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Dos maneras de leer

por Miguel Vitagliano

 

La pregunta sobre cómo se lee aparece formulada, una y otra vez, a lo largo de un siglo. Bajo el mismo nombre, cambiarán mucho los modos de concebirla. En este artículo, se analizan las propuestas de Calixto Oyuela y Josefina Ludmer como los extremos de un particular contrapunto.

Desde entonces, se organizaron grupos de estudios, circularon artículos y libros que se incorporaban -a veces de manera subrepticia- a los listados de la bibliografía de las materias tradicionales en las facultades de Letras; pero esa “teoría literaria” recién obtuvo título de cátedra universitaria en 1985, con el primer seminario dictado por Josefina Ludmer en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Es decir, un siglo después del manual de Calixto Oyuela, y este año se cumplen exactamente treinta años.

La teoría literaria proponía el revés perfecto de lo que había dictado aquel libro de fines de siglo. El manual de Oyuela ofrecía técnicas de disciplinamiento en materia de la lengua y literatura, mientras que el curso de Ludmer ofrecía la tecnología para descomponer cuanto había en esas órdenes.

El seminario venía a decir que la idea de “escribir y decir bien” se edificaba sobre un conjunto de valores sobre la vida social que eran impuestos, aunque se pretendían naturales: valores de una parte que dejaban en sordina a los que sostenía otra parte de la sociedad, los que confinaba a ser los que “escriben y dicen mal”. La situación se hace palpable si pensamos en el contexto en que circuló el manual, las décadas de ebullición de la inmigración masiva. El libro de Calixto Oyuela se arrogaba, desde el interior de las clases, la defensa ante la amenaza extranjerizante que escribía mal porque decía y pensaba mal; es decir, se trataba de una visión parcial, pero la exponía como si fuera única y objetiva. El fundamento estaba en la homologación entre pensamiento y lenguaje, que celebraba en las páginas del manual: “Por esa unión se ha dicho hermosamente que el que habla tiene pensamiento en los labios, y el que piensa, palabras en la inteligencia”. Resultaba objetiva la correspondencia entre lenguaje y pensamiento, pero ¿qué era eso de hablar “hermosamente” o el reconocimiento de que había “pensamiento en los labios” sino el escamoteo de una posición ideológica?

Josefina Ludmer | Foto: Pablo Carrera Oser / UNSAM

En la primera clase de su seminario, Josefina Ludmer expuso la necesidad de descomponer lo que definió como “modos de leer”: esas distintas maneras de entender y valorar la literatura que sin anunciarse circulaban entre los discursos del periodismo, los profesores, las editoriales, los comentaristas radiales, los vendedores de libros, los críticos, los bibliotecarios, los talleristas literarios, los escritores... Todas eran visiones que se cruzaban en la escena pública y trataban de imponer un sentido. Una de las tareas fundamentales de la teoría literaria, decía Ludmer, era reconocer los “modos de leer” y desmontar sus fundamentos. “Uno podría decir -subrayaba- que distintos grupos de una sociedad, incluso distintos grupos sexuales, generacionales, etc., tienen modos distintos de leer, aunque tal vez desde la escuela primaria les hayan inculcado un sólo modo de leer, un único modo de pensar la literatura”.

Imponer o inculcar un sentido no significa trazar una lista de lecturas obligatorias, ni definir siquiera una agenda que dé cuenta de jerarquías, es “formatear” el sistema que adjudica los valores. Más que subrayar qué es lo que debe ser leído, el sentido conforma la lógica capaz de distinguir lo que entra y lo que queda fuera de consideración. Para el sentido, el resultado es una simple consecuencia de la operación, está empeñado más que nada en la base, en definir lo que es plausible de ingresar a lo contable. Cuando Nietzsche dijo: “No hay hechos sino interpretaciones” de ningún modo pretendía negar los “hechos”, destacaba que es a través de los comentarios que accedemos a ellos, que estamos atravesados por el sentido.

Los “hechos” no se nos presentan aislados, siempre los encontramos en medio de una red de relaciones. En otras palabras: forman parte de un relato -recordemos: relato es lo que se pone en relación- que intercepta, interfiere, se enfrenta o coopera con otros. Vivimos entre relatos, ellos son la materia con la que hacemos los “modos de leer”. Por supuesto: el manual del “bien pensar” prefiere ver esos relatos como “hechos”, no como construcciones históricas. Develar ese mecanismo -un mecanismo que de manual pasa a ser automático- es uno de los objetivos de la teoría literaria. Por eso destacaba Ludmer: “Les aclaramos que esos modos de leer son cambiantes, históricos, se enfrentan entre sí y nosotros apostamos a los cambios en los modos de leer, a descongelarlos, a que se cambien en una sociedad, que se lea de otro modo, y por lo tanto, se produzca también a lo mejor un cambio de la literatura, porque los modos de leer producen también literatura”.

También Borges mostraba el alcance de los efectos de un “modo de leer” cuando sostenía que, si el libro nacional hubiera sido Facundo y no Martín Fierro, la historia del país habría sido otra. Exageraba buscando provocar pero, más allá de eso, ¿quién podría predecir el alcance de un “modo de leer”?, ¿con qué medida calcularlo, si la lógica que podría medirlo se conforma en ese mismo espacio?

Las palabras son caballos de Troya, conllevan siempre otras fuerzas en su interior, concentrados de ideas y conceptos; es decir, son armas para otro tipo de ejército. No hay palabras inocentes, ni palabras culpables; creer lo contrario sería disimular la evidencia de que todas las palabras están cargadas.

-II-

A principios de febrero de 1957, La Nación publicó una nota al cumplirse el centenario del nacimiento de Calixto Oyuela, que había fallecido veintidós años antes. Entre otros aspectos de su trayectoria, el diario destacaba que había sido galardonado a los veintisiete años por su poema “Al arte”, y que el jurado estuvo presidido por Nicolás Avellaneda, quien había sido Presidente de la Nación y rector de la Universidad de Buenos Aires. Se subrayaba también la función docente de Oyuela en la enseñanza secundaria y universitaria. No se hacía mucho hincapié, sin embargo, en la posición bastante más que conservadora que había asumido desde la presidencia del Ateneo, la sociedad artística fundada en 1892, ante el viento renovador de Lugones que sacudió las levitas y los cisnes ebrios de Rubén Darío que no vacilaron en ensuciarlas, cuando Buenos Aires se convirtió en capital del modernismo, el movimiento literario surgido en América Latina y que abrió las posibilidades a las vanguardias. Es que el diario, literalmente, escribía conociendo “las noticias de mañana” -era 1957 y hablaba de medio siglo atrás- y ciertos dichos sobre lo extranjerizante, después de la primera ampliación de la ciudadanía y el yrigoyenismo, habrían sonado ridículos. La nota, aun así, expresaba los lineamientos de ese mismo “modo de leer” al resaltar cuál había sido una de las mayores preocupaciones de Calixto Oyuela. “Quiso -decía La Nación- que hablásemos como escribimos, que el ‘tú’ fuese ‘tú’ y no ‘vos’ en la conversación lo mismo que entre las páginas redactadas”. Y explicaba: “Llevó adelante verdaderas campañas desde su sitial de presidente de la Academia Argentina de Letras”. Lo que parecía una sencilla cuestión de pronombres era la puesta en juego de una política de la lengua, o mejor, una política tan decisiva que actuaba en el ámbito de la lengua.

Calixto Oyuela Foto Archivo Gral de la Nación

Pero esa parte del comentario revelaba otro aspecto: que los “modos de leer” persisten más que los problemas que suelen hacerlos visibles. Porque el diario no se refería al asunto como cosa cerrada, lo actualizaba. Ya no eran los inmigrantes europeos los que “escribían y decían mal”, otros habían ocupado el lugar de excluidos y era preciso el disciplinamiento. Cuanto más inadvertido pasa un “modo de leer”, menor es el resultado de la crítica en esa sociedad, porque quiere decir que no ha podido “descongelarlo”.

El año en que se publicó esa nota sobre Calixto Oyuela, Josefina Ludmer era una joven estudiante universitaria de la carrera de Letras, en Rosario. Empezaba a acercarse a la crítica a través de un grupo de intelectuales unos años mayores, profesores de una nueva generación que viajaban semanalmente desde Buenos Aires a dictar clases y que habían fundado la revista Contorno: Ramón Alcalde, Noé Jitrik y David Viñas, entre otros. El grupo de Contorno estaba en las antípodas, digamos, de la manera en que concebía la literatura y la cultura la revista Sur. Inspirados en Jean-Paul Sartre, proponían discutir la literatura argentina en su situación histórica, lo que convocaba al diálogo de cada texto con su particular “contorno”. Aun sin mencionarlo en esos términos, buscaban “descongelar” los “modos de leer” con los que se había escrito la historia de la literatura nacional, ese gran relato incorporado dentro de otro mayor, la historia argentina.

Sin duda que la experiencia de Contorno fue el nodo que posibilitó el desarrollo de la nueva teoría literaria en el país. El desafío no era poco, escribir lecturas propias en pleno momento de expansión hegemónica de la teoría y crítica literaria francesa. La teoría literaria debía encontrar su propia inscripción en la discusión de la cultura nacional. Ya no era cuestión de diseñar un puente que uniera los dos continentes -la literatura y la historia-, había que superponer los campos, igual que se yuxtaponen dos tipos de mapas -el físico y el político, por ejemplo- de un mismo territorio.

Fue lo que Josefina Ludmer realizó en el libro que terminaba de preparar mientras dictaba el seminario del 1985, El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (1988). A partir de entonces, continuó en esa línea, no ya leyendo de qué manera lo gauchesco era el cuerpo físico de la política nacional, sino interpretando otros mapas, el de los relatos que hacemos y las cosas que contamos en la cultura nacional, en El cuerpo del delito. Un manual (1999). Y después, Aquí América Latina. Una especulación (2010), donde leyó el presente como un tiempo en el que se disuelven los límites entre las cosas y los relatos, sobre todo entre la realidad y la ficción, lo que volvía improcedente, por ejemplo, la pregunta acerca de si los reality shows se guionaban sin incorporar otra: ¿Quién y de qué manera estaba guionando la realidad? ¿Quedaba algo afuera de esa ficción?

Ludmer, en el seminario de 1985, les decía a los alumnos que al reconocer “un modo de leer” había que formularle dos preguntas para definir sus fundamentos: ¿qué se lee allí? y ¿desde dónde se lee? “Ustedes saben que la literatura, del mismo modo que la pintura y el cine, es como un telón, como un test proyectivo, o sea, uno puede ver cualquier cosa. En la literatura, se puede ver lo que se desee”, decía convocando a pensar más, a buscar la propia vuelta para nuevas preguntas. Era casi imposible no aceptar la invitación, y afortunadamente aún hoy sigue siendo irresistible su propuesta a la reflexión, que siempre está muy lejos de todo manual, que se abre al camino donde se escriben las libertades.

Como decíamos ayer... *

“No tenemos ningún interés en tapar ni en disimular las luchas, pero en lo que tenemos interés es en llevarlas al terreno específico, se tratarán las luchas en el campo literario, las disputas por las ideologías en la literatura, por los modos de leer, por la interpretación. Esto es un poco el sustento ideológico de lo que sería nuestro equipo.

(...)

La teoría no se identifica con la crítica. La teoría se coloca como si dijéramos un escalón más arriba o más abajo, no hay ningún tipo de jerarquía valorativa en esto. La teoría lee a la crítica, hace una crítica de la crítica, del modo de leer, ve qué es lo que lee el crítico, qué concepción de la literatura está detrás o por debajo de lo que éste lee, qué concepción de la significación, del sentido, etc. O sea, hay una diferencia entre crítica y teoría.

Cualquier actividad crítica, o sea, cualquier actividad de análisis concreto de corpus dados, implica modos determinados de leer. En general, se divide a la crítica en lo que sería crítica universitaria o académica, que es la crítica que trabaja con estudios más o menos específicos, y la crítica periodística, que es la crítica que reseña, que valora, que en cierto modo juega con lo que es ‘bueno’ o ‘malo’. Tendrán una clase especial por parte de un miembro del equipo que es periodista cultural, donde les hablará de los modos de leer de la crítica periodística.

Al decir ‘modos de leer’ digo ‘códigos de lectura’, es decir, cómo lee la literatura la crítica periodística. O por lo menos si hay en Argentina, en el interior de lo que se considera crítica cultural, crítica periodística referida a la literatura: si en nuestra cultura hay muchas corrientes, si hay una sola, en qué se basan, que concepción de la literatura tienen, qué sistema valorativo manejan, etc. O sea cuáles son todos los protocolos de lectura, los modos de funcionamiento de la crítica periodística en ese momento.

De modo que a la teoría literaria también le compete pensar o hacer una crítica de la crítica periodística, que es muy importante en el interior de la cultura, a veces más que la crítica universitaria que generalmente circula sólo en forma de monografías o en forma de estudios no publicados donde los universitarios se leen mutuamente y nada más. La crítica periodística tiene una importancia crucial porque para nosotros, como teóricos de la literatura y de la lucha cultural de la cual les hablaba, la universidad es sólo un lugar y consideramos que los enfrentamientos son en la cultura en su conjunto.

¿Qué es un modo de leer? Esta expresión ha sido tomada siguiendo el libro de Berger, John, Modos de ver. Es un libro de un crítico de arte, de pintura, pero también escritor, tiene novelas, tiene obras de crítica y de teoría literaria, obras de crítica pictórica, televisiva, etc. En ese sentido, nos inspiramos directamente en John Berger y tratamos de seguir su modo de trabajo y su tradición para inventar este término que es Modos de leer.

Cuando ustedes se encuentran con una crítica, aun cuando no sea escrita, como una discusión incluso de pasillo sobre ‘Qué te pareció tal novela, tal película’, enseguida pueden analizar un modo de leer, hay modos de leer específicos. Para deconstruir esos modos de leer, hay que hacerle dos preguntas, cada una de ellas desdobladas. La primera pregunta es: ¿Qué se lee? ¿Quién lee a alguien? Ustedes saben que la literatura, del mismo modo que la pintura y el cine, es como un test proyectivo, o sea, uno puede ver cualquier cosa. En la literatura se puede ver lo que se desee.

Dos preguntas sobre ¿Qué se lee? y dos preguntas sobre ¿Desde dónde se lee? Si pueden hacer un esquema respondiendo a esa pregunta ¿Dónde?, a su vez desdoblada, podrán caracterizar un modo de leer. Qué se lee, qué se puede leer en la literatura. Hagan memoria de todo lo que han leído sobre literatura, de todo lo que a lo largo de la carrera o fuera de la carrera han dicho de la literatura. Piensen ¿Qué se lee? en un sentido absolutamente material del texto, es decir, qué hay en un texto, o qué hay en un corpus. Insisto que para nosotros la categoría texto no es única. Se lee el lenguaje, hay palabras, personajes, situaciones, relatos, descripciones, figuras de estilo, metáforas, toda la tropología, espacios, tiempos, lugares, movimientos, desplazamientos, hay ‘vida interior’ con distancia paródica, hay valores de verdad, hay discusiones, etc. Hay un principio, un final, tapas y contratapas de los textos: hay gente que lee las contratapas y que considera que se puede hablar de literatura a partir solamente de esa lectura. O sea, en textos o en corpus literarios, se trata de un espacio material, de objetos y lugares.”

* Extracto de la desgrabación de la primera clase (20-VIII-1985) del seminario “Algunos problemas de Teoría literaria”, dictado por Josefina Ludmer, en la Carrera de Letras, Facultad de Filosofía y Letras (UBA).

por Miguel Vitagliano

Revista "La ballena azul" Año I Nº 5 noviembre 2015

Centro Cultural Kirchner

 

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JOSEFINA LUDMER - Perspectiva humanística: escrituras y ciudades en América Latina

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