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José Pulido: La Circunvalación Poética
por Enrique Viloria Vera
irapavilo@hotmail.com

 

La exaltación del ciudadano común

El agobio de la marginalidad

Una mismidad maltrecha

Un amor  kilométrico

Una muerte que muerde

Sueños y más sueños

José transmutado en Jesús

 

Yo que apenas soy

un querosén de sensaciones

derramado 

José Pulido

 

La exaltación del ciudadano común

 

y en el banco duerme un hombre

hediondo a historia como los héroes

                                                                                                                               

José Pulido es un transeúnte permanente, como peregrino impenitente y reiterado, anda y desanda las calles y avenidas de su entorno urbano para descubrirse descubriendo, revelando circunstancias inauditamente cotidianas, la presencia, anodina o indeseada, de un conjunto de seres del común, inocuos, irrelevantes para los demás, que pasan por la vida para vivirla biológicamente, sin mayores preocupaciones, como vaya viniendo, tal como se presente día a día, porque seguros están de que existe un destino que los persigue “como un perro”, prefijado e inamovible y que ellos, simples y comunes seres hechos para la muerte no son nadie para mover las fijas coordenadas de su propia  y  repetida cotidianidad, porque como bien lo certifica el poeta: “este atardecer / será el final de un cielo de tardes / programadas con muy mal gusto / por alguien que ni siquiera / sabía que tú ibas a existir”.   

El escritor eleva a la categoría de protagonistas de su feroz y descarnada poesía a unos ciudadanos variopintos que, a su vez, también deambulan, moran, se estacionan, duermen, orinan o defecan en las explanadas, calles o vericuetos de una vecindad, de un barrio, de una urbanización que por más que por voluntad propia, por necesidad, han convertido en pequeña patria de gentilicios ajustados, estrictos, tan escuetos como decir que yo soy del 23, de Hornos de Cal o de Bello Monte abajo, y nada tiene de extraño que, en una de esas noches ya prefijadas por el sino de cada quien, algún vecino le comente a otro como si nada importante hubiese acontecido: “te cuento que el policía llegó a la otra acera / en medio del estruendo de máquinas / sacó cual graciosa moneda su pistola prestada / y le rompió la cabeza de un cachazo / al muchacho que estaba / dormido / en un portal”. 

Poema tras poema, como sí de serpentinas de un carnaval grotesco o como burlescas sorpresas  de papel de finos y relucientes colores repartidas en las piñatas de la vida se tratara, van apareciendo inusitados personajes que dejan por instantes sus inveteradas rutinas para obtener unas líneas de gloria en los versos de un poeta que es, él mismo, una gran avenida de la existencia ajena. Sin remilgos, desnudo de intenciones, Pulido confiesa: "leo en la incompleta biblioteca / de la muchedumbre /…soy un civil de carnes magulladas”. 

Desfilan así, en desordenada procesión, personajes de la más variada procedencia, profesión u oficio, a paso de uniforme, llenos de grasa, malintencionados, malsanos los más, “mientras que la niña que avanza uncida a un brazo / evita mirar las caras fantasmales / de los adultos sin amor / que corrompen el aura de las aceras / esta situación puede ser / un instante patético del cosmos / o Dios mareado / vomitando gente / que produce náuseas”.  

Niñas y ancianas salen todos los días en los versos del escritor a buscar la suerte, una, la más joven – " yegua cardiaca, / muchacha en la brisa / venus transitoria / antílope de luz” - la fortuna de llegar incólume, intocada, de regreso del liceo a la pieza de la pensión , del falansterio, de la casa de vecindad, donde también habita un viejo baboso, sudoroso, desempleado y con aliento a aguardiente de frasquito que la desvirga todas las noches con la mirada rojiza y afiebrada de quien huele una hembra inaccesible y sin estreno en las cercanías; la otra, la anciana, “sale a buscar el número de la suerte“, pero a diferencia de la otra, de la asustada virgen, de la liceísta de franela azul, camina protegiendo sólo su cartera que es “una bóveda de píldoras y fotografías” porque, a la altura de sus años, la única angustia que verdaderamente la acosa cuando regresa solitaria a sus noches de soledad y de recuerdos, es esa , insistente, la misma de siempre: “quién sabe dónde estarán / los brazos que cercaron su amor / su boca perdió el nácar y la rosa / donde guardaba un aluvión de besos / y ahora es cementerio lo besado”. 

Pero no sólo niñas ateridas de miedo o ancianas sin esperanza transitan en el autobús poético que Pulido conduce, experto y advertido, por las calles y avenidas de una emoción que se detiene jubiloso en cada esquina de su urbe a recoger inauditos pasajeros “este domingo, / de la calle oscura, / al fondo de la cual / queda una mancha / del perro que se duerme / sin saber cuántos lunes”. A la aventura urbana del escritor se suman igualmente “las mujeres que cruzan en estampida la ciudad”, los seres desamparados que ríen mientras juegan su última moneda a la lotería, al Kino, al Terminal, al Triple Cuatro o al horóscopo con la finalidad de que les prediga el día en que volverán a gastar la última moneda y así hasta que vida, moneda y esperanza se agoten. 

Sobrevivientes de guerras, hambrunas, golpes de Estado, genocidios, holocaustos, y  en especial, de “aeropuertos y aduanas”, se instalan también en la poesía de Pulido sin nombres ni apellidos ni pasaportes que los identifiquen; hombres y mujeres provenientes de lejanos países y desconocidas latitudes, como la señora china “de lentes grandes y transparentes con ojos de ardilla” que mientras espera, durante su hora de descanso, el regreso a su turno para las fritangas diarias de calamares y camarones en el restaurante cantonés de costumbre “se petrifica hasta el punto / de que hay dos estatuas en la plaza”. De pronto, en un momento de amores sin gestos, Pulido registra el acontecimiento rutinario, sin igual en su cotidianidad, cuando “un hombre chino envejecido también / llega a buscarla / y ella se levanta con sonrisa ahorcada / mirando los filos de las azoteas / y en uno de esos segundos / pregunta algo que suena / como acordeón tropezado...” 

El escritor no sólo exalta las presencias, es capaz también de rememorar a los que ya no viven o a aquellos que están en el penoso y lento proceso de partir de este mundo,  de escribirle a su tío agonizante, quien abriendo, desde muy dentro de sí, sus ojos de iguana, pregunta, indaga, consulta, enfebrecido y memorioso, por la Sonora Matancera y  por aquellas hembras que dejaron de existir tiempo ha, porque el tafetán verde perdió su color y las mujeres de entonces su capacidad para asarse y deshacerse en los vaporones del baile. ¡Coño! no hay más tocadiscos, ni  elepés, ni el azucá de Celia Cruz, ni la negra misma, ni las atrevidas e infatigables danzas calientes en los solares polvorientos y luminosos de la Villa o en los oscuros y aguardentosos botiquines del barrio: todo se ha vuelto desvaído; mucho menos queda por ahí, bailando enloquecida, “una mujer infectada de danzón”, a pesar de que el sobrino enternecido y consciente de la cercanía de la muerte de su pariente “en aquel hospital / miseria cuadrada de sangre y vómito”, hubiese querido mentirle, devolverle un pedazo de vida, al decirle: “el baile nunca se termina / pero no nacieron las palabras / y ya era un lastre / a merced de los gusanos”.   

 Los deudos, esos dolientes anónimos que buscan consuelo y resignación ante la muerte inminente o inesperada, lo mismo da en el momento de las lágrimas solidarias, también acompañan a sus difuntos en la circunvalación poética de Pulido. El escritor detesta las funerarias, las capillas ardientes, los velatorios, los tanatorios, pero sabe que en algún infausto momento, una voz amiga le transmitirá la mala nueva, le informará acerca de sitio, hora y de los pormenores de lo que pasó, antecediendo el inevitable ¡no puede ser! que expresa una siempre comprensible y sincera sorpresa.  

Ahí, muy a su pesar, acudirá entonces el poeta con el fin de compartir dolor y pésame con amigos, familiares, deudos del difunto y para descubrir, además, en el entristecido alrededor de otras capillas vecinas ardiendo en llanto a "una muchacha íngrima / que llora sentada a un metro del ataúd / la miro desde el ojo de la multitud / su ropa negra funge de única familia / mamá poliéster, tía poliéster / quisiera reconocerla de algún lado /(…)sus ojos de oficinista / se alegran un segundo / como si hubiésemos / conversado / en alguna taquilla”.  

Pulido se hace eco de otro profundo dolor, en este caso, urbano,  cuando constata que las calles, los callejones, los  bulevares de su ciudad son habitados por quienes menos deberían hacer de ella casa y hogar, por esos niños sin ilusiones ni futuros que "…duermen en la calle / pómulos con saliva de muertos / cadáveres cansados de enrollarse.” Se inquieta y angustia el poeta por el dolor recóndito que debe habitar en sus pesadillas nocturnas, cuando en medio del sueño los lacere: "el toque / de la mano perdida y femenina / que la lejana madre dejó en ellos / como una huella digital anímica”.  

En sus andanzas de peregrino de vidrieras, de caminante infatigable, el poeta, con alguna lágrima de compasión en esos ojos de reportero insaciable cansado de ver hasta lo que no se debe y lo que no se puede, afirma  en dolidos y desgarradores versos: "los he visto navegando en la miseria / con su posición fetal de marineros / que llenaron de carbón el barco de la noche / se ahogan famélicos en sus pesadillas / y el que pasa siente que acaba de pisar / el rebote de un alma desprendida.”  Seguros estamos que el poeta, en su indetenible circunvalación, no les reservará ningún asiento a estos pasajeros infantiles que deberían pasar la noche en medio de un regazo cálido, sin peregrinar, sin deambular de acera en acera, de puente en puente, buscando inexistentes calideces, desaparecidas protecciones.  

Los mendigos de ocasión y los habituales de la cuadra se incorporan también a esta poética que nombra a quienes no son sino están; carentes de apellidos y de nombres son reconocidos por el mote, el apodo, el sobrenombre que alguien acuñó en algún momento de picardía o de oportuna venganza. 

 Extraídos de semejanzas animales, de procedencias regionales o de defectos físicos evidentes, estos hombres y mujeres: gorilón, ratón sucio, loro, perico, bombillo de burdel, flor de barranco, maracucho, gocho, peón de ajedrez, brazo de picó, dormidos o despiertos, solos o en compañía, sucios o recién bañados y afeitados luego de una ocasional redada sanitaria, se incorporan a los versos de Pulido para dejar su anonimato y recuperar esa identidad entrañable que sólo la palabra poética otorga, concede: "un hombre renegrido se arrastra por la acera / sin traje de baño / negando la existencia del mar / negando las palmeras / aún siendo un náufrago” o “el mendigo ha abierto los ojos por culpa de la mosca”. 

Los viandantes comunes, los impacientes chóferes, los abrumados habitantes de una ciudad que “huele a gasolina, a aserrín mojado, / a basura de restaurantes / el sol sigue bruñendo en las pátinas de los carros / y el aceite de las caballeras, / el coro de desagües y de emisoras / los cornetazos que hacen saltar el corazón”, se aprietan en  los vagones del metro poético de Pulido para acompañar también los sueños del poeta, quien se encuentra en plena Avenida Urdaneta a ver donde compra “el número que me va a dar / el avión y la piscina / diferentes idiomas chisporroteando / por encima de mi traje de baño / yo mirando a los habitantes de las playas / mujeres envueltas en aceite / hombres de magazine / whisky con agua de coco / antes de que me destierren otra vez”.  

Pulido se descubre a sí mismo siendo descubierto por los demás; los otros, desde su irrelevancia y anonimato, lo ayudan a ser, a tener existencia plena y propia. Nuestro poeta tiene plena conciencia de que en su vagabundeo urbano, en su peregrinaje ciudadano, se le impone lo humano; dubitativo e introspectivo se pregunta “Quién sabe cuántas almas / me contemplaron / chóferes, buhoneros, peatones, pasajeros / sudaban turbios / de mis ojos fluía la desazón de vivir /…la muchedumbre odiaba mis ojos / por los lados de la Avenida México”.  

Gentes desconocidas y avenidas cotidianas, calles frecuentes y muchedumbre anónima, bulevares de todos los días y pelotón sin rostro, vecindario compartido y aglomeración bienvenida: Pulido habita en el bullicio. ”No soy libre / cada sitio es una cárcel / siempre ando / a juro conmigo / aunque anide en multitudes”. Nada más alejado de su poesía que una calle solitaria poblada de ausencias; nuestro escritor insiste en sus autopistas afectivas y en la legión anónima que lo acompaña y lo define: “a veces amo la carretera / que hay dentro de mí / y el amargo contacto de la muchedumbre”.  

El poeta existe en la medida que anda y desanda el asfalto, que retrata y registra personas que no son personajes, realidades humanas que luchan por ser algo más que lo que hacen para malvivir en una ciudad que es “un callejón sin salida”, donde: "El lamparazo de un neón / revelará la cicatriz de una cesárea / se besarán dos extraños / y el colchón será duro / hasta que la madrugada / abra sus mapas”.

Mendigos, oficinistas, chóferes, malandrines, policías, ancianas, motociclistas, buhoneros, liceístas, mecánicos, indios del Orinoco y del Amazonas, chinos de Cantón, prostitutas, señores de traje caro,  abuelas acarameladas, difuntos, niños de la calle, vírgenes de yeso y otras de apetecida carne, quiosqueros, deudos, recogelatas, policías, moribundos, perros callejeros, gatos hogareños, mujeres cotidianas y nalgonas, ladrones, vecinos indiferentes, cuidadores de carros, indigentes, barman y mesoneros, vendedores de lotería y de ilusiones, en fin, toda la variopinta grasa humana con que han untado a la ciudad le dan a la poesía de Pulido un olor a fritanga, a parrilla baratona, a desodorante de quincalla, a perfume de pachulí, a bullanguería de estadio, a hedor de orina, que el escritor disfruta, como si estuviera saboreando un “chopsuey de zapatos”, engullido con velocidad y sin placer por la necesidad que imponen hambres atrasadas y urgencias nuevas; ojeroso de insomnios, se asoma al andén de su propia existencia para contemplar alucinado y desencantado al dormido y lejano “cargamento de nancys” que integran la ciudadanía, mientras implora la infinita bondad del Señor, en una plegaria personal que intenta salvarlo de su impenitente condición urbana: “Dios: tú que estás abarcando / el lado donde no estoy / dime /  para que quieres que te pase / hacia la sordidez de estos ejidos / cuyo río es tan triste / que te puedes morir como una garza /en el légamo con kirieleison / de Bello Monte”. 

El agobio de la marginalidad

 

Este país ha repartido mal

se lo digo yo en esta plaza

sacándole el cuerpo

a la sayona de la mendicidad

                                                                                                                              

El poeta devela el otro lado de la ciudad: el de la malvivencia, el de la ciudadanía de segunda, el de hombres y mujeres envilecidos, excluidos, rechazados, aquel que se traduce como precariedad, subsistencia pura y absoluta: la realidad de una Caracas que ya no puede esconder, disfrazar, ocultar la marginalidad, la exclusión de más de la mitad de sus conciudadanos. Pulido se imagina como discurre una existencia interina que se vive al instante y por cuotas: "barras, / música de vidrios y alcohol, / asesinatos rústicos, / sexo agrio, / la madrugada culebrosa / toses en vez de gallos / tuercas oxidándose / en los barrancos del sentir, / almas sin mantenimiento, / suspiros sin ruta, / esta ciudad enajenante / huérfana de heroísmos / vestida de horóscopos farsantes”.

En medio de inclementes recuerdos por lo dejado atrás en el tiempo y en el espacio: "…un pueblo sin asfalto y sin cemento / de pura tierra el pueblo / ventorrillos y humo”, el poeta rememora su llegada a la ciudad para convertirse en ciudadano de una vez y para siempre: "…Soñé que me espinaba las pupilas / Estaba llegando a la ciudad / El autobús marchó sin altibajos  /  La  parada final me despertó / Y el hervidero de neón hizo el papel / de que la ciudad me recibía / Y en ese entonces me quedé atrapado / Entre el sueño y la vida”.    

Nuestro escritor deambula y recorre una ciudad ofidica que a muchos, los de las colinas del Este, los del levante, por donde sale el sol, le es ajena. Pulido, en pleno centro de una ciudad repudiada y malquerida confiesa: "Me mordió la avenida Baralt / la tarde del viernes / culebra atragantada / de buhoneros y carros / mujeres sin milagros / buscando templos / en el infierno de la bisutería”.

En la poesía de Pulido, Caracas es redescubierta más allá de los clichés y lugares comunes de la elegía poética y del impresionismo pictórico; el poeta la representa en esa otra dimensión que poco o nada tiene que ver con los centros comerciales de moda o con los paseos para turistas de paquete. En la ciudad del poeta, la misma que nosotros desvivimos, “hay bullicios de panadería / una mujer recién bañada / baja la calle cantando / alguien rompe una botella contra la acera / en lo más profundo de la intimidad y de la sabiduría filosófica /  nada puede superar la combinación de sudor y vellos púbicos / todo Petare, toda calleja, la dorada carne de la ciudad / el espíritu bisutero de la urbe / saltan como un cohete de fiesta patronal”.

El poeta sufre la ciudad como también la soportan sus malhadados habitantes, comparte el infortunio y la frustración de buena parte de sus congéneres, de aquellos que habitan permanentemente en la esperanza, en la ilusión renovada de que mañana, por efecto del azar, del milagro o de una decisión administrativa, en fin, de la rueda de la  fortuna, de la infinita bondad de Dios o de las políticas clientelares del gobierno de turno, todo va a ser diametralmente distinto.

Ciudadanos que creen en el 41, en el 11, en los dos patitos, el 22, en los números que revelan los sueños alocados, en el infinito poder del Señor, y, sobre todo, en los ilimitados recursos de un omnipotente Presidente de la República en permanente campaña política quien, afectuoso - cerro, sudor y escalinatas arriba – estrechó, a diestra y a siniestra, innumerables manos expectantes, entusiasmadas, mientras, en generosa demagogia, aseguraba,  a sirios y troyanos, a los habitantes de Río Crecido y de Quebrada Seca, la definitiva conquista, la final obtención del hogar soñado, de la salud faltante y de una felicidad posible obtenida siempre en urnas, esta vez, las electorales.

En palabras ansiosas de un mejor futuro, el poeta, contento y esperanzado como un comprador de sueños más, acude, optimista, al quiosco de lotería: "Voy a comprar el cero cero / el ochenta y seis / el dos mil veinte / la lotería está obligada / a ceder / de tin marín”, para escuchar, atónito y confuso, la fría respuesta del inmutable vendedor de ilusiones, quien, sin alzar vista y cara, responde, impertérrito, que no queda ninguno de esos números que amparaban ansiadas prosperidades, apetecidos y ahora imposibles bienestares.

Nuestro poeta tiene plena conciencia de las falencias, de las precariedades que supone una existencia minusválida, siempre al borde, en el límite de la subsistencia, signada por la carencia de lo fundamental e inscrita en una doble alienación: la de la esperanza de que pronto llegará una vida mejor, o la del consuelo de que se vive tan peor como los demás lo hacen.

A solas consigo mismo, el escritor describe el decurso de esa existencia que semeja la de un prisionero sentenciado a la celda para los castigos por el solo delito de habitar en la marginalidad. El poeta certifica, la conciencia se revuelve: "No hay idiosincrasia en el andén / no hay país en la butaca del cinematógrafo / amo el café como si fuese la materia prima de mi alma / y cuando tengo la anestesia del desamor / busco el rocío / de los pajonales inventados y soñados / a través de la ventana de mi baño / que posee cielo propio, una montaña un avión / una acumulación de polvo, de años y años / un pujido de sol revelando huellas digitales / y bebés de arañas”.

Cielos y aviones inventados por la imaginación del poeta enjaulado, acompañan a una montaña que perdió lentamente su lozanía y su verdor: sus árboles, sus quebradas, su flora y sus animales, para pasar a ser el sostén físico de esas inestables y crecientes existencias que configuran la marginalidad urbana. Una realidad de ranchos, de viviendas precarias, de estrechas callejuelas, de servicios públicos inexistentes e interminables escalones que no conducen a ningún cielo es la que Pulido observa, no sin cierto dejo de denuncia, cuando informa y confirma: "el autobús de medianoche se vacía en la parada / un hombre quiere vomitar / una voz femenina se queja / y gorgotean las alcantarillas / no hay relinchos / no huele a pastos verdes y extensos / no hay rocío / olvídate de las frutas silvestres / no hay peces ni tigres ni venados / no es posible tantear un nido colgante /  hago un esfuerzo al besarte con el alma”.

Ciertamente, en el desasosiego de la marginalidad, en el agobio de la precariedad, cualquier iniciativa vital significa un esfuerzo permanente, un reiterado albur, un riesgo advertido: todos los días la gitana del destino te echa las cartas, te tira los dados. La existencia de aquellos marginados que son fácilmente reconocibles por sus "ojos de traicionado, boca de chofer, / castrado de la tierra / colilla destripada” es una osada aventura que fácilmente se convierte en su contrario: "Una desventura baja en ascensor / y otra desventura / inunda el quiosco / de la Plaza Venezuela / mi perfil pasa / sobre un cementerio de aborígenes y españoles / soy un peregrino de vidriera”.

Ese peregrino que habita en la inagotable imaginación del escritor reconoce, en sus enardecidos versos - genuino reproche ciudadano – que, a pesar de todas sus andanzas callejeras, de sus emociones urbanas, de sus circunvalaciones citadinas: "Este no es mi lugar / soy una raza extraviada “, aunque “el faro rojo de la patrulla policial gira / en el cuarto / todo el tiempo “.

Pulido no puede soportar, ser testigo y mucho menos protagonista de una  marginalidad que se traduce en encierro, en acuartelamiento por razones de dinero, en prisión perpetua por motivos económicos. El poeta se rebela en contra de una realidad impuesta por las circunstancias de la precariedad; hondo de afectos se lamenta: "¿Quién es testigo cuando te miro? / y sé que eres demasiado /  bien nacida y fresca para estar tendida / en un cuarto pequeño y amarillento / ¿Quién puede testificar este dolor / inacabable e irreductible / de ver a una diosa atrapada en la perplejidad / las alas a medio salir / los brazos quemados por aceite de cocina? / ¡Ay la diosa hermosa / encerrada en una vivienda prefabricada! / un lugar donde el sol es polvoriento, donde las flores son de plástico y los sueños pesadillas económicas / la diosa hermosa allí / como una música retenida / y el hombre que la mira / y que la ama de este lado / muerto de tanto mirar / muerto de tanto fracasar / muerto de tanta política. / Muerto de amar caro / con un corazón tan barato”.

Los relegados de siempre, los condenados de este valle, los rechazados anónimos, los desamparados, esa inmensa legión de recogelatas - como si el aluminio fuese el oro de este siglo -, los salario-mínimo, los cesta ticket, son exaltados a vivo verso en la poesía de Pulido, mientras los temerosos pobladores de la otra ciudad – la luminosa, distante y flemática - rechazan con fingida indiferencia, tanto al mugriento mendigo, al alocado indigente, como a los abigarrados y coloridos conciudadanos, las Belkys, Yuleisis, Nancys y Jordans de las populosas barriadas caraqueñas que, viernes y sábados, quince y último, toman por asalto los espacios ciudadanos para manifestar, en medio de su algarabía, una libertad que sólo se ejerce en el alegre desenfado que acompaña a la multitud; Pulido se hace uno con ella: "A veces amo la carretera / que hay dentro de mí / y el amargo contacto de la muchedumbre”.

Contemplada desde las humildes y oscuras claraboyas de la marginalidad, la ciudad ajena parece un buque sin mar que navega decidido en el asfalto de la poesía de Pulido, quien aterrorizado confiesa: "Es un barco enorme / lo siento pasar / pegado a los edificios”. Ese navío fantasma, eslorado y al garete, es "una masa de silencio / las olas lo golpean en la madrugada” y los perros se asustan tanto como el escritor, quien, al paso del "escualo del odio”, gime, se enrolla, tiembla, tirita de miedo y asombro y se aferra, incrédulo, al único lugar que ofrece una pasajera seguridad: el pasamanos de la escalera de su edificio.

El poeta registra para la historia de una ciudad en permanente movimiento, el violento pasaje de esa embarcación que hiede - como el mismo odio - a capitán eterno, a sobacos de océano, a descomposición de amores. Luego del amargo tránsito del barco del resentimiento queda "a babor un muerto a estribor un muerto”.

En nombre de todos y cada uno de los jugadores de pelota en la calle, de los oyentes de música a todo volumen, de los enfermos desatendidos en clínicas y hospitales por no tener dinero o insumos médicos, de los sudorosos pasajeros del metro, de los recluidos en la Cárcel Modelo, de los come perros calientes a la hora del almuerzo, de los huelepega de Sabana Grande, de los locos de la Cota Mil, de los empleados sin palto, del personal del aseo urbano, de las domésticas de oficio y por día, de los embolsadores del auto-mercado, de los asesinados de fin de semana, de las mujeres de alquiler, de los sin papeles, de las madres que indagan por sus hijos en morgues y hospitales, Pulido levanta un necesario y preventivo verso de alerta: “La ciudad exige un perdón y un latigazo”.

Una mismidad maltrecha

 

Resistir como una sombra en la nieve

Morir como un azul añil

                                                                                                                                        

Pulido no es complaciente con nada ni con nadie, mucho menos consigo mismo, en su poesía – intimista también - comunica los recónditos estados de su ser e informa acerca de sus dificultosas vicisitudes existenciales. No ejercita la facundia el poeta para enumerar - de frente y en versos sin retórica – aquellas realidades heterogéneas, disímiles, desemejantes, que lo angustian o acucian: el desamor, la soledad, la injusticia, la estrechez económica, los fracasos pasajeros, la pronta vejez, sus hijos y, en particular, el infalible destino que como sombra sustituta, leal y astuto perro faldero, lo persigue a donde vaya.

El poeta se lamenta y quisiera desandar lo andado, desvivir lo vivido, no sin un dejo de frustración, sin un acento de impotencia, el poeta gimotea y se pregunta: "Quién pudiera empezar de nuevo / Desde el nacimiento / Como un ignorante cargado de semen / Para repartírselo / A las tunas / para que se lo traguen las hormigas / para que las mujeres lloren por uno / cada vez que lo miren en el hueso”.

En situaciones extremas, en el borde de su hastío vital, en pleno naufragio personal, la acera del mendigo, la calle de la vagancia, pudiesen ser el hábitat final del escritor y sus desencantos: "yo prefiero ser un viejo degenerado / tirado en la calle / y no un señor así / que sólo puede comprar cosas / a esa edad todo le está vedado al hombre / apenas puede preguntar por precios / es mejor no tener nada / es mejor quedarse vacío / es mejor escupir y estorbar el paso / cuando las mujeres no te quieren / y los hombres no te respetan”.

Descarnado y directo, sin ambages, generando sorpresas y rechazos, la  poesía de Pulido es un continuo desafío para los demás y un reiterado duelo consigo mismo. El escritor se debate, arremete y se defiende, golpea bajo, se disputa consigo mismo y advierte de los peligros que acompañan a su propia existencia, esa que conlleva  vivir en una ciudad signada por la hipocresía, la envidia, la malquerencia. Cuando la decepción se instala en el salón de su verbo, sin ánimo de marcharse, Pulido se transforma en su propio exterminador, se demuele, se arrasa a sí mismo:"yo soy el antro de las horas pasadas / la vida huye obstinada llevándose / sus partículas de amor / como si no soportara / el olor hacinado de los sueños / este cuerpo llagado de recuerdos / purulento de recuerdos / la vida retrocede asqueada / yo le pregunto a la vida / ¿para dónde vas? / y no puedo levantar los pies “…Pulido es un suicida poético.

El poeta enfrenta la realidad humana, su condición de existente aficionado con un conteo en  contra. Sale todos los días de su apartamento en Bello Monte a boxear con su propia imagen, en busca de algo o alguien con que calentar su friolenta pequeñez vital, que le brinde además señorío e hidalguía a ese espíritu jorobado con el que el poeta deambula a cuestas en su incesante circunvalación por las calles de una Caracas sin afecto, por las avenidas más sucias y repelentes de una metrópoli desprovista de ternura, para contemplar, impotente y fascinado a la vez: las "bestias exuberantes / que muerden con el sexo / y mastican tu corazón de chicle”, sabiendo, en alma y carne propia, que es poco lo que puede hacer para liar los bártulos,  para transformar situaciones particulares y ajenas que son  una verdadera cuesta arriba. En esos casos intensos, en esas circunstancias agudas,  tempranamente despojado por la miseria circundante del bolso de sus idolatrías, el poeta regresa a su hogar desengañado, contrariado, desencantado, convencido de que lo único – urbana y humanamente posible – que le resta por hacer es incrustar  "la cabeza en la nevera / como un fotógrafo de avestruces”.

Pulido ama en la medida en que se desama, la pasión del poeta tiene un dejo de  desafecto personal que un alma magullada, una mismidad maltrecha, potencia y vigoriza. Nuestro escritor se describe pateándose el alma, arrastrando los pies, en medio de una reducida auto–estima,  castigándose innecesariamente en unos versos que lo dejan siempre mal parado, disfrutando, regodeándose, de un permanente e injustificable conflicto con sus adentros.

El poeta confiesa, dolido, apátrida, líquido, cobarde, profano y sin eternidades sustentables, que: "soy civil trashumante / camisa y pantalón / zapatos amansados / sin uniforme viejo / nada me distingue / quizás existe mi país / a lo mejor me vigila Dios / soy un civil de carnes magulladas / mango maduro con su amor de escombros / cerveza y cocacola / porque no soy un héroe / y tomo aspirinas bayer / cuando me duelen los recuerdos”.

Vivir es un desasosiego reiterado, un desconsuelo permanente, una desesperanza alimentada por la conducta y acciones de un prójimo integrado por matarifes de iniciativas, por carniceros de ilusiones, por sanguinarios semejantes, bien dispuestos, siempre prestos para la traición, la cobardía, la perfidia,  la inconsecuencia, para la deslealtad. Pulido así lo sabe y así lo expresa en poemas que son un compendio de vicios cívicos, de perversiones urbanas, de las más atrevidas depravaciones ciudadanas. El escritor es un genuino desencantado, un animal de los bulevares caraqueños que – a su pasar - se embadurna también, se unge con esa grasa humana con que han untado la ciudad para que la existencia ciudadana tenga siempre un deje de maloliencia, un tono de hediondez, un aroma de espíritus muertos.

El poeta, consciente y prevenido, advierte: "Nos vemos / a lo mejor de diez a once / no sé si volveré / a estos predios / pero insisto en que vendré / Bajo hacia el oeste por la Avenida Urdaneta / un ladrón me pide un cigarrillo / es lo único que me va a quitar / tiene un diente flojo en la sonrisa / brotan mesas de libros / un hombre vende libros que no lee / tomos ensangrentados / …/ una anciana con cara de puta extiende la mano / empiezo a reír / como el ladrón / y Dios sabe que no soy así / pero los autobuses lo tienen atolondrado / allá va en el aire / allá se esconde / está solo y huye”.

Ni el mismo Dios soporta las vilezas, los servilismos, las bajezas, las humillaciones,  que el hombre ha concebido y ejercitado para ser menos prójimo, menos hermano de sus semejantes. Dios – desencantado -  huye de este mundo, se aleja de la ciudad, y Pulido quiere acompañarlo para recriminarle, exigirle a esa Divinidad todopoderosa y omnisciente, creadora de todo lo creado, la urgente necesidad de que vuelva a hacer todo de nuevo, que trastoque los orígenes, que excluya por siempre el pecado y cimiente una humanidad distinta basada en el amor que un Dios prejuiciado ayudó a desacreditar y a vilipendiar.

Nuestro escritor increpa  y reprocha a Dios: " ¿porqué los vigilas? / tú, el enfoque vertiginoso del todo y de la nada / esperando el pecado / todos los rumores y los movimientos / de la naturaleza / esperando el pecado / para que en épocas posteriores / nos asaltara la visión / de esos personajes indescriptibles / que no eran propiamente un hombre y una mujer / sino el sueño del amor / la primera rama quebrada, / el primer himen roto, / la primera relación amorosa / convertida en pecado / …y ese pecado consistió en que Adán acababa de parir / a la mujer amada / incesto provocado / por tus arrebatos autodidactas / nada se te puede reclamar / después que han desaparecido las evidencias / ¿porqué los sacaste de ese lugar? / ¿a quien le dejaste el paraíso? / el mundo tenía que ser un desalojo constante / después de eso / el amor tenía que ser una angustia después de eso / el mundo se llenó de cuerpos anhelantes / prendidos al placer y a la muerte”.

Pulido es un desalojado de esta ciudad, un expulsado de este mundo, un excluido de estas heredades, un despedido de la provincia, el poeta bien lo sabe: "no hay donde ir ni que buscar / en este laberinto / tengo tanto tiempo mirando las azoteas / que voy a cerrar los ojos /…si me quedo dormido para siempre / también estará allí la sombra de esta soledad / porque así es la ciudad de repetitiva / y las moscas se ocupan de que no sueñes”.

El poeta transita su propia vida como si estuviese de nuevo desandando, sin sorpresas, calles de la Villa y avenidas caraqueñas, largamente transitadas, fácilmente reconocibles: inocentes en su infancia, temerosas en su adolescencia, alocadas en su juventud, inconformes en su adultez y desencantadas en la ineludible vejez. El escritor rememora:

 

 De su inocente infancia: "yo quería saber hacia donde llevaban / a ese muerto que pesaba tanto / mi madre y mis tías rezaban cabizbajas / lamentando tanta injusticia /…las muchachas que me gustaban / eran niñas ricas / y tersas / las seguía de cerca / hasta la medianoche / mientras el santo entraba a la iglesia / al final, los cargadores se peinaban satisfechos, / y aceptaban cervezas / yo no me había quemado las manos / pero me dolía / el desprecio de aquellas muchachas /...aquella noche de oraciones / dejó en mi cerebro un ramaje lejano / cruzado de vientos / sopla un calor de esperma / sopla un olor de aceites / y las llamas de las faldas / se apagan / en la esquina del club”. Adulto, barbado de pelos en la espalda, nariz y orejas, ajado, entrado en kilos y desesperanzas, enternecido, descorazonado, conmovido por insondables remembranzas, el poeta regresa al vientre originario, al afecto por antonomasia, al regazo de Victoria, su madre, para rememorar el beso sin igual, el insuperable e indistinto, el exclusivo, aquel que a ninguno deja indiferente:"Yo tengo un solo beso / De cuando era inocente / Y voy a conservarlo eternamente / Hasta que mi espíritu castigado / Se saque el plomo de la culpa / Y nadie esté soñando que no aguanta / El peso de mi beso”. 

 

 De su temerosa adolescencia: “un sábado me untaba el pelo con aceite de coco / y otro me ilusionaba el de quina / escuché la radio / hasta ponerme aceite palmolive / y la amarillenta glostora con rubina / tuve mediodías de avena quaker / domingos de toddy frío / y bailaba y hablaba  y sudaba / mascando chiclets adam  / eran las marcas de mi historia personal / sentí que amaba a Greta Garbo / creí enloquecer por María Félix / aunque eran máscaras en blanco y negro / cuerpos indefinibles / el cadáver de la vida / suelta olores profundos / descubrí el monte de Venus / el botón del ombligo / temí que los ombligos florecieran / y que se erosionaran los montes de Venus / cuán miedoso he sido / muchacho soy del arca de los pueblos / guerrillero de nada / sol de barros /  jugador que se arriesga sin apuesta / católico sin fe / creyente indócil  / soy un civil / de los civiles étnicos / tan sólo reclutable por la muerte / y por los labios de aquella que me amó”.

 

 De su alocada juventud: "Cuando cumplí los dieciocho / me alargué las patillas / trampeando a las muchachas / que sólo tenían sentidos para Elvis / y alzaban las tetas / cargadas de Marilyn / me obsesionaban las piernas blancas / de una dama italiana / la boca magenta de una mujer casada / los chillidos de las vecinas / y al apenas desprenderse el aguacero / me aislaba y me sentía / que era el único hombre cuajado de magias / que quedaba sin descubrir”.

 

 De su inconforme adultez: "llegó el año de la barba crecida / cara de apóstol indeciso / la podé y creció de nuevo / agricultor de gestos / cosechador de inconformidades / engordé, adelgacé / y volví a engordar / con los brazos extendidos / arrastrando los bagazos del tiempo / canté estrenduosamente / el himno de las aves que se extinguen / y vi que la muerte tenía un pincel / para ponerme pelos y quitarme pelos / me espantaron los yerbajos de las orejas / los músculos blanditos / hicieron mella en mí / cuando cogí gusto a los cólicos  / pregunté ‘muerte ¿qué cuadro pintas?’ / y escuché la música de los huesos / al estirarme / vino la garganta seca / qué brochazo demoníaco”.

 

 De su ineludible vejez: "¿qué voy a hacer tan solo?/ el cinematógrafo es un asma de butacas / que no podría enfrentar sin sentir tu vecindad / pero tengo que prepararme como un cuaderno escondido / para el borrador de la muerte / he comenzado a guardar en los túneles de la memoria / unas montañas, un río, / una autopista cruzada por cocuyos y ácaros / una música pulverizada entre edificios / los recuerdos de mi infancia que más me deleitan…”

 

Entre las postrimeras reminiscencias del moribundo, en el último paseo del poeta, en su tránsito hacia otra supuesta vida, en plena despedida de este mundo, Pulido de seguro escuchará a su madre de siempre, inquiriendo de nuevo, interrogando a su precipitado hijo: "¿adónde vas? / ella, una mujer joven todavía / secándose las manos en la falda / calcada en la penumbra / impresionista, idílica y olorosa a canela / llorando en el zaguán”.   

La esperanza de volver a esta ¿creación / evolución? en otro cuerpo, la reencarnación que a tantos otros mortales otorga ánimos y esperanzas, es contemplada también por el poeta como una posibilidad, como una peripecia para irse de este caos por un rato y volver, sin haberse ido para siempre.

El escritor enfrenta – brutal y descarnado – su propia y eventual reencarnación, esa esperanza de eternidad por cuotas: " Me aferro a la idea/ de la reencarnación con vehemencia / dicen / que podré regresar / a Caracas, a Nueva York, a París, o a una selva impenetrable; / que abriré los ojos de repente / a la luz / me amantarán, me enseñarán, me guiarán, / me volverán a estropear la sensibilidad / seré un desplazado si no nazco hijo de ricos, / seré un mendigo si nazco débil / o comeré mocos y oleré pedos / si reencarno mongólico  / pero seré alguien / con ojos / visitaré al menos una calle, un mercado / veré estas mujeres hermosas, / estos hombres perversos / y sentimentales / disfrutaré la frescura del agua / la fritura con ajos / el sonido hediondo del océano / el sexo común y corriente”.

Pulido si no ve, no siente, si no verifica, constata la existencia ajena, tampoco tiene conciencia de la propia. El poeta es uno con los demás, se mimetiza con un entorno humano que promueve e instala la negación, la ausencia, la privación, la penuria espiritual y física, trastocada en almas estropeadas, en mismidades maltrechas, en identidades maltratadas, en espíritus magullados, que no reconocen ni se reconocen. El poeta se confiesa y penitente, flagelado, azotado por sus congéneres, acepta, reconoce: "yo fui la cruz sin nombre / el Gólgota sin María / el radioescucha de los pecados / hasta que el semáforo / rezó y pasé”.

Atardece, el sol caraqueño cae desvaído por el remoto oeste, es un guiño catiense; el Ávila, azul y pudoroso, se viste de brumas, se envuelve en blancos edredones, se abriga, se protege; las alocadas y fugaces nubes lo desvisten, lo violan, lo traspasan. El masoquista y citadino poeta – pájaro en rama en espera de la pedrada decisiva - se refugia - baldío, yermo, seco - en su corazón barato, en su alma estropeada, en su mismidad maltrecha, mientras que absorto, embelesado, ensimismado, lejos de fugaces distracciones, piensa, revela para sí y para nosotros el sitio al que se encuentra predestinado: “Este varón cansado /  Este hombre encanecido / Este iluso civil atormentado / Sale a comprar verduras y canillas / Y la suerte lo elude / El cielo no lo ampara / La bondad no lo premia / El deseo y el aprecio / no habitan en las miradas que lo miran / Este varón marchito de semen resinoso / No levanta la envidia y sus revuelos / No calma las pasiones de ninguno / Tan sólo paga impuestos y accesorios / Con algunos lunares peligrosos / Llenándose de pelos / ¿qué debe hacer / para seguir garantizando / al corazón como inquilino? / Buscar asilo en otro continente / Y por eso se ha ido a los sueños”.

Un amor  kilométrico

 

Mi mujer siempre fue

una aparición

un encanto

de pozos antiguos

                                                                                                                                 

El desamor que el poeta siente por sí mismo es inversamente proporcional al amor que experimenta por su mujer. La poesía amatoria de Pulido compite en igualdad de condiciones con su poética urbana. El escritor despliega una pasión incomparable cuando la dueña de sus sueños, su compañera marital, se encuentra en la trayectoria de sus más legítimas emociones. Buena parte de la poesía urbana de Pulido es una excusa para expresar el fervor, su pasión, por su mujer homenajeada. Lo mismo podríamos afirmar de su intimismo literario: el escritor se maltrata a sí mismo para acariciar a su enamorada, se desprecia para loarla, se azota para besarla.

En la selva, en la ciudad, en los ríos y lagunas, en el lecho matrimonial, en lo más profundo de una inédita jungla personal, habita, reside, mora, anida - ocupando todo su corazón de fiera en celo - el amor sin delimitaciones, sin límites que Pulido le brinda a la mujer de sus peregrinos días y de sus apasionadas noches. El poeta expresa vivamente, con insólita energía, el amor que le inflama el pecho y le atiza la letra: "Yo te amo / con este nerviosismo de antílope / expuesto a la intemperie. / Siente el corazón tembloroso / en medio de la jungla / siéntelo imperfecto y asombrado / frágil, jugoso, delicado, hiriente / como un manjar de tigre”.

Esta contradicción entre el poeta que se malquiere para rendirle culto a su amada es explicita y evidente a lo largo de toda su obra poética. En efecto, Pulido, por un lado, expresa: "No le tengo miedo a la cursilería del amor a primera vista. / Constantemente recuerdo ese minuto / aunque después / te haya desencantado / una que otra fealdad mía / un mal aliento / una frase bastarda / descubrir que tengo / un espíritu jorobado”, para inmediatamente reconocer que: "…amarte ha sido / una pasión analfabeta /  una infancia al revés. / La ciudad / sería una tumba / sin ese amor a primera vista”.

Propietaria exclusiva de los adentros afectuosos del poeta, dueña privilegiada de sus ardores, ama distinguida con los arrojos humanos de Pulido; el escritor no puede concebir la existencia sin el amor, y en especial, sin el entusiasmo por esa mujer, su hembra personificada y versificada, sobre quien confiesa poner toda  "la concentración sentimental  / en tu persona / en el alma de tu boca / en el clítoris todopoderoso / y en el espíritu caliente de tu piel”.

Ciudad, amor y sexo se entrelazan en los versos del escritor para que su poesía resulte en una tríada de temas afectivos, personales e intransferibles que obtienen un preciado equilibrio cuando Pulido exalta, glorifica, enaltece, ensalza, idealiza a su amada: "Ante el tarot del cuerpo femenino / y el millón de soles que alumbran / un alma de mujer”.

El escritor también expresa, inequívocamente, su inquietud ante la posible pérdida o ausencia de su amor sin límites, de su amor kilométrico: "Ahora te contemplo más que antes / buscando remanentes de dolor / atisbando las grietas inquietantes / que vacían el amor / suman un gólgota espeso los instantes / que gastas en silencio aterrador / como escondida en túneles distantes / que entierran el amor / es que me siento que no tengo casa / cuando ni tu sonrisa te traspasa / el rostro inmóvil de muñeca triste / y hay minutos tan duros que me quedo / vacilando ante ti de puro miedo / creyendo que te fuiste”.

No desea el poeta ausencias, distanciamientos, silencios, entredichos, malentendidos, rostros enmudecidos y lejanos, separaciones, reservas, mutismos, sigilos por parte de su amada. Se lamenta de veras cuando los mismos se producen y la relación amorosa se suspende por unos instantes, cae en un vacío atroz, de enrarecidos aires y apartados rincones. Un amor sin dudas ni vacilaciones, una pasión sin alejamientos, un sentimiento mutuamente compartido, un verdadero solaz es lo que ambiciona el poeta: "Me desespero / cada vez que cierras / la puerta del baño. / Odio las intimidades / y esos minutos en que somos extraños”.

Pulido desea hacer posible la utopía de un amor sin reproches, de una pasión sin reconvenciones, de una alianza amorosa enormemente feliz e infinitamente duradera que no conozca contenciones espaciales ni temporales. Su poesía es un canto a ese amor, una trova a la pareja, no quiere reflejarse sin su amada, se reclama  y se acusa del menoscabo físico de quien ha debido permanecer por siempre igual: joven, exuberante, fresca, lozana, candorosa, se arrepiente insondablemente de la mengua que ha causado el paso del tiempo sobre el cuerpo y el rostro de su  amada presumiblemente infungible, y anhela vivamente: "Sé que tus ojos eran más hermosos / de lo que son / que no debí hacerlos llorar; / sé que tus manos de ángel salvaje / se han resecado / por mi culpa / la cocina, los platos, / sé que he debido guardarlas / para que vuelen / perfumadas, / armadas de uñas rojas / hincándose en la magia / que estaba obligado a darte / y me doy cuenta de que tus piernas eran más delgadas / y que tu corazón era más blando: / fui un depredador contigo”.

El poeta se lamenta de su forma de amar, reconoce que no tiene otra distinta a la que impone la intensidad, el ímpetu, al atrevimiento, al brío pasional que pone en cada una de sus jornadas amorosas; ya lo había resaltado, cuando afirmaba sin paciencia, sin estoicismo alguno, que dejaría cualquier cosa útil que estuviera haciendo para desesperado: "…tocar tu cuerpo / aquel cuerpo / sintomático / cargado de calores silenciosos / y tenía ganas de cerrar el capó / caminar la media cuadra que nos estaba separando / una tronera verde como el mar de Acapulco / y un deseo que me barnizaras con tu mirada / y besarte sin llenarte de grasa de carro / mientras la lavadora baila su samba / no has empezado todavía a cortar las cebollas”.

De forma todavía más explicita, el escritor exterioriza sus asperezas y brusquedades, sus ímpetus, frenesíes y arrebatos, y un tanto arrepentido, se disculpa ante su amada: "y pido perdón / por no haberte conservado / más allá de esta vehemencia, / a salvo de mis tosquedades, / pero yo creí que el amor era eso: / comerte aquí, morderte allá, / chuparte como una cayena, / almacenarte cual arena / en esta concha / lamer tu rocío / y besar tu retrato”.

Amor frenético de un poeta que lo es aún más; de un escritor enamorado hasta los tuétanos, quien confiesa sin melindres, alejado de viriles bravocunerias, que delante, enfrente de su mujer amada es comparable a un animal domesticado, a un mamífero pardo danzando por un terrón de dulce, a un perro callejero que mueve la cola cuando lo acarician, a un feliz y multicolor guacamayo comiendo mango maduro en un encierro sin ansiadas libertades.

Sin embargo, desde sus cariños de poca monta, desde su yo devaluado, el escritor extasiado exhorta y le exige a su amada: "Tendrías que amarme / porque soy un desprevenido / que se asombra irracionalmente / ante algo tan común y natural / como tus ojos / donde observo cientos de almas / tratando de brillar / desde el pasado más inverosímil / y en vez de sacar una conclusión magnificente / quiero besarte / oso bailando por azúcar / pájaro picoteando fruta en una jaula, / soy un destemple de la multitud”.

"El amor me ha mordido y me ha matado” sentencia Pulido, mientras que "huye de la muerte con un ticket”, porque no desea la llegada de ese minuto final en el que todo se extingue, como si un Dios maluco, indolente, apagara de repente todas las estrellas para instalar, vengativo y rencoroso, una negrura imperecedera donde antes relucía un luminoso y seguro firmamento. El poeta declara pesaroso, contrito, que el origen manifiesto de sus tristezas y abatimientos es justamente ese, presentir que un día - sin un más allá como destino redentor - se apagara todo - "como cuando se quema la pantalla del televisor” -  y que a partir de ese momento: "… no veré / la cara de mi mujer / iluminado el cuarto / y si no hay más vida para mí / ni siquiera podré / recordar como era ella / todo este amor se habrá perdido”.

No quiere el poeta ser un abandonado por las sonrisas de su mujer, la quiere siempre ruiseña, disponible para sus ofrendas poéticas, presta para ser la motivación de admirativos versos, en los que proclama: "Ante la eternidad dejo constancia / de que usas como yesca / el toque de tu risa / yo que apenas soy / un querosén de sensaciones derramado”.

El escritor conoce y reconoce de inmediato a su mujer amada en cualquier muchedumbre, la distingue prontamente en las devotas peregrinaciones religiosas, en las interminables marchas políticas, en las abigarradas colas de las estaciones de los terminales de autobús, en el gentío de los aeropuertos cuando se inicia una larga festividad, en la aglomeración que supone un saqueo, un muerto, un accidente de incalculables proporciones: un tsunami, un terremoto, un deslave, una vaguada sin fin. Pulido, contaminado de amor, infectado de pasión por la administradora de sus bulevares certifica que: "En un bosque de senos / y una selva de torsos / mis manos hallarían tus pezones”.

En fin, por encima de todo, más allá de vicisitudes existenciales y circunstancias urbanas, de incidentes ciudadanos y episodios personales, Pulido le canta al amor, a su amada, quien lo unge con el bálsamo de una felicidad sanadora de cualquier quebranto vital, terapeuta de sus más recónditas penas de sobreviviente de una ciudad signada por el desamor y el olvido. Así el poeta, taciturno, melancólico, reconciliado consigo mismo, por efecto de un amor curalotodo concluye que:"la vida /  es una temporada especial contigo, / que estas calles, estas películas /  esas manos agarradas /  somos los dos, alucinando, /   esperando el atardecer /  para quedarnos mirando /  el lomo de los cerros / con su filo de nácar /  y la luz alejándose /  cual yéndonos en barco; /  yo igual a un islote /  cubriéndose de noche /  y tú recostándote como una sirena”

Una muerte que muerde

 

y me quedo sentado

apabullado por el animal

de patas broncíneas

y cuerpo plateado

                                                                                                                                    

Para Pulido la muerte es siempre una bestia en acecho, un animal que convierte la vida en algo verdaderamente fugaz y pasajero; vigilante, cual ave carroñera - "uno cree haber sentido / el roce de unas alas / y hay un escalofrío pendiente” -  espera, paciente, el fallo del corazón, la huelga de los pulmones, el vehículo inesperado, el resbalón inocente, el coagulo certero, la bala premeditada. 

El escritor patrocina la vida y abomina la muerte, ese agazapado y rudo carnívoro que transita la vida ajena con paso felino, felpudo, de sonrisa hipócrita y accionar imprevisto. Nuestro poeta la conoce, la ha visto actuar, llegar desapercibida, inadvertida, cuando menos se la espera, para ponerle fin a sonrisas e ilusiones, a sueños y alegrías, a familia y amistades, dejando a su paso un visible y evidente rastro de infelicidad, indiscutibles huellas del desamparo, incontestables trazas de la aflicción. Pulido lo dice sin ambages, lo expresa sin equívocos: "Detesto usar esos días holgados / en que se mueren los amigos / días anchos con espacios / para archivar nuevas tristezas”. 

A los acostumbrados sinsabores de su propia vida, el poeta no quisiera sumarle los repentinos sufrimientos de la muerte ajena. Su poesía se viste también de luto para expresar el duelo que acompaña al escritor "cuando los amigos enmudecen / llegan los dardos de la noticia / y el nombre de la funeraria / cae sobre una guillotina sobre la cabeza”. Carecen de razonados argumentos sus versos para transmitir su intransferible pésame, comunicar sus sentidas condolencias a fin de participar su lástima a los camaradas y allegados, a los familiares y parientes propios y extraños al poeta: "no quiero mirar / y me quedo sentado / apabullado por el animal / de patas broncíneas y cuerpo plateado que se tragó a otro amigo”.  

En esos momentos sempiternos, en esos instantes imperecederos, es cuando el escritor quisiera inventar el más allá, patentar el regreso a esta existencia terrenal, en fin, confirmar la inalcanzable perpetuidad, a objeto de que la ausencia de sus familiares, el alejamiento de sus amigos no sea una sentencia confirmada y sin apelación ante ningún tribunal supremo: un por y para siempre.  El poeta entra ilusionado al velorio "con ganas de creer en la reencarnación o en la resurrección”; así serán los sentimientos y trastornos vividos en esos tanatorios sin indiferencia que Pulido confiesa, libre de urgencias, desprovisto de apremios: "me olvido del bar, de la política, / de las tetas, de la parrillada /…me olvido de los pájaros azules / que suelta el útero de la madrugada / formo parte de un elenco”. 

La muerte inevitable impone sus ritos, instala sus ceremoniales: novenarios, mortajas y plegarias, sepulcro y rogativas; exige igualmente de una corte, de un séquito incontrovertible que la acompañe cuando practica, a voluntad y sin sujeciones, todo su despiadado imperio sobre unos vasallos impotentes, cautivos, sojuzgados, que la contemplan incrédulos, lacrimosos e impotentes. El poeta registra las protocolos, las etiquetas que la muerte demanda, las pompas fúnebres: "paso al lado / de un difunto desconocido / las velas arden solitarias / para el Hades de la ebanistería / imitadora de cofres / y para una muchacha íngrima / que llora sentada a un metro del ataúd”.  

El poeta desvive su vida para toparse con sus muertos; acumula remembranzas, acopia recuerdos, amontona vivencias para construir un túnel de sus más íntimas y desoladas memorias y asistir nuevamente, afligido, dolorido, acongojado, a la infinita agonía de su tío hidropésico - ¿paterno, materno?  lo mismo da – intentando desde una poesía despojada de humanos poderes, "…no escuchar / a la muerte silbando sobre los orinales”, porque ella, la también acertadamente denominada tránsito sin destino, tiene la incuestionable virtud de traspasar, de vulnerar, los más infectos olores, los infecciosos humores, la inmundicia, la putrefacción que, a su nada bienvenido paso, convoca, propicia, disemina y favorece.  

Pulido como si fuese un comensal avezado, conocedor de los mejores restoranes de cinco estrellas, paladea la desaparición ajena, la huída involuntaria de este mundo, se mal saborea cuando, desde las papilas gustativas de su afecto, se relame sin gusto: "la muerte le saca los recuerdos a la gente / con todo y semillas / como si estuviera trabajando en una cocina”. 

Nuestro poeta certifica en vida que la muerte es indubitablemente la institución más igualitaria concebida por ser humano sobre esta Tierra o por Dios alguno en sus inaccesibles alturas: "Jorge mató a Wilmer / Pedro mató a Jorge / Leandro mató a Pedro / entre cinco acribillaron a Leandro / y también murió / con un huequito en el pecho / y el plomo rebotando / entre las costillas y los pulmones / la niña Belkis”.  

Víctimas y más difuntos acompañan a Pulido en su poesía por la vida. El escritor puede también plantarse ante la muerte en el cómodo rol de ángel temporario que contempla "el cuerpo de la niña / servido en su propia salsa / ketchup Martínez”, así como lejanas y arcaicas desapariciones - "los peces muertos hace siglos y los dinosaurios diluidos / deberían formar una montaña” – o bien en el indisputado lugar del deudo, en el obligado puesto de la familia, en el nada envidiable sitio del doliente. Aconjogado, abatido, pesumbroso se instala, con su presta libreta de turbaciones, en la primera fila del dolor ajeno para reportarnos: "allá va la madre de alguien / gritando / que quién trajo esas pistolas / que no hay papas / que no hay frijoles / que no hay felicidad / pero hay pistolas”. 

Un fallecido en la familia, un extinto, es también la supresión de la cotidianidad, es la conclusión de las rutinas, el alejamiento temporal del banco, de la farmacia, del supermercado, es una vacación involuntaria impuesta por el sufrimiento; el poeta – ubicuo - se sitúa a la vez, ambivalentemente, en el doble rol de frustrado ángel celestial que perdió su valioso tiempo en un barrio caraqueño y de inconsolable e inútil abuela que no sabe a quien proteger. El espíritu celeste reclama:"¿y dónde está el alma?  / no encuentra el alma de Belkis /  ni un soplo, ni un halo, ni un ectoplasma / el alma inmortal / llegan la policía y el forense / ¿dónde está el alma? / te lo he dicho mil veces, todos los días, / que no se juega en el callejón / ahora no hay alma / el ángel va a perder su tiempo diamantino / por esta falta de consideración”. 

Por otra parte, solidario como un miembro más de la familia Martínez, el poeta se suma a la súplica, a la quimera y frustración de la abuela de Belkis y a dúo, escritor y ascendiente, suponen y reclaman:"el alma puede ser una especie de vapor dorado / una nubecita perfecta, / una cédula de identidad luminosa, / búsquenla por favor / el alma de Belkis Martínez / esa niña descuidada / que ha dejado a su abuela sin más ni más / y ahora ni siquiera / el presidente de la república sabe / quién va a ver / la telenovela conmigo / todas estas largas noches /  que le quedan al municipio”.  

Sueños y más sueños

 

Los sueños giran sin destino en el carrusel de la mente

la boca intenta pronunciarlos y describirlos  

                                                                                                                                       

Con suficiente antelación - advertivo y sin ocultamientos - Pulido había anunciado a sus íntimos y allegados que se refugiaba para siempre en sus personales y recónditos sueños y no en su más intestina muerte… "porque no se muere muriendo”. 

Decidido y sin arrepentimientos, el poeta reconfirma su vuelo al país de las inseguridades: "Este varón cansado de su cuerpo / Se ha ido al hacia el profundo horror de la inconsciencia / Para ver cómo son las rosas amarillas y las rosas rosadas, / las blancas y las rojas / Y a qué huelen sus pétalos y sus tersas entrañas / En el brumoso mundo / Que cabe en la cabeza / Esta que ahora angustia / Con su pelo bañado de sudor”.    

El trovador, en coherencia con sus versos, no privilegia su desaparición física e inciertamente pasajera; apuesta más bien por alojarse en otra ausencia más llevadera; penumbra vital, semioscura, crepuscular, cosmos vespertino y luminoso donde, por humana paradoja "…el sol no deslumbra / porque los sueños no tienen mediodía / El sueño todo es un pecho sin cuerpo”.

El escritor admite, desde su media luz poética, desde su otero de sueños, que es un corazón desarrapado, descosido, andrajoso, habitante desvelado y vecino reiterado de las barriadas de su imaginación,  ciudadano legítimo y natural de sus dicentes sueños que convocan desde la distancia breve y la inmortalidad pasajera a todos los suyos, "que no son de uno pero reconoces como tuyos”, a aquellos que están cerca y a los que se fueron lejos.

Para nuestro poeta, el sueño es una lenta, cadenciada, y anticipada muerte: "abruma con su país anónimo / aparecen novias, familiares, amigos y conflictos”. El poeta construye su Pulidolandia, se arma de quimeras, edifica su tierra de las fantasías, un mito con eterno retorno, se viste de inexperto mágico , de prestidigitador desmañado, de ilusionista en estreno: " Hay cocinas muertas / fogones polvorientos / Y el corazón se cree gallina perseguida por las cenizas /…la abuela inventa una luna de harina / en rezar amoroso y tú espantado / sin saber quién es ella / volteas porque te dan una palmada / y eres el hombre que te está palmeando / y acaba de llegar”.

Deslastrado de vida, el poeta imagina, fantasea, desvaría, delira, dejando a un lado y por fracciones de minuto, su desarrollado e inequívoco sentido de realidad proveniente de lo tanto visto y repasado: "Todo está dicho sin que se conozca el por qué / Todo está ciego sin que la luz lo sepa”.

Pulido no come cuentos de camino, no se alimenta de fábulas forasteras, se nutre de sus propios, íntimos e intransferibles sueños; perspicaz, lúcido, desvelado, corrobora, seguro, despabilado, en medio de escalofríos: " No te puedes quejar de los sueños / Nadie puede consolarte por un sueño / Los sueños no son legales o ilegales / Los sueños son tuyos pero nunca podrás retenerlos”. 

Los sueños son y son de él; el escritor de apropia de sus oníricas desavenencias con la realidad para construir una armonía inútil e ineficiente, un castillo de arena sin cimientos, un templo carente de creyentes. Pulido mora en la incredulidad, reside en el desengaño, convive con la desesperanza, habita en sus propias quimeras, y a través de sus sueños se reconcilia consigo mismo y con aquello que se reconoce pero no se ve: "un corazón baldío / pero sentir es inevitable / dormidos o despiertos hay que someterse a los embates / de lo que parezca suceder”. 

Extraña y paradójicamente los sueños ayudan al mismo tiempo al poeta a evadir y a asumir sus propias e intransferibles circunstancias presentes y pasadas. Sus sueños son un traslado exclusivo, un éxodo personal, realizado por un único y distintivo pasajero: Pulido mismo.

La circunvalación de nuestro escritor, su poético vagabundeo, no se circunscribe a las solas y ya conocidas situaciones de una realidad personal y urbana que vive para el amor. La nueva realidad, la fabricada por el inconsciente del poeta, se hace tan evidente como la otra; notorias y tangibles ambas, Pulido las recoge en sus versos para que las palpemos con los ojos y las miremos con la emoción: "Este corazón desarropado / sin cuerpo que ponerse / flota en la calle de los sueños / que jamás se caminan de regreso”.

¿Con qué sueña Pulido? ¿Qué lo acosa en sus noches sudorosas? ¿Cuál recuerdo, evocación, remembranza, retorna presta, acude sin advertencias, para meterse incomoda en la cama del poeta? Pulido reconoce -  torpe, inhábil, desmañado - su incapacidad para domar sus sueños; consciente está de que nunca podrá retenerlos como los quisiera conservar en su vigilia: límpidos, incólumes, frescos y a la mano. "Su jaula eres tú / Su pájaro eres tú / Alma buscando en un paladar de olvidos”.

En medio de su cripta de abandonos, en el justo centro de la bóveda de sus delirios, el poeta confiesa: "El sueño abruma con su país anónimo / aparecen familiares, amigos, novias y conflictos”.

Pulido sueña disparejamente aunque con la misma intensidad, y en especial, durante sus  noches sin conciencia,  inerme se reconcilia:

 Con su madre: "Cabeza que dormita en los desprecios / Despeinada en su propia saladura / una vez de niño / Y le ponían aceite perfumado / Y la peinaban con  amores tibios / Y le daban un beso / Para que lo llevará como bastimento / Hacia un futuro que para bien o para mal / se puede estremecer / Y hoy me estremezco a merced de recuerdos / Un tintineo de plata como de espanta – espíritus / Una olorosa sombra de arboledas en celo / Y perdiéndolo todo pero guardando el beso / Cargando el beso // Hasta los besos sin amor perduran / El mío es un ave fénix sobre la frente de mi infancia / El rostro de mi madre poco a poco cayendo”.  

 

 Con su mujer soñada: "Es tan subyugante, arde en un fuego tan íntimo y dulzón / Es la mujer de los sueños / la que está ahí para que la amen / Alguien se quedó soñándola desde el pasado / Su presencia huele a aceite de nardos como si la hubiera salvado Jesús / Y si es ella la que está soñando / entonces todos somos inventados”.

 

 Con su pueblo rancio: "Las tunas de mi pueblo / Nacen en tierra roja y agrietada / Cerca de los cujíes espinosos / Todo envuelve en espinas su ternura / Una paloma anida en el mogote / Sus huevos diminutos son mirados / Con ardor por la aguda lagartija / Yo no me voy a ir de esta sequedad dice la sed”.

 

 Con sus lejanas amistades: "< te diste tu postín…pero has llegado > / me dijeron con cariz alegre / como si yo supiera que tenían esa junta / me dediqué a mirarlos al desgaire / con ganas de marcharme / y sin hallar el modo de explicarles / que habían muerto hacía tiempo / que no podían beber cerveza en una esquina”.

 

 Con el Cordero de Dios: "Y Jesús deambulaba por la playa / Con la sombra adelante / Anunciando misterios en la arena /…y desperté caído en el sofá /…Dios escogió su hijo para sacrificarlo / La gente acuchillaba palomas, cabras, / gallos y promesas en vano / y  Dios dijo que su hijo era un cordero / para que la humanidad lo matara / y descubriera el modus operandi del amor”.

 

 Consigo mismo: "Sueño el barro y la arena / Y acezante el pecho porque construyo / Una casa en el medio de un continente íntimo / Yo soy el paisaje y el agua / La luz y el hombre / El cansancio y la pasión / Yo pongo todo para que el sueño cunda / Y también me sé la desmemoria”.

 

 Con sus miedos intestinos: "Me perseguía con un cuchillo al aire / Un hombre de implacable furia / Era imposible que su brazo errara / Moví las piernas como nunca / Y atravesé un gentío / Indiferente y hosco / Vi una casa grande adornada con banderas / Y globos de festejo / Entré buscando asilo”.        

El escritor, en sus alucinaciones quejumbrosas, en sus afligidos sueños, suplica por asilos celestiales, ruega por hospicios planetarios, implora por la caída súbita, estruendosa de "lluvias desperadas”, de chubascos alocados, de chaparrones incomprensibles, de tormentas tropicales en medio de las cuales "cada gota que caiga / alimente esta montaña dolorosa / que cargo para arriba y para abajo / porque soy en los sueños la raíz más vibrátil que he visto”.

Se reconoce enraizado, se admite sujeto, varón taciturno arraigado a una vida intransferible que nadie, ningún otro, puede vivir por él y en la que los sueños – transformados por el inconsciente  en inclementes e involuntarios mostradores de la existencia - le revelan al poeta que, efectivamente, todo era soñación: "Porque repasé la breve historia personal / Las palabras acumuladas / Las frases preferidas / Los errores y el placer vividos (…)supe que estaba soñando / porque sentí terror al abrir una puerta / porque amé sin objeto / porque quise desollarme vivo en un apacible jardín / me vi las manos y eran otros dedos / toqué mi cara y había otra nariz”… No podía ser otro el hombre que soñaba ser el otro.

A la altura de su actual madurez física y existencial, los sueños se convierten a veces en cómplices benévolos y permisivos aliados de las evocaciones del poeta: "los sueños que no se olvidan / parecían mejores / las ilusiones maduraban bajitas / y uno se desplazaba eufórico en un campo / donde nada es terrible / las personas de los sueños que no se olvidan / eran singulares y jamás vistas / uno podía caminar sin brújula / y sin escalofríos en la espalda”.

Sin embargo, en otras menos felices ocasiones, esos sueños, esos mismos sueños que tampoco se olvidan, en su propia deriva, se transforman, repentinamente y sin advertencias, en justicieros jueces y sanguinarios verdugos que – inflexibles - sentencian y ejecutan verdaderas pesadillas que Pulido desearía con todos los medios evitar. Con ese propósito en verso, el poeta suma su plegaria al rezo ajeno: "El pueblo que se sueña no interviene / quizás uno es un ángel para su entendimiento / a lo mejor uno es tan invisible / y tan difunto / que ellos no saludan ni conversan / porque están rezando / porque están suplicando / para que la tormenta de arena de los sueños no sople más sus calles”.

Niñez y juventud, amigos y allegados presumiblemente en el olvido, familiares, novias y mujeres de ocasión, encuentros fortuitos y furtivos, hijos de uno y otro origen, cunas y tumbas, esperanzas y amenazas, luto y felicidad, alegrías y tristezas, vida y muerte se dan la mano en los ensueños del poeta. Pulido va y viene en su extravío alucinado, se detiene y huye, goza y sufre, se regodea y se lamenta; en la mañana con una taza de café en la mano, con la serenidad y el sosiego que produce el saberse vivo y entero, el poeta evoca, recuenta, rememora, para su desazón: "No sé quien era /  la persona que me amaba tanto / En el sueño viví / de siglo condensado / Su rostro se me escapa como un desangrar / Y aquella persona que quería asesinarme / ¿quién era? No debería olvidar tampoco / al asesino”.

Muerto en vida, liquidado por su intransferible existencia, eliminado por sus cómplices afines, desprovisto de enhiestas solidaridades, ausente de cercanos prójimos, el poeta apuesta por una mismidad ajena, por una  indulgente otredad: "Tiene que haber un sueño de otra gente / Donde vives prestado / Como el jirón de un trapo en una llama / Aunque busques rincón en las sombras de la lechuza / permanecer dormido es más costoso que resucitar / inmóvil como laja que se ensucia esperando / El hombre que se vuelve piedra sabe a charco / De sangre mariposeada / En una misma noche somos pared herida de alacranes / Y cuerpo recostado /  El sueño es una fe sin osamenta / Y la piel es una luz por apagarse”

José transmutado en Jesús 

 

Sueño que tengo una mano suya  en el clavo

oigo el chasquido del dolor

ojalá que suene el teléfono

y me saque

de este remordimiento ciudadano

quiero pedirle perdón

desde la vida real

al cordero intercostal izquierdo

que me agobia

 

Sin equívocos, confeso y creyente, liberándose de innumerables y no reconocidos pecados, propios y ajenos, el escritor jura en su poesía que es válido eliminar, excluir, suprimir, todo lo humano – putas, bares, amigos, cigarrillos, cervezas y parrilladas, acotaríamos nosotros – menos al Dios hecho hombre, a la Divinidad encarnada, al Hijo predilecto del Señor.  

Pulido como sí asistiera, eminentísimo, engalanado, purpurado, como estimulado Cardenal a un imprevisto cónclave vaticano, declara: "Se puede prescindir de esa turbia sensibilidad / Pero no es posible olvidar al Cordero de Dios / Esa sangre me aturde / Esa sangre me escarba lo arbolario / Esa sangre que manchó al cosmos”.

Para nuestros paganos asombros de incrédulo sobrevenido, el poeta se hace uno con Cristo, se incluye en la tradición eclesial que hace suya los estigmas del Señor, las heridas, llagas y magulladuras del Redentor, clavado a su cruz de olvido, en un Gólgota de segunda. Sueña José que Jesús sueña "…con una brisa perfumada / Y es María Magdalena armando un giro / De brazos discutiendo / Con los otros discípulos “.

La multifacética y polisémica escena de los ensueños del escritor – engalanada esta vez con la vida y pasión del Cordero de Dios - está evangélicamente servida; los intérpretes del Quinto Nuevo Testamento Pulidiano se sitúan en la onírica escenografía que el escritor, regidor también de sus alucinaciones, reinventa, dirigiendo, neorrealista, los delirios de su más íntima y recóndita oración.

En fílmica jaculatoria, en poética plegaria, antitético, como teatino estupefacto, ignaciano del pasmo, narra sorprendido: "En un rincón del sueño / Judas Iscariote se arrincona / ¿Por qué discute María Magdalena? / Pregunta Jesús en el cuarto oscuro del soñar / Y María Magdalena se arrodilla y reza / Para no responderle / Si ella no fuera una pluma  / flotando en su fe / le soltaría una avalancha de preguntas”.

Pulido se hermana con el  Hijo del Señor, con el Cordero de Dios, y se equipara con su vida de redención y enmienda; el poeta, otra vez, viene y va, ronda y deambula, navega, vagabundea  - circunvalación divina ahora  -  por los muertos mares de Galilea, por los infecundos parajes bíblicos de Judea. Como testigo y contemporáneo colega de Juan el Bautista, Pulido informa a creyentes e incrédulos: "A la sombra de las rocas del desierto / Se sentaban a meditar / con las manos hundidas en la arena caliente / Con los ojos ahítos de de espejismos / Y el estruendo de la voz celeste / Curando su oídos // Les tocó vivir un mundo sin hechura / Tenían el infinito en la lengua / Era un Kilo de fe”.

Encrespado, enfurecido, enardecido, arrecho contra la incesante publicidad romana y oficial en contra la obra del Hijo de Dios, Pulido reivindica la información veraz, el contenido cierto, la noticia incontrovertible. Intrépido y desde la primera línea reporteril, el poeta evangelista apunta en su libreta experta, testimonia en sus versos de comensal osado y privilegiado, la misericordia de un hombre incomprendido por sus semejantes, bondadoso y rechazado protagonista de una "era devastadora / De inmediatez endémica / La ignorancia y el crimen / Son los postres de una última cena”.

En su rol de ventrílocuo del Hijo del Señor, cansino, defraudado, desilusionado,  Pulido admite solícito en boca del Cordero de Dios: "Yo soy el paisaje y el agua / La luz y el hombre / El cansancio y la pasión / Yo pongo todo para que el sueño cunda / Y también me sé la desmemoria”.

Más allá de los mujeriles velos desvelados, el Profeta cuerdo, lúcido, alejado de féminas seducciones, y de acuerdo con el poeta, se protege diferentemente de las influencias del Demonio que intenta convertirlo en un pecador, embriagarlo, hechizarlo con un oscilatorio vientre de mujer.   Sin embargo, el Hijo de Dios, el Redentor, cuenta con  toda la valentía del Cielo, con la audacia de las alturas, para desechar, poner de lado,  alucinaciones incorpóreas y tentaciones carnales. Pulido, oníricamente reflejado en espejos de moralidad, en espejismos de virtud, divaga con ellos - metafísico, cómplice - apartando al Cordero de Dios de humanas inclinaciones. Como si fuese el privilegiado y exclusivo velador de los sueños de Cristo, el poeta testimonia que Jesús y sus apóstoles: "Cuando dormían soñaban afiebrados / Con Satanás y sus ventarrones / con atarrayas arropando el agua / Y pescando en el cardumen de los miedos”.

Con la escenografía montada, la obra, por todos conocida, comienza a ser representada de nuevo con una trama poetizada por el guionista y director, y también inusitado sorpresivo actor, José Pulido:"Jesús Iscariote está mirando / Desde el fondo del sueño / Y Jesús le hace un gesto /(…)Sólo Dios conoce la jugada / Y el resultado / él reparte pérdidas y ganancias / La sospecha de que conversaron / Sus asuntos es un soplo divino que se posa / En el alma / para escocer / como lo hacen las sospechas”.

En policial, en detectivesca, se transforma la infatigable y polisémica circunvalación de Pulido, investido ahora como inspector de su propia orden religiosa, el poeta indaga, averigua, pregunta, ata cabos, formula hipótesis, elimina pistas, reconstruye el crimen, recoge opiniones de testigos y curiosos, ordena sus sueños.

De acuerdo con su personal  evangelio, la cosa fue más o menos así, narra Pulido:

 

 Primero: "Todos los equivocados, / Soldados y civiles / se sintieron eufóricos / el viernes / los viernes son un precipicio / se reían y gritaban que cargaban al rey… / ¡por aquí va pasando al rey! / lo golpearon y se burlaron / Lo humillaron hasta quitarle la humillación”.

 

 Segundo: "Es el hijo de del carpintero / Asegurando que su padre es Dios / Dónde habrá aprendido a leer como los sabios / Reviéntale las costillas para que sepa / Que no queremos locos en estas calles cuerdas”(…)"Jesús era áspero y tan seco / aunque sólo tenía treinta y tres años sin ser felicitado / Hablaban de que sus mesas y sus sillas / Eran muebles sin gracia y sin paciencia / Y he ahí una obra de dos maderos / Para que no se burlen del oficio”.

 

 Tercero: "Soñé que iba por el callejón que incita al Gólgota / Al promontorio de la Calavera… / Jesús caminaba con la frente bañada en sanguaza / Porque las espinas de la corona se hundían bajo la piel / Su barba y sus cabellos se entiesaban con pegostes de sangre”.

 

 Cuarto: "Un forastero fue obligado  / a ser el ayudante de Jesús / cargando el estribor de aquella cruz / Hecha con dos troncos tan pesados / Que iban escribiendo sobre el polvo / La inclemencia y la melancolía / era una cruz rasposa”.

 

 Quinto: "las mujeres lloraban y asustaban / sus sollozos de tanto sollozar / las mujeres que creían en milagros y bramaban en Jerusalén / ¿Quién es esa mujer que llora como gaviota caída? pregunté / sin esperanzas de que me respondieran / y yo mismo contesté esa es María / la madre de Jesús / la imaginaba muerta…”

 

 Sexto: " La Madre de Jesús avanza adolorida a duras penas / Las otras Marías la acompañan / María Magdalena empuja y se abre paso / Y a nadie parece importarle que la Madre / desfallezca de dolor y sed / Ella tarda en llegar al lugar de la crucifixión…/ Cuando mira de cerca hay un martillo / Que va cayendo sobre el largo clavo / Del rosal de las rosas que en la muñeca temblorosa / Riega Jesús de Nazaret”.

 

 Séptimo:  El poeta – soñador - reportero – detective – recoge en su libreta tres testimonios directos que reproduce fielmente: el del mismo Jesús: "Dile a mi vieja que no llore  / Que va a sufrir cuando se vaya / que va gemir cuando se duerma / Y va a sentirse amarga”, el del centurión romano: "Están a punto  / De terminar señora / faltan dos clavos que ya vienen / en esa mano / que se acerca ahora”; el de la dolida Madre: " Que no terminen tan rápido / Que el tiempo no retroceda / Que la madera se deshaga / Que los clavos se derritan / Que su cuerpo se convierta en aire”.

 

 Octavo: Ni Jesús pudo evitar el dolor de María ni la madre el sufrimiento de su hijo: "Cada golpe de martillo resuena / Nueve veces / Y en seguida se escuchan las vocales del dolor // Con plena lucidez al martillar / el crucificador coloca el clavo / en la juntura / A las tres de la tarde del viernes / Estaba clavado en la cruz // Unos lloraban y otros reían / No se podía llamar festejo / Pero Jesús permanecía / Sin un quejido viendo”.

 

 Noveno: "Así pasaron las cuatro de la tarde. Algunos se aburrieron / Porque ya no cabían más burlas / Los soldados se habían jugado hasta la ropa de Jesús / A los dados”…A las cinco de la tarde alguien lanzó una piedra / que rebotó de la cruz y cayó por la grava / un centurión puso en la punta de su lanza una esponja con vinagre / y le mojó los labios a Jesús / que respiraba por última vez”.

 

 Décimo: Ahora como testigo de lujo, el poeta confiesa: "yo vi la sangre de Jesús / roja y pertinaz goteando piedras  / las moscas nunca sabrán lo que probaron”.

 

 CONCLUSION: Después de lo expuesto en autos, de las pruebas y testimonios recogidos, de los libelos redactados, de las actas levantadas, el poeta concluye: "fue la tarde en que Dios / era circuncidado de corazón / dejó de ser tribal / un segundo después de que Jesús lo reconociera como padre”.

Inmediatamente de la larga y dolorida pesquisa, de la atribulada y minuciosa investigación llevada a cabo por Pulido sobre las últimas horas de la agonía del Señor, nos preguntamos ¿Y qué más aconteció en los sueños del poeta? ¿Qué sucedió con los otros protagonistas? ¿Qué fue de María Magdalena, de María la madre, de Judas Iscariote? ¿Qué pasó finalmente con Jesús?

El poeta, generoso de sueños y versos, recuerda y discurre: “Nadie quería recordarlo el sábado /  En la mañana del domingo María Magdalena y la Madre de Jesús / Fueron a buscarlo / Y la tumba estaba abierta / Ellas anhelaban la realidad del cuerpo / Y sólo había quedado la mortaja / Jesús se apareció de repente / y se le acercó a María Magdalena / ella pensaba “¿Quién será este hombre?” / y lo reconoció cuando él dispuso…No me toques porque aún no has subido / hasta donde tenía que subir (…) Es un resucitado / El desde chiquito / Era tan diferente decía María, la madre, / Y yo les miraba dialogar en mi sueño / Deseando consolarlas”.

Y para despejar cualquier duda pendiente acerca de los detalles de su sueño evangelizador, Pulido desvela su más íntima confesión de durmiente entrometido, de soñador entrépito, de humano y simple poeta tuteándose, nada más y nada menos, que con el Hijo de Dios, con el Cordero del Señor: “Me senté en un rincón, las manos me sudaban / Y entonces escuché la voz serena y tibia de Jesús /  Anidando su magia en mis oídos / Recuerdo que me dijo / ‘vamos, Judas / debemos conversar en el jardín / mientras sopla la brisa’ / y desperté aterrado / afiebrado, balbuceante en el susto, sudando vértigos y estremecido /      porque yo conozco / sus conversaciones”.

 

Autor: Enrique Viloria Vera

irapavilo@hotmail.com  

Caracas

Autorizado por el autor

 

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