cierta concepción de la ciencia. Curiosidad, futilidad. Sin embargo, la palabra curiosidad me gusta; me sugiere totalmente otra cosa: evoca el “miedo”, evoca la solicitud que se tiene con lo que existe y que podría existir, un sentido agudizado de lo real pero que nunca se desmoviliza ante ello, una prontitud en encontrar extraño y singular lo que nos rodea, un cierto encarnizamiento en deshacernos de nuestras familiaridades y en mirar de otro modo las mismas cosas, un cierto ardor en captar lo que sucede y lo que pasa, una desenvoltura a la vista de las jerarquías tradicionales entre lo importante y lo esencial.” (Foucault “El filósofo” 222)

[7]  “No es la vida la que se parece a la obra; la escritura conduce” (Barthes, La preparación 279).

[8] “Entiendo esta palabra en su sentido general: modo de organización cotidiana de las necesidades (Nietzsche = horror de una vida donde hubioera que improvisar todo).” (298)

[9] Dice Armine Kotim Mortimer en la introducción de The Gentlest Law: Roland Barthes's The Pleasure of the Text: “Certain intertexts insist. The writings of Nietzsche are the most important, the Nietzsche who dared to “dis-course from brillance to brillance, from abyss to abyss” (GV 72) that French culture has lacked”; who formulated the “indifference to science” that has become very important to Barthes (GV 111); who gave to nihilism a definition that The Pleausure of the Text rests on; whose subject is fictive; who is cited most in The Pleasure of the Text -and the most often occulted” (12).

[10] “Con el problema de la alimentación se halla muy estrechamente ligado el problema del lugar y del clima. Nadie es dueño de vivir en todas partes; y quien ha de solucionar grandes tareas que exigen toda su fuerza tiene aquí incluso una elección muy restringida. La influencia del clima sobre el metabolismo, sobre su retardación o su aceleración, llega tan lejos que un desacierto en la elección del lugar y del clima no sólo puede alejar a cualquiera de su tarea, sino llegar incluso a sustraérsela del todo: no consigue verla jamás.” (Nietzsche Ecce homo 42)

[11] El subrayado es nuestro.

[12] “En mi caso toda lectura forma parte de mis recreaciones: en consecuencia, forma parte de aquello que me libera a mí de mí, que me permite ir a pasear por ciencias y almas extrañas, cosa que yo no tomo ya en serio. La lectura me recrea precisamente de mi seriedad. En épocas de profundo trabajo no se ve libro alguno cerca de mí; me guardaría bien de dejar hablar y aun menos pensar a alguien cerca de mí. Y esto es lo que significaría, en efecto, leer. [..] A las épocas de trabajo y fecundidad sigue el tiempo de recrearse: ¡acercaos, libros agradables, ingeniosos, inteligentes!” (Nietzsche Ecce homo 48)

[13] Mauricio Kartun, dramaturgo, director y teórico del teatro, caracteriza este momento del proceso creativo como “una especie de fluido despreocupado”, un estado en el que se cumple la utopía de la escritura, en tanto “todo lo que aparece te hace sentir que estás escribiendo y todavía no escribiste ni una escena.” (Kartun “Terrenal. Entrevista”)

[14] “No hay nada más deprimente que imaginar el Texto como un objeto intelectual (de reflexión, de análisis, de comparación, de reflejo, etc.) El Texto es un objeto de placer. El disfrute del Texto no es a menudo más que estilística: hay expresiones felices y no faltan en Sade ni en Fourier” (Barthes, Sade 13-4).

 

Ensayo de Julieta Yelin

julietayelin@conicet.gov.ar
 

Publicado, originalmente, en: Estudios de Teoría Literaria. Revista digital: artes, letras y humanidades, julio de 2020, vol. 9, n° 19, pp. 218-228.

Estudios de Teoría Literaria. Revista digital: artes, letras y humanidades es editada por el Departamento de Letras - Facultad de Humanidades - Universidad Nacional de Mar del Plata

Link del texto: http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/etl/article/view/3542

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