Un deseo llamado Tennessee |
A 60 años del estreno de El zoo de cristal, la pieza con que Tennessee Williams alcanzó su consagración, la editorial Losada reúne en una serie de volúmenes algunas de las más notables obras teatrales del que fue, junto con Eugene O´Neill, uno de los mayores dramaturgos norteamericanos del siglo XX. Los libros ofrecen también piezas inéditas en español, como El cuaderno de Trigorin, versión libre de La gaviota de Chejov |
La colección Gran Teatro, de la editorial Losada, recupera para el lector argentino las obras capitales de Tennessee Williams, en espléndida traducción de la experta Cristina Piña. En el comienzo se han planeado al menos tres tomos, de los cuales dos ya están en las librerías porteñas. Abarcan algunas de sus piezas más difundidas -La gata sobre el tejado de zinc caliente y Dulce pájaro de juventud- y otras que por primera vez se conocen en castellano: Escaleras al techo (escrita en 1940), No sobre ruiseñores y la que tal vez haya sido su última producción, El cuaderno de Trigorin, versión libre de La gaviota, de Chejov. En 2004 se conmemoran dos aniversarios trascendentales de la carrera de Williams (el verdadero nombre era Thomas Lanier, nacido el 26 de marzo de 1911 en Columbus, Mississippi): el estreno de su primera pieza representada, Cairo, Shanghai, Bombay, en el verano de 1934, por una modesta compañía de Memphis (en el estado de Tennessee); y el de su primer gran éxito, El zoo de cristal ("The Glass Menagerie"), a fines de diciembre de 1944, en Chicago, reeditado triunfalmente en Nueva York, siempre con Laurette Taylor como protagonista. Fueron los comienzos de una trayectoria que consagraría a Williams como uno de los dos mayores dramaturgos norteamericanos del siglo XX. No ya como heredero sino a la par de Eugene O´Neill, quien moriría, en 1953, tras haber ingresado en un cono de sombra -tanto por una salud precaria cuanto por la hostilidad crítica- hacia la misma época en que ascendía la estrella del joven sureño. No hay entre ambos escritores el menor rasgo común, como no sea la angustia existencial (por razones bien distintas) y la afición a la bebida. Chejov, el maestro Si se le preguntaba a Williams por las influencias recibidas, solía sorprender al entrevistador mencionando al novelista inglés David Herbert Lawrence, polémico autor de El amante de lady Chatterley y Mujeres enamoradas. Reconocía, sin embargo, como su maestro al ruso Anton Chejov, a quien admiraba sin tasa. "Aquel verano (el de 1944, mientras en su habitación de Harvard escribía El zoo de cristal) me enamoré de los textos de Anton Chejov -cuenta en sus desordenadas aunque fascinantes Memorias-. Al menos, de sus muchos cuentos breves. Me iniciaron en una sensibilidad literaria con la que yo tenía, en esa época, muy estrecha afinidad. Ahora descubro que se guarda muchas cosas. Todavía estoy enamorado de la delicada poesía de su literatura y pienso que La gaviota sigue siendo la más grande obra teatral moderna, con la posible excepción de Madre Coraje, de Brecht." Desde muy niño, Williams se expresó literariamente con facilidad. Descendía de una de esas familias sureñas arruinadas por la Guerra de Secesión, que terminó con un estilo de vida considerado aristocrático o señorial. Los modales refinados, la elegancia y la cultura libresca eran valores en extremo apreciados por esa sociedad, dependiente de la esclavitud como mano de obra, en contraste con la agresividad empresarial de "los yanquis", que finalmente la aniquilarían. El sur norteamericano nunca remontó del todo ese fracaso, ni consintió en cerrar las heridas u olvidar los agravios. Hay una particular literatura sureña, identificable a primera lectura por la nostalgia, por el sentimiento de disolución y de inevitable derrota: Williams, Faulkner, Carson McCullers, Truman Capote han sido algunos de sus representantes señeros. Siempre es riesgoso aventurar un paralelo entre vida y obra de un autor. Williams, sin embargo, nunca ocultó la raíz autobiográfica de su primer éxito, El zoo de cristal. La trémula figura de Laura, la muchacha de sensibilidad enfermiza, agravada por un defecto físico y expresada en una timidez patológica, es el retrato de su hermana Rose, internada desde muy joven en un hospicio. Y precisamente así se llamó, Retrato de una chica sobre vidrio ("Portrait of a Girl in Glass"), el esbozo, en forma de relato, de esa obra donde la huella de Chejov, con su oscilación entre el tierno humor y la crueldad, es más que visible. No cabe duda, también, de que la pintura de la madre -verdadera protagonista-, la inefable Amanda Windfield, es el fiel reflejo de la madre del autor. "No me gustan -anota Tennessee en sus Memorias- las mujeres excesivamente pudorosas, con excepción de mi madre y mi hermana. Ambas fueron víctimas del pudor excesivo." Ni Blanche DuBois, de Un tranvía..., ni Alejandra del Lago, la diva en decadencia de Dulce pájaro de juventud, ni Maggie, de La gata..., podrían ser calificadas de pudorosas. En general, los personajes femeninos de Williams, aunque en algunos casos se muestren débiles (Alma Winemiller, protagonista de la tan chejoviana Verano y humo, y la misma Blanche, aparentemente) o divagantes, terminan por demostrar una fortaleza y una determinación superiores a las de sus contrapartes masculinas, con la sola excepción del Stanley Kowalski de Un tranvía... Aunque al demoler a Blanche, su irritante cuñada, cuyo pasado disoluto ha descubierto y con la que ha tenido sexo, Kowalski muestra el temor del macho al sometimiento carnal y, sobre todo, el miedo de perder a Stella, su mujer, si ésta se enterase del adulterio. Podría aventurarse una semejanza, tal vez sólo formal, pero no carente de veracidad, con las heroínas de Puccini: Mimí, Butterfly, Manón, Liú. Es que las sensibilidades del músico italiano y del dramaturgo norteamericano muestran afinidades evidentes. Difieren, sin duda, en intención y en tratamiento del personaje: el sentimiento de una fragilidad expuesta a la rudeza del mundo es común. Mimí y Manón sucumben casi sin luchar, pero Cho-Cho-San, Liú y también Tosca (luchadora de alma) asumen grandeza trágica en sus últimos momentos. De Alma Winemiller, la de Verano y humo, dice Williams sin rodeos: "Bien podría ser el mejor retrato femenino que he pintado en una obra. Parecía existir en alguna parte dentro de mí y no me costó llevarla al papel". Puccini nunca llegó a esa confesión explícita, pero sus biógrafos coinciden en el costado femenino de su naturaleza, que existe en todo varón (y viceversa), aunque ferozmente reprimido a menudo. Tennessee lo liberó sin esfuerzo. Pero no sin culpa. Porque si algo revelan sus Memorias y, sobre todo, sus obras, es el sentimiento trágico de la vida: "El tema mayor de mis obras, el dolor de la soledad, que me sigue como mi sombra, una sombra formidable, demasiado pesada para arrastrarla tras de mí, todos mis días y noches". Pese a su prolongada amistad amorosa con Frank Merlo -vivieron juntos catorce años, una relación para nada idílica- y a ocasionales compañías, muchas de ellas venales, con las que procuraba aliviar el peso de esa sombra, Tennessee fue esencialmente un hombre perseguido por la fatalidad, acosado por la certeza de una catástrofe inminente y por la enfermedad mental de Rose, su hermana adorada, sobre la cual asegura que "nuestro profundo amor fraternal ha sido el más profundo de nuestras vidas". ¿Cómo podía sentirse, él, que escribe "el confinamiento ha sido siempre el gran temor de mi vida" y que no podía soportar ni siquiera una breve estada para hacerle estudios en un hospital, frente a la internación de su hermana en el hospicio, desde 1937? También dudaba siempre de su talento. Ni en la cumbre de sus éxitos (El zoo..., 1944; Un tranvía..., 1947; La gata..., 1954), se siente seguro de nada. "No tengo el sentimiento de ser un artista cabal. Tal vez soy una máquina, un dactilógrafo. Un dactilógrafo compulsivo y un escritor compulsivo. Pero esa es mi vida y lo que está en estas memorias es apenas la periferia de mi vida más intensa, porque mi vida más intensa es mi trabajo." Era así. No importaba la hora a la que se hubiera acostado, ni la resaca de las frecuentes borracheras, ni los escándalos con sus amantes, o los conflictos con productores, directores e intérpretes de sus obras: a las seis de la mañana estaba en pie y trabajaba como un poseso hasta el mediodía. "Fiel a mi costumbre, que sigo hasta hoy, me levanto temprano, tomo café negro y me pongo a trabajar de inmediato". Claro que eso tuvo un precio: "Desde el verano de 1955, habitualmente escribo bajo la acción de estimulantes artificiales, al margen del genuino estimulante que es mi profundamente arraigada necesidad de seguir escribiendo". No sólo teatro: una novela importante, La primavera romana de la señora Stone -con el tema predilecto, la acelerada caída en la disolución, de una mujer madura y reprimida, arrastrada por el vértigo sexual en la atmósfera caldeada de la ciudad favorita de Williams, Roma-, y "una cantidad de trabajos en prosa, algunos de los cuales prefiero a mis obras de teatro". De esas obras, la más representada en su momento (a partir de 1954) y la que él prefería fue La gata sobre el tejado de zinc caliente. "Creo haberme superado a mí mismo en el segundo acto, hasta llegar a una cruda elocuencia expresiva en el personaje de Big Daddy, que no conseguí dar a ningún otro personaje de mi creación". Y ama esa obra "por sus clásicas unidades de tiempo, acción y lugar". Añade: "Me doy cuenta de cuán anticuado soy como dramaturgo, al estar tan preocupado con la forma clásica. Pero esto no me inquieta, porque pienso que la ausencia de forma es casi siempre, si no siempre, tan insatisfactoria para el público como lo es para mí". Comprobación: a O´Neill le llevó una vasta trilogía -El luto le sienta a Electra- el intento de recrear la tragedia clásica en la dramaturgia norteamericana moderna. Williams alcanza ese objetivo en apenas los tres actos de La gata sobre el tejado de zinc caliente. El corazón salvaje De las obras ahora editadas aquí por Losada y hasta hoy no traducidas al castellano, la más antigua es Escaleras al techo, escrita en 1938. Tennessee tenía veintisiete años y se presentó a un concurso del Group Theatre, de Nueva York. La dedicatoria es significativa: "Una plegaria para las personas de corazón salvaje a quienes retienen en jaulas". La acción, que transcurre en una fábrica de camisas, habla de un sistema de producción autoritario, represivo, que procura transformar a obreros y empleados en máquinas, con el menor costo posible. Perduraba aún la Gran Depresión que siguió al famoso derrumbe de la Bolsa de Nueva York, en 1929, y estaban de moda los autores de cuño socialista, que denunciaban los males del capitalismo: Elmer Rice, Clifford Odetts. Williams, a su modo, se inscribe en la corriente, aunque dándole un sesgo hacia la sátira poética, con reminiscencias del Chaplin de su film contemporáneo, Tiempos modernos. En la misma línea de denuncia social se inscribe No sobre ruiseñores, donde se advierte una escritura más diestra que en Escaleras al techo -esta vez se trata de una prisión, con su atmósfera opresiva y sus demonios torturadores-, un manejo cinematográfico de las situaciones y un certero diseño de los muchos personajes (parece más apta como guión de cine que como libreto para la escena). El cuaderno de Trigorin es muy otra cosa: un curioso intento de reescribir La gaviota de Chejov. Williams lo hace -confiesa- "a fin de traerlo más cerca, hacerlo más audible para ustedes de lo que he visto que se lo presentaba en cualquier representación estadounidense. Nuestro teatro tiene que gritar para que por lo menos lo oigan...". La tradición impuesta por Stanislavsky puso sordina a parlamentos que el autor insistió en adjudicar a la comedia. Acaso por esta razón, Williams, aunque respetuoso del esquema original, con mínimas alteraciones, lleva a algunos personajes al borde del paroxismo, ubicándolos casi en el melodrama. A la vez, muestra una Arkadina (la veterana actriz que perpetúa sus manierismos, cuando los tiempos reclaman otra cosa) más humanizada, si se quiere, que la de Chejov. La intención es noble; el resultado, incierto. ¿Qué gana el espectador con esta versión? En la década del 60, Tennessee Williams comienza a desintegrarse. Sometido a los barbitúricos, más y más retraído, se va a vivir solo a Nueva Orleáns. La crítica lo vapulea sin piedad, un estreno tras otro: fracasan, sucesivamente, "Kingdom of Earth", "Slapstick Tragedy", "The Gnadiges Fraulein", "The Mutilated", "In the Bar of a Tokyo Hotel"... Quien suplicaba amor, sabía que "conocerme es no quererme. A lo sumo, soy tolerado". ¿Se toleraba a sí mismo? Cuando murió, el 25 de febrero de 1983, en Nueva York, muchos pensaron en un acto deliberado: se asfixió con el tapón de un tubo de barbitúricos, que pretendió abrir con los dientes. |
Por Ernesto Schoo
Suplemento Cultura de LA NACION - Buenos Aires
28 de noviembre de 2004
Ir a índice de América |
Ir a índice de Williams, Tennessee |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |