Pedazos de espacio.
Versiones de lo imaginario en Felisberto Hernández

Expositor Carlos Walker

Université Paris 8 Universidad de Buenos Aires - Conicet

carloswalker8@gmail.com

Resumen

En el presente trabajo se lleva a cabo una reflexión sobre el registro imaginario en la obra de Felisberto Hernández. Se propone a Tierras de la memoria como punto de partida, pues la yuxtaposición temporal que allí tiene lugar, permite elaborar una serie argumentativa que oriente el trabajo hacia la dilucidación de los modos en que el yo se constituye a través del recuerdo. Para llevar a cabo lo anterior se hará referencia a la noción de imaginario desarrollada por Jacques Lacan, ya que ella es presentada por el psicoanalista en conjunción con el surgimiento de la instancia yoica. Es por esta vía que se hace posible la construcción de hipótesis de lectura sobre la fragmentación temporal y corporal que tiene lugar en buena parte de la escritura de Felisberto.

Palabras clave: imaginario - fragmentación - yo - mirada - Felisberto Hernández

I. Introducción

Un niño escucha una melodía por primera vez. El movimiento lento de los sonidos no se deja atrapar, sus partes lo hacen deslizarse entre la angustia y el placer. De a poco, lo nuevo se le presenta como un espacio de su pasado que, grácilmente escondido, esperaba su turno para darse a ver. Mientras él escucha, sus ojos han estado escrutando repetidas veces un mismo objeto. La mirada insistente termina alterando color y forma, los objetos se confunden. Entonces, ocurre lo de siempre: olvida las notas de la melodía y su memoria guarda el placer de aquel instante atesorado en esa imagen móvil (Hernández 2005: 40).

Los ojos, los objetos, la memoria, y ese yo que intenta dar cuenta de sus avatares, constituyen un entramado que puebla la literatura de Felisberto Hernández, y del que intentaré a continuación, circunscribir algunas de sus características a partir de la lectura de Tierras de la memoria.

La escena del niño que escucha una melodía, permite señalar preliminarmente, algunos límites de las instancias que allí se ponen en juego. El yo, afectado por la música, intenta llegar a un grado de concentración que le permita retener, para luego reproducir al piano, las tonalidades musicales que lo fascinan. Los ojos, entretanto, fijan la mirada en un objeto que sufre diversas transformaciones producto de la revisión a la que es sometido. La memoria, indiferente a la melodía que yo se esfuerza por aprehender, guarda la imagen como testigo de la sorpresa auditiva.

La predominancia de lo visual en la composición de la memoria, a contrapelo de lo que el yo quiere para sí, señala, antes que contentarse con el vano ejercicio de certificar que el yo no es amo en su propia casa, un desencuentro entre los ojos y yo, entre memoria y melodía, él que permite dirigirse hacia las identidades que allí se ponen en juego. Una afirmación de Silvia Molloy sobre el yo felisbertiano, puede extenderse al resto de las instancias que allí intervienen: las identidades (ojos, dedos, cuerpos, pianos, rieles, prendas íntimas, etc.) son siempre pasajeras (1982: 70). Demostrar la transitoriedad de los actores involucrados en el discurrir de Tierra de la memoria es uno de los designios del presente trabajo.

Entonces, la existencia de una relación compleja entre la imagen y yo, sugerida a lo largo de todo el texto, invita a dirigirse hacia ese intersticio que se instala entre el yo y el campo imaginario, hacia esa unidad que se hace ver bajo diversos aspectos: unidad transitoria y en constante tela de juicio.

La imagen, la memoria, los ojos, el cuerpo, el yo, los objetos, presentadas como unidades lábiles, interrogan por el valor que se la ha de asignar a esa primera persona que narra series encadenadas de desencuentros. Si tal y como propusiera Ángel Rama, los ojos son el centro de esta experiencia literaria, resulta inevitable conducir la interrogación por las particularidades del yo, hacia la manera en que éste se articula con el campo de lo visual (1982: 257).

Poner de relieve el espacio de la instancia yoica en el discurrir de la narrativa de Felisberto, ha sido moneda corriente en las lecturas críticas que su obra ha generado. De la misma manera que el psicoanálisis parece haberse erigido como uno de los recursos teóricos más frecuentes al momento de llevar a cabo esos ejercicios de lectura. Incluso, Saer deslizó la opinión que la lectura de Tierras de la memoria produce una gran tentación por llevar a cabo una interpretación psicoanalítica, quizá porque para el escritor santafesino, el uruguayo se había encargado de sembrar sus Tierras de falsas pistas de una simbología psicoanalítica (2004: 129,132).

Tomaré a continuación una opción de lectura que no desconoce lo anterior, sino que más bien intenta tomar algunos de esos elementos con el fin de poner en discusión las versiones críticas. Hay pues una constante en la obra de Felisberto, que encuentra en Tierras de la memoria una de sus más notables expresiones: un sujeto singular relata los avatares de sus recuerdos, allí yo habla y es hablado por otros, sean estos, objetos, su cuerpo, sus sueños, etc. Los trabajos críticos le han prestado particular atención a ese yo, personaje central, y algunas de sus lecturas bien podrían ser agrupadas bajo una misma insistencia: el yo se presenta como una unidad pérdida, fracasada y añorada, sea como sea, siempre en falta. Los críticos han señalado una y otra vez que la escritura de Felisberto daría cuenta de un fracaso: el fracaso de la unificación.

En primer lugar, haré una referencia sucinta a algunas de las lecturas del yo felisbertiano. En segundo lugar, intentaré tomar distancia de las propuestas críticas a partir de la lectura de Tierras de la memoria a la luz de referencias tanto al psicoanálisis, como a una distinción propuesta por Michel Foucault

II. El yo unificado: fantasía crítica

El protagonista y narrador de Tierras de la memoria recuerda un viaje en tren que lo hizo recordar un viaje anterior, éste a su vez lo conduce a una serie de recuerdos superpuestos que se desplazan en el tiempo sin mayor consideración por la cronología. Se trata, a grandes rasgos, de la historia de un cuerpo, sus ojos y yo. El narrador declara de varias formas la desconfianza que profesa hacia su cuerpo; así en una breve historia de las relaciones con el cuerpo se ocupa en dividir espacios acorde a sus acciones:

En mi casa podía estar distraído mucho tiempo: ellos me cuidaban el cuerpo y yo podía enfrentarme a lo que me llegaba a los ojos; los ojos eran como una pequeña pantalla movible que caprichosamente recibía cualquier proyección del mundo. Y también podía entregarme a lo que me venía a la cabeza, que también eran recuerdos de los ojos o inventos de ellos. (...) Yo no sé quién lleva estas noticias ni qué caminos ha tomado para llegar a la cabeza. (Hernández 2005: 32-33)

El yo felisbertiano, tal y como lo caracterizara Sylvia Molloy, hace gala de un permanente desconcierto, su desagregación en diferentes espacios señala la imposibilidad de fijar ese yo en un lugar determinado. Es quizá en el reverso de esta permanente fragmentación de la primera persona que narra, que Molloy propone leer Tierras de la memoria como un intento de componer al yo a través de un ejercicio de rememoración (1982: 69-73).

Decir esto implica, por un lado suponer que algo así como el yo puede ser compuesto, y por otro, que el recurso a la memoria es el camino elegido para llevar a cabo una composición del yo que se resiste. Tales suposiciones la conducen a leer el texto como si allí se tratara del relato de un yo que aspira a lograr su delimitación, las penurias que sufre al intentarlo y el fracaso de composición que el final del texto demuestra. Entonces, un yo que se quiere unido y compuesto, fracasa en su aspiración a devenir uno. Cito una de las conclusiones de Molloy a este respecto: “El estado de desposeimiento del yo, al final de Tierras de la memoria, es completo: es un yo sin goce, sin expresión (...), sin palabra (...), sin escena. Y además es un yo sin mito.”(1982: 89)

La posición de entender al yo felisbertiano como siendo el fiel testigo de una carencia, con distintos matices y referencias teóricas, es un lugar común en las lecturas críticas que han intentado cernirlo. Brevemente, glosaré algunas de las posturas más relevantes a este respecto.

Para Roberto Echevarren, la pesadilla que el narrador-protagonista relata hacia el final de Tierras de la memoria, vendría a dar cuenta de una subversión de los códigos de verosimilitud que el texto utiliza hasta la emergencia del sueño. Y tal subversión provocaría en el yo del narrador una pérdida de sentido de la coherencia, de la unidad (1981: 53). Esta pérdida lo lleva a proponer que el sueño de angustia representa el sacrificio del yo que narra (1981: 60).

Para Alberto Giordano, los recuerdos en Tierras de la memoria insisten mientras se sustrae una representación del yo que recuerda. De ahí que la sorpresa del narrador-protagonista ante la emergencia de los recuerdos testimonie una insuficiencia. Como el yo que narra desconoce la causa de los recuerdos que le son dados a ver, su función es pues deficitaria (1992: 46-47).

Enrique Pezonni, quien se refiere a la obra de Felisberto en general, arguye que el yo en tanto protagonista de esta literatura vive una carencia que se dedica a pormenorizar en sus distintos movimientos. Existe en el trasfondo de esta lectura un “ilusorio bien perdido”, y así el yo no haría más que detallar el fracaso en su empresa de autoapropiación. El argumento avanza hasta establecer los dos rasgos principales de esta carencia:

1) la rivalidad con el propio cuerpo, que se autonomiza y se fragmenta sin cesar para pulverizar toda posible instancia de sujeto único, coherente; 2) la dificultad para producir con el cuerpo algo que vuelva al sujeto dueño de sí y que le asegure un lugar en el cuerpo social. (1982: 216).

Finalmente, y a pesar de que para Ana María Barrenechea, Tierras de la memoria resulta uno de los textos menos interesantes de Felisberto, destaca en su lectura de El caballo perdido una concepción del yo en esta misma línea, pues propone leer al texto como una lucha por capturar la memoria y el tiempo pasado, por unificar un yo, un tiempo y un espacio dividido (1978: 186)[1].  La multiplicidad que es propia a la fragmentación que le adjudica a la instancia yoica, ocultaría, quien sabe dónde, una “secreta unidad” añorada por un “deseo de plenitud” que late en el corazón de sus textos, dirigidos hacia una “totalidad presentida” (1978: 192-193).

III. Imágenes del yo

El yo que atraviesa las composiciones de Felisberto no cumple su función, éste es el diagnóstico labrado por la crítica: no logra advenir uno y diferenciarse con el resto de los elementos, añora una hegemonía que le es esquiva. No controla sus ojos, ni sus manos, ni su cuerpo, ni mucho menos su memoria o esos pensamientos descalzos que suben a instalarse en su cabeza cuando se les da la gana.

La objeción es sencilla: ¿por qué tendría que hacerlo? El yo no se asemeja en nada a los pedazos que aquí lo componen, y esa situación pareciera hablar del fracaso de la función que le ha sido encomendada. Con el objetivo de proponer otra lectura del yo felisbertiano realizaré una breve caracterización de algunas de las facetas con que éste se presenta en Tierras de la memoria.

Ese yo que desde la primera frase anuncia sus ganas de creer que empezó a conocer la vida cuando tenía veintitrés años, justo a las nueve de la mañana en un vagón de tren, y que va transformándose según la disposición de cada escena, prefigura así y desde el inicio del relato, la posibilidad de un nuevo comienzo, siempre repetido y siempre distinto. Más aun, la mera presencia de algo que le es ajeno, determina a su vez la emergencia de una nueva forma:

Yo tenía la mala condición o la debilidad de no poder aislarme del todo de las personas que me rodeaban. Al tenerlas cerca no podía evitar el trabajo de lo que ellas pensarían. Ellas con su manera de sentir sus vidas, entraban un poco en la mía y según fuera la calidad de esas personas, así sería el sentido que tomarían los instantes que yo viviría junto a ellas. (Hernández 2005: 11-12)

Yo se adjudica una debilidad, ésta ha sido traducida en términos de una falla de su función; sin embargo, más que una carencia, se trata de su condición de posibilidad: yo va mutando según el espacio en el que se encuentra, según la persona o el objeto que tenga en frente. No basta aquí con decir que yo es otro, antes bien habría que considerar que el desenvolvimiento de sus sucesivas transformaciones, sea ante las personas, sea ante la animación de los objetos, sea ante su cuerpo, abre paso a una renovada jerarquía.

Los rieles esperan, con su lomo al sol, el paso del egoísta ferrocarril que no deja de pensar en su dirección, las puertas de la casa de las maestras cambian de expresión, tales ejemplos señalan que todos los elementos intervinientes actúan como yo: fragmentando renovados espacios de acción. No hay allí carencia alguna, sino que más bien se pone en evidencia un orden particular al que responden los personajes felisbertianos. Hago eco aquí de una propuesta que hiciera Mario Goloboff a este respecto: “ ...las distintas habitaciones, los distintos objetos, los diversos personajes que las habitan se confunden, no se diferencian, no establecen entre ellos relaciones de jerarquía sino de mera contigüidad..” (1977: 65).

La tentación del psicoanálisis sale nuevamente al paso, pues si hay una exigencia previa en lo que Jacques Lacan concibió como estadio del espejo -el artificio teórico que daría cuenta de la formación del yo- es la de desprenderse de la convicción de que todo cuerpo posee por sí mismo una individuación (2002: 83). Esto supone a la vez, que tal como en el relato de Felisberto, la unidad es siempre parcial. La mirada del narrador, detenida sobre el jefe de los scouts con el que viajó a Mendoza, es elocuente al momento de insistir sobre la equiparación del yo y los trozos de imágenes que se le presentan:

Las cejas acompañaban un buen trecho a los arcos de oro de los lentes, que eran otros dos pequeños óvalos acostados. Detrás del brillo del vidrio, estaba el brillo de los ojos, y éstos se veían empequeñecidos por el cristal y por la sonrisa. (...) y los lentes que parecían hijos adoptivos de la cara, eran tan queridos como los bigotes y las cejas; además habían ayudado a los ojos, desde que eran niños a ver mejor. Yo miraba aquellos pequeños seres, como si los quisiera comprender de nuevo. (Hernández 2005: 48-49)

Se trata pues de pequeños seres siempre puestos en tela de juicio, vueltos a ver y vueltos así a formar. El uno es equívoco y se expresa en múltiples versiones, no carece de nada ni fracasa en su función, se contenta con no actuar cual si fuera el doble de sí mismo. En este punto, la referencia al estadio del espejo bien puede ser de ayuda, pues la inflexión que allí se produce con respecto a la imagen de sí, es análoga a la manera en que el yo encuentra sus espacios en la narrativa de Felisberto Hernández. La unidad, en tanto parcial, es concebida por Lacan como un artefacto compuesto, y esto quiere decir que el espejo no es una máquina de duplicar lo que tiene al frente, sino que es más bien un instrumento de división, separa lo que sería del orden de la imagen (el reflejo del rostro por ejemplo), y lo que no adviene ahí: la expresión, siempre móvil de la mirada. Guy Le Gaufey, psicoanalista que dedicó un detallado estudio a las distintas concepciones de la “imagen de sí”, desde la querella iconoclasta de las imágenes hasta la construcción por parte de Lacan del esquema del espejo, lo expresa en los siguientes términos: “.el estadio del espejo distingue lo que el retrato por el contrario, mantiene irreductiblemente unido: la unidad (espacial y divisible) de los rasgos que componen el rostro, [de] la unidad (no espacial e indivisible) de la “mirada”."(1998: 124). En otras palabras, lo que se ve en el espejo no tiene ningún recurso para comparar esa imagen y aquello de lo que es imagen.

Sin embargo, al llevar esta argumentación como moneda de cambio que permitiría, finalmente, reconducir el yo felisbertiano a su justo lugar, bien se podría caer en una de esas falsas pistas psicoanalíticas que Saer advierte en Tierras de la memoria. De cualquier forma, y más allá de procurar sortear las pretendidas trampas ofrecidas para el entusiasta lector, vale la pena subrayar que si tal y como afirmé hace un momento, sean los objetos, sean las partes desmembradas del cuerpo que hacen gala de su autonomía, sean los recuerdos que tiran del saco, sean todos ellos como ese huidizo yo felisbertiano; es decir, que eludan el establecimiento de una jerarquía que delimite los espacios en los que se desenvuelven, ¿qué sentido tendría en esta conjunción de elementos darle un lugar privilegiado al yo? Dicho de otra manera, si tal y como propone Julio Prieto, hay en Felisberto un permanente deslizamiento del mirar al ser mirado que dificulta fijar la posición desde la que se lo hace, es decir si a fin de cuentas, los objetos miran, la memoria mira, los ojos miran, y claro, yo mira, es preciso dirigirse hacia las particularidades de esa mirada que se encarna en distintos lugares, generando así espacios siempre renovados (2002: 318-319).

Para terminar, citaré en extenso un fragmento del texto, y luego intentaré poner de relieve una forma de concebir la mirada en Tierras de la memoria. Dice el narrador protagonista al detenerse en Mandolíón, su compañero de viaje:

Tal vez aquel instrumento fuera el lujo de su vida y mirara con agrado las flores que lo cubrían. Tal vez, en seguida de entregarse a ese agrado, reaccionaría con el pudor que sienten esa especie de brutos ante cosas delicadas; tal vez, poniéndose irónico y con un pedazo de sonrisa en que el labio rodearía el pucho como un festón, intentara hacer un movimiento con aquellos dedos para indicar algo superfluo. El pensaría que sus dedos habrían hecho algunas ondulaciones; pero apenas se moverían con una oscilación torpe y como si fueran enterizos; tal vez, si aquellos dedos tomaran un lápiz transpirarían en el esfuerzo de apretarlo y harían números y letras repugnantes. (2002: 11)

La suma de repetidos “tal vez” bien podría continuar infinitamente, no hay en esta progresión narrativa fijación alguna. Se trata de una permanente disociación de lo que se ofrece a la mirada, sea quien sea el mirón. Los ojos, tal y como dice el texto en otro lugar “.buscan un objeto para clavarle la mirada y parecen víboras que hipnotizan pájaros.” (Hernández 2002: 33-4).

La propuesta que Michel Foucault realizara a propósito de la pintura de Magritte, es análoga a la manera en que Felisberto hace circular su literatura: se extrema una continuación indefinida de lo semejante, para librarlo así de cualquier afirmación que intente decir a qué se parece. Foucault distingue entre semejanza y similitud. La primera se organiza en torno al modelo, es decir reproduce aquello que ve. La similitud, en cambio, establece el simulacro como modo de operar, relación indefinida y siempre reversible de lo similar (2002: 113-123). La semejanza acentúa las identidades, su éxito o su fracaso, la similitud quiebra con esa lógica y permite a la narración felisbertiana realizar su continúo traslado.

“Mi yo -dice Felisberto- es como un presentimiento fugaz”. También lo son los objetos y las partes desmembradas de un cuerpo que se esfuerza por rehuir la fijación que quiere imponer el perpetuo juego de la semejanza y su doble.

Bibliografía

Barrenechea, Ana María (1978). “Excentricidad, di/vergencias y con/vergencias en Felisberto Hernández, en Textos hispánicos: de Sarmiento a Sarduy. Caracas. Monte Ávila: 159-194.

Echevarren, Roberto (1981) El espacio de la verdad. Buenos Aires. Sudamericana.

“La estructura temporal de la experiencia en El caballo perdido”. Escritura (1982), n° 13-14: 95-110.

Foucault, Michel (2002). Esto no es una pipa. Madrid. Nacional.

Giordano, Alberto (1992). La experiencia narrativa. Rosario. Beatriz Viterbo.

Goloboff, Mario: “Felisberto Hernández o el fin de la representación”. Texto crítico (1977), n° 6: 58-73.

Hernández, Felisberto (2005). “Tierras de la memoria”, en Obras completas, volumen 3. México. Siglo XXI: 9-75.

Lacan, Jacques (2002). “Observación sobre el informe de Daniel Lagache: «Psicoanálisis y estructura de la personalidad»”, en Escritos 2, Buenos Aires. Siglo XXI: 627-664.

Le Gaufey, Guy (1998). El lazo especular. Un estudio traversero de la unidad imaginaria. Córdoba. Edelp.

Molloy, Sylvia. “Tierras de la memoria: la entreapertura del texto”. Escritura (1982), n° 13-14: 69-93.

Pezzoni, Enrique. “Felisberto Hernández: Parábola del desquite”. Escritura (1982), n° 13-14: 211-228.

Prieto, Julio (2002). Desencuadernados: vanguardias excéntricas en el Río de la Plata. Macedonio Fernández y Felisberto Hernández. Rosario. Beatriz Viterbo.

Rama, Ángel. “Su manera original de enfrentarse al mundo”. Escritura (1982), n° 1314: 243-258.

Saer, Juan José (2004). “Tierras de la memoria”, en El concepto de ficción, Buenos Aires. Seix Barral: 126-138.

Nota:

[1] Barrenechea, p. 186, “Ex/centricidad, di/vergencias y con/vergencias en Felisberto Hernández, en Textos hispánicos: de Sarmiento a Sarduy, Monte Ávila, Caracas, 1978.

 

Expositor Carlos Walker

 

Publicado, originalmente, en: Actas del II Coloquio Internacional "Escrituras del Yo" (18, 19 y 20 de agosto de 2010) por el Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Facultad de Humanidades y Artes - Universidad Nacional de Rosario (Argentina)

Link del texto: https://www.cetycli.org/trabajos/walker_acta.pdf

 

Ver, además:

 

                      Felisberto Hernández en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce

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