Brasil: libertad y literatura en los años 30

Nelson Werneck Sodré

EN VARIAS OCASIONES he repetido que uno de los rasgos más sobresalientes del período republicano de nuestra historia es la sucesión de breves etapas de libertad -siempre relativa, debemos aclararlo- y largas etapas de arbitrariedad. La observación no tiene cabida para el período monárquico, pues el régimen esclavista de trabajo imperante bastaría para anular la semejanza. La cultura brasileña siguió de cerca esa sucesión antagónica. A pesar de que la relación causal entre el régimen político y la cultura sea compleja y desmienta la influencia directa, y contemporánea del régimen sobre la cultura, de hecho esa relación causal existe siempre y debe ser tomada en cuenta, relegado el esquematismo a un segundo plano.

Nuestro objetivo, en esta suma de recuerdos particularmente relacionados con la cuarta década del siglo, los años 30, es tratar de reconstruir, a grandes rasgos, uno de los períodos de libertad política y su influencia en el extraordinario florecimiento cultural ocurrido entonces. Separar –a los efectos de su análisis y discusión- un determinado período en la continuidad histórica, es un recurso meramente didáctico, destinado a arrojar e máximo de luz sobre el periodo que se examina, sin olvidar que esa fase estuvo, como no podría dejar de ser insertada entre otros períodos, el que le precedió y el que le sucedió, y que por tanto, mantuvo estrechos lazos con ambos. En el caso particular que es objeto de estas reminiscencias, cabe recordar, desde luego, el período de libertad que se definió en nuestro país a fines del siglo XIX y en los primeros años del XX.

Ésta fue, en realidad, la etapa en que se sucedieron diversos acontecimientos que resquebrajaron profundamente la estructura política de nuestro país, etapa en que se desarrollaron, con particular relevancia, la campaña abolicionista y la campaña republicana. La Abolición y la República definieron el momento histórico en que el Brasil eliminó gran parte de la arcaica estructura política profundamente arraigada en el largo proceso, colonial. El paso de un período a otro fue por ello tormentoso, y en el balance final perduraron poderosos elementos de la vieja estructura, algunos de los cuales están aún presentes en nuestra sociedad. A fines del siglo pasado y en los inicios de éste, cuyos últimos años vivimos ahora, la vida brasileña se vio sacudida por profundas transformaciones que motivaron apasionados debates. La prensa brasileña, que en ese entonces pasaba de la fase artesanal a la industrial, reflejó bien ese panorama convulso. El clima de tormenta fue una señal ostensible, evidente, que contrastaba con la monótona y estrecha placidez del largo período histórico que va de la Mayoridad a la República. La vasta hacienda esclavista mal administrada que era el Brasil de aquella época se ve entonces resquebrajada desde sus bases coloniales, y el país entra en un nuevo período histórico.

Siguiendo los cambios que se producían en aquellos momentos, la literatura brasileña comienza a definir su carácter nacional. La fase anterior, que viene de la etapa colonial y atraviesa la primera mitad del siglo XIX, es meramente preparatoria. En la segunda mitad es cuando ocurren cambios cualitativos de importancia. Lo que antes no era más que una literatura portuguesa hecha en el Brasil, con el sello inicial y pintoresco de la valorización de lanaturaleza, comienza ahora a alejarse del modelo metropolitano y se orienta hacia temas específicamente brasileños. Fue José de Alencar, particularmente con la creación de la ficción indianista, quien inauguró esa autonomía que, con cierto retraso, marcha a la par de la autonomía política. El indianismo es la afirmación de lo que es nacional en nosotros, y evidencia, al olvidar la valorización del negro como elemento nacional -imposible en una sociedad esclavista-, el surgimiento de la ideología del colonialismo, que creo el prejuicio racial y, con el, la noción de inferioridad del negro, tan preciada por la clase dominante brasileña, que importó y ostentó esa deformación. El valor del indianismo reside en la valorización nacional en nuestro país, que resalta ante el contraste que representa la ficción romántica de los perfiles de la mujer, donde Alencar, al copiar los modelos franceses, no muestra originalidad alguna. O donde, más bien, limita el esfuerzo de rebeldía en relación con los modelos metropolitanos a la discrepancia en el empleo de los pronombres personales. En este caso, Alencar discrepa violentamente de la norma predominante y lusitana.

En la segunda mitad del siglo XIX aumentan en el Brasil los rasgos que revelan el surgimiento de relaciones capitalistas, aún reprimidos por la presencia y la supremacía masiva de todo aquello que, arraigado en el pasado colonial, exhibía el cuño dominante de las relaciones serviles, en aquel medievalismo tropical -negado por muchos- que, junto al esclavismo, definía a nuestra sociedad. El crecimiento de las relaciones capitalistas generó en nuestro país las grandes tormentas políticas de finales del siglo XIX. El esclavismo y la monarquía fueron, realmente, elementos residuales de un pasado que había que superar, incompatibles con el avance, aunque lento, de las relaciones capitalistas. Relaciones, en efecto, absolutamente incompatibles con el esclavismo en el trabajo y con el monarquismo como política. En los últimos lustros del siglo xix, la eliminación de esos obstáculos al desarrollo brasileño constituyó una tarea esencial. De ahí -tras el frustrado episodio inicial de las iniciativas pioneras de Mauá- el desencadenamiento de las campañas abolicionista y republicana, que agitaron el ambiente político. Campañas que triunfaron a fínales de siglo y que dejaron la impresión -repetida por la historia oficial con su apacible superficialidad- de que alcanzaron la victoria accidentalmente, cuando, en verdad, ocuparon el tempestuoso escenario de entonces durante largo tiempo e hicieron madurar gradualmente las

acciones finales. Y son estas acciones finales -por la rapidez con que ocurren, debido, en fín de cuentas, a largas y toementosas campañas-, las que hacen surgir la idea de algo súbito e incluso accidental, en una historiografía que se ocupa sólo de los hechos y omite los procesos.

La «generación de la Academia»

En los últimos años del siglo XIX, las letras brasileñas de aquel entonces conocen sus mejores momentos. Es la fase en que ocupa el escenario la «generación de la Academia», es decir, el grupo de escritores que, mientras trabajaban en la redacción de la revista dirigida por uno de ellos y en la cual todos colaboraban, deciden fundar la

Academia Brasileña de Letras. La prensa de la época concedía amplio espacio a las letras, confundiendo las dos profesiones, la del periodista y la del escritor, y evidenciaba el cambio que puede constatarse al comparar los ejemplares del Correio Mercantil, el diario en que escribió José de Alencar, con los ejemplares de la Gazeta de Noticias, diario donde escribieron las grandes figuras de la «generación de la Academia». La comparación permitirá distinguir claramente las diferencias vinculadas con el proceso histórico, y constatar que si bien a mediados de siglo las letras brasileñas conocían individualidades, a finales de aquél ya conocían grupos, o sea, la agrupación de los interesados en cultivarlas y hasta en organizar una institución destinada a darles cobertura.

La «generación de la Academia» fue, de hecho, la que marcó el avance de las letras brasileñas en una época fecunda, la más fecunda que conoció el Brasil antes de la que es objeto de estos recuerdos, la de los años 30. Una consulta en la Biblioteca Nacional -posible hoy- de los periódicos y revistas de la época en que se hizo sentir la «generación de la Academia», permitirá comprobar la importancia y el peso alcanzado entonces por la actividad literaria. Cuando la Gazeta de Noticias declinó, su espacio fue ocupado por el Correio da Manhá, que, nacido con el siglo XX, fue el rotativo por excelencia del período republicano, y realizó incluso una crítica áspera contra las heridas políticas que nos infligía la República oligárquica. Fue tanta la importancia de que en la redacción de ese periódico, como en las de otros, estuviesen presentes hombres de letras que, ya a finales del período, motivó la aparición de esa caricatura despiadada, mordaz, pero con tantos rasgos de verdad como sería el Isaías Caminha. Una novela, por cierto, editada fuera del Brasil, que denunciaba lo precario de la actividad editorial, que siempre estuvo muy lejos de participar de la efervescencia literaria de la época. La «generación de la Academia», después de la primera década del siglo XX, comenzó a perder relevancia. Antes, sin embargo, desde fines del XIX -que fue su gran momento-, había dejado una intensa huella en el campo de las letras. Fue, sin duda, una época llena de contradicciones: si por un lado esbozaba los rasgos de lo que sería la literatura brasileña autónoma, por otro estaba aún vinculada con el pasado, sobre todo en cuanto a su profundo carácter de alienación. Es interesante, para destacar esas contradicciones, recordar que los periódicos de la época tenían, obligatoriamente, una sección de consultas gramaticales y hasta una sección de consultas históricas.

En la primera se discutía ferozmente la colocación de los pronombres y se desarrollaba una controversia sobre la crasis; en la segunda, el tema fundamental era si el Brasil había sido descubierto a sabiendas o por casualidad. En aquélla, el diario más importante llegó a importar a un gramático portugués, Cándido Figueiredo, para que emitiera su criterio. En ésta, la notoriedad correspondería a Capistrano de Abreu, una especie de diccionario ambulante en cuestiones de ese tipo. El nivel, en ese terreno, iba de Capistrano a Assis Cintra, para quien la Historia no pasaba de ser un largo anecdotario.

Sin embargo, también resulta interesante no olvidar que fue entonces cuando comenzó en nuestro país la crítica literaria, con Araripe Júnior, Silvio Romero y José Verissimo. Los dos últimos escribirían, asimismo, la historia de nuestra literatura. Romero, polemista áspero, es hoy menos recordado que Verissimo, cuyos juicios eran casi siempre justos, inteligentes y correctos. En la poesía fue donde esa época marcó su presencia con mayor nitidez. La confrontación entre escuelas, clásicos, parnasianos, simbolistas, imitaba pálidamente lo que ocurría en el modelo francés, el único al que aquí se prestaba atención.

Pero había poetas excelentes que resistirían el paso del tiempo: el más celebrado era Bilac, aunque el tiempo demostraría que el más importante era Raimundo Correia. La propia Academia, como institución, imitaría a su congenere francesa: si allá los «inmortales» eran cuarenta, aquí no podían ser menos. El contraste, pues, entre lo relevante y lo fútil era ostensible y a veces escandaloso. Pero la «generación de la Academia» fue la que produjo un Machado de Assis, y de ese modo, a nivel cualitativo, conquistó el plano de la universalidad. Sin olvidar una obra original en muchos aspectos, como O Ateneu, de Raúl Pompeia. La singularidad existía en el prestigio literario de un intelectual que se vanagloriaba afirmando que no era escritor, Rui Barbosa, gloria nacional, unanimidad nacional, cuya dimensión, en aquello que entonces se consideraba literatura, residió en Réplica, modelo de discusión gramatical, una proeza de saber en el género que, en términos de cultura, suscitó una polémica que era en gran medida el retrato de la época, al señalar los citados contrastes y al plantear el problema de lo que se entendía por saber. También es interesante recordar que a esa generación perteneció Euclides da Cunha, una singularidad de nuestras letras en algunos aspectos y una tipicidad en otros, con su uso inmoderado de vocablos poco conocidos. Esta irregularidad sería llevada al extremo por otro representante de los últimos tiempos de la «generación de la Acádemia», Coelho Neto, consagrado como el «príncipe de los prosistas», otra muestra de la superficialidad y futilidad de la escala de valores vigente en aquellos tiempos. Pero hecho es que un análisis minucioso de las letras brasileñas de la época permite constatar, como saldo final, que con la «generación de la Academia» comienza en rigor la literatura nacional de nuestro país.

El intervalo opaco

Los historiadores acordaron aceptar la Primera Guerra Mundial como hito para señalar el final del siglo XIX y el comienzo del XX. Esta línea divisoria sirve también al Brasil y en particular a las letras brasileñas. Antes de ese hito, verdaderamente, desaparecen del escenario sus figuras culminantes, como Machado de Assis y Euclides da Cunha. Se inicia, entonces, una especie de intervalo, plano, chato, casi estéril, donde surgen valores aislados, pero durante el cual las letras, en conjunto, pierden su brillo. Este intervalo es interrumpido aquí y allá por unos pocos instantes felices, que rompen a duras penas la reinante penumbra de mediocridad general. Los valores aislados, que podrían servir de puente entre las dos grandes y aisladas épocas importantes de nuestro desarrollo literario, no llegan a marcar el paso y a fijar el nivel de calidad en lo que al conjunto se refiere. En este intervalo surge Monteiro Lobato, quien, desde la aparición de los cuentos de Urupés, comienza a destacarse en medio del bajo nivel cualitativo que existía en general. En este intervalo surge también un valor auténtico, Lima Barreto, novelista carioca que comienza a ser editado en Portugal y que sólo Monteiro Lobato, convertido ya en empresario editorial, reconoce y pretende editar. Pero sin resultado, pues Lima Barreto vende, no es reconocido como merecedor de estima y admiración. La oscuridad en que permanece sumido Lima Barreto a lo largo de toda su tormentosa existencia es característica de la mediocridad imperante en el medio literario. Esa mediocridad se comprueba visiblemente en la Pequena Historia da Literatura Brasileira, de Ronald de Carvalho, poeta celebrado y figura destacada en la galería de los escritores que ocupaban un primer e inconfundible plano. Porque este libro, consagrado por la Academia y que conoció sucesivas ediciones, ignora ostensiblemente a Lima Barreto. No toma en cuenta su obra. Lima Barreto que tiene una elevada conciencia de su valor y del papel del intelectual, comete la imprudencia de presentarse como candidato a la Academia. Obtiene un solo voto. En verdad, un voto de calidad, pues le fue otorgado por Joao Ribeiro, quien, con ese acto, redime a su clase.

El novelista consagrado era Coelho Neto. En un plano inferior, en relación con el «príncipe de los prosistas», estaba Afránio Peixoto, admirado por el éxito de A Esfinge. Esta novela es acogida de modo favorable e incluso entusiasta por el público y por la prensa. Hoy ya nadie la lee. Lima Barreto, en Isaías Caminha, caricaturiza a los hombres de letras que dan brillo a la redacción del Córreio da Manhá y que por eso, y por otros motivos, gozan de gran fama. Y en ese escenario fúnebre, en esa planicie vacía es donde resuenan los aplausos con que siempre es recibido Monteiro Lobato, desde la aparición de Urupés. En el terreno, aún poco frecuentado, del ensayo, se destaca aisladamente Gilberto Amado: escribe bien, es un parlamentario respetuoso, goza del apoyo de Pinheiro Machado, una especie de dueño de la República en aquella época. Cuestionado, víctima del desprecio de los que detestan a Pinheiro, Gilberto Amado se ve envuelto más tarde en un proceso escandaloso, cuando asesina a uno de esos desafectos, un poeta conocido y muy considerado en los círculos oficiales de las letras. Esa época tiene, como hoy sus predilecciones extemas en el terreno del ensayo. En ese campo predominaba la sicología social, especie de ciencia que disputa con la sociología la lucha ideológica. En ella marca la pauta Gustave Le Bon, quien dirige en París una colección que agrupa a los grandes nombres de las ciencias sociales de la época. En el Brasil no hay orador parlamentario, articulista, ensayista, representante de grupo que no cite a Gustave Le Bon como dueño de tal o más cual criterio. Y Gilberto Amado da muestras de su autonomía, de su discernimiento, de su escala de valores, cuando en un almuerzo en casa de Pinheiro Machado desafía a la opinión predominante y, con voz alta y nítida, declara ante el asombro escandalizado de los oyentes: «Gustave Le Bon es una bestia.» Hoy ya nadie lee a esa vaca sagrada del siglo XIX que entra por inercia en el XX con fama de supremo conocedor. Pero en aquellos tiempos, Le Bon era una figura sagrada, ante la cual todos se inclinaban. Este hecho, meramente anecdótico, es citado aquí para ilustrar la mediocridad reinante en la época. Era, verdaderamente, la fase tenebrosa en que todos eran poetas y en que proliferaba el soneto de cierre de oro. La poesía era despreciable, y la crítica poética se limitaba al rigor de la métrica y, cuando más, a la búsqueda de galicismos. Personalmente, guardo de esa época un momento interesante de mi adolescencia de lector constante e insaciable. Recorría yo el pasillo de mi escuela con un libro de Coelho Neto bajo el brazo, cuando foi abordado por un profesor, el mas sabio de cuantos tuve la suerte de conocer. Al tomar en sus manos el libro que yo llevaba, y que llevaba con bastante orgullo, él apenas disimuló su desacuerdo y me sorprendió con una frase que, en aquellos momentos, no acepté ni comprendí: «No leas más basura, muchacho. Lee a Lima Barreto y a Adolfo Caminha.» Nunca olvidé ese hecho, que frecuentemente me viene a la memoria. Esa irreverencia ante lo consagrado me desconcertó.

Con esa etapa crepuscular fue que el Modernismo trató de romper a partir de la Semana de Arte Moderno, celebrada en 1922 en el Teatro Municipal, en Sao Paulo, que fue un episodio con mucho ruido y pocas nueces, y cuyo prestigio se mantuvo en alto gracias a las actividades de algunos de sus caudillos, pero cuya insignificancia no deja hoy lugar a dudas ni a discusión. Es preciso distinguir, y distinguir bien, entre el Modernismo, movimiento importante y verdaderamente renovador de la literatura brasileña y el episodio de la Semana de Arte Moderno de 1922, acontecimiento de poca importancia, a pesar de haber sido saludado con gran pompa a lo largo de los años. El Modernismo fue, de hecho, un movimiento amplio, sin dueños renovador en todos los sentidos, que se extendió de la forma al contenido, y que, por muchos motivos, definió una fase nueva en las letras brasileñas. En sus inicios, ese movimiento hizo hincapié en los cambios formales, para distinguir bien las diferencias. Echó abajo el prestigio del soneto, de la métrica, de la elocuencia en la poesía, esclava de la retórica y, por consiguiente, vacía. En la prosa, desapareció el gustó por el vocablo sonoro, por los juegos efectistas, por el estilo complicado. La sencillez comenzó a ganar terreno, imponiéndose como medida de valor. En el contenido, que enseguida corona la rebelión formal, se destaca el sello nacional de las creaciones. Comienza a declinar el gusto por lo ornamental y superficial. Todo eso señalado, de inmediato, por la secuencia de autores y de obras que demuestran la existencia de una nueva escala de valores, subordinada, esenciabnente, a la búsqueda de una literatura auténtica, nacional. En definitiva de aquello que Machado de Assis había definido muchos años antes en su breve y magistral ensayo «Instinto de nacionalidade». Ese instinto, en efecto es lo que va a caracterizar a la literatura que se fue elaborando en nuestro país, definiendo su autonomía.

La generación del 30

Ahora nos corresponde analizar todo aquello que definió la extraordinaria fase creadora que ocurrió en el Brasil durante la cuarta década del siglo. Para introducir el tema, empero, es preciso, como siempre debe hacerse, reconstruir la etapa histórica que sirvió de marco al panorama literario. En el Brasil -patria, ahora, de economistas alienados, huéspedes de su tierra natal- no se ha estudiado aún el fenómeno de la transferencia a nuestra economía de los efectos de las crisis cíclicas del capitalismo. Con una excepción, la de la crisis de 1929, que, por su amplitud y profundidad, estremeció al mundo. En el Brasil, sus efectos fueron inmensos. Aquí, realmente, la conmoción fue catastrófica: la estructura económica y, después, la estructura política, sufrieron cambios de cuya gravedad nos percatamos al ver sus efectos y su secuencia. En el Brasil la crisis afectó precisamente lo más característico que teníamos -y por ello lo supuestamente estable-: el predominio absoluto de la producción agrícola de exportación en el conjunto de la estructura económica. Cuando la crisis de esa estructura agroexportadora asume, como reflejo de la crísis general del capitalismo, aspectos de extrema gravedad, sus reflejos en la esfera política se manifiestan con rapidez, y el país cambia radicalmente de fisonomía.

La clase dominante, que iba perfeccionando poco a poco su papel hegemónico, definido como dominio de las oligarquías, sufre, al declinar la economía cafetalera, una transformación que enseguida se define en tormentosos acontecimientos. La cuestión del modelo político ganaba cuerpo, su ocaso se disfrazaba, dentro de lo posible, mediante la conciliación de los intereses regionales y hasta estaduales, configurada en la sucesión mansa y pacífica de presidentes paulistas y mineros, todos estrechamente ligados a la economía cafetalera y establecidos en los Pe-Erres, es decir, en los Partidos Republicanos de los estados, gestores únicos y omnipotentes del aparato estatal, que nutrían con sus seguidores, reclutados entre los clanes familiares de cada estado. Las crisis de la República oligárquica, los raros momentos en que las fuerzas dominantes aceptaban negociaciones y compromisos para proseguir su rumbo, ocurrían con motivo de las sucesiones presidenciales. Fuera de eso, todo marchaba tranquila y pacíficamente, y la clase dominante no dudaba de la eternidad de esa forma singular de apropiación de nuestro país por el pequeño y sólido número de «representantes del pueblo». Las elecciones, tanto las mayorías como las proporcionales, eran farsas, ostensiblemente arregladas, con pleitos montados de propósito, que perseguían los resultados planeados en las reuniones a nivel de cumbre.

Las elecciones, en realidad, eran «a plumazos», como se decía. Y la validez era fruto de los entendimientos previos en los «reconocimientos», tristemente célebres, en la esfera parlamentaria, donde los resultados eran siempre favorables, tras la anulación de aquellos que osaban discrepar. Ahora bien, esa simulación de democracia, vigente desde Campos Salles, fue la que tuvo que enfrentar la tempestad desencadenada por la crisis de 1929. De inmediato se comprobó que, estremecida en sus cimientos, no tema condiciones para continuar con su mansa dominación.

Claro está que eso no ocurrió de repente. Por el contrario, más bien tuvo indicios que la ceguera política, resultado de la larga duración de ese régimen, no quería ver. En la Historia nada acontece súbitamente, como sólo ignoran los que la aprenden -y enseñan -en nuestros colegios y universidades. Los antecedentes comenzaron a manifestarse en nuestro país en la tercera década del siglo, en los años 20. La sucesión presidencial de 1922 fue tempestuosamente saludada por los cañones del Fuerte de Copacabana, y en 1924 la capital paulista, centro de gravedad de la política imperante, fue bombardeada -debido a que en ella se había sublevado un grupo de militares- con la misma tranquila desenvoltura con que la política dominante abusaba de su poder. El Tenientismo, manifestación típica de la insatisfacción -o de la revuelta- de la clase media, constituiría una evidente señal de alarma, que advertía que la dominación de los dueños del país era soportada con graves resentimientos, y que los problemas fundamentales de la nación exigían, más que simples cambios de fachada, una solución. Los años que transcurren entre 1922 y 1929 presencian, en efecto, los preparativos de aquello que venía siendo postergado, prácticamente desde los comienzos del siglo. Pero la crisis de 1929 fue, sin duda, lo que provocó los acontecimientos que acabaron por derrumbar el régimen oligárquico vigente.

En el nivel superficial de los hechos se trató, como se sabe, de una crisis política con el problema de la sucesión presidencial. Los dos intentos de Rui Barbosa de perforar el compacto cerco del poder, ambos destinados al fracaso, no fueron señal de alerta suficiente. Por el contrario: si esa gloria nacional, esa unanimidad nacional no había tenido éxito, nadie más lo alcanzaría. Era un juicio burdo en el que siempre incurren los que analizan los fenómenos políticos según la actuación de los personajes. De cualquier forma en 1929 y en 1930 el proceso histórico sufriría una singular aceleración en su ritmo. Como saben los estudiosos, la Historia, entre otros aspectos, da importancia a dos: el de la desigualdad en el desarrollo y el del ritmo. El primero está ligado al hecho, que la realidad confirma, de que determinados acontecimientos ocurren pronto en ciertas zonas, regiones y países, y tarde en otras zonas, regiones y países. Es la ley del desarrollo desigual. El problema del ritmo se configura en el hecho de que en determinada etapa los acontecimientos que indican cambios ocurren con lentitud, separados por largos intervalos, mientras que en otras etapas los acontecimientos se suceden con rapidez.

Esa aceleración del ritmo anuncia, normalmente, cambios cualitativos. Ocurre que en los años 20 -desde el estallido del Tenientismo-, los hechos indicativos de cambios en el Brasil seguían un ritmo relativamente lento. A partir de 1929 y acentuadamente a partir de 1930, el ritmo sufrió aquí una aceleración que no escapó a los observadores menos atentos. Con excepción, en efecto, de los que detentaban el poder y suponían eterna esa situación. El hecho es que el Brasil se preparaba para entrar en una fase histórica nueva.

El movimiento político-militar que, tras un intervalo relativamente corto, dio seguimiento al proceso electoral donde las fuerzas tradicionales, según la vieja norma, se consideraban victoriosas, me, en verdad, el acontecimiento que funcionó como climax y desaguadero de un proceso político cuyos rasgos no aparecían en escena y que, aparentemente, repetía episodios antiguos. Lo cierto es que, bajo la apariencia de una rebelión militar, ocurría un levantamiento político cuya importancia sólo evidenciaría la secuencia de los cambios. Debe recordarse que otra etapa convulsa del Brasil, la de la Regencia, había conocido rebeliones militares, políticas y hasta sociales muy graves, amenazas serias contra la propia unidad nacional. Esos movimientos, sin embargo, fueron regionales y, por ende, de alcance limitado. En 1930, por primera vez en nuestra historia, ocurría un movimiento nacional. No sólo porque se dio simultáneamente en diversas zonas del país, englobando el poder político en varios Estados, sino porque, sobre todo, esos alzamientos obedecían a una determinada orientación única, tenían la misma finalidad. La conjugación de todos ellos, que requirió menos de un mes, determinó un cambio cualitativo de enorme significación. Por primera vez, en nuestro país, se ponía en tela de juicio el poder nacional. El poder, en el Brasil, cambiaba de contenido y de forma. Comenzaba -vale repetirlo- una nueva fase histórica.

Nuestro país conoce entonces uno de los cortos períodos de libertad que, según advertimos, están siempre separados por largos períodos de arbitrariedad. Fue, con certeza, el más fecundo de aquellos períodos de libertad, tan raros aquí. Como saben los que vivieron aquella época -yo tuve la suerte de vivirla-, el Brasil atravesó, a partir de la victoria del movimiento político-militar de 1930, una fase tormentosa, en la cual los riesgos institucionales fueron muy grandes. Las disputas fueron violentas, en un grado aquí desconocido, y los rumbos a seguir parecían a menudo amenazadores. La nave del Estado enfrentó entonces sucesivas e intensas tempestades. El escenario político sufrió modificaciones profundas, que reflejaban la inestabilidad continua, con brotes esporádicos de violencia e incluso de rebelión militar, como la de 1932, en Sao Paulo. La Constitución de 1934 no llegó a convertirse en garantía de la tranquilidad y firmeza en una determinada dirección. Muy por el contrario, reflejó la turbulencia y las divergencias de la época. No obstante, fue en verdad una etapa extraordinariamente rica cuando, sobre todo por causa de la libertad, todos los problemas se discutían siempre acaloradamente, se enfrentaban las opiniones, se confrontaban las tendencias, se cuestionaba todo. Los períodos así son mal vistos por las fuerzas conservadoras y reaccionarias. Ellas detestan precisamente la discusión, el debate, la controversia. Detestan, en particular, que se impugnen dispositivos generalmente consagrados por ellas, de manera dogmática, como eternos y verdaderos, más allá de cualquier duda. El clima de la época tenía todas las características de lo que la reacción acordó llamar «agitación», para cuya eliminación ella suele apelar a los medios violentos y a la fuerza: la represión de la censura, la represión policial, la represión militar.

El corto período de libertad tuvo lugar entre 1930 y 1935. En este último año, específicamente en noviembre, se instaló la arbitrariedad conocida desde 1937 como Estado Novo, régimen cuyos traumatismos fueron objeto del sarcasmo de Apporelly: «Estado Novo es el estado al que hemos llegado», según lo definió él. Este ironista, cuyo diario, A Manhá, fue característico del período de libertad, constituye, aún hoy, una valiosa fuente para el estudio de aquella época turbulenta. El periodista, víctima entonces de una cobarde agresión, creó el célebre anuncio: «Entre sin golpear.» A partir de noviembre de 1935, con el estallido de la «intentona comunista», tristemente célebre, todos los residuos de libertad desaparecieron. El Congreso se confabuló con el Ejecutivo, dócil a todas las medidas represivas que éste imponía, y acabó por ser disuelto en 1937, iniciándose la dictadura militar ejercida por un civil, Getulio Vargas, quien, siguiendo la corriente, se convirtió de presidente electo en dictador. Imaginemos la situación de Vargas si se negaba a encabezar el golpe: una dictadura militar del tipo de la que Medicis encabezó después, habría ocupado entonces el escenario. Con la extinción de la libertad, terminado el período con una duración de poco más de un lustro, entraríamos en el denso túnel dictatorial donde la arbitrariedad volvió a reinar, ahora implacable en sus métodos, alimentada por y alimentando el embriagador veneno que fue el anticomunismo, pretexto enarbolado para justificar todos los abusos que ha conocido este país. De modo que los años 30, la cuarta década del siglo, representan una división: del 30 al 35, amplia libertad; a partir del 35, arbitrariedad absoluta. Brasil se insertaba entonces en el vasto panorama de arbitrariedad que definió la época, cuando el fascismo y el nazismo, seguidos por el militarismo japonés, diseminaron por el mundo sus nefastos efectos. La derrota de la libertad ocurrió en todas partes, en especial en las zonas dependientes, como la América Latina: cada país de esta parte del Continente recibió su cuota. Esa diferencia, como no podría dejar de ser, tuvo hondas repercusiones en el campo de la literatura brasileña. Sus efectos se sintieron, naturalmente, en todas las esferas, pero sólo la referente a las letras se analiza en este breve intento de reconstruir la época.

Una literatura nacional

 

Como los cambios en la Historia nunca ocurren por casualidad ni de modo súbito -ya se dijo en este trabajo-, sino que van madurando para definirse más adelante, el período culminante de las letras brasileñas, en los años 30, estuvo precedido por señales que anunciarían el esfuerzo de lo nuevo por romper las resistencias de lo viejo. Los primeros indicios de ese complejo proceso tienen sus raíces en la etapa que denominamos de intervalo, la que separa la fase de la «generación de la Academia» de la fase que permite a amplia definición en el Brasil de una literatura nacional que reflejaría nuestra cultura, arraigada en los motivos populares: en suma, una literatura auténtica. Entre las mencionadas señales estaba todo aquello que fue conocido como Modernismo y que no tiene nada que ver, en realidad, con la simple agitación primaria de la llamada Semana de Arte Moderno, ocurrida en Sao Paulo en 1922. Un análisis a grandes rasgos basado sólo en el examen de los autores y las obras aparecidas entre 1925 y 1930, permite constatar fácilmente que todo aquello que merece en realidad el título de moderno no tiene vinculación con lo surgido bajo el rótulo de nuevo en aquella Semana. Por citar sólo un ejemplo- toda la obra de Carlos Drummond de Andrade, el gran renovador de la poesía brasileña, aparece mucho después de la tan celebrada Semana, y con características que ésta desconoce. En el episodio paulista, las figuras relevantes en el terreno de la poesía, Menotti del Picchia Guilherme de Almeida, Oswald de Andrade, ya no existen en el recuerdo de los lectores de nuestro país. La calidad principal de las manifestaciones en el campo de la poesía, desligadas de los efectos de la Semana, se observa particularmente para no entrar en un análisis de los textos, en el sentido de permanencia, incluso de eternidad que permea la poesía de Carlos Drummond de Andrade, al menos desde A Rosa do Povo, pero que ya se anuncian en Alguma Poesía. La poesía de los participantes en el episodio paulista –como podemos apreciar hoy- fue pobre, a veces paupérrima con un valor sólo de reacción, aunque elemental ante el predominio de una poesía basada aún -la de la fase de intervalo- en los sonetos bien rimados.

Otro presagio de la renovación fue la creación del lenguaje de la prensa en sustitución del lenguaje literario que ésta todavía empleaba y hasta entonces admiraba. Ningún periodista podría ya redactar las notas de prensa en los términos antes estimados y admitidos como dignos de aprecio desde el punto de vista literario. Paralelamente, se producía una inversión que reflejaba maduración: antes el escritor se iniciaba obligatoriamente en la poesía; éste era el camino natural hacia las letras. Eso provenía naturalmente, de la errónea concepción de que la poesía –o sólo el verso- era algo fácil. Y, al ser fácil, era propia del principiante. Ahora, por el contrario, y muy por el contrario, ya nadie estaba obligado a someterse a esa prueba de admisión. Podía iniciarse, abiertamente, en lección o incluso en el ensayo. A partir de entonces, el género ensayo surge de forma predominante en el movimiento editorial.

Otro indicio de la proximidad de una fase nueva en las letras brasileñas fue la aparición de la novela de José Américo de Almeida A Bagaceira, en 1928. La repercusión de esa novela en la crítica literaria sería otro vaticinio de renovación. Por primera vez, de hecho, un rodapié1 de crítica literaria tenía el poder de consagrar, y consagrar instantáneamente, por sí solo, como hecho aislado, el valor de un libro de estreno. Como se sabe, Alceu Amoroso Lima, con el seudónimo de Tristáo de Athayde, en su rodapié de crítica de libros en O Jornal, bajo el título «Novelista al Norte», definía la importancia del libro de José Américo de Almeida, editado en Paraíba, y mal editado.

La repercusión de esa critica mostró que el género tenía ahora una tarea que cumplir, que ocupaba un espacio, que tenía importancia. La consagración fue inmediata. Pero la actividad política, de política provinciana, dentro de sus límites más estrechos, no permitió que el autor disfrutara de inmediato del beneficio literario de esa consagración. Las novelas posteriores de José Américo de Almeida demostrarían que él no tenía talla de narrador, de autor de una obra duradera. Incluso A Bagaceira puede ser juzgada hoy con más frialdad. Una lectura atenta del libro muestra enseguida sus deficiencias, su falta de, estructura, la heterogeneidad del estilo, aún sobrecargado de la herencia romántica. Pero el hecho es que A Bagaceira, con todas sus imperfecciones, constituye un indicio de renovación en nuestro país en términos de ficción. Fue, sin duda, un libro pionero.

Uno de los rasgos característicos de la etapa que atravesó entonces la literatura brasileña fue la existencia de la critica. Iniciada en la etapa anterior, imitaba, como en otros aspectos, lo que se hacía en Francia. Hasta en ese rasgo nos vimos ligados a ese país, y nuestros hombres cultos, no sólo los de letras, se formaron con ese cuño galo. Singularmente, la crítica secundaria se dedicaba a detectar galicismos en los textos analizados. La crítica, a semejanza de la francesa, era impresionista, y ello no significaba una identidad con la escuela de pintura que tomó ese nombre. Significaba, muy sencillamente, que el crítico divulgaba sus impresiones de la lectura de los libros que le eran enviados. Esa crítica asumía forma sistemática y su modelo habitual era el rodapié de los diarios. Ello revela el espacio que la prensa destinaba a las letras, el grado de importancia que les concedía. Es curioso recordar que la imitación del modelo francés llegaba hasta los detalles: José Verissimo, en la etapa anterior, escribía sus rodapiés los lunes porque así lo hacía Sainte-Beuve. En aquella época aún se desconocía en el Brasil el excelente libro en que Proust denuncia la superficialidad y hasta la falsedad de los juicios de Sainte-Beuve.

El crítico más conocido, que ejerció durante muchos años su oficio en O Jornal, fue Alceu Amoroso Lima, con el ya mencionado seudónimo de Tristáo de Athayde. Sus

juicios -pues se trataba precisamente de juzgar- eran autónomos, serios, basados, a falta de un verdadero método crítico, en su conocimiento de las letras, en particular de

las francesas, bajo cuya égida había formado su espíritu. Era un crítico del gusto, si es que eso tiene algún significado. Su buen gusto era resultado de largas lecturas. Y, de

cualquier manera, los rodapiés de crítica publicados en O Jornal se leían y sus juicios eran dignos de respeto. Su autonomía de pensamiento era conocida. Se comprobó cuando fue severo al juzgar la novela que publicó Graça Aranha, después de romper con la Academia Brasileña de Letras. Alceu, que había estado al corriente de ese gesto y lo había aplaudido, señaló claramente las grandes deficiencias que en su criterio tenía la novela, y eso lo debe haber perturbado mucho. En sus últimos tiempos de crítica, Alceu vio declinar su prestigio. Su insistencia en considerar a Jackson de Figueiredo un excelente novelista -cuando era fácil ver lo contrario- contribuyó en gran medida a ese ocaso. Al decir «adiós a la disponibilidad», titulo de un rodapié en tono de confesión, mostraría que él mismo comenzaba ya a renunciar a su oficio.

Otro crítico merecedor de respeto era Agrippino Grieco. Intelectual de vastísimas lecturas y de buen gusto, tenía una virtud que definiría su manera de ejercer la crítica: la mordaz ironía que no reconocía valores consagrados sólo por la repetición. Al pasar de la Gazeta de Noticias a O Jornal, llevó a cabo en este último una tarea de saneamiento, para cuya realización disponía de todas las cualidades necesarias. Grieco no reverenciaba en absoluto los valores consagrados -sabía bien que en su mayoría eran falsos-, y en particular los académicos. Era siempre una delicia para el espíritu leer las demoledoras críticas de Grieco a los pejes gordos de la época. Uno de los libros en que reunió sus trabajos periodísticos, Vivos e Mortos, contenía una advertencia: «Los muertos están muchas veces más vivos que los vivos.» Con motivo de la muerte de Rui Barbosa, surgió en Río una curiosa controversia: unos querían que no se ocupara su puesto vacío en la Academia -como ocurrió con la luneta que él ocupaba a menudo en determinado cine-, lo que constituía el mayor homenaje posible al ilustre muerto; otros pretendían que dicho puesto fuese ocupado, pero por un personaje muy conocido aunque de pocas letras. Grieco efectuó el desempate: era partidario de la ocupación de la plaza y aducía que la selección del peje gordo conciliaría las divergencias: él ocuparía el espacio vacante, pero sin ejercer sus funciones. Lances como éste daban a Agrippino Grieco un gran prestigio. Era más temido que respetado, pero es innegable que sus juicios revelaban un conocimiento poco común de la crítica y una independencia de la que nunca se dudó. Sus obras eran muy divulgadas en aquellos tiempos. Hoy han desaparecido de la circulación, como los volúmenes en que Alceo reunió sus rodapiés críticos. Es una pena. Las nuevas generaciones no pueden valorar la importancia de esos dos críticos en aquella época, cuyo estudio permanece incompleto sin el conocimiento que puede proporcionar la lectura de lo que ellos escribieron.

El rasgo más Sobresaliente de la literatura brasileña de esa etapa reside en el surgimiento, junto a las obras nacionales auténticas, del público necesario para la existencia de éstas. Sólo a partir de entonces aparece, con un papel fecundo y hasta indispensable para nuestro desarrollo literario, un público habituado a leer y a apreciar a los autores nacionales. Hasta ese momento, en efecto, el autor brasileño no tenía público, y las excepciones se referían a un público reducido para los autores más conocidos, los cuales, por lo general, no eran los mejores. El surgimiento de un público interesado en los autores nacionales, capaz de valorarlos, de leerlos y de ampliar el interés que despertaban, señala un cambio cualitativo importante. Ese cambio, prueba del nivel de maduración que habíamos alcanzado, comenzó -si es que algo puede servir de hito para ello- con la aparición de Menino de Engenho, escrito por un desconocido, José Lins do Regó. El Jornal do Brasil era flojo en el terreno literario. Tenía un crítico, es cierto, pero ese crítico era Osório Duque Estrada -dicho sea de

paso, autor de la letra del Himno Nacional- que no era más que un simple reseñador de libros, sin la menor capacidad crítica. En otro sitio, en el mismo periódico, Joao Ribeiro escribía un palmo de columna de prosa, la mejor prosa que el Brasil conoció en esa época. Y Joao Ribeiro, que no ejercía la critica de manera habitual, destacó la calidad de la novela recién lanzada. Lanzada, por cierto, a expensas del autor. Fue su consagración, porque la autoridad de Ribeiro era reconocida en muchas esferas.

El hecho es que el surgimiento y la ampliación de un público para los autores nacionales, y particularmente para las obras de ficción, exigían -al disponer incluso de una crítica alentadora-la creación y el desarrollo del mercado editorial. Monteiro Lobato, en Sao Paulo, había intentado esa empresa, pero las circunstancias condenaron al fracaso su actividad pionera, que, por haber sido ya intentada y en los moldes en que él lo hizo, mostraba la oportunidad para la aparición de una actividad editorial compatible con el crecimiento de la producción literaria, con su calidad y con las exigencias del público. El momento exigía una actividad editorial en correspondencia con lo que los demás factores propiciaban. Ocurrió entonces la llegada desde Sao Paulo -inmediatamente después del fin de la llamada Revolución Constitucionalista- de un antiguo empleado de la Librería paulista Garraux, que había adquirido la biblioteca de Alfredo Pujol y se había instalado en Río. El audaz muchacho, ahijado de Altino Arantes, destacado político paulista, decidió que sería algo más que un vendedor de libros. Quería ser editor. Para comenzar, hizo una propuesta al autor de Menino de Engenho, que, en aquellos tiempos, resultó asombrosa: reeditaría esa novela, pagando derechos de autor elevados, y compraría, inmediatamente, los derechos de la nueva novela que el autor pretendía lanzar, estimulado por el éxito de su obra de estreno. El editor novel ya se había ganado su espacio, con el lanzamiento inaugural de su actividad, el libro de Ralph sobre psicoanálisis. Pero ahora, en sintonía con el avance del movimiento literario, pretendía editar a autores brasileños. Y eso hizo en realidad, integrándose entonces a la galería ilustre y pequeña que había comenzado con Garnier, pasando por Francisco Alves y por Monteiro Lobato. José Olimpio Pereira Filho fue, desde todos los puntos de vista, el editor exigido por esa época, en la cual dejó una huella de importancia singular, que sólo posteriormente encontró un continuador en Enio Silveira, recién fallecido, y a quien podemos considerar el último de nuestros grandes editores.

En verdad, para volver a la producción literaria, José Lins do Regó se afirmó como una especie de memorialista de ficción. Menino de Engenho es muy superior -incluso por la fidelidad al panorama real- al libro de memorias que el autor escribió más tarde. Porque su arte estaba arraigado en la memoria profunda, en lo que había de raigal en él, para reconstruir un paisaje cultural, el más antiguo que el Brasil conoció, el de la caña de azúcar. Lo que realizaron él y sus compañeros de generación, los grandes narradores, fue la reconstrucción del Brasil en términos de cultura, y con una raíz profunda en lo más íntimo y propio del pueblo brasileño. Después surgieron, como se sabe, los que constituirían la pléyade de los ficcionistas nordestinos, cada uno preocupado por rememorar el ambiente que había conocido, en que se había formado: el cultivo de la caña y el ingenio, el cultivo del cacao y la lucha por la tierra, la degradación urbana que destruiría a los pobres que abandonaban los campos de Sergipe para ir a la ciudad, y así sucesivamente. Las poblaciones pobres del Nordeste, siempre flageladas y siempre olvidadas, eran vindicadas en esas obras de valor desigual, pero que tuvieron honda repercusión en el espíritu de los brasileños. Es siempre válida, en lo que escribieron esos ficcionistas vueltos hacia la realidad, la capacidad de fijar las costumbres y los desgarramientos de la sociedad en que viven y de la cual forman parte. Cuando se alejan de la reconstrucción del ambiente que conocieron, del ambiente en que vivieron, esos ficcionistas reducen su capacidad artística. Fuera de los cuadros del cultivo de la caña de azúcar y del ambiente del ingenio, José Lins do Regó pierde gran parte de su fuerza. Con los demás ocurre lo mismo. Los ficcionistas que en ese entonces surgieron en el Nordeste y que enseguida se ganaron la admiración de los lectores, presentan algunos rasgos comunes. El primero, importante, es el contenido de libelo que sus narrativas contienen y que les da fuerza. Ellos participan, contando la historia, de la vida de su gente. Porque en esas narracciones, lo que vive y palpita es la condición humana. De acuerdo con la capacidad artística de cada uno, esa vida nordestina es sacada a la luz en términos de ficción, mejor o peor según el caso, pero siempre presente. No es un escenario de papel pintado. Es un paisaje humano, lleno de dolor, del sufrimiento y también de la protesta de los abandonados. En algunos de esos narradores predominará, aquí y allá, el disfraz de lo pintoresco, pero la esencia es la revelación de lo real. En ellos, la fuerza de la narrativa absorbe las energías y la capacidad artística. Por eso mismo, a pesar de ser ficcionistas dignos de aprecio, no son grandes escritores. En algunos, salta a la vista lo primario del arte literario. Pero lo que escriben tiene siempre interés, aunque la calidad permanezca relegada al nivel de los simples narradores de historias. En la sorprendente y nutrida galería de los que en ese entonces surgen a las letras, hay uno que es diferente. Se trata de Graciliano Ramos. Sus novelas son reconstrucciones literarias del paisaje humano nordestino, pero con un contenido universal. Sin concesiones a lo pintoresco. Sin caídas -que el contenido de libelo justificaría- para someterse a lo adjetivo. La fuerza reside en el asunto y, sobre todo, en la manera de tratarlo, en la fidelidad a lo real, pero sin perder el nivel literario, la calidad artística. El novelista sabe extraer lo esencial del cuadro que describe, sin exageraciones, sin notas discordantes, ni para realzar. Sucede que mientras los otros son buenos narradores de historias que vivieron, que presenciaron, que leyeron -no mucho más que eso-, Graciliano Ramos es, principalmente, un escritor, un maestro en el oficio, cuya práctica, para él, es siempre penosa y difícil. Los demás perecerán con el paso del tiempo. Él permanecerá. Su obra es el mayor testimonio sobre el pueblo brasileño y su época. Por eso su obra es la única que cualitativamente, está por encima del movimiento al que perteneció, al momento de grandeza que conocieron entonces las letras brasileñas. Es una obra literaria cuyo contenido regional asume universalidad. Es una obra de su tiempo para todos los tiempos.

Aunque, sobre todo en los primeros años, sea evidente la supremacía de la pléyade nordestina de ficcionistas, las letras encuentran nombres de gran relevancia por todo el país. En el sur, con Érico Verissimo, que acabará por hacer la reconstrucción histórica de su gente, y Dionélio Machado, cuya importancia aumenta con el tiempo. En Río, principalmente con la ficción de Marques Rebelo, maestro del cuento, quien se realiza en la novela y terminará por elaborar, lentamente, en Espelho Partido- la reconstrucción del ambiente literario de Río de Janeiro. En Sao paulo, con la obra diversa y siempre cualitativamente importante de Mário de Andrade, desde el ensayo hasta el cuento. A cada instante, en la fase mencionada, fase esplendorosa de las letras en el Brasil, surgen valores nuevos. Algunos pasan con rapidez. Otros perduran en la atención de los lectores. El tiempo, con su tamiz, realiza su selección implacable y va desechando los falsos valores. Los auténticos resistirán el paso de los años. No siempre sus sentencias son justas, es cierto. Pero, por lo general, acierta en el recuerdo y particularmente en el olvido. Como escribió José Verisssimo, nuestras letras, sin duda, son un cementerio. Con algunas tumbas adornadas.

1 En portugués, rodapé: texto -artículo, gacetilla- publicado en la parte inferior de la página de un periódico o revista, y que generalmente se separaba del resto de la plana por un filete horizontal. (N. de la T.)

Nelson Werneck Sodré
Casa de las Américas Nº 207
Abril - junio de 1997

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