Miradas advertidas: la escena narcisista en dos obras de Sor Juana Inés de la Cruz

ensayo de Valeria Wagner

Université de Genéve, Suiza

Resumen: Este ensayo examina la escena narcisista en dos obras de teatro de Sor Juana Inés de la Cruz, leyéndolos como dispositivos de “contra-proyección” que cuestionan y reorientan la mirada del público (y de los lectores). Se interesa en la creación de un público “advertido” por la configuración narcisista de las trampas especulares de la representación, y llevado por la misma a “ver” los procesos de fijación de la alteridad, sexual y/o colonial.

Palabras clave: Sor Juana Inés de la Cruz; Escena narcisista; Mirada y lectura; Siglo xvn.

Abstract: This essay examines the narcissistic in two plays by Sor Juna Inés de la Cruz, reading them as “counter-projection devices” that question and reorient the public’s (and readers’) gaze. It is interested in the creation of a public “advised” by the narcissistic configuration to avoid the specular traps of representation, and led to “see” the processes that fix sexual and/or colonial alterity.

Keywords: Sor Juana Inés de la Cruz; Narcissistic scene; Reading and the gaze; 17th Centuy.

La escena narcisista

El joven enamorado de su imagen ha sido una figura particularmente productiva en la historia del pensamiento sobre la representación, sus mecanismos y peligros, hasta el punto que se puede considerar como una suerte de “escena especular original”. Es sabido que Alberti la consideró como emblemática de la pintura, y al propio Narciso, como el pintor por excelencia[1]. Desde entonces la particular configuración del sujeto, su reflejo y un espectador atento y/o deseoso ha servido a menudo para articular los regímenes de representación de diferentes prácticas artísticas. A partir de los años setenta del siglo pasado, la configuración narcisista adquiere también importancia en tanto dispositivo de análisis psicoanalítico, político y cultural. Así, mientras que en el campo de la literatura se glosa la categoría del “relato narcisista” (Hutcheon 1984) y en el del videoarte, la de “estética narcisista” (Krauss 1976), en la teoría psicoanalítica la patología freudiana del narcisismo se extiende para explicar la configuración psíquica de todo sujeto (Lacan 1966 [1949]), en sociología la de una cultura que infantiliza al sujeto-ciudadano -la “cultura del narcisismo” de Christopher Lasch (1978)-, y en discusiones más recientes sobre los nuevos medios de comunicación, circula la categoría híbrida -entre descripción, diagnóstico y denuncia- del “narcisismo digital” (Keen 2012)[2]. Hay entonces mucho que decir sobre las múltiples actuaciones teóricas de Narciso y sobre el potencial a la vez estético y analítico de la escena narcisista.

La teórica Mieke Bal propone leer el mito ovidiano de Narciso como una alegoría del lector ingenuo que con-funde (conflates) al personaje con la persona: Narciso, como se sabe, no distingue entre sí mismo y su imagen, la ficción y la realidad (Bal 1999: 121-122). Pero el mito incluye a otros lectores que complican esta primera figura “ingenua”. Eco, la amante desdeñada, confunde a su vez el sentido de las palabras de Narciso[3], repitiendo e invirtiendo su situación: lo contempla contemplándose, lo ama como él ama a su imagen, sufre al verlo sufrir. Finalmente, además de Narciso, lector confundido, y de Eco, lectora iterativa, el texto de Ovidio presupone aún otro lector, externo a la escena, cuya relación con la imagen en la fuente está mediatizada por las figuras de los otros dos. Podemos llamar a este último el lector “advertido”, porque los errores y el sufrimiento de sus dos figuras textuales deberían alertarlo a la trampa especular -ese complejo juego de confusiones, identificaciones y errores- que acaba con las vidas de Narciso y Eco[4].

La trampa especular induce en Narciso y en Eco el deseo de una reciprocidad imposible: ni la imagen podrá corresponder el amor carnal de Narciso, ni Narciso podrá corresponderle a Eco su mirada ardiente. Notemos sin embargo que, si no hay manera de evitar que nazca tal deseo de reciprocidad, la manera de romper con su fascinación es, en principio, simple: para Narciso, consistiría en desviar su mirada de la imagen que lo inmoviliza; para Eco, en desviar su atención de las palabras que la cautivan. De manera que el lector “advertido” debería ser capaz de desconfiar de la forma de reciprocidad que promete la especularidad, y de desviar su mirada y atención del texto en cuanto se sorprenda reconociendo en él sus propias palabras y deseos. La configuración narcisista inicia o facilita tal proceso de reorientación al desviar la atención del lector del sentido de palabras e imágenes, para dirigirla a las mediaciones que constituyen y condicionan su lectura, incitándolo a reposicionarse respecto de ellas. En este sentido, las estrategias textuales especulares pueden entenderse como tentativas de reorientar la mirada y de incidir en las formas de atención del lector.

En lo que sigue veremos cómo se plantea con diferentes grados de explicitación este potencial transformativo de la configuración narcisista en Los empeños de una casa (1683) y el en auto sacramental El Divino Narciso (1689) de Sor Juana Inés de la Cruz. En ambos casos la escena narcisista no solo previene al público de los peligros especulares que corre al dejarse fascinar, sino que también le revela la complicidad de su mirada en la resolución trágica de la escena que contempla. Efectivamente, la “conversión” de Narciso en flor, y la ineluctabilidad de su vínculo con la muerte dependen, en última instancia, de la focalización del espectador en uno u otro nivel interpretativo de la escena. En el mito, la flor del narciso que surge en lugar del cuerpo del joven ahogado marca su desaparición, conmemorando su belleza, su error y su culpa; pero la flor puede también ser percibida como el fruto de la unión de Narciso con su imagen, de la metamorfosis productiva de ambos. Sor Juana, como veremos, nos incita en sus dos obras a privilegiar esta última opción, que resalta la posibilidad de cambio -de salvación de la imagen en el caso de El Divino Narciso y de salvación por la imagen en Los empeños de una casa- inherente a la escena narcisista. Para ello, sin embargo, es preciso desviar nuestra mirada de Narciso ensimismado, evitar repetir su fascinación con la imagen, para dejar que en su lugar surja la flor. Ahora bien, tratándose de obras de Sor Juana, debemos comenzar el proceso de desensimismamiento desviando nuestra atención de la autora y de su imagen.

Sor Juana y la escena narcisista

Si, como lo proponía Alberti, Narciso es el pintor por excelencia y la pintura, la flor de todas las artes, cabe preguntarse si toda actividad artística comporta una dimensión sacrificial, y en qué sentido: podemos entender que el artista debe desarrollar una obsesión por sí mismo y por su arte, hasta el punto de sacrificar su vida; o bien, que el artista debe desaparecer de su propia obra para que esta cobre su plenitud. Desde mediados del siglo xx, ha habido en la crítica sorjuanina una fuerte tendencia a comentar la obra de la monja en términos de la primera lectura de la alegoría narcisista de la creación: la monja se retira de la “vida” para dedicarse a las letras, que son el reflejo de su fascinación consigo misma y con su propio talento[5]. Aun cuando no se considera a Sor Juana explícitamente en términos del cuadro narcisista, la fascinación que generan la autora y los elementos autobiográficos de su obra la sitúan a menudo en el lugar de Narciso, ante la fuente, y antes o por fuera de su producción literaria. Tal fascinación, es preciso aclarar, se justifica y es en muchos sentidos alimentada por la persona (en el sentido etimológico de personaje, máscara) que Sor Juana elabora en sus textos, a sabiendas de que el público y los lectores de su época estaban dispuestos a convertir todo elemento biográfico en indicio de “la rareza” de la poetisa. Tanto, que la particular relación entre la obra y la persona que esta proyecta a sus lectores parece haber sido compuesta adrede para generar comentarios sin fin. Así como Don Quijote supo “profetizar” al principio del segundo libro, que su historia “tendrá necesidad de comento para entenderla” (Cervantes 2004: 571), la obra de Sor Juana anticipa, y en muchos sentidos complica y neutraliza, los comentarios y controversias que su figura ha generado. Al mismo tiempo, la figura de Sor Juana que se esboza a lo largo de su obra insta a sus lectores, una y otra vez, a que dejen de mirarla, a que desvíen sus miradas y reflexionen sobre el significado de sus atenciones.

Así, en un muy citado romance dedicado a las “inimitables plumas de la Europa” (Sor Juana 1992: 303-307), Sor Juana -la voz lírica- se queja de los comentarios de sus admiradores europeos: “Vosotros me concebisteis / a vuestro modo” (109-110); “la imagen de vuestra idea /es la que habéis alabado” (113-115). Aluden estas líneas a su ya establecida fama de mujer extraordinaria, cuyo talento remite indefectiblemente a la rareza de una condición femenina superada por el intelecto[6]. Se puede entender esta producción maravillada de la persona de Sor Juana como una negación de su obra, silenciada por la “rareza” de la autora, o bien como construcción de una figura autoral que oculta a la persona, o como un culto a la persona que niega a la mujer, como una idealización de la mujer que ignora a la mujer americana, etc.[7] Lo cierto es que el juicio desmedido de los celebrantes conlleva un acto de violencia y de confirmación de una asimetría de poder -entre metrópolis y colonia, hombres y mujeres, intelecto y cuerpo, etc. - similar a la de aquellos “hombres necios” que, en la popularísima redondilla, acusan a las mujeres “sin ver que [son] la ocasión / de lo mismo que [culpan]” (Sor Juana 1992: 4). En ambos casos, los comentarios de Sor Juana demuestran una conciencia aguda de las dimensiones políticas de la representación tanto verbal como visual, y de la necesidad de desarrollar estrategias de protección o resistencia a la mirada y al discurso del poder (colonial, patriarcal) para alcanzar cierta autonomía ontológica -“No soy la que pensáis”- y el reconocimiento de un sentido propio -“sino es que allá me habéis dado / otro ser en vuestras plumas / y otro aliento en vuestros labios” (13-16)-.

Por ello debemos entender la constante elaboración de la persona de Sor Juana en su propia obra en términos de los abusos de la representación que ella denuncia, y en particular, como un trabajo de resistencia a la tentación narcisista que le tiende la fama o que se le tiende con la fama:

O cuántas veces, oh cuántas,

entre las ondas de tantos no merecidos loores,

             (...)

Oh cuántas, encandilada

en tanto golfo de rayos,

o hubiera muerto Faetonte

O Narciso peligrado,

a no tener en mí misma

remedio tan a la mano,

como conocerme [...] (65-67; 69-76).

Los elogios de los admiradores empujan a la “Fénix de México” a medirse con su padre poético, como Faetón pretendió conducir el carro de Helios para probar su divina ascendencia; la confrontan, así, a una imagen de sí misma que no reconoce y que la fija, la inmoviliza, como inmoviliza a Narciso su reflejo en la fuente. En ambos casos, el conocimiento de sí mismo se presenta con una estructura especular respecto al padre/ascendiente y a la imagen/alteridad. En esta estructura especular, el conocimiento de sí mismo lleva a la muerte, como lo sugieren los dos héroes mitológicos, quienes perecen al descubrir sus límites. Si a Sor Juana, en cambio, la salva el conocimiento de sí misma, es porque se trata de un conocimiento no especular: en vez de fundarse en la imagen que confronta, se encuentra a sí misma, “a la mano” -al alcance de la mano, en sus propias manos, y por ende, también en su propia pluma-. Con esta denuncia y desmonta las miradas y las lecturas que la relegan a ser o bien mujer ante el espejo, o bien sabia, pero cadáver: “Honoríficos sepulcros / de cadáveres helados, / a mis conceptos sin alma / son vuestros encomios altos” (97-100). Teniendo en cuenta estas advertencias y amonestaciones, en el estudio de las dos obras de Sor Juana dejaremos de lado a la figura literaria para interesarnos en la composición y función de la escena narcisista.

El Divino Narciso

El auto sacramental retoma abiertamente el mito de Narciso para alegorizar el misterio de la Eucaristía y contar la salvación de la Naturaleza Humana gracias al sacrificio del hijo de Dios y a su (re)conversión a la fe cristiana. La loa, por su parte, trata de la conquista espiritual de América, e introduce el auto como instrumento de conversión de los indígenas y confirmación de su fe embrionaria. En ambos casos se plantea la transformación de la mirada del público/lector en el marco del objetivo a la vez pedagógico y evangelizador de las dos obras. Por eso vale la pena recordar en este contexto que la palabra “conversión” evoca aún más claramente que el término “advertir” (ad-vertere), un giro, una vuelta (del latín convertere), o sea, una reorientación de la atención, un reposicionamiento del sujeto converso que transforma su visión y entendimiento. Se entiende entonces la atracción del mito de Narciso en el marco evangelizador, ya que, como al joven enamorado de su imagen, se trata de incitar a los indígenas a desviar su atención de los ídolos que confunden con dioses, para que puedan librarse de su fascinación y así vislumbrar, en las formas visibles, el divino designio del Dios cristiano. Ahora bien, en el auto la conversión del pagano, la reorientación de su mirada se logra (figurativamente, claro) mediante la transformación de la imagen de Narciso, y en particular, estableciendo una relación entre Narciso y su imagen que excede lo especular.

El auto retoma fielmente el mito, como ya se ha mencionado, con la excepción del papel que desempeña la imagen en la fuente, y de su relativa autonomía respecto a su referente divino. Narciso es Jesús, y está en busca de su oveja perdida, la Naturaleza, creada por Dios a su imagen, y por lo tanto también imagen del joven pastor[8]. Eco representa al Demonio, ángel caído que ha perdido el amor de Dios, y al amante despechado que en el mito maldice a Narciso, condenándolo a no poder alcanzar el objeto de su deseo. Pero en el auto la condena invierte los términos del mito: Narciso sufre porque no encuentra a Naturaleza Humana, o sea, a su imagen; su deseo y objetivo es (re)conocerla y aún más, recuperarla como era antes de haberla perdido, o sea, antes de que los pecados que Eco/ Demonio la ha inducido a cometer, la hayan desfigurado y alejado de su lado. De manera que el encuentro con la imagen en la fuente se plantea, en un primer tiempo, como el fin del sufrimiento de Narciso.[9]

En la medida, por supuesto, en que Narciso y su imagen no comparten la misma naturaleza -una divina, otra humana, una eterna, otra mortal- el encuentro entre ambos se pliega a la trama del mito: Narciso muere consumido por su amor imposible, y la profecía de Tiresias se cumple. La alegorización cristiana del mito sin embargo cambia su sentido, ya que si bien Narciso muere porque se reconoce, lo hace para salvar a su imagen, con quien se reunirá más allá de la muerte. Siguiendo el misterio de la Eucaristía, Naturaleza Humana se reunirá con Narciso cada vez que consuma la flor/hostia en la que este se encarnó para recordar su sacrificio y su amor; y Narciso se reunirá con la Naturaleza Humana después que esta muera y acceda a la vida eterna que él ha ganado para ella. Lo cierto es que la imagen no es en este caso un simple reflejo, fuente de confusión o engaño, sino que, valorizada por el amor divino, es digna de salvación. Con este valor adquirido, la imagen cobra, de hecho, cierta autonomía: es libre de pecar o ser virtuosa, existe independientemente de su creador y referente, aunque no plenamente sin él.

Dejando de lado, por exceder los objetivos (y las competencias) de este ensayo, muchos aspectos y matices de la obra[10], veamos cómo se retoma en el auto la escena de Narciso contemplando su imagen y contemplado a su vez por Eco. En la última escena del Cuadro III (SJ OC 1955: DN, vv. 1221-1325), Narciso llega llamando a su “ovejuela perdida”, lamentando su traición (“Buscaste otros pastores / a quien no conocieron / tus padres ni los vieron / ni honraron tus mayores”, vv. 1286-89) y recordando su cólera ante su arrogancia (“y con esto incitaste Mis furores. / Y prorrumpí: / Yo esconderé Mi cara / [...] / de este ingrato, perverso, infiel ganado”, vv. 1290-95). Ahora bien, en la penúltima escena, Naturaleza Humana, el ganado “perverso”, que se ha escondido entre los matorrales cerca de la fuente y con la ayuda de Gracia entiende recobrar el amor divino (“Mi imagen representa”, v. 1203) le pide a la fuente, “si Narciso repara, / clara, clara; / porque al mirarla sienta / del amor sus efectos” (Cuadro III, esc. VII, vv. 1204-7). Llega entonces Narciso sediento, y se descubre: “Llego; mas ¿qué es lo que miro? / ¿Qué soberana Hermosura / afrenta con su luz pura / todo el Celestial Zafiro?” (Cuadro IV, vv. 1326-30). Celebra extensivamente su belleza, y la exhorta a reunirse con él: “Ven, Esposa, a tu Querido; / rompe esa cortina clara” (vv. 1386-87). La escena narcisista se completa con la llegada de Eco (Cuadro IV, escena X), quien cuestiona, como Narciso, lo que ven sus ojos: “¿Qué es aquesto que ven los ojos míos?” (v. 1396); “¡Pero qué miro! / confusa me acobardo y me retiro; su misma semejanza contemplando/ está en ella, y mirando/ a la Naturaleza Humana en ella” (vv. 1408-12). Ante esta escena, que confirma sus peores sueños, Eco queda muda, o más bien, condenada a repetir, como es sabido, las palabras ajenas.

Notemos para empezar que no sabemos con certeza si la imagen en la fuente corresponde a la perfecta superposición de los reflejos de los rostros de Narciso y Naturaleza Humana -lo cual explicaría la presencia de Naturaleza Humana in situ, escondida entre los matorrales- o si, como lo formula Eco, al contemplar Narciso su imagen, reconoce en ella la semejanza con la imagen de la Naturaleza Humana. Pero ya sea que se trate de reflejos superpuestos o de un reflejo que remite a dos referentes, la imagen en la fuente destaca un vínculo fuerte entre los amantes, basado en la mismidad, y la necesidad de mediación entre ambos, ya que es solo en la imagen que Narciso y Naturaleza se reúnen y es a través de ella como se ven, se miran y reconocen. Al mismo tiempo, como en el mito, esta imagen compuesta -superpuesta o desdoblada- también separa: Narciso muere por amor, sin poder alcanzarla. Sin embargo, como ya hemos mencionado, en la alegoría cristiana, la imagen sobrevive a Narciso, e incluso se salva gracias a la desaparición de su referente divino.[11]. Ahora bien, para que la salvación se confirme, el vínculo indicial entre la imagen y Narciso no debe desaparecer: en la medida en que Naturaleza Humana no enturbie el agua con sus pecados, debería poder ver a Narciso en su propio reflejo. De manera que Naturaleza Humana sabrá que está bien encaminada hacia la vida eterna mientras logre percibir la doble composición de su propia imagen.

La presencia de Naturaleza Humana en la escena narcisista introduce otro cambio significativo respecto al mito. Por un lado, Naturaleza Humana es la única que no duda ni cuestiona lo que ve: sabe que la imagen en la fuente reflejará el rostro de Narciso y el suyo, o el suyo en el de él, al mismo tiempo. En cambio, el cuestionamiento de la imagen que comienza con Narciso (“¿qué es lo que miro?”) remonta a través de Eco (“¿Qué es aquesto que ven los ojos míos” / “Pero que miro”) para ejercerse sobre el público. Efectivamente, la figura de Eco, espectadora a lo largo de la obra[12], es a su vez “repetida” en el público, quien la mira mirando a Narciso y a la imagen de Narciso, cuestionando lo que ve pero reconociendo en el reflejo, a su pesar, a Naturaleza Humana escondida. La obra es también vista por América y Occidente, personajes de la loa que precede a El Divino Narciso, a quienes Religión ha convencido de que miren el auto sacramental para entender los fundamentos de la nueva fe que van a adoptar[13]. Al final de la loa, estos últimos se disponen a ver la función, mientras que Religión justifica la pertinencia de la representación teatral ante un público madrileño. Se multiplican así los niveles de espectadores: además de Narciso y de Naturaleza Humana, que se contemplan en y a través de la imagen compuesta de la fuente, y de Eco, forzada a ser espectadora, están los indígenas americanos representados por América y Religión, y finalmente los españoles de la corte madrileña. En esta estructura los espectadores españoles están reflejados (o “repetidos”) en los indígenas, sugiriendo una relación entre ellos parecida a la de Narciso y Naturaleza Humana, o sea, mediada por una imagen compuesta que funda a la vez los vínculos de similitud y de diferencia entre sus dos referentes. Pero el público español también ocupa el lugar del “lector advertido”, o sea, del lector informado por todos los otros niveles de lectura de la obra. Es a él, entonces, en primera instancia, a quien el auto y su loa están destinados, y es por lo tanto su mirada la que se trata de “convertir” y de alertar respecto de la complejidad de su propia imagen: para que reconozca, por un lado, que su “imagen americana” es en realidad una imagen compuesta y mediadora, y por otro, que al reconocerse en ella también debe admitir sus diferencias.

Hay sin embargo una diferencia importante que la imagen compuesta del auto de Sor Juana señala sin verdaderamente admitir, y es la diferencia sexual: por un lado, la imagen de Narciso es mujer; por otro, la unicidad de la imagen o la perfecta superposición de los dos rostros en el reflejo oculta la diferencia de género de sus dos referentes. Esta invisibilidad de la diferencia sexual en la imagen mediadora participa de los argumentos sorjuaninos sobre los límites corporales del género sexual -alma, mente, conceptos y abstracciones no tendrían sexo- y sobre los límites de la diferencia cultural e histórica en general; como argumenta Religión en la loa introductoria, todo particular puede representar lo universal[14]. Pero, aunque en este caso la imagen no refleje los códigos de género y no parezca incidir en ellos, en muchos otros textos de Sor Juana se plantea la cuestión del poder normativo de la imagen sobre el imaginario de la diferencia sexual. Es desde esta perspectiva como abordaremos ahora Los empeños de una casa, comedia que combina una crítica de las relaciones de género en la Nueva España, con la revisión de un género literario.

Los empeños de una casa

Los empeños de una casa[15] suele considerarse una comedia claramente especular porque retoma e invierte según el eje masculino/femenino los códigos principales de las comedias de capa y espada[16]. Como es sabido, el título evoca Los empeños de un acaso de Calderón de la Barca, que feminiza al transformar “un acaso” en “una casa”, centrando así nuestra atención en los proyectos, esfuerzos, y vicisitudes del espacio doméstico. En la obra la acción se desplaza de la calle al ámbito de la casa, y el protagonismo, hasta cierto punto, de los hombres a las mujeres -estas tienen más réplicas que los personajes masculinos, y es una mujer la que maneja el enredo-. La inversión, o por lo menos cuestiona-miento de lo masculino y lo femenino, concluye, como en las comedias de este género literario, con los consabidos matrimonios que restablecen el orden social y sexual que ha sido cuestionado. En este sentido, la obra es fiel a las consignas del teatro barroco español, y en particular a la obra de su predecesor. Pero el orden sexual no se restablece tan fácilmente al final de la obra, o por lo menos, la relación entre el orden social que sellan los matrimonios no invalida el cuestionamiento del orden sexual que se lleva a cabo a lo largo de la obra, y que se articula en particular en una escena excepcional de travestismo.

Dejando de lado la trama debidamente enredada de la obra, nos concentraremos en la escena IV de la Segunda Jornada (vv. 2388-2508), escena que puede leerse como el momento especular de la comedia, en la que se presentan las instrucciones para su interpretación y sobre todo, se advierte al público del enredo sexual en el que él mismo se encuentra. También podemos entenderla -es lo que propongo- como una versión cómica de la escena narcisista, que comporta, como solo pueden hacerlo las comedias, una dimensión fuertemente provocadora, una denuncia de la complicidad del espectador en la trampa narcisista que se les tiende a las mujeres[17]. La escena es un soliloquio del gracioso, Castaño, a quien su amo -el galán bueno- le ha encomendado que lleve una carta a don Rodrigo, pidiéndole que los rescate de la casa de doña Ana. Pero Castaño teme, como su amo, ser reconocido en la calle; decide entonces disfrazarse con los vestidos de doña Leonor, quien es objeto del deseo de varios pretendientes, para poder circular libremente. Comprobará sin embargo en la escena siguiente que el disfraz de mujer conlleva sus propios peligros -uno de los pretendientes de doña Eleonor lo va a acosar hasta que, para sacárselo de encima, accederá a casarse con él-. Lo interesante para nosotros es el proceso de travestismo, que el gracioso no solo comenta en detalle, sino que lleva a cabo ante los ojos de los espectadores, testigos y cómplices de su transformación.

Castaño comienza su soliloquio preguntándose cómo va a hacer para llevar la carta. Primero recuerda a Garatuza, famoso impostor de las Indias, con cuya mención se sitúa culturalmente (“Que yo, como nací en ellas [las Indias], / le he sido [a Garatuza] siempre devoto / como a santo de mi tierra”; vv. 2398-2400), e introduce la solución del disfraz. Luego invoca directamente la ayuda del público y de sus modelos literarios, aludiendo a su propio estatuto ficcional al citar a Calderón: “¡Oh tú, cualquiera que has sido; / oh tú, cualquiera que seas, / bien esgrimas abanico, / o bien arrastres contera, / inspírame alguna traza / que de Calderón parezca, / con que salir de este empeño!” (vv. 2401-2008). Vemos que la “traza” se va definiendo con la masculinización del abanico, arma de seducción femenina, que aquí se esgrime como una espada, y que evoca la solución clásica del travestismo de la mujer en hombre, habitual en el teatro barroco. Pero finalmente Castaño recuerda que tiene todavía consigo los vestidos que Leonor se había llevado en su fuga, y la salida del enredo se concretiza: “si yo me visto de ellas, / ¿habrá en Toledo tapada / que a mi garbo se parezca?” (vv. 2416-18). Así, Castaño invierte la inversión de género típica del travestismo barroco, disfrazándose de mujer como se disfraza “un acaso” en “una casa”, y demuestra al mismo tiempo, a través de un striptease al revés que construye “su” feminidad y deconstruye “la” feminidad, que en última instancia el género sexual es ante todo un disfraz.

A partir del momento en que se saca la capa, la espada y el sombrero, atributos visibles del género masculino y de la comedia en la que figura, Castaño comenta cada etapa de su conversión en mujer. Aunque no haya acotaciones que lo especifiquen, sus comentarios sugieren que al ponerse la ropa de Leonor se admira en un espejo, como haría toda mujer, de manera que no es descabellado imaginarlo usando al público de espejo. Castaño primero “aprisiona su melena” para que no cause estragos (“quitará mil vidas / si le doy tantica suelta”, vv. 2421-24), se cubre la cabeza, se pone las basquiñas (faldas), y empieza entonces a referirse a sí mismo como mujer, adoptando al mismo tiempo un comportamiento cada vez más vanidoso: “No hay duda que me esté bien / porque como soy morena / me está de cielo de azul” (vv. 2431-33); “Es cierto que estoy hermosa / ¡Dios me guarde, que estoy bella! / cualquier cosa me está bien, / porque el molde es rara pieza” (vv. 245558). La parodia del “molde” femenino se exacerba al solicitar Castaño la complicidad de las mujeres del público: “Qué les parece, señoras, / este encaje de ballenas?” (vv. 245253). Pero esta crítica de la vanidad femenina también pone en evidencia la construcción de lo femenino, sugiriendo que toda mujer se disfraza de mujer, hasta el punto que el mismo cuerpo se transforma en consecuencia: “¿Cabráme esta pechuguera?” (2440); “La color no me hace al caso, / porque en este empeño, de fuerza / me han de salir mil colores, / por ser dama de vergüenza” (vv. 2447-2450). La diferencia física entre hombre y mujer desaparece, de hecho, cuando Castaño completa su transformación de Castaño en “dama perfecta” cubriéndose enteramente: guantes, para que no se le vean las manos, y el manto, que “lo vale todo” (2465) “¡Válgame Dios! Cuánto encubre / esta telilla de seda” (vv. 2467-68). El manto, prosigue Castaño, guarda mejor que un foso, protege mejor que un muro, encubre más que un ladrón, miente más que un paje, engaña mejor que un gitano y vende más que un logrero. En síntesis, el manto protege engañando, engaña para proteger: hasta tal punto que es imposible determinar qué es lo que protege (¿hombre o mujer?) ni evaluar a quién engaña (¿al que se cubre con el manto o al que lo mira?).

La mención del “Tapado”[18], personaje histórico que fue ahorcado por haberse hecho pasar por el visitador de México, confirma que el manto es peligrosamente convincente. Por ello Castaño se dirige una vez más a las damas del público, asegurándoles que el suyo es solo un disfraz, y que solo funciona porque se trata de un “paso de la comedia” (“que yo no quiero engañarlas, / ni menos a Vuexcelencia”, vv. 2487-2488). Pero inmediatamente después reafirma: “Ya estoy armado, y ¿quién duda / que en el punto que me vean / me sigan cuatro mil lindos / de aquéstos que galantean / a salga lo que saliere,/ y que a bulto se amartelan,/ no de la belleza que es,/ sino de la que ellos piensan?” (vv. 2489-2496). Armado en, o de mujer -con el manto que lo protege y engaña- Castaño no duda de la fuerza reflectora de su manto, sobre el que “los lindos” podrán proyectar la imagen de la dama que quieran. En este punto se pone en evidencia el papel activo de la mirada masculina en la construcción de lo femenino: el manto protege de la mirada masculina, pero también expone a la mujer a su acción modeladora; el manto engaña a la mujer, quien puede llegar a confundir lo que construye la mirada masculina con lo que ella misma ve; también engaña al hombre, puesto que le permite creer que sus deseos son los hechos. Y, hombre al fin, pese a que conoce el proceso y los límites de su devenir-mujer, el mismo Castaño teme sucumbir a su propio engaño: “Temor llevo de que alguno / me enamore” (vv. 2507-2508); o sea, temor de que alguien le haga la corte -lo que sucede, como ya anticipé, en la escena siguiente-, pero quizá también temor de, poseído por su papel femenino, enamorarse él de “alguno”[19].

Si la escena narcisista evoca en la teoría psicoanalítica el proceso de construcción de la identidad sexual, en esta comedia funciona de manera más bien deconstructivista. Por un lado, al “armarse” mujer Castaño pone en evidencia cómo se constituye el género femenino a partir de su imagen, siguiendo el tópico de la mujer ante su espejo, dominada por su espejo. Pero por otro lado, su travestismo sirve para mostrar que la imagen femenina no es (solo) un reflejo (indicial), sino sobre todo una proyección de la mirada masculina: es esta en última instancia la que cubre a la mujer para poder imaginarla mejor bajo el manto. De manera que si Narciso lidia con su imagen en el espejo, Narcisa se confronta a una imagen con un nivel suplementario de composición (la imagen indicial y la proyectada), mediada por la mirada cómplice de los espectadores. En última instancia es esta complicidad la que Narcisa debe desarmar, para poder deslindar imagen y proyecciones y crear las condiciones que permitan reconsiderar las atribuciones y los derechos de los géneros sexuales. Para ello no es suficiente la “revelación” crítica de la construcción masculina de lo femenino, a la que el público de Sor Juana habría sido familiarizado por el resto de su obra. La fuerza de la escena narcisista reside, en este caso, en el desconcierto que puede llegar a generar el trabajo de identificación diferenciada que exige a su público: ¿con quién se identifican hombres y mujeres? Y, sobre todo, ¿qué ven?, ¿cómo afecta la mirada el saber que un hombre se disfrazó de mujer y los hombres ven en él una mujer? Con este desconcierto se plantea, más allá de la comicidad de la situación, la posibilidad -y la necesidad- de transformación de la mirada, a la que se le revela el juego de espejos, de reflejos, inversiones e imágenes parciales del que ha sido objeto. Sin haber sido desdeñado, como Eco, el público partirá quizás con alguna grieta en su amor propio, con un cuestionamiento de su propia imagen, certidumbres zozobradas. Nada, en definitiva, que no pueda curar la risa, nadie definitivamente condenado, ninguna pérdida irremediable: Narciso no muere, Narciso se “arma” y se “desarma” con la ayuda del espejo, trabajando su imagen y, con ella, la mirada de sus espectadores.

Espectadores desarmados, actores/agentes en construcción

Hemos visto que tanto en Los empeños de una casa como en el auto El divino Narciso con su loa, la escena narcisista parece cumplir el objetivo de generar un público advertido, capaz de identificar las trampas especulares de la alteridad colonial y del género sexual que lo acechan -concretamente, en la imagen del otro acecha la del propio público, en la del público que se identifica con un género sexual, otro género sexual-. En este sentido, la escena narcisista no cumple en estas obras una función puramente analítica y crítica, sino que pretende llevar a cabo un proceso de conversión de la mirada, de reorientación de la atención capaz, a su vez, de producir un reposicionamiento del sujeto espectador. Teniendo en cuenta las restricciones políticas, jurídicas, económicas y culturales que limitaban el campo de actividades de los sujetos criollos, y aún más, de las mujeres en el contexto colonial, creo que podemos identificar en el proyecto de reposicionamiento de los espectadores una tentativa de convertirlos en coautores de sus propias imágenes, y con ellas, en actores de sus diferentes funciones y papeles públicos. En la escena narcisista expuesta en el romance (“Cuándo, númenes divinos”) comentado al inicio de este ensayo, la autora incluso se presenta a sí misma en términos de su trabajo de autocreación, cuando sugiere que logra evitar la trampa especular que le tienden sus admiradores volviendo sobre sí misma (encontrándose “a la mano”) y, como lo propuse, produciéndose a través de la escritura.

El juego de espejos de Sor Juana participaría entonces en el proceso de emergencia de lo que se ha denominado “la conciencia criolla”[20], que se constituyó, en buena medida, en reacción y como resistencia a la ideología “espejista” o “especular” que tendía a reducir las peculiaridades americanas al modelo de la metrópolis. Pero creo que es importante considerarlo también dentro de un proyecto más abarcador de reforma de dinámicas de poder, entre géneros sexuales y entre metrópolis y colonia, a través de un trabajo sobre las subjetividades en el poder, o sea, las subjetividades que se construyen partiendo de una identificación incuestionada con el poder. Recordemos que a través de las “damas” del auditorio, Castaño les habla a los hombres necios que se ignoran, y que se beneficiarían mirándose en el espejo de aquello que miran; asimismo, la pedagogía de conversión del auto sacramental está destinada, en última instancia, a la corte madrileña a través de los ojos de una Religión acriollada y de los indios americanos de la loa. En ambos casos las mediaciones, y el juego de proyecciones y de contra-proyecciones no permiten una fácil identificación con el poder, o por lo menos problematizan tanto la posibilidad de identificarse con el poder como de identificar el poder, encarnado tanto en peninsulares como criollos, en hombres como mujeres[21]. En este sentido, es posible leer la obra de Sor Juana en términos que, sin negar la ambivalencia y la ambigüedad respecto del poder características de la clase criolla emergente, reconozcan el potencial de sus “juegos de espejos” para generar nuevos roles y espacios públicos, y regenerar un espacio imaginario para que los actores sociales reescriban, poco a poco, sus réplicas. Creo, finalmente, que considerada a la luz de estas obras de Sor Juana, la intensa actividad “narcisista” de nuestros días puede entenderse como una tentativa de desarmar o neutralizar, en parte, las múltiples proyecciones que fijan a los sujetos-ciudadanos contemporáneos en roles pasivos.

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                            Trad. Juan Antonio Ortega y Medina. México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas.

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Notas:

[1] Véase Leon Battista Alberti, De pictura, 1436. Es posible que Alberti se haya inspirado en la obra del retórico griego Filostrato, los Eikones (siglo iii), muy influyente en el Renacimiento. Se trata de una serie de descripciones (écfrasis) de pintura y tópicos clásicos; en una de ellas el retórico describe una escena narcisista de manera sugiriendo que la representación supera al mundo representado y puede prescindir de referentes (véase Frontisi-Ducroux y Vernant 1997: capítulo XI).

[2] El término se refiere a la tendencia a la autopromoción y exhibición en las redes sociales. Algunos lo atribuyen a Andrew Keen, crítico acerbo (aunque usuario asiduo) de las mismas (Keen 2012). Para una presentación del debate, véase el documental IAm the Media de Benjamín Rassat (2010).

[3] En el Libro III de las Metamorfosis de Ovidio, Eco interpreta la invitación de Narciso a que se “una” (o se “reúna”) con él como una apertura amorosa, mientras que para Narciso se trata solo de que vaya a su lado.

[4] En el mito de Ovidio hay también un amado despechado, fuera de escena, quien le pide a los dioses que vengue la indiferencia de Narciso haciéndole desear a alguien que no pueda poseer. Tanto este lector despechado como la diosa responsable de la mudez de Eco podrían representar, en una alegoría de la lectura y de la recepción, el proceso de proyección contra el que Sor Juana pretende defenderse. Ambos maldicen y fijan así el triste destino de los protagonistas.

[5] Me refiero a la conocida polémica que provocó Ludwig Pfandl con Sor Juana Inés de la Cruz, la décima musa de México. Su vida, su poesía, su psique (publicado en alemán en 1946 y en español en 1963) en torno al narcisismo de Sor Juana, polémica en la que incide Octavio Paz con su monumental obra Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982).

[6] Véase por ejemplo Grossi (2007: 14-17). Las referencias a la abundantísima bibliografía sobre Sor Juana serán pocas: este artículo no pretende inscribirse en la crítica erudita sorjuanina, sino que parte de dos obras de Sor Juana para comprender mejor el potencial transformativo de la escena narcisista.

[7] Margo Glantz habla incluso de “antropofagia literaria”, refiriéndose a la obra de Octavio Paz, que monumentaliza pero también asimila la vida y la fama de Sor Juana (Glantz 1993).

[8] La valorización positiva de Narciso por Sor Juana se justifica sin duda por su asociación con el modelo del amor platónico, según el cual se busca al propio “doble” en el ser amado, aquel con quien se era originalmente uno, y de quien fue dolorosamente separado. Sor Juana interpreta la relación Dios/sujetos según este esquema de unión original/separación, lo cual le permite explicar el amor de Jesús por los hombres (ama lo que más se le parece, su propia imagen) y también su sacrificio (como los seres humanos son solo una imagen, no puede reunirse con ellos pero sí puede salvarlos). También parece aprovechar la versión del mito de Narciso que propone Pausanias, para quien no es posible que Narciso haya creído que su imagen era realmente otra persona -un joven de su edad ya conocería los espejos- y es en cambio plausible que, como relata otra versión, Narciso tuviera una hermana gemela, de la que estaba enamorado; al morir esta, Narciso busca consuelo en su imagen en la fuente, porque en ella reconoce a su amada muerta (véase Vinge 1967: 21-24).

[9] Para una presentación del “juego de espejos” y de la adaptación del mito de Narciso en el auto, véase Valbuena Briones (2008).

[10] Es interesante cómo El Divino Narciso retoma o innova la tradición del auto sacramental, tanto en términos literarios como teológicos. Pero en este caso nos interesa analizar cómo el auto y la teología reconceptualizan el mito y la escena narcisista, y no lo contrario.

[11] En términos del misterio de la Eucaristía, la situación es por supuesto más complicada, porque no se resuelve nunca, sino que se repite.

[12] Eco es también el personaje más activo de la obra, quien hace avanzar la acción, aunque sus intrigas tengan el efecto contrario del que ella planea: “[...] hallo que todo mi estudio / sirvió de ponerle medios / para que su amante orgullo / la mayor fineza obrase / muriendo por su trasunto!” (Sor Juana 1955: Auto sc. XIII, vv. 1781-85). Y, como se ha señalado, es ella quien tiene más réplicas, las más interesantes y retóricamente sofisticadas. Si buscáramos una representación de la figura autorial en esta obra, la encontraríamos sin duda en este personaje.

[13] Para una discusión de otros espejismos y “trampas especulares” en la loa, véase Jáuregui 2003

[14] Véase el intercambio entre Celo y Religión al final de la loa:

      Celo: [...] ¿Cómo salvas la objeción / de que introduces las Indias, / y a Madrid quieres llevarlas? Religión: Como aquesto sólo mira / a celebrar el Misterio, / y aquestas introducidas / personas /

      no son más que / unos abstractos, que pintan / lo que se intenta decir, / no habrá cosa que desdiga, aunque las lleve a Madrid; | que a especies intelectivas / ni habrá distancias que estorben /

      ni mares que les impidan. (SJ Oc 1955: Loa, vv. 459-72).

[15] La comedia es la obra central de un festejo, que comprende una loa, canciones, dos sainetes y un sarao. En este trabajo nos ocuparemos solo de la comedia.

[16] Véase Montoya (2007) para una síntesis crítica del tipo de lecturas que ha suscitado esta obra.

[17] Margo Glantz (1992) identifica al retrato de Leonor, al principio de la obra, como su momento de puesta en escena narcisista, en el que Sor Juana inscribe, a través de su personaje, la problemática relación de su propia imagen (incluyendo la tentación narcisista) que se mencionó al principio de este artículo. A mi entender, la escena de travestismo de Castaño es una escena narcisista más abarcadora, que remite a cuestiones de representación y construcción del género sexual femenino, más que al caso de la extraordinaria autora.

[18] “Dama habrá en el auditorio / que diga a su compañera; / ‘Mariquita, aqueste bobo / al Tapado representa’” (vv. 2479-82)

[19] Resuenan los versos del poema de Sor Juana sobre las “inimitables plumas” europeas: “La imagen de vuestra idea / es la que habéis alabado; / y siendo vuestra, es bien digna / de vuestros mismos aplausos” (Sor Juana 1992: 113-116).

[20] Véase Moraña (1998). José Antonio Mazzotti (2000) propone más bien el término de “agencias criollas”.

[21] Agreguemos que, en tanto dispositivo de desidentificación con el poder, la escena narcisista también interpela al lector crítico contemporáneo.

 

ensayo de Valeria Wagner

Université de Genéve, Suiza

 

Publicado, originalmente, en Iberoamericana, XV, 57 (2015), 25-37

Iberoamericana. América Latina - España - Portugal es una revista interdisciplinaria dedicada al análisis de la historia, la literatura, la vida cultural

y las dinámicas socio-políticas de América Latina, el Caribe, España y Portugal

La revista es editada por el Ibero-Amerikanisches Institut (Berlín) en cooperación con el GIGA Institute of Latin American Studies (Hamburgo) y

la editorial Iberoamericana/Vervuert (Madrid/Frankfurt am Main)

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