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Alfredo Pérez Alencart: la poética del asombro
por Enrique Viloria Vera
irapavilo@hotmail.com

1.  La selva amazónica: un verde origen

2.  Salamanca: más que un dorado cielo

3.  Una mujer en alma y cuerpo

4.  Poetas y amigos: un homenaje

5.  Con Cristo, por él y en él

6.  Peregrino en todas partes

 

He sido elegido para seguir las normas del amor, para rebanar honduras de un mensaje que no envejece, para seguir nombrando el asombro ante el misterio y la semilla sembrada en el pródigo corazón de los hombres que ven la estrella nueva.

Alfredo Pérez Alencart

 

 

I.  La selva amazónica: un verde origen

 

Matriz del comienzo de mi aventura,

resurgen los verdes inolvidables

de las copas pintadas de los árboles,

del aire limpio que cubre

días de arco iris y privilegios.

 

Al confín de los confines, a su Madre Selva, regresa física y afectivamente el poeta Alfredo Pérez Alencart a buscar la sustancia nutriente, el amor primigenio, la esencia imperecedera, la fuente inequívoca de una intensa vida que lleva transitando, afanado en mil menesteres del espíritu, entre el recuerdo indeleble e imperecedero del verde variopinto de la selva de sus primeros y peregrinos asombros, y los dorados destellos de una ciudad salmantina que, a pesar de sus dones y virtudes, no podrá jamás sustituir en la más profunda emoción del escritor a esa “arborescencia que en mí habita. / Estas savias irrigando / para siempre (…) Este ayer de ojos asombrados. / Este hoy consumiéndose en los ojos. / Más calofríos, más hojas temblando, / más raíces que se abrazan a mi alma”.

 

El poeta es la selva, la selva habita plenamente en el poeta: “la selva es mía y bajo ella resucito: / soy de tierra caliente, no se olvide”. Esa asimilación unívoca, ese binomio emotivo se transforma -a confesión del escritor- en plural, surtido, vario, múltiple, como suele ser la vida toda y la selva misma: “Pasen a ver el fondo vegetal de la Tierra, / sombras de felinos, sudores / de quienes son ya parte de mi sangre. / Miren conmigo monos y pájaros, cinturones de helechos o rostros cansados / de tenaces castañeros”.

 

Pérez Alencart, siempre generoso en sus muy variadas entregas vitales, experimenta ahora la urgencia de convertirse en guía, en baquiano espontáneo, en tutor amazónico de unos sorprendidos e indoctos alumnos que lo acompañan sin melindres en su apasionado recorrido vital, en las febriles aventuras de su más alborozada infancia. Al viento y a viva voz, nuestro escritor expresa sus ganas de que lo escolten prontamente y sin demoras para adentrarse apasionado en el verde centro de sus más íntimas turbaciones: “Entren, entren conmigo. / Les invito a un paseo enriquecido / por el destellar de las reminiscencias”.

 

Y menudo recorrido propone el escritor por las rutas físicas y los vericuetos existenciales de sus más iniciales y auténticos asombros: el Amarumayo, el legendario río quechua de la serpiente o de la culebra, el actual torrente Madre de Dios; el Manu, una de las reservas de biosfera más diversa e importante del planeta, y la ciudad de Puerto Maldonado, la capital del peruano Departamento de Madre de Dios, fundado en diciembre de 1912, le sirven de telón de fondo al poeta para explayarse en sentidas y genuinas confesiones: “ENTREN, entren conmigo por esta trocha, / bajo la tenue luz de la lluvia: / Entren, amigos, y constaten lo que se siente / cuando en los ojos se posa el verde de la vida”.

 

El escritor, sin necesidad de solemnes juramentos doctorales, de pomposos compromisos de plaza pública, de bandos oficiales, nos promete que abrirá de par en par sus recuerdos, que agitará intensamente su emoción, dejando atrás silogismos, conclusiones, argumentos y raciocinios, para ser humanamente capaz de: “CERRAR los ojos y ser dueño / repentino de cursos fluviales. / Liberarse de entumecidas vigilias / y sentir selvas aquerenciadas (…) Hablaré de la madre a toda prueba: / en su regazo me abono el porvenir. / Vengan a mí, destilando memoria, / la Madre Selva y la Rosa Madre”.

 

A su llegada a la Selva Madre, en un vértigo de alegrías, júbilos y contentos, el poeta pide, no por la boca, sino desde el corazón, y es ampliamente complacido por picaflores frenéticos, por lagunas generosas que realizan el inmediato prodigio de la multiplicación de los peces, por noches sin orgullo que se oscurecen más intensamente, por puntos cardinales que le brindaron al poeta el horizonte entero como un infinito cántico a la amistad sideral, por familiares copiosos que vinieron desde lejos para llegarle adentro al corazón del emocionado solicitante; la tierna luna -cómplice benevolente- le ofreció su tersa mansedumbre a fin de que el escritor divisara con otra luz su mundo de ensoñaciones y que sus ojos acariciaran largamente lo silvestre. En fin, llegó el escritor a su infantil casa sin techos ni paredes para pedir “naturaleza como se pide revolución: / surgieron filiaciones imprescindibles, alegatos iluminando trayectorias vitales, / succiones de afectos y de tiempos / que se maceran en el próspero corazón / de quien asigna amor a la gente viva / y a los lugares del recuerdo constante” … y todo esto y más le fue dado.

 

Un tanto más sosegado, apaciguado, luego de tanta magnificencia planetaria y tanta esplendidez humana, el poeta hace un alto para escuchar, a viva selva, las voces y los recuerdos que desde el pasado comparecen a confirmar vivencias que ya había experimentado y otras que sólo intuía; caviles que ya había hecho y otros que estaba por hacer. Absorto en sus más recónditos afueras y adentros, ensimismado, reconoce ser una vegetación que las lluvias hicieron crecer, que tuvo el cuidado para contemplar de cerca lo que existe y lo que no, que tanteó inestables momentos, sintiendo a pedazos los hondos abismos de la reflexión, en fin, que siempre fue canto rodado de otros torrentes, de disímiles realidades, y que, cuerdo, juicioso, firme, tuvo a bien esquivar la mala hierba.

 

El verde y húmedo entorno de sus iniciales asombros le permite a Pérez Alencart realizar un balance preliminar de lo alcanzado y lo aceptado: “El corazón se me fue ajustando / al privilegio de una forma de vida: / Sin fatiga, los mitos tomaron asiento en mi imaginación. / Ningún triunfo, salvo / el acreditado amor de los ancestros. / Ningún fracaso, salvo / pequeñas injusticias”. En la intimidad de sus confines, el escritor se solaza de haber huido “del letargo de innúmeras propuestas”, y dice de él mismo que “lo telúrico / me imantó a los blancos cabellos de la poesía”.

 

La selva es un agüero, un lugar propicio para contemplar y fabular, para descubrirla con los ojos del rostro y con los espejismos de la fantasía; la realidad adquiere otra evidencia, es a la vez un puede y un no puede ser, un albur y un conjuro, un riesgo y un ensalmo: un contexto dual que nace de una certidumbre y se manifiesta como una alucinación: “Yo no sé, pero creo que goteaban lágrimas / en los ojos del fantasma”. Así que nada tiene de extraño que el poeta experimente a su selva en las latitudes del ensueño, en las anchuras de la imaginación: “ME acerqué al encantamiento. / Vi farolas al crepúsculo, / mecheros encendidos como fuegos / aleteados. / Dádivas volando, centellas / delante de mis ojos. / Fue en el tiempo de la infancia. / Fue cuando se tejen asombros / ante la luz de las luciérnagas”.

 

La Selva Madre y el Padre Río se hacen uno en la emoción del escritor a fin de que la añoranza y la nostalgia sean más genuinas y mucho más intensas: el colibrí vuela ahora por las venas del poeta y le obsequia sus mejores presagios; el canto de las chicharras “pule su eco” y expande sus sonidos hasta el hogar salmantino del trovador; mensajes indistintos  “de miel y de ceniza” le son ofrecidos al literato, anunciando la llegada de encendidos y arrebatados amaneceres; los troncos arrastrados por el río guardan como preciado tesoro el canto de los pájaros para ofrendarle una sonora serenata a quien regresa sin haberse ido; además, y por si fuera poco, “volaban pihuichos sobre árboles a la deriva”, mientras que también pasaban palizadas cargadas de achunis y trompeteros y, de repente, para que la selva fuese más selva: “Pasaba lentamente alguna palizada, /  con esa serpiente solita soleándose / en la rama del renaco partido por un rayo”, y “más atrás del monte, / allá por la Cachuela, / hunden sus largas patas / los timelos, danzando / en las tibias aguas, entre pescados y caimanes”.

 

Pérez Alencart no puede, ¿y quién podría?, ocultar sus más genuinos asombros ante una naturaleza que le ofrece lo mejor de sí para que se reencuentre con sus adentros y recree hasta los tuétanos sus ancestrales vivencias. Sacudido por el llanto ante tanta vida real y palpitante, el poeta, mecido ya en la insumergible canoa de sus evocaciones, confiesa: “LLUEVE y sigo pisando recuerdos. / Enseño lastimaduras cuando el cuerpo levita / sobre un tapiz esmeralda / que cifra aquilatadas bienvenidas. / Transterrado de tan inmenso reino, / tropezando, / a saltos de aire, / voy volviendo a lo que es mío. / Al atardecer, pego la oreja / al tronco del castaño más alto de la chacra / y unas lágrimas desbarrancan desde ojos / por penas sacudidos. / Otro mundo comienza / cuando se instala la noche entre los árboles”.

 

El poeta, sin ataduras, revela a suyos y extraños que: “el corazón se me fue ajustando / al privilegio de una forma de vida”, en la que sólo sabe donar al mundo “semillas desvestidas de la tierra”, porque seguro está de que, en su caso, con lo único que no ha podido el imbatible olvido es con “la selva y su fragancia”. Esa -selva y fragancia- que son sólo “un extraño aliento que se expande por el aire. / Apenas un jadeo tras árboles cubiertos de musgo. / No hay viento pero las ramas tiemblan / como si tuvieran fiebre”. Ciertamente, la selva del escritor no es la misma del turismo de aventura, de la minería depredadora o de la explotación maderera sin limitaciones, la suya es otra, personal e intransferible, espiritual, desconocida para casi todos los mortales, posee su propio aliento, un hálito distintivo, una esencia particular, que la Madre Selva revela exclusivamente a su hijo privilegiado, a aquel que la canta por encima del estruendo de las motosierras, la estulticia de los turistas de paquete y la avidez de los insaciables mineros. En efecto, Pérez Alencart inquiere decidido, altivo, dispuesto a la ineluctable afrenta de las emociones: “¿Alguien más conoce ese lugar lejano / donde nadie habita sino un espíritu / que no se ha desvanecido todavía?”.  Y para que ninguna duda quede, ninguna vacilación se interponga, el poeta, suficientemente explícito, declara a rajatabla: “es grande esta querencia, / este beber de ambrosías, / esta preñez de innumerables desvelos / por mi selva de los confines”.

 

El río Amarumayo, su intensidad, sus raudales, su color, su indudable capacidad para generar viejos y nuevos asombros hace que el poeta experimente otra vez sensaciones arcanas y recupere vivencias guardadas que no sentía desde su remota niñez: “es de rigor volver / con el asombro jubiloso / de la infancia”, sentencia emocionadamente. El Amarumayo despierta en el sensible ánimo del poeta sentimientos varios que lo llevan a formular una emoción personal y colectiva: “En el corazón de todos está el agua del aire. / En el corazón de todos está el pueblo y el paisaje. / En el corazón de todos está la voz que llama / a ese mundo escondido entre las llamas de los días. / A corazón abierto el mundo amado no se escapa; / acontece, se justifica, nace lento de un río invisible / que trae espumas y hálitos de embriagada naturaleza”.

 

Pálido, “intuyendo la continuidad que se avecina”, cae de rodillas el escritor, una, dos, tres veces, se embadurna con la humedad del aire, la caliente tierra del trópico recibe, atónita, las ofrendas provenientes de la palabra poética de Pérez Alencart, a la vez que, agradecida, le transmite efluvios clorofílicos que le servirán al poeta como fuente complementaria de energía que lo auxiliará en la delicada tarea de desempolvar viejas querencias y promover obligadas acciones de justicia. Para que no quede ninguna duda acerca del propósito fundamental de su íntimo soliloquio, el poeta reconoce a la vista y oídos de todos que: “Soy el testigo que no mutila su sonrisa, / el hombre dispuesto a que el pecho se le estalle / si extravía el amor, el beso de la tierra / o la ilímite comunión con el territorio exacto / del origen. / En esta renovada aventura / debo quebrantar reglas que barnizan el artificio”.

 

Son varios los versos que el autor consagra en su Soliloquio ante el río Amarumayo para que los artificios, los ardides, las artimañas, las astucias, los amaños se quebranten, pierdan su sempiterno barniz. Unos son intimistas, otros atañen a la dimensión de la familia, unos cuantos son expresión de un deseo de justicia social, otros expresan una muy comprensible preocupación ecológica. Pero dejemos que sea el propio poeta quien exprese sus angustias y esperanzas, sus alegrías y tristezas, sus conformidades y reclamos en estas imágenes que clasificaremos a nuestro mejor albedrío:

 

Intimistas: “no hay tregua; surgen / alegrías que el recuerdo enciende, flores / suntuosas, señoras y señores, parientes, ciudad y selvas repitiendo ecos, / instantes huidos de lo que muchas / veces fui”.

 

Justicieras: “Sí, / es cierto, mi tierra desde el aire / es una verde extensión con ríos visibles / e invisibles. Pero también hay poblados sin ayuda, / niños y hombres exhaustos, niñas en tal agonía, / mujeres que conciben y conciben. / El propio calor / es imán de la carne y repite desnudos y caricias”.

 

Políticas: “Pero / no soy dueño / del futuro, / pero como hombre amo y soy generoso y no olvido / a quienes mal gobiernan mi terruño, / despiertos / cuando las elecciones, dormidos cuando / triunfan: ¡Arre, arre, arre! ¿Qué manos manchadas veo? ¿Qué promesas / preparadas para el olvido oigo? (…) Tuerzo el cuello a los proclamados / y a los pavorreales. / Y les recuerdo su grotesco oficio”.

 

Modestas: “Si quisiera / exhibiría sapiencias, diplomas / y otros frutos de tenaz aprendizaje. / Pero no. /  En este nuevo nacimiento / sólo enseño lo que me es propio: / aquel reino de luciérnagas / o esta doctrina feliz del que mucho debe / y ofrece que coman de su plato / y siente que dulcemente el corazón se empapa / con locas alegrías y largas sombras”.

 

Ecológicas: “Vuelvo a mirar árboles indultados / que resisten como viejas tortugas. / Vuelvo con mi verde acento intacto / y me sé quedar lleno de angustia / si pienso en el Ártico y el Antártico, / en islas de las antípodas que la marea va cubriendo, / en su vital dependencia de estas selvas. / Aires para el mundo entero descansan por aquí, / con sus purezas y alocuciones. Aguas para el mundo entero discurren por aquí, / bajando en silencio desde las cúpulas andinas. / He sentido el clima herido / y tengo idea que no aprendemos”.

 

Conclusivas: “Oh fondo / primero de los días, / vengo de muy lejos para desvelar / emociones que esplenden / en mí desde que existo. / Esta / victoria / es la única que reclamo. / Luego pueden darme poca luz, poca luz, / pocaluz…”.

 

El puerto se une a la selva y al río a fin de que el poeta se solace en el recuerdo, y su infancia retorne súbita y en torrentes a quebrar racionalidades y descoyuntar maduros sentimientos. Afiebrado de felicidad, infecto de placer, envirado de contentos, Pérez Alencart cierra los ojos para aparecer repentino, en un entusiasta viaje hacia los orígenes: “en las calles donde maduré mi infancia. He buscado lianas con las cuales trenzar afectos de otros tiempos junto a paisajes para mí definitivos. Feliz resulta conmemorar aquel alimento del corazón, volver a ser el infante con marcas de besos en las mejillas...”.

 

Un puerto es trepidación continua, tráfico, llegada y salida de gentes variopintas (“madereros, agricultores, mitayeros, pescadores, castañeros”) y mercancías diversas (“bolsas enjebadas, sacos de yute repletos de naranjas carnosas, yucas y racimos de plátanos por doquier”), es muelle, estiba y caleta, malecón transitado noche y día,   embarcaciones de diferente tamaño y calado que van y vienen alimentando hambres y esperanzas, en fin, un puerto es también para nuestro poeta la grúa que sigue “izando mis asombros”.

 

El alucinado escritor llega al puerto de sus querencias para tomar un bote imaginario que lo conduce indefectiblemente a la vecina ciudad se sus recuerdos: “AQUÍ Alfredo Pérez Alencart pedía una naranja y recibía misterios; pedía besos de doncella y recibía el esplendor de los ocasos, lácteas iridiscencias, solemnes visiones (…) Alfredo pertenecía a la corteza virgen de los cedros, al color del huayruro y la velocidad del picaflor. Aquí surcaba ríos y convidaba bocanadas de dulce amor rebalsado de su corazón”.

 

El puerto es la ciudad y la ciudad es el puerto, así de invariable es la siamesidad que el poeta recoge en sus conmovidos versos, y ambos indistintamente, ciudad y puerto, puerto y ciudad, como se prefiera, son a la vez con él: “Eres conmigo, ciudad de las calles de fiesta, puerto fluvial que me siente en sus entrañas”.

 

El poeta desanda la urbe de sus primeros años con los ojos del recuerdo y con la riqueza de la imaginación, descalzo de ataduras racionales viene y va por Puerto Maldonado -“la calle Loreto, el jirón Cuzco, la avenida Dos de Mayo”- esa “ciudad que sobresale del polvo”. En un rincón “el azar descubre rutas semejantes a la tristeza” y el poeta afligido de emoción constata: “He vuelto… He vuelto… He vuelto…”. En otra embocadura admira “el amplio cielo y las sencillas casas de mi puerto”,  calles más allá el escritor confirma “el registro de aprendizajes junto a la libre juventud florecida bajo el cielo de estos barrios” y  en el viejo camposanto del puerto el escritor se lamenta: “la maleza invade tumbas del viejo cementerio e impone su presencia implacable sobre el hueserío restante de mis ancestros”.

 

El Manu, la reserva vegetal, ese verde y espeso corazón de la Amazonía, también hace lo suyo para que el delirio del poeta tome otros derroteros que complementen sus verdes, húmedas y polvorientas emociones. El escritor no puede ni quiere sustraerse al encanto de esa “naturaleza inventada para ser heredad del mundo”. Boga Pérez Alencart en una canoa que no recorre el río sino el tiempo: “Aquí no hay desengaños: este es el origen de un desconocido pez de escamas doradas, el reducto donde tintinea la creación alquímica, el lugar de donde posiblemente se calcó el paraíso…”, sentencia el poeta espeleólogo, el descubridor del origen de la vida, el ecólogo explorador que transforma la cadena trófica en poesía: “Aquí está el escondrijo del lobo de río, los frutos que alimentan al venado, el venado que alimenta al jaguar, el jaguar que al morir proporciona comida al gallinazo carroñero y abona el suelo y germinan más aprisa las semillas que luego alimentarán a los monos, monos que serán cazados por águilas y nativos…”.

 

El parque nacional de los confines es redescubierto por este poeta botánico que no dibuja sus especies sino las canta. Pérez Alencart va más allá de las evidencias botánicas y zoológicas, de los científicos nombres y las correctas ilustraciones, usa su pluma para que sea la letra y no el trazo, la poesía y no el dibujo, la que nos conduzca, a través de sus reveladoras preguntas, por la realidad deslumbrante del parque y sus especies: “¿De qué gota de agua, discreta y malabar, procede este boscaje soberano? ¿Cuál de los rayos selectos encañona sus disparos para lograr fotosíntesis tan inapelable? ¿Hay alguna otra aurora semejante que se descuelgue pisando blandamente las copas de los árboles?”.

 

De la plural e intransferible emoción del poeta hemos recorrido, en la visita propuesta por el escritor: selva, río, puerto, ciudad y bosque; dejemos al propio Pérez Alencart el derecho que le asiste a realizar su sensorial síntesis de lo visto y ofertado, de lo evidente y lo evocado. Tendremos entonces, para culminar nuestro periplo amazónico, la perspectiva singular y afectiva realizada por un ferviente ciudadano de Puerto Maldonado:

 

“La costumbre de vivir del recuerdo enseña que el amor tiene un espacio donde algo sucede si el lugar se nombra. He vuelto con esta tarde amarilla que me asoma a lo pasado, con el horizonte caldeado por el antiguo anhelo de poner los pies en la tierra primera. Desde la fábula nombro al puerto de los recuerdos y digo: ‘¡Abracadabra!’. Entonces se van abriendo las diáfanas ventanas de la infancia: las calles polvorientas se inundan de luz, los mosquitos zumban en el aire calimoso, la plaza se adecenta y huele a mango y tamarindo”.     

 

 

II. Salamanca: más que un dorado cielo

 

                                                                        

PIDO perdón por las ausencias.

Yo soy el que vuelve de lejos,                   

el hijo pródigo que encontró cobijo

en dorada ciudad de la vieja Castilla.

 

 

Joven, en esa edad en que los sueños revuelven a los hombres que van siendo, Pérez Alencart toma una de las más fáciles y difíciles decisiones de su precoz mocedad, dejar atrás lo amado y lo vivido a fin de iniciar -lejos de su selva, de su puerto y de su río, de sus familiares y amigos- nuevas querencias e inéditas experiencias.

 

El poeta en ciernes, el doctor en proceso, el promotor cultural en gestación, se asombra ahora, esta vez, ante la ancestral magnificencia de una ciudad dorada que hace sucumbir de pasmo y admiración a quienes la perciben con la piel y la recorren con la emoción. No puede el bisoño Pérez Alencart ocultar su sorpresa, su asombro originario que transformará luego en motivo lírico, en versos citadinos que irán más allá del cielo salmantino y de los monumentos de la vieja ciudad castellana para convertirse en genuino y sentido homenaje a su historia, sus piedras y sus gentes. Años después,  libros después, versos después, en plena madurez vital y creadora, el escritor confiesa su holista embelesamiento, su integral hechizo ante tanta belleza alumbradora: “También se ama las piedras que están como vivas, / modelando inocente canción medieval, albergando / labios y cinturas al borde de noches que alientan bienvenidas / para la consumación de los sueños. / También se ama a las ruinas que no pueden escapar / de los golpes del mundo incansablemente áspero / pero con lágrimas posibles y belleza alumbradora / acosando con su lengua las ruinas que lo salpican. / También se aman modelos que entregan sus fulgores / en finos atavíos redentores de visión inagotable”. 

 

Totalmente enhechizado ante la imponente majestad de Salamanca, el poeta confiesa: “Abro los ojos / y desamarro los límites / a dos mundos que comienzan / en el lugar exacto de la ausencia. / No sé si todo es adiós / o si las capas de luz y de sombra / fraccionan el horizonte ubicuo. / Pero esta vez me corresponde aprender. / (…) Abro los ojos para trazar el itinerario / que alimenta el corazón. / Aquí encontré un último rincón / donde me he demorado / tramitando el estatuto de las germinaciones…”.

 

Aprendizaje no exento de dudas y vacilaciones, de momentos de flaqueza y tentativas de renuncia, es el que le corresponde realizar arduamente al poeta, quien no se amedrenta ante la magnitud del reto de construir otro mundo en un reino que no ha sido el suyo y que terminará por serlo. En poema dedicado a su hijo José Alfredo, a su orgulloso legado sanguíneo en tierra salmantina, el escritor rememora, argumenta y concluye: “Y es que todo fulgor necesita de un cielo inextinguible / y de una voz de fondo que le vaya dictando / los perfiles de la ciudad unida a su destino (…) Entonces, / como un aprendiz de perspicaz entendimiento, / abro los ojos para redactar los fundamentos / concernientes a la vida y a las moradas de luz / de un territorio íntimo de la vieja Castilla. / Después, cuando ya sólo sea huesos o ceniza, / puede que este legajo de palabras fieles / me siga religando con la visión de lo querido”.

 

Ya en plena posesión de su nuevo entorno castellano, convertido, por efecto de la constancia y del entusiasmo, en un salmantino por convicción y no por adopción, el poeta se dedica a glorificar a la ciudad y sus alrededores, a demostrar su afecto a las nuevas querencias logradas en tierras ibéricas y, en especial, su gratitud a aquellos  desprendidos samaritanos que le tendieron una mano solidaria. El poeta, agradecido y sin empachos, así lo declara: “Yo estaba allí, / en ese allí deslizado hacia el vacío / y el yo habitado por doloridos adioses  / de mi patria. / Sin embargo, no faltaron apoyos felices / y un horizonte para siempre. / En Salamanca el pan y la palabra amistad / llegaron juntas, atentas al joven / sin vituallas”. 

 

Transmutado en pastor físico y espiritual de los innumerables y variados peregrinos que acuden a Salamanca para beber de su ancestral sabiduría y recibir el óbolo de su inextinguible brillo, Pérez Alencart realiza su santo oficio ambivalentemente, generoso y pichirre, munífico y avaro, espléndido y tacaño, dadivoso y amarrete: “Con los ojos del amor / y la voz purificada por el tiempo. / Así la entrega de los dones, / el alcance de la ciudad que / -como guía- / ofrezco a los visitantes. / Pero siempre oculto algún tesoro. / No quiero que manchen nuestra mesa / al servirse a manos llenas”.

 

La ciudad, sus iglesias, sus torres, sus calles, su Plaza Mayor, su cielo, sus monumentos, conventos, calles, palacios y casonas ocupan la atención de nuestro escritor. Dejemos que Pérez Alencart nos conduzca de nuevo, esta vez, por la ciudad dorada que le brindó física y espiritual posada. Acompañado de sus versos nos introducirá el día de hoy en el brillo y en la oscuridad, en el fulgor y en las negruras, en la luz y en las sombras de esta ciudad sin tiempo que es ella, la que siempre ha sido, y la otra, aquella que se renueva cotidianamente cuando es recorrida con los ojos de la fogosidad y la exaltación, tal como lo hace nuestro poeta, para ofrendarle a Salamanca una fidelidad que sólo otorgaban las ancestrales tejedoras de Ítaca: “VOY a conducirles a lugares donde se pierde la luz del día, donde una antorcha alumbra el paso de quien busca penetrar en túneles de verdusca soledad. Bajo superficie adorable, la ciudad oculta pasadizos de evasión y terribles secretos de fe. Fuerzo los tabiques que separan estas regiones de penumbras y entro al tajo que comunica San Esteban con las Dueñas y el sótano de Clerecía. Algo me dice que voy pisando vestigios de amores enterrados por el olvido. También percibo huellas de voraz Inquisición. Pero no juzgo ahora, sometido al aletazo de la fábula y a la fuerza cierta del susto a dos manos. Cada historia tiene su marejada de fantasmas; cada sensación trajina por el pecho a temperatura diferente. En las entrañas de la ciudad hay un reguero de caminos, unos polvorientos y otros para ser visitados en barca. Vengan compañeros”. Vayamos entonces.  

 

Salamanca: “No serás sino aquel hombre que celebre su ciudad / a cada instante, en todo campanario o torre / profanadora de los vientos. / No habrá fatigas. Ningún demiurgo / dictará qué tejados y qué terrazas / formarán parte de tus recuerdos. No descubrirás otro cielo como éste, propicio para las apariciones / de cuencos de luz y de escarcha (…) No podrás irte de ella / pues su sombra estará dispuesta a amanecer / en las cornisas de cualquier ciudad extraña / hasta saturar tu memoria con el fuego de tu nombre”.

 

Otra vez Salamanca: “Ciudad irrechazable, me vienes cual sucesión de desnudeces, / sólo altar, sólo / linaje de todas las edades. / A ti ato mi memoria, / Salamanca, / cálido refugio, lugar de residencia, vida por delante. / Y si el paso mortal prepara su lecho de ascuas, / pueden leerme salmos a la intemperie, / sin flores, sin lágrimas, / silabeando el calor de algunos versos. / Dorándome aquí estaré”.

 

La Plaza Mayor: “SERENA / pero atada al gozo de saberse única / y dadora de luces que generan servidumbre / de distintos y distantes (…) Los años no han pasado. O si lo hicieron, / fue para pulir aún más estas invaluables fachadas / estampadas en el corazón de todo salmantino, de cada visitante, de más de un ausente (…) Plaza Mayor, donde la gente charla, gira. Cruza, queda… Plaza Mayor, caudal de asombros, / voces rotas y silencios. / Plaza Mayor, selecto medallero para empezar a gravitar por el mundo”.

 

Casa de las Conchas: “SE diría que uno respira mejor cerca de estas paredes que acogen la marea de trescientas conchas. También la mirada incita a recrearse con la estampa de un atractivo reino que contagia amores lucientes al batir la flor de lis en el zaguán de las apariciones (…) // Aquí continuaremos, mientras la luz del día, con la ambición de descubrir algún desplazamiento furtivo”.

 

El Puente Romano: “CEDEMOS el paso / a los tibios espíritus que rebrotan, / ajenos / a la absurda prisa de estos tiempos. / Reconocemos su abolengo, / pues apenas somos palabra / ante las piedras talladas durante el primer milenio”.

 

La Clerecía: “LOS dones de lo existente bañaron por siglos su barroco esplendor. La Clerecía tiene dos alas tremendas, imponentes sobre el cielo de Salamanca, en silenciosa comunión para las bienaventuranzas. Ahí está la Pontificia, ensanchada con el Real Colegio, de frente al aire, lejos todavía de la sombra de Dios (…) Uno se reconoce pecador pero los otros no son santos”.

 

Torre del Clavero: “Un fragmento de fortaleza y la anunciación del fuego sobre las altas torres del torreón octogonal. (…) // Quedan ojos llenos de preguntas ante los escudos de esa posesión. // Huellas de adioses están tatuadas en los ojos que guarda el manantial de paz de la Plaza Colón”.

 

Palacio de Fonseca: “Y ya no hay despedida, pues la imaginación lo instala en el centro de un patio que acumula certeras esquirlas del Renacimiento. (…) El claustro proporciona sombras para oportunas resurrecciones”.

 

Calle de la Compañía: “Al derrumbe del invierno girábamos nuestros pasos / hacia la calle de la Compañía. Allí, de madrugada, / la sugestión de los muros nos trasladaba siglos atrás, / cuando los trovadores desorientaban la noche / conspirando con amor y palabras tutelares. // Las farolas estaban colgadas en la piedra, / como los candiles que daban lumbre / a los bardos de entonces”.  

 

Universidad de Salamanca: “El estudio puede ayudar a menguar la sordidez / del ser humano y reclamar unas aulas donde lata / la conciencia sin la fiebre o el aluvión / que purgan los agazapados (…) No escatimo alabanzas para Salamantica Docet / pues su nombre representa un esqueje de la dicha, / la presencia continua a cuyo humus me aferro / por ser palabra y por ser idea”.

 

Calle del Ataúd: “ALGO fluye desde las congojas de estas sombras salmantinas, / algo resbala para que tiemble mi carne entera / y me pierda amanecido como si me hubiese tragado / el párpado lento de un muerto regresando / con su trozo de olvido (…) Algo fluye como un ataúd que me pone de muerte”.

 

 Casa de las Muertes: “Detrás de aquella puerta el extravío. / Se escuchan saetas aplacando la mano / del exterminio. / Pero el oscuro lienzo crece a dentelladas, / urdiendo su porvenir / al doblar la escalera donde reposa / el maleficio. / Al otro lado del día, / en la plenitud surgida para lo aciago, / discurren cuchillos / detrás de aquella puerta. / Qué lugar”.

 

A Pérez Alencart no se le escapa que Salamanca, además de todo lo visto y evocado, es también su valiosa gente -académicos y escritores, científicos y humanistas-, en fin, el legado de conocimientos realizado por hombres de saber que dejó una  impronta indudable en el plural acervo cultural de la humanidad, en el variado capital intelectual del planeta. En su poesía de asombros salmantinos hay un espacio para nombrar, rememorar y enaltecer los grandes hombres a los que Salamanca asocia su prestigio, para hacer posible el lema identificador de su orgullosa y prestigiosa universidad: “lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta”.

 

Nuestro poeta incluye en sus salmantinos cánticos de alabanza a algunas de aquellas figuras que hacen de Salamanca algo más que un cielo, y mucho más que una ciudad. Dejemos nuevamente al poeta renovar sus afectos y expresar su admiración por:

 

Fray Luis de León: El escritor apostado en el aula que lleva el nombre del acontecido fraile en la Universidad de Salamanca, discreto y transido, expresa: “Soy / el rezagado que vuelve / para conservar este silencio / entre las paredes del instinto.  / Llego y me siento, subrepticiamente, / en el incómodo pupitre / que guarda los años hurtados al maestro: / y el ayer se me hace un hoy / defendiendo su mañana”. 

 

El Abad Salinas: “CONSTA en algún códice el peso de los sonidos / que  rodeaban al maestro de la aritmética / metida entre los dedos del alma. / Sé que él enseñó / a conocer las antiguas raíces de lo intenso, / la fecunda fiebre de quienes escuchan la armonía obstinada del mundo”.

 

Francisco de Vitoria: Ante la lápida que cubre los restos del insigne jurista, inspirador del derecho de las gentes de la América castellana, nuestro escritor, el peruano-español, el de los dos lados de América, el que conoce bien la histórica realidad del indio y del mestizo, el también abogado, “empapado de su aliento”, sentencia: “También existe una paz eternizable / decidida a garantizar el posible olvido. / De aquí salió una voz para calmar / los nítidos quejidos de otros semejantes. / De aquí salió una idea que comprendió / la índole del quebranto; una idea / que creció ante la exactitud de la tristeza. / Un hombre con los ojos puestos en el Supremo /  no debe hacerse cómplice de torpes abusos”.

 

Carraolano de Urbieta: Se transmuta el escritor en su personaje para confesar sus saberes y sus placeres: “Yo, Carraolano de Urbieta, Bachiller por Salamanca, / no sé otra cosa hacer que sobresaltar las carnes, / rozarlas con la piedra filosofal, madurar las orillas / del amor y amanecer descifrando códigos, / mimetizado y sumiso al corazón de las doncellas”.

 

 Miguel de Unamuno: “Sucede que nadie llegó a Salamanca a gritar blasfemias   como él, soplando fuerte, tensando los músculos, con  el pecho descubierto y la mirada terriblemente convulsa cuando destrozaban las entrañas de su España (…) // No haya quietud mientras el vasco indómito siga respirando en su Salamanca”.

 

Antonio de Nebrija: “Algo le decía al maestro Antonio / que su trabajo era para siempre,  / que las palabras adecuadas son un poder, / no para hablar por encima del hombro / sino como una alianza labrada / desde el principio hasta el final. // Hoy su estela se asemeja / a una palabra / recién creada / pero obediente al gramático centinela / y con el aliento imperial tatuando los labios / de sus mortales portavoces”.

 

Girolano de Sommaia: “Inútil cuestionar su afán por el teatro, / los libros que multiplican el esplendor / junto a las tertulias literarias, junto / a los lances amorosos, / junto a los juegos de cartas / y la correspondencia con el orbe. // Girolano aspiraba a rodar / por el plenilunio de los siglos. // Concedámosle un trozo de cielo / y ningún olvido”.

 

Diego de Castilla:En la Universidad, un joven limpiaba / su capa para vivir de otra manera, / para ser magnífico y excelentísimo, / para que su voz proyecte un sentimiento, / un eco de la Nueva España, unos verbos / rezumando la trashumancia del castellano. / Don Diego, llegado en el galeón de Acapulco, / guardaba intacta la lumbre de los sueños, / el imperio de la sangre amotinada / junto a las bellas cicatrices del delirio. / Pero un once de noviembre, un domingo / de San Martín, vencidos aquellos consiliarios / que al canónigo de Ávila querían, / su balanza de afectos se inclinó a Salamanca, / al polen de la creación universal…”.

   

El poeta recorre también, en su soledad y en sus evocaciones, los alrededores de Salamanca así como variados rincones de la provincia castellano-leonesa,  pero es su nostalgia y admiración por Salamanca misma, la indómita y majestuosa ciudad de Castilla la que continuamente lo subyuga; vencido, sin más argumentos que los ofrecidos por la emoción, Pérez Alencart se inclina respetuoso y admirativo ante la dorada ciudad de sus asombros:

 

“HOY eres tú el hervidero de mis rapsodias de amor. Hoy la piedra, quieta en su lugar, late como yo quiero, se incendia como una nave varada entre los cielos, concentrada en deslumbrar las raíces del tiempo, hambrientas como siempre por agrietar las creaciones que el hombre levanta para responder a sus creencias o para reflejar la dicha de encontrarse lejos del abismo; todavía. Hoy en el color que el amor hunde en tierra firme y en aguas del Tormes, la ciudad es un vividero bendito: hay vislumbres visionarias en la noche; hay espíritus que zumban sobre el legendario puente de los romanos y parecieran subirse a las grupas del toro atado al aire; hay luz altiva en la nueva catedral porque nunca se agota la lluvia de sus faros ni el vigor de su origen consagrado. Y en el vecindario, entre tantas trifulcas del contacto humano, una paz se impone;     todavía. Hoy me encuentro de pie, en la otra ribera, viendo cúpulas y cresterías donde anidan las cigüeñas. El ámbito azul se va disipando en el ultracielo mientras la limpia noche ensancha una inmensa belleza que muda su piel al paso de las horas y las nubes: Todo irradia hermosura; todavía. Salamanca es un mar amarillo, una visión mayor, el mudo universo que me hace atesorar imágenes de amor; todavía”. 

 

III. Una mujer en alma y cuerpo

 

UNA benigna carnalidad ha llegado

como una ráfaga de mansas constelaciones 

para cubrir la epidermis del hombre

con litúrgicos esmaltes de pasión intacta.

 

El ser humano es la pareja, confirma Pérez Alencart en los entusiastas y apasionados versos de amor que tienen como estímulo y poderoso detonante a una mujer de armonioso y sonoro nombre -Jacqueline- que se le metió en el alma y el cuerpo al poeta para ser-con- ella.

 

Desde mucho antes de su periplo ibérico, de su estancia castellana, de su domicilio salmantino, de sus afanes por ser mejor, ya la que habría de ser su compañera de ideales y su sostén afectivo en los momentos de duda y vacilación, se había hecho presente en el asombrado corazón del escritor: “ENFRENTE de mí el perfil ardiente, la joven que llegó del país vecino para cambiarme la existencia, para quitarme el sueño y dejar huellas de su tacto. Un día tocaron a la puerta. Era ella, vaticinando amor con su cuerpo inmaculado. ¿Dónde estabas, centro de lealtad donde me cobijo? Mi sangre pedía plebiscitos. Paciencia sugerían sus grandes ojos. Ya no amanezco solo”.  

 

Ella, Jacqueline, su amor de siempre, ha compartido las penas y las alegrías, las angustias y las tristezas, los triunfos cotidianos y las frustraciones motivadoras de un poeta que confiesa sin timideces ni subterfugios que su mujer es una verdadera diosa ex machina, el innegable élan vital que lo acompaña en las travesías, ¿travesuras?, de su inquieto espíritu. El escritor desentraña sin ambages la misteriosa energía alternativa que emana del amor de Jacqueline: “MUCHOS se preguntan de dónde sale tanta fuerza, / desconcertados ante el caudal de mis empresas / y el firme avance que sin trastabillar presento. / No puedo, aun queriendo, contestar a todos ellos. / ¿Cómo explicarles que es amor el combustible / de todos estos vuelos?”.

 

Es su mujer sonriente, alegre, entusiasta, la que empuja al aventurero de la poesía, al caballero andante del verso, al inusitado protector de poetas de diferente origen y diverso verbo, a emprender proyectos personales y colectivos, amistosos e institucionales, en una Salamanca donde sus vecinos se quedan atónitos y perplejos ante la aparente ilimitada capacidad de Pérez Alencart para planificar y ejecutar planes propios y ajenos en ese arisco y convulso mundo de la creación poética. A ellos -a los sorprendidos y a veces incrédulos testigos de sus impecables realizaciones-  les reitera el poeta la invencible y única fuerza motriz que impulsa sus muy variadas andanzas en los territorios de la emoción poética. Así, un tanto pudibundo, el poeta expresa: “¿En qué lenguaje decir / que una sonrisa tuya abre en mí otro frente, / un impulso que de repente invita a caminar de nuevo? / No, no puedo ir por allí hablando de un sentimiento / que no se apaga, porque vives / y eres estación donde todo florece amable (…) / Allá ellos con su debilidad creciendo si el amor les falta”.

 

Imitando a Ovidio, el poeta de Sulmona, nuestro escritor, un tanto desilusionado, decepcionado a veces, no por algún fracaso contundente sino por las mediocres intrigas, una que otra injusticia menor, en fin, envidias roñosas que nunca faltan cuando del éxito ajeno se trata, le habla a Jacqueline -ahora convertida en apropiada Corina- para confesarle que, en esas ocasiones, cuando el espíritu se abate: “sólo versos a prueba de amargura puedo ofrecerte / desde este aprendizaje que algunos denominan poesía (…) Eres mi Corina / y por ti me bato a duelo. / Eres mi Corina / y en tu reino cosecho / las parvas alegrías del tiempo”.

 

Amor comprensivo, tolerante, amistoso, conocedor igualmente de los estremecimientos de la pasión: “DISFRUTEMOS del borbollón de hechizos / y demos consistencia a los placeres cabales”, de las trepidaciones del sexo, de los temblores de la carne: “poesía es tu cuerpo, la muestra mayúscula / donde el mundo tiembla si mis dedos tocan piel canela”, del versátil y dúctil lecho concebido para las delicias y necesidades de lo humano, para los vaivenes del atrevimiento, para el ir y venir de jadeos ansiosos y caricias inusitadas que hacen reconocer al poeta que su mujer es: “la intimidad donde me desplomo para sorber / la ambrosía que hace de mí un ardoroso centauro. / El amor que hacia ti tengo inventa pulsaciones / hasta ahora desconocidas”.

 

Pasión convocada por un escritor goloso de las humedades de su amada que -como demiurgo enamorado-  férvido, ardiente, ordena: “¡Hágase la luz en el espejo azul de nuestro tálamo!  / ¡Apáguese la luz para admirar la sinuosidad / de las caricias!”. Y la luz obediente se prende y se apaga, la claridad ilumina el lecho para los antojos del amor y la oscuridad se hace cómplice luminosa de dos cuerpos que se entrelazan en los eróticos rituales de las sombras, todo a fin de hacer posible que Alfredo y Jacqueline, el poeta y su amada, el escritor y su apoyo afectivo salven esos días apesadumbrados, aciagos, “aferrados a la melódica / compañía de las aguas y a la solidez que el amor cimienta”.

 

Feliz el escritor se solaza, se recrea en el amor, su amada está siempre disponible aun en las separaciones que imponen la distancia, la mar océano, un lejano continente, un millardo de kilómetros, otro tiempo y otro espacio, porque sólo un poeta enamorado puede sin más recurso que su apasionada imaginación ver en una nube: “el nítido perfil de tu amada, / su idéntica sonrisa de gracia, / el azabache de su cabellera. / Porque bajo este cielo / es posible trazar una ruta directa / que alcance a los labios del amor”.

 

Desea el poeta que la mujer seleccionada para compartir su vida, sus sueños y realizaciones, sea: el pozo de mi única bengala, la hoguera que colma mis tinieblas, mi princesa, limpio amor de mis salvaciones, el corolario del encantamiento a que me sometes, delirio sereno, grata compañía para las tardes felices. El escritor reconoce que “tierna o solemne incubas fieles temblores para el mismo centinela contagiado por el roce de tus labios” y que, por encima de todo: “QUISIERA que tú y tu mañana estuvieran conmigo, / pues mi mirada se detuvo largo tiempo / ordenando tu sombra. / Invoco esta costumbre repleta de señales / para inclinar hacia mí / los fulgores que solamente / tú prodigas”.             

 

Para el poeta su amada es motivo de gozos y también de eventuales congojas, porque hay días de esos, tristones, en los que su mujer se apaga, se distancia, se pone entre paréntesis y el escritor sufre las momentáneas ausencias, los casuales extrañamientos: “Voy replegándome cuando te siento lejana / y planeas por encima de los sueños. / Corre, arranca, pero no escapes”.

 

No puede tampoco Pérez Alencart regocijarse en aquellos momentos en los que el amor de sus entrañas habla y deja caer un reproche: “ME dices que tu amor está como alejándose / y quedo preocupado, pues sólo / verdades nacen de tus labios. / Anduve, morena mía, dando tumbos, / sin terminar cosa ninguna /  arriba de los sueños. / Tomaba pulso a tantas formas fugitivas / que descuidé dar fuelle a la querencia. / Me inculpo, me increpo, pero me empeño / en volver a subirme a la carreta  / donde no perduran los olvidos”.

 

El poeta deseoso de reconciliaciones, cansado de lejanías, deshabitado, solo, despoblado de amor, implora desguarnecido: “Sálvame, / ocupa este vacío que me agoniza. / Tiembla desde el fondo, / nuevamente con apasionada ternura,  /  llegando / velozmente llegando / para completar este corazón y fundirte entre mis brazos”.

 

Un verdadero doctorado amoris causa ha sido para el escritor el estudio del cuerpo y el espíritu de la mujer amada. Repasa sus contornos, estudia sus facciones, lee sus adentros, incursiona en sus sentimientos, se adentra en sus credos, ordena su sombra, escucha sus enseñanzas, se alimenta de su mirada, bebe de su fe, en fin, se adueña de su canoro nombre para aprisionarlo. Después de muchas asignaturas vistas, de provechosos monográficos, de tantos créditos alcanzados, de flamantes tesis y tesinas, de doctorales exposiciones, Pérez Alencart adquiere feliz conciencia de que ella, su Jacqueline, la mujer que llegó de Bolivia,  “desde un lejano horizonte”, lo ha hecho, lo hace y lo hará ser más él: “Princesa: te ovillas en mí  / y me enseñas a ser cada vez más humano, / a no pretender alcanzar ningún tesoro, / a ser sustancia de hombre, raíz profunda”.

 

Ama el poeta a la mujer que además de hacerlo hombre, lo hizo padre, aquella que le conmovió los genes y el linaje, para llenar de orgullo y de esperanza a quien en su hijo se encuentra reiterado. Con un amor distinto, nacido de su propia e inalcanzable altura, anclado en la madurez de los amantes, surto en la voluntad del escritor “para cuidar un amor de consciente porvenir”, Pérez Alencart celebra esta vez a su mujer, ahora madre, la glorificada progenitora de su unigénito: “Yo la amo con su hijo bienquerido: / suficiente bendición que reunió / para demoler insomnes odios amaestrados, tristes / frutos rebalsantes de insensatas negaciones”. (…) “Beso ese amor en lo bueno y en lo malo, / porque intacto se mantiene: / éste es el amorío a la única mujer / que me dio mi hijo único”.   

 

Una y otra vez el trovador le canta a la amada -“Yo la amo con un amor que viene del pasado, / con mi alma abarcando su cuerpo infinito, / con mi voz que vive latiendo en su cintura, / con mi sol de invierno entrando en sus cabellos...”-  reviviendo las fantasías, las invenciones, las usanzas de un amor cortesano que se asienta  -caballeresco- en las riberas del Tormes, a la vera del río del inmortal Lazarillo, con la ciudad dorada de Fray Luis, Salamanca, la otra pasión del escritor, al frente de sus ojos. Pérez Alencart, el hidalgo andante de Tejares, luego de su vela de armas, convencido de que el tiempo no es sino pura ilusión de los mortales, invita a cabalgar a su dama de todos los días, como si fuera la primera hembra que se aposenta en los flancos de su corcel poético: “Es momento, Dulcinea, que pongas tu pie en el estribo / y subas a la grupa del viejo Rocinante. / El tiempo se nos aleja y quisiera atravesar otros siglos / con tu pecho pegado a mi victoriosa espalda”.

 

Más actual, más mundano, recobrado el real sentido de su aquí y de su ahora, lejos de ficciones literarias y eruditas quimeras, el jinete de Puerto Maldonado desciende de su corcel de fantasías para, esta vez y para siempre -sin monturas, descabalgado, apeado de ilusiones y espejismos- dejar inscrito en los verdes árboles de su selva, en las rosadas piedras de Salamanca, en el dorado cielo salmantino, y en la inmensa ingrimitud de la provincia castellana su imperecedero canto de amor por la que siempre nombra y nombrará:

 

“VENGAN tus besos hasta la alcurnia / de mis llamadas de amor. / Venga el sagrado perfume / que derrumba mis tristezas / y me alza y me hace partidario / de arrebatos humedecidos / en tus lloviznas de fuego. / Vengan tus tersas manos / a recorrer laberintos  / del deseado sudario del éxtasis. / Venga el feliz renacimiento / que inventamos los dos / para volcarnos con carne, ofrendados / ambos al eje del amor. / Vengan luces u oscuridades, / veranos, otoños, inviernos  / sin distinción alguna: siempre / te reconoceré como radiante / primavera de mi corazón. / Venga la revelación de la deidad, / pues presto a sentir de nuevo, impelido / a vivir encendido entre tu piel, / extiendo el soliloquio y te descubro, / y te nombro, mi electa Jacqueline”. 

 

IV. Poetas y amigos: un homenaje

 

Yo no soy yo,

sino la voz de una hueste de poetas

que levantan campamento

en privilegiada parcela del Cristo

de los excluidos.

                   

           ***    

Antes de esculpir las palabras

que nuestra lengua humeante silabea,

necesitamos escuchar con fruición

el eco que los poetas difuntos

fueron dejando sobre la piel de cada siglo

para que los aprendices no se llenaran

de arena los oídos ni siguieran alejados

de la enhorabuena de las revelaciones.

 

EL corazón de Pérez Alencart es una probada Plaza Mayor de la amistad y de la poesía. No concibe la vida nuestro escritor sin sus amigos de diverso signo y sin sus poetas amigos, a pesar de que en algún arranque de eremita salmantino, de ermitaño amazónico, afirme tajante, categórico, concluyente, que se siente solo en medio de sus amigos. Nada más alejado de nuestra verdad, de la opinión de sus camaradas, al menos. Los que hemos disfrutado de su natural bonhomía, de su experimentada bondad, de su benigno candor, preferimos recordar una de sus tantas salmantinas despedidas sin lágrimas ni suspiros, en las que sólo se permite lloriquear adentro a la emoción recóndita y manuscrita del poeta: “Amigos. / Quedé sólo serenidad para adivinar / las lágrimas o alegrías / del hombre que sube el penúltimo escalón, / tanteando el aire, / resuelto a olvidar múltiples crucifixiones. / Tiempo de pálpitos infinitos, / ¡qué despacio te voy sintiendo! / Perímetro de crujientes luces, / ¡cuán grato el haberte cohabitado! / Ciudad donde el saber se manifiesta, / ¡nunca podrás desfallecer en mi memoria!”.

 

Amigos de diferente oficio y procedencia engalanan las dedicatorias de muchos de sus emocionados poemas: “La amistad es un imán encantado / donde dos seres se instalan / mientras el mundo gira / y gira”. En buena parte de ellos palpitan sus colaboradores de siempre, algunos de sus hermanos como el poeta prefiere llamarlos para acercarlos no sólo a su afecto, sino también a su enternecida sangre. Allí se desvelan sus más íntimos apegos a muchos de aquellos que se hacen uno con él para que la vida vaya más allá de lo meramente biológico, y pueda llamarse verdadera existencia humana. A riesgo de quedarnos cortos en la enumeración, vayan algunos de los nombres que más hemos visto asomar en las simpatías y cariños del escritor: Alfonso Ortega Carmona, Carlos Palomeque, Pilar Fernández Labrador, Guillermo Morón, Pío E. Serrano, el difunto Luis Monzón, Miguel Elías Sánchez, Sebastián Battaner, Rafael Sastre, Vicente García, Lucinio López, Luis Frayle Delgado, Felipe Lázaro, Cláudio Aguiar, Miguel Domínguez Berrueta, Carlos Parra, José Luis Crego, Jesús Fonseca, Emilio Mozo, Tomás Peña, Ricardo González Vigil, Dionisio Fernández de Gatta, y tantos otros que escapan a quien esto escribe y que muy probablemente requieran de un inexistente y enjundioso addendum del que nos confesamos responsables.

 

Sin embargo, con esta anuencia justificada en el desconocimiento y la ignorancia, con esta licencia que modestamente solicita el comentarista de este extenso y prolijo epítome de la amistad, permítasenos centrar nuestra atención en determinados afectos entrañables del poeta, a quienes de manera directa y particular les dedica personales versos, sentidos e intransferibles poemas, rotulándolos para la eternidad con el lacre que se estampa desde su corazón de compañero agradecido y justiciero, porque como bien lo afirma el propio Pérez Alencart: “a uno le gusta nombrar la gratitud  / que inunda el corazón. Porque / como hombre cabalgo entre sentimientos / y lanzo telegramas / y vuelvo cada vez más a los recuerdos”.

 

Carlos Palomeque: “Yo estaba allí, / en ese allí deslizado hacia el vacío / y el yo habitado por doloridos adioses de mi patria. / Sin embargo, / no faltaron apoyos felices / y un horizonte para siempre (…) / Así el destierro me acogió / con la fuerza impalpable de los afectos”.

 

Alfonso Ortega Carmona: “SU palabra inauguró la felicidad como un bálsamo / que aprendimos a saborear día a día (…) / Alfonso Ortega preside el festín aquí en Salamanca. / De su boca surge el preludio ameno / y las inmensas jornadas. / Celebremos el polen suntuoso / que proyecta a los oídos. / Luego vaciemos las gratitudes”.    

 

Luis Cabrera: “VI un día de este invierno al pintor Luis Cabrera, / palpitando su corazón por la ciudad aquella, / sacudiendo los pinceles en todo el lienzo, como nostálgico huracán / que danza sobre una espuma de recuerdos. / Las fotos del viejo almanaque se hundían en las pupilas / y no había forma de quitarle la infantil sonrisa, / pues creía encontrarse en la Calle Zapata, correteando por el Vedado, / tirando de su papalote en el malecón de tantos vientos, / divisando mar y lejanías (…) Mientras tanto, ríe mucho, amigo mío, que la risa / es buena medicina para calmar el dolor del desarraigo / y de un ahora encostrado en la ciudad / de tu tremenda hechura”.

 

Carlos Parra Jerí: “TRIPLÍCANSE las alegrías cuando desde mi Perú, / desde ese Perú que vive percutiéndome el alma, / oigo la voz amable de quien otorga dádivas / y afectos con una rara pureza que no olvido (…) ¡Qué altísima es la confirmación de la amistad! / ¡Qué canto fértil me prodiga / para que vaya superando tristezas! / ¡Ojalá me llame una y otra vez / para que nunca se me olvide nuestro acento / y sigan triplicándose sin fin las alegrías!”.

 

Queda un pintor (Miguel Elías): “¿CUÁL es, pintor amigo, el color / que sostiene tu alegría? / ¿Con qué seguridad / sin límites compones formas que convencen? / Tantos silencios en la entrega de tus dedos a punto, / tantos trazos para acicalar asediadas bellezas / que sorprenden con su suficiente luz / de mucho tiempo. / ¿Cómo es que no te cansas de mirar / el cuerpo de la esperanza / o el polen del asombro que fecunda los sentidos? / Se consuma despacio lo que no se despinta / y la demostración de tu historia / con signos en la carne u oraciones / sobre el lienzo”.

 

Johan Leuridan Huys: El dominico flamenco que estimuló la razón y la emoción del poeta durante sus días de universitario limeño, es también objeto de reiterados reconocimientos por parte del escritor agradecido. Desde la Salamanca de su adopción imagina Alfredo cómo Johan, desde el distante Perú, vuelve de visita a su lejana Flandes natal: “Se puede sentir cómo laten la geología / y la genealogía flamenca, en paz ya / los ojos brillosos con el viejo cielo / de las lluvias melancólicas / que llegan desde Oostvlaanderen (…) / Larga es la oración que consuela / ante las neblinas de la separación. Pero / se puede luchar como nadie / para que el pálpito de la sangre / vaya y vuelva con el viento del mar. / Se puede cosechar lo que se siembra, / pues los frutos siempre tienen por destino / la vuelta del hijo a los predios del padre”.         

 

Si los amigos le dan alegrías a Pérez Alencart, son los poetas amigos –los de hoy y los de siempre, los ibéricos (españoles y lusitanos) y los de otras latitudes, los célebres y no, los frecuentados y los por conocer, los que conocieron el destierro y los que nunca emigraron, los antologados y los por antolojiar– aquellos que verdaderamente entusiasman a nuestro escritor que entre sus poetas habita. Como bien lo reconoce el escritor: “Lo fraterno va con nuestra humanidad, / con nuestra sombra, / con nuestro espíritu, / con nuestra lengua franca de poetas / cuyo canto empieza / donde termina la muerte y principia la vida / para sostener al mundo / con toda la energía de nuestras peleonas voces”, o bien: “Yo moraba aquí, en este joyel fosforescente. Pero posesión mía eran la estación y los andenes, la voz de los antiguos maestros o los sueños de la estirpe vagando sin límites, almacenando bagatelas y presentes en la sentina de un bergantín abarrotado de difusas divinidades”.  

 

Larga, prolija, minuciosa, es la variada y plural lista de las devociones poéticas de Pérez Alencart. Dejemos entonces que sea la propia emoción del escritor el único criterio, la estricta categoría de análisis, que congregue y organice ese portentoso caudal poético que raudo, vertiginoso y espontáneo, fluye por los veneros emocionados del escritor. En efecto, de acuerdo con el peruano-salmantino: “Las palabras dejaron su poso / y establecieron la prelación / en el habla compareciente de los poetas”. 

 

Como si bogásemos con Pérez Alencart en el inmenso río amazónico de sus querencias poéticas, iniciemos este largo y fructífero recorrido, esta expedición del espíritu, por los desemejantes autores de los versos meandros, de las palabras afluentes que inspiran y potencian la directa, la rauda poesía de nuestro escritor: 

 

Luis Cernuda: La reverencia, el homenaje, la ofrenda mediante la identificación con la palabra de otro, con el verbo distinto,  puede ser un hecho creador, recreativo, propio y ajeno que -en su ambivalencia-  pone de lado ambigüedades para producir certezas tan ciertas como que Alfredo Pérez Alencart viva y reviva la palabra, la voz peculiar, el canto inquieto de Luis Cernuda y sea capaz de no alienar su palabra, de no hipotecar su propio verbo. Pérez Alencart promueve, escribe, organiza, disfruta de “la fiesta por uno de los míos”. Festividad múltiple, polisémica -poema, música, canto, sonido, letra, pentagrama- se acompasan para celebrar a quien la poesía le otorgó voz eterna, a uno de “los suyos”. Poeta secuestrado por nuestro poeta que lo libera por intermedio del verso rescate, del poema recompensa que otorga libertades definitivas a aquel otro bardo que se impuso el cautiverio que supone la diferencia de enfoques vitales y sexuales. Los poetas conviven más allá del cuerpo, “en la sola edad de la poesía”, juntos se recuperan de nostalgias, enjugan lágrimas, uno que otro hipo, para reconquistar serenidades perdidas, el soplo benévolo del verbo inicial, la palabra primigenia, apoyados ambos en secretos sahumerios que alumbran corazones, incienso íntimo que perfuma los adentros del hombre y le otorga a su existencia ese “oxígeno irrenunciable” que permite al humano hacer más llevadera su travesía en descampado. Pérez Alencart nos salva del silencio que puede ser el peor de los castigos, rescata los contactos de cuerpos agradecidos que más que la palabra celebran los besos, la saliva, los mudos desvaríos, el beso cobijado en el bajo vientre, hace que sus Girasoles se tornen hacia la palabra luminosa de Cernuda, “luchando por ignorar la ausencia del ya partido”. Nuestro poeta canta al suyo en medio de realidades suspendidas, de impunes episodios, de palabras huérfanas, para condenar juntos a quienes “ignoran éticas y estéticas”, reconociendo áspero, explícito, que afortunadamente “queda todavía el amor que a veces salva”. El poeta apuesta decididamente por el amor como también lo hizo el sevillano: “el amor es incendio de dos cuerpos con legítimos albedríos”. Más allá del amor, de la pasión, del deseo, de los sentimientos legítimos y contrapuestos, del amor con h de heterosexual o de homosexual -“sabía de compañeros imposibles, / y de estrictas hermosuras / destiladas desde se profundo espíritu”- el tiempo y la muerte, déspotas, inexorables, intolerantes, llegan, trayendo al lejano y distante más allá para hacerlo pronto y cercano. Convencido está el poeta que su poeta fue convocado a la soledad de la luz, allí donde “se anclan alientos amasados / con palabras, el alma que no fallece pero se alucina con eternidad, pero logra paz en la sobremesa, / en la limpia posesión de los enigmas”. Realizadas están las ofrendas. Puede Doña Amparo descansar en paz, pues su hijo, el tercero, el distinto, el que desafió convenciones y convencionalismos, resucita en la claridad sempiterna de la poesía. Asido de la mano de Pérez Alencart recorre ahora y por siempre “cierto jardín lejano donde imágenes germinan, / donde signos se aran, donde sólo se busca la práctica del sagrado oficio”.

 

Carlos Contramaestre: No puede ocultar el poeta su admiración y respeto por este poeta venezolano. Testigo de sus últimos y dolidos días salmantinos, Pérez Alencart lo evoca: “Un buen hombre planeaba por este mar de llanuras con su aullido de lobo herido. Su ballena rebelde también acompañaba al noble hechicero mientras él revisaba lápidas apropiadas y con otros ojos invocaba a la persona amada. Eran otros los ojos utilizados para dibujar la nostalgia y los cuerpos desnudos y la lluvia y la fábula y que se transformaba en alma (…) Era la firma de su vuelo”. Años después, libros después, el escritor -transido- rememora nuevamente al poeta amigo: “Vienen soledades en avalancha / toda noche negra apareada de vinos: / entonces escribo con estrellas / y ceno el águila disfrazada de bravo / corazón y bebo una inmensa lágrima / y me limpio / con el rojo papel dañado / por el origen del desconsuelo”.

 

Gastón Baquero: Hay adioses que duelen, que conmocionan el corazón para siempre, así es la despedida desgarrada que nuestro poeta le dedica a otro de los suyos, quizás el más suyo: “EN este cristal te me escabulles. / También mi voz se anega / de primavera, a ras, del suelo, / derramada. / Cruzan los abandonos / por el espejo vacío / ¿No estás? / Rompo la telaraña de este mundo con las piedras del deseo. / Así no quedarás / lejos para dar pisadas de viento / muy cerca de mis oídos. / Me adhiero a la luz que concibes: / sostenme”. Más recientemente la remembranza del maestro lleva al poeta a convocarlo de nuevo “desde el sótano de la muerte”, para rendirle renovado homenaje y formular una promesa: “Me acurruco junto al pálido rostro de Gastón Baquero / y con él sonrío, inocente ante la lumbre del infinito, / prometiendo llevarle al trópico donde su paladar / sabrá saciar los vapores volatilizados por la ausencia (…) Una zarza arde alumbrando su vuelo en soledad; / una rapsodia sincroniza los latidos de Gastón / con los tres latidos de mi casa. / ¡Oídlos!”.

 

Ramón Palomares: Otro de nuestros notables poetas es, asimismo, otro suyo del escritor. En efecto, no oculta el poeta su respeto y admiración por su colega mayor venezolano. Por ello, en un texto en prosa presentando la antología que hizo del poeta de Escuque, dice: “Ramón Palomares es el maestro que ensilla tierra de nubes y despierta nuestro gastado idioma recuperando su mejor caldo en la olla del mestizaje (…) Representa otro de los pocos ejemplos de magna poesía transustanciada desde las rendijas de los adentros, desde la dimensión de la naturaleza convocada para derramar bálsamos sobre la zozobra de los días”.  Para Pérez Alencart, “Palomares respira hacia el futuro con la despierta algarabía de quien atrapa mundos con una mirada de halcón que traspasa nubes locales y se vuelve universal de tanto besar árboles y pájaros del paisaje andino. Lo veo lleno de raíces de sus amplios dominios, acodado a la independencia de los vientos que conducen hacia un único destino: al amor sin dobleces, como corresponde al antitiempo de la poesía…”. El también poeta nuestro -Pérez Alencart ha declarado muchas veces su pertenencia a lo venezolano- al escuchar la voz del poeta suyo implora: “Calla, viejo lobo tan querido. / Calla, que desfallezco en esta tierra de nubes / donde cantan pájaros de inquietante hermosura / y los dioses siguen abriendo caminos / a fieles espíritus que me tocan con su aliento helado”. O, también, en otro poema, el peruano encaja a Palomares en su entorno, en las altas montañas andinas:  “El viento de la mañana ensaya balanceadas piruetas / cuando las orquídeas brotan de los dedos sembradores / del viejo chamán que sabe ver las rendijas del cielo (…) A voz llena grita el chamán para que no se apaguen nubes / ni vientos, ni lluvias ceremoniosamente conjugadas para signar una geografía emergida desde la faena de los sueños (…) ¡Cuánta claridad sabe despertar pensando en el padre de todos los misterios! (…) Por tales alturas el pastor, chamán o profeta, moldea / oraciones con el verbo genésico prensado en su boca (…) Poeta o chamán, profeta o pastor, el hombre sencillo / sabe que el legado de Cristo pesa en su balanza / y ya no le asombran los milagros del agua o la clorofila. / En tierra de nubes los colores del cielo están abajo / de su voz, debajo de su maravillosa y auténtica voz”.     

 

Claudio Rodríguez: Otra vez las despedidas no deseadas resuenan en los poemas de nuestro escritor,  en esta ocasión se trata de prodigarle un dolido hasta luego a otro de sus fraternos poetas: “Entonces grité, a modo de último adiós: / ¡Toma el zurrón, Poeta, / y llévate una ración de vientos / con olor a tiernos pinos! / ¡Aquí te dejo la cantimplora / con unas gotitas del Duero / para humedecer tu eco”.

 

José Hierro: Pérez Alencart asiste también, a través de sus versos, a los postreros y escasos momentos de oxígeno del reconocido Pepe Hierro: “… camina delineando / su último rostro oxigenado, muriéndose / a capítulos después de muerto (…) Viene y va el poeta con sus letras de diferentes colores, / fumando sin permiso de médicos y parientes, / masticando geografías de su patria / hasta que la respiración se le va distorsionando / en presentimientos (…) Diciembre quita la vida a quemarropa, / sin ton ni son (…) Siempre faltan las penúltimas palabras; aún no se han leído todos los mensajes”.

 

Rosalía de Castro: Hasta la tierra de los pimientos y de la poesía femenina pionera, a Padrón mismo, se dirige  el escritor para desear merecido descanso y  paz eterna a una de sus poetas madres: “QUIERO que nada turbe tu descanso / bajo el músculo de tus palabras / que fuiste tiñendo de morriña, / tú, extranjera en tu propia patria (…) / (¡Adiante, madriña das magullas! ¡Adiante, pomba dos lóstregos!)”.

 

Rafael Alberti: El poeta pintor es retratado por Pérez Alencart en el  momento mismo en que: “se apoya en un poema / mientras pinta palomas de la paz / con la generosa luz del destierro”.

 

Miguel Hernández: Una y única asimilación, ¿para qué más subrayaríamos nosotros? realiza Pérez Alencart para otorgarle especial distinción al humilde poeta de las cebollas: “Posees poesía / hasta en el furor / cóncavo de los sentidos / Poesía es tu palabra…”.

 

 José María Valverde: Sin más el poeta de entrada y a palabra batiente comunica: “Yo lo declaro huésped de honor / de mi entusiasmo consecuente, / ajeno a cualquier privatización del espíritu (…) Pura es la verdad de todo latido arisco a las prebendas (…) Que las palabras sean benditas mordeduras”.

 

Olga Orozco: Canta nuestro poeta a otra paladina de su poesía, confiesa que mira y “ahí siguen los signos / de tus humeantes entregas, / el fósforo de un mundo que me hace compañía con su fantástica realidad. (…) Me echo tu sombra a los ojos, / me aromo con la melancolía de todos tus sueños, / me meto en el cuaderno de deberes de tu  pecho / y me embriago en un río sonoro que guarda el canto / de los últimos pájaros solitarios”.

 

Antonio Claros: Otra vez el pésame y el silencio ante la muerte de otro de los suyos: “En una calle de Almendralejo de España / murió el poeta de Trujillo del Perú (…) El hoy no era de él, sino el mañana”.

 

Jesús Hilario Tundidor: El poeta le propone a su admirado colega que se miren juntos en el espejo para leer detrás de la imagen lo que la hondura de su sentimiento le dicta: “Queremos constatar lo que parece que somos, / iluminar las fuentes del desasosiego, / perdernos en aquellos reinos primigenios / donde la noche sigue siendo grieta / y oscura combustión. / Habitan asombros al otro lado de la mirada / pero no es posible huir del buzón de plata: / sólo resucitar desórdenes de días pasados; / sólo sollozar o sonreír al leer la propia suerte. / Lo impredecible se amotina en el vaho del espejo. / Allí se desploman restos de soliloquios, / chorros de melancolía electrocutada / por la respiración del cosmos (…) Pero insistimos en oficiar rituales valiosos / con ojos manchados de fatiga, / transitando caminos sin regreso, / asidos apenas al garabato de nuestros cuerpos / y a sinfonías de fieras borrascas. / Ay, si nos hiciéramos espíritus / antes que se desaten los tristes habitantes / albergados en tan parpadeante presidio. / Ay, / tres veces ay, / por la sed de los espejos”.

 

 Antonio Colinas: Desde la llegada del poeta Colinas a Salamanca, Pérez Alencart ha desarrollado con el escritor leonés una fructífera y genuina relación amistosa que se asienta, además del afecto personal, en la admiración y respeto por esta voz mayor de la poesía hispana. Acompañado por el poeta de la mansedumbre durante una travesía por el Valle del silencio, nuestro escritor registra lo que ya ambos poetas conocían: “NO caben fronteras para el silencio, / para el blanco silencio inmutable / donde el hombre queda la víspera / de la confusión que nunca duerme (…) Entonces la carne se torna en verbo / e intentamos articular palabras / que no rompan la esencia del silencio / donde el hombre se funde con el Hombre”.

 

Margalit Matitiahu: Regresa el poeta al origen de su linaje más lejano, se zambulle en el Talmud y la Torá, y desde la memoria genética de persecuciones arcanas, rememorando el texto del edicto de expulsión de los judíos de España en 1497, Pérez Alencart se presenta en Jerusalén para saludar a la poeta sefardita: “Aquí me tiene, / cruzando la puerta roja y el candelabro de siete brazos, / creyendo oír salmodias de una multitud de bocas / que antiguamente mantenían la esperanza / ante hipócritas oficiantes del terror (…) Inquisidores escupiendo el rostro del último rabino / llamado Benjamín Peres”.

 

Emilio Adolfo Westphalen: Conmovido ante la ausencia definitiva de E. A. W., el poeta Pérez Alencart evoca y se lamenta: “Yo estuve en su casa, sobre el Pacífico y la garúa de Barranco (…) Allí me habló, / y sus palabras me queman todavía. / Allí regían ingrávidas profecías / que te injertaban al menor descuido. / Muerte tras muerte me acuerdo de sus salmos / por la frente y por el aire. / Ya no tengo a quien no se repetía (…) Tendré que revivirlo constante en el ojo del enigma”.

  

Enrique Viloria Vera: Para el poeta amigo que anhelante llegó a Salamanca en busca de la esperanza, el escritor -sabio- le transmite fraternos consejos y verdades: “Has sido y serás el que no espera grilletes, / el que desflora ciudades quemantes, / el que al alba sepulta sus lágrimas / mientras coloca las mejillas en el mapa / donde va deformándose su patria (…) Viajas por la anchura del mundo / con el equipaje de quien conoce fronteras, visados y múltiples lenguas. / Pero viajas con un sentimiento que te sigue / hasta el hontanar de la duermevela: / sabes bien que tu espíritu sólo podrá aquietarse / en medio de la plaza de tu ciudad enceguecida”.

 

Fray Luis de León: Y para finalizar por el principio de las emociones poéticas de Pérez Alencart, dejémoslo con su devoción -expresada en el más puro castellano peruano- por el fraile de marras: “PASA que visito Salamanca sólo para que Fray Luis / se me descuelgue desde el recuerdo carnoso de sus liras, / desde sus cuadernos de deberes que va cayendo  -siemprevivo- la noche arrugada en la que le planto conversa. / Libro en mano, como si quisiera poseerlo del todo / grito hacia su destiempo: / ¡Bájese de las cumbres en las alas de un estornino! / ¡Véngase a este reino, don Luisito! / Y…/ Ayayay, mi buen Cristo de las justas rebeldías, / aquí mismamente me lo pones igual que cuando era, / me lo acercas desenterrado por mis ganas, lo destacas / como luciérnaga o lazarillo de esta pétrea errancia / que apenitas es dulce conmigo…”.   

         

Pérez Alencart nos convoca de nuevo a su niñez para ofrecernos sin disimulos la razón afectiva que, en su madurez,  lo conduce a que los poetas de habla portuguesa ocupen también un lugar privilegiado en la bilingüe emoción del poeta. Rememora el escritor: “Mi infancia saltó por triple frontera de una misma selva (…) Mi madurez salta por doble frontera de una misma Iberia (…) Mi infancia y madurez / crecen sobre dos idiomas: / el castellano y el portugués”.

 

Así que nada tiene de extraño que el homenaje poético que Pérez Alencart efectúa a lo largo y ancho de su vertiginosa obra, incluya una valiosa selección de poetas lusitanos:

 

Miguel Torga: El otro yo del poeta lusitano, Adolfo Rocha,  surge varias veces “de la profundidad de la quietud a orillas del Mondego” para asomarse súbito y reiterado en la emoción de Pérez Alencart, quien convencido de que Rocha ya no está más en Coimbra se topa entonces “vivito y coleando” con Torga, para confesarle a ambos: “Existe una muerte que alguna vez he visto; / por eso admito que el rostro oscuro / de aquella noche lunar era el de Miguel Torga / parando a los vivos para que aprecien los truenos / que iluminan el mundo, la   palabra / adelantándose a las banderas que derriten libertades; / la carne sobre la carne perpetuándose en la certeza / radical de una poesía que siempre alzará vuelo / para que otros ojos la recuerden (…) Era Miguel Torga con su nombre sustituto”.

 

Fernando Pessoa: Al inveterado e irreverente lusitano Guardián de Heterónimos, el poeta lo festeja diciéndole como si estuviera a su lado en la rígida e inmortal imagen de Lisboa: “NO muere el aire ni mueren los versos / que logran abrir el broche del tiempo. / No, nunca se apagan las soledades / que van poblando el cuerpo natural / del fértil ser de las palabras sólidas. / Alguien escribió signos contenidos: / ahora otros ojos ya son sus dueños”.

 

Eugénio de Andrade: Implorante Pérez Alencart le ruega, humilde, al poeta de poetas: “Despierta royendo las tinieblas / ahora que todo es invisible / y sólo el deseo indesmayable / hurga por las ruinas de tu cuerpo (…) ¡Despierta! Tal resulta el deseo / de quienes siguen leyendo tus versos”.

 

António Salvado: Vuelve otra vez nuestro poeta, incesante y prolijo, a homenajear a uno de sus más cercanos afectos lusitanos. Con la familiaridad que produce la inocultable amistad y la evidente admiración reconviene a António: “SIGUE así, arquero lusitano: / esclavo de tus ojos, rehén de las querencias, / nominador de tantos paisajes del espíritu, / tutor de pródigas cornucopias, caminante / que vas ofreciendo la esperanza loca / a todo hombre que llega a tu regazo”.

 

Ejecutadas las ofrendas, realizados los homenajes, culminados los respetos, develados los recónditos afectos que el poeta deja ver sin disimulos para reconocer y gratificar a sus incontables amigos y a sus elegidos poetas, retornemos con él para reiterar voluntades y propósitos vertidos en esta su personal e intransferible Inscripción:

 

“Tal vez esto también se llame amor: ordenar palabras, darles su voltaje para sostener la vida en voz alta y en la médula memoriosa del poema. Tal vez esto de tener el ojo abierto ante la inmensa ceguera de los días ayude a presentir presencias y ocupaciones de otra realidad poco examinada, más aún en estos tiempos, cuando avergüenza hablar de las cosas del espíritu. Tal vez lo único que se redacte sea el estupor del hombre o su vacío, pero siempre hay más que el metódico trabalenguas dictado por la muerte. Tal vez el amor independice al hombre de arreos truculentos, nutriéndolo con la ley fundamental de Cristo, hasta hacerlo depositario del cotidiano milagro de existir…”.

 

V. Con Cristo, por él y en él

 

Volvimos a nacer el día que Cristo caminó

sobre la intemperie de nuestras almas.

Volvimos recontando sus huellas y parábolas

desbordantes de amor y poesía.

Volvimos con esa otra luz más pura

alumbrando nuestro interior.

Volvimos religados a su Palabra.

 

Pérez Alencart se hace uno con Jesús, con Cristo, con Jesucristo; la necesidad de re-ligación con un Ser Superior, justo y bueno, habita también en su heterogénea y múltiple poesía. Salmos y cánticos, versículos y alabanzas, loores y aleluyas, devociones y saetas, antífonas y ofrendas le son ofrendados por el escritor a un Cristo doméstico, familiar, hogareño, que habitó, primero, a su solaz, en el corazón de la mujer del poeta, para luego proponerle al escritor cotidianos desafíos, inéditos credos a su afectivo y gozoso corazón de juglar de un dual y recién estrenado fervor, divino y mundano, carnal y espiritual: “Yo la amo con su Jesús de la abnegada entrega, / con su Jesús que también está dentro / de mi sangre, creciendo en toda mi alegría, / acarreando panales llenos de amor / para que la canción del hombre se arrime al milagro / y no falte dulzura al resto de la esperanza”.

 

Pérez Alencart exterioriza sus renovados bríos por la palabra múltiple. De la poesía, imagen hecha letra, de su mujer destilando maduros y encendidos amores, y del recién bienvenido Cristo de sus adentros -Dios hecho humano- nos habla abiertamente el escritor para establecer los certeros y delimitados límites de su triángulo afectivo más reciente: “Tú estarás viva en mí, / poesía de los dólmenes / y de las generaciones / que traerá el futuro. / Viva para convertirme / en raíz o mordedura, / salto mortal del rugido / imantado al vientre / desnudo de la esposa. / Viva estarás en la cruz / donde un pródigo Jesús / sigue fijando el amor / que embrujula al hombre. / Tú, ella y Él estarán / acompañándome dentro, / allí donde cosechamos / el fruto de las querencias”.

 

 Un Cristo más humano, menos Dios inaccesible y más hombre solidario, es exaltado y requerido por un poeta que efectúa hondos reclamos contra un mundo cristiano que dejó de lado al cristianismo: “¡Ah con las hogueras desgastadas por los fríos opresores! / ¡Ah con las llaves perdidas por tantas lenguas castigadas! / ¡Ah con el lavado de cerebro para gravitar en la soberbia! / ¡Ah con la mala costumbre de no escuchar al desposeído! / ¡Ah con el polvo cegador de las celebraciones sin origen!”.  

 

Al momento de establecer las bases, de sentar las premisas de su muy personal y sentido Credo, el escritor aprovecha su palabra para recriminar de frente y sin reservas a aquellos –cómplices, mercaderes, fieras en circo, falsas monedas, plañideras en vuelo– que se olvidaron del fundamento de la Palabra del Señor: “CREO en Jesús, /  pero no en quienes regentan / iglesias de altas cúpulas / mientras compran acciones / o digieren manjares y dictaduras / con devoción pecaminosa (…) Creo en los presagios cumplidos / y en las revelaciones que tienen cobijo / en el asombro alumbrador / del tránsito humano”.

 

Pérez Alencart hace de Jesús un motivo privilegiado de su más reciente poesía. Innumerables versos le son dedicados por el poeta al Redentor para confesar a poema vivo, libre el corazón de culpas y opresiones que: “somos parábolas aparecidas con músicas y lágrimas / en días ungidos para ser tránsito hasta nuevas liturgias (…) aquí se demora el amor por el Cristo del alma, / aquí sigue derramándose su sangre germinal / y sus hechos que son llaves abriendo la puerta del reino. / Valga su gravitante ofrenda inalterable / y sírvanos también la suma de sus bienaventuranzas”.

 

La conciencia de su mortalidad lleva al poeta a tener más conciencia de la eternidad. Sabiéndose perecedero el escritor quiere apostar por una trascendencia luminosa asentada en la palabra y obra de Jesús el Redentor, de su Cristo del Amor, el Sol de los ciegos. Exaltado de fe, Pérez Alencart convoca al Señor para efectuar  personales y bienvenidos bautismos y esponsales: “Venga a nosotros tu palabra / impregnada de amor y profecía. / Venga tu llama de adentro / y vengan tus manos a tocar nuestra frente / o sumergir nuestras almas descarriadas / en aguas bautismales (…) Aconteces, Cristo, como dádiva o reino / que todavía sigue siendo herida, / como sol de los ciegos de espíritu, / como sentido de continuidad al rojo vivo, / sobreviviente, siempre sobreviviente bajo la piel / de los hombres que asimilan tiernamente la Palabra”.

 

Despojado su corazón de las malquerencias, reconciliado consigo mismo y con su prójimo, el escritor experimenta una íntima y bienaventurada sensación de placidez, de concordia, de armonía que su poesía escatológica recoge con humildad y sabiduría: “La vida está llena de traiciones / y el cuerpo se quema bajo el carbón azul del raciocinio. / Pero ¿dónde se cobija la vida y dónde los huesos calcinados? / La única brújula es el amor enhebrado / al misterio de la amistad, a la comunión del sentimiento, / a las despiertas pupilas de un linaje que nos consagra / a buscar certezas en la inolvidable cruz de Cristo”.   

 

La lectura directa y sin intermediarios, personal y meditada, introspectiva, de la Palabra de Dios, de las Sagradas Escrituras, de los Santos Evangelios, le otorga nuevos bríos al poeta y nueva savia a su poesía. Abreva el corazón del escritor en salmos y versículos, canta sin vergüenzas aleluyas y hosannas, recibe la paz de sus correligionarios, asiste al templo sin pretensiones y le otorga franca mano al necesitado de alimento y de justicia. Cristo lo ayuda, en esta compleja etapa de su existencia, a ser más él. En una nueva y eterna Alianza con el Señor de los desposeídos, con el Cristo del Amor, el poeta confiesa su perdurable religación, su unión firme y sincera que puso fin de una vez y para siempre a “las confusas resonancias, / los insulsos espejismos”.

 

A objeto de que no quede ningún asomo de duda acerca de la firme e irrevocable decisión espiritual  tomada para estar y ser con Cristo, Pérez Alencart reitera, en íntima eucaristía, el compromiso filial asumido con Jesús:

 

“ECUÁNIME tras maniatar los silbantes ajetreos, / mi espíritu tiene sed y hambre de hacerse / de la familia del Señor que cambió / la crónica del mundo. Hacerse hijo del Hijo / en cercanía sin fin, puliendo las oraciones / con palabras extraídas de su cuerpo, / recogiendo la sangre derramada para empezar / la transfusión de misterios terrenales / y la voz de la montaña. Nada más que amor / se necesita junto a una fe macerada en vino / y pan horneado para estar en comunión / con la creación entera… ¡Escúchame! / Se quiebran las horas y apuro las copas, / la escritura y el último silabeo”.

 

VI. Los ancestros venerados, un hijo celebrado

 

                                                                       El brindis final va dedicado a mis padres,

                                                                       desviviéndose en una selva lejana:

                                                                       a ellos el fervor de las puras gratitudes

                                                                       a ellos los actos del amor que son perennes.

                                                                       Ahora, cuando me he convertido en padre,

                                                                       brindo por ellos para llenarme de raíces,

                                                                       de instantes que nunca fueron de hojarasca.

 

Pérez Alencart habita tanto en el recuerdo de los suyos en la verde selva de sus asombros como en el soplo de su hijo en la dorada ciudad de sus remozadas esperanzas. Todos, abuelos, tíos-abuelos, padre, madre, primos, sobrinos, parientes, y su amado hijo le brindan al escritor una oportunidad para celebrar el don de una familia numerosa que es objeto de versos entusiastas, de palabras afectuosas que conviven con algunas indistintas lágrimas de alborozo y de tristeza -“... unas lágrimas desbarrancan desde ojos / por penas sacudidos”-  según el tono vital del poeta y la intensidad de las pasiones recogidas.

 

A los que quedaron en la madre selva de su lejana Amazonía -a sus vivos y a sus difuntos,  a los que permanecen en carne y hueso o reposan en desollado hueserío- el escritor les comunica: “Es momento de acusar recibo de incontables donaciones: Los admiro, los tengo, los preservo de mi vista de pájaro, en mis palabras construidas ignorando relojes y distancias. Sólo en sus rostros veo un hermoso mundo de ternura, una adorable costumbre, un viaje de luciérnagas tejiendo verdes fuegos en el aire. Atiéndanme. Éste es un cauce de sortilegios hundiéndose en la pupila de la selva”.

 

Muchos son los parientes convocados al intemporal homenaje que el escritor preside para celebrar el familiar afecto; un borbollón de memorias bulle y emerge de la caldera afectiva del poeta -“volteando el rastro, volviendo / por la huella estoy”-  para que sus vivos y sus muertos vivan y revivan en una poesía que desafía a ese olvido que llamamos muerte: “La muerte ya no los necesita / pero sí el viril latido / de quien queda (…) Han madurado lágrimas, / han tocado campanarios / y han llegado a mis oídos. / El luto terminó hace años / pero sigo invocando a los muertos / que me vuelvan siempre. / Mandan sus sombras en el calor que no baja”.

 

Hasta su lejana posesión entre luciérnagas se enrumba el emocionado sentimiento de Pérez Alencart para que sus versos sean la más genuina expresión de un amor que se nutrió, allende los mares, de los más radiantes rayos de la bondad. El escritor les pide a todos y cada uno de sus querencias que “esperen su turno, ya les buscaré más tarde, que sigan embanderando mis huellas. Nunca olvido a mis fantasmas comunicantes ni sus prístinas apariciones”.

 

La poesía es propicia para festejar a la plural parentela de la emoción unánime del poeta. En afectuosa procesión le llega el turno a cada quien. El escritor desentraña sus insondables cariños, a cada uno de sus innúmeros afectos le arriba su esperada tanda, sin prioridades o jerarquías, el escritor rememora y rinde sentida distinción a:

 

Rosa, la madre: “Vengan a mí, destilando memoria. / la Madre selva y la Rosa Madre”. Así es la exigencia primaria de un amor filial que el poeta expresa solícito, requerido de urgentes besos y rememoradas caricias maternales: “LAS bendiciones más hermosas surgen / de los labios de una madre (…) Se acude a la madre cuando la noche se cierra  / y crecen sombras que se acomodan / en medio del dolor (…) ¡Deja, océano, que me llegue al menos / la música de sus labios!”, suplica el poeta. Un salmo infinito le consagra, desde la lejanía, el escritor a la madre de todos los desvelos: “Nada amargo se remueve en mi memoria / y sí un inventario de alabanzas confirmando sus nutrientes (…) Madre mía, me coso a ti con el hilo / indestructible del amor que no se evade, / el mismo amor que a los dos nos va sobreviviendo”.

 

Alfredo, el padre vivo: Reconociendo los dones recibidos y las deudas acumuladas, el poeta le regala conmovidos y emocionados textos a su progenitor que ha asumido la vida cotidiana como una “diaria victoria a cuentagotas”. El escritor confiesa que su padre le dio “la levadura acoplada a las maderas de la abundancia” y que le debe “el largo porvenir de las cosas esenciales”. La única exigencia que el escritor le demanda a su padre vivo es más vida. “Padre mío que estás en la selva de todos los esfuerzos (…) Ya no me debes nada, / pero tampoco te me pierdas todavía. / Ten paciencia, padre mío”. Se ufana el poeta de cantarle a un padre vivo que poco conoció en vida al propio y de poder ofrecer afectivo remedio a una realidad sin solución. “Así es mi padre y así le canto ahora que puede escucharme (…) Inquiero a la memoria y ésta brinca desde el ruido mañanero de la infancia. Mi padre de todos los días careció del suyo desde niño. Por ello lo traigo conmigo al lugar donde vaya. Por ello reproduzco el nacimiento de ese amor en todos los tentáculos de mi poesía”.   

 

La abuela muerta: El poeta, guardado el luto de rigor que todavía conserva en su afecto, revive a su abuela difunta y fumadora sin remedio para decirle bajito, en un filial susurro que: “ya pasó el sufrimiento / y que hoy levanto tu breve cuerpo / para que fumes por el aire puro / de estas desatadas claridades / escapando de tu memoria a la mía (…) Te digo que todos somos iguales / e igual se pudren la carne y las palabras. / Por ello te pido que humees mis salmos, / y así ahumados sirvan / para que otros muertos confiesen / vivir un poco más, cada noche, / junto a las palabras que edifiqué / para salvarles”.

 

Ana y Antonio: El escritor convoca también al largo festejo de la memoria de las luciérnagas encendidas a los tíos Anita y Antonio para amplificar “sus maduros instantes”, aquellos que fueron propicios para demostrar fehacientemente que la misericordia, la bondad, es real, existe, es palpable, tangible, susceptible de ser agasajada a través del recuerdo generoso del agradecido poeta. Pérez Alencart rememora: “¡Ah La Pastora, con su aire impregnado de Pomarrosa!”. En un escritorio salmantino hecho con imaginarias tablas de cedro traídas de su lejano Bocamanu, el poeta escribe y agradece a sus tíos abuelos todo lo bueno hecho por ellos, todos los favores y dones recibidos.  De Anita rememora: “Todavía sigo oyendo la voz de la tía Anita, recomendándole a mi madre un método eficaz para mejorar mi escualidez (…) La famosa harina de plátano me acompañó durante toda mi niñez y en parte es la responsable de que ahora sea tan robusto. Otra parte corresponde a la leche de su pecho que me dejó lactar”. Del tío Antonio son innumerables los recuerdos que el escritor disfruta, goloso, en compañía de su hijo, quien pregunta por qué no se apellida Troncoso. El poeta se solaza en la remembranza de esta pareja inmensamente dadivosa: “Hoy Antonio Troncoso cumple ochentaitantos años y es un hombre millonario, inmensamente rico en amor y honradez”. Valiéndose de la palabra mensajera, el poeta envía un fraterno pero nunca definitivo abrazo para “él, para ella, para todos los tíos-primos pastorinos y su larga descendencia. Estad tranquilos, que yo traigo vuestro horizonte hasta mi lado. También esa luz de luciérnagas que aún alumbra mi camino”.

 

José Alfredo llegó despacio para conmover de nuevo a un poeta conmovido. Hecho padre por Jacqueline, luego del parto de su recién nacido, el escritor reconoce sin vergüenzas que: “El hombre adquiere sentido de la resurrección / cuando un pedacito de ternura se hace cuerpo / y la sangre cumple así la parábola perfecta, / con la raíz de súbito creciendo, vibrando / en la mirada inocente del pequeño: / es la estirpe fulminando la noción de lo perdido, / acabando con la cruz de la soledad del hombre”.

 

Largos y amorosos versos le dedica el poeta a su hijo de la reconquista, a su retoño, al unigénito, a su victoria, al fruto feliz de mis deseos, a la savia de dos continentes, para intentar transmitirle un tanto de su sabiduría y experiencia de peregrino hombre de letras. Desde el moisés de la paternidad, el escritor le pide a su hijo que atienda a los desinteresados consejos que sólo un padre emocionado puede ofrecer: “Atiende, hijo: / deberás escuchar la melodía de los astros, / dejar que tu mirada escolte nubes / y abrirte al aguijón del pensamiento, / absorbiendo lo que el espíritu del hombre / encerró en el silencio de los libros”.

 

Más vida reclama Pérez Alencart, más respiros para disfrutar de su nuevo aliento, más días y noches, más amaneceres y crepúsculos, para verlos transcurrir con el hijo que vino para otorgarle otro sentido, una trascendencia, a la existencia del escritor: “Todo menos morir ahora que te acaricio, / que todo en mí palpita y comprende”. Y se abraza tocando vida subyugada. Sin melindres, el poeta confiesa que su hijo es la más contundente “victoria contra el tiempo astuto” y toma una de las más hondas decisiones de su existencia: “Amar a un hijo se me revela urgente. / Lo cuidaré para que cumpla su misión”.

 

Es su hijo la convergencia, síntesis bienvenida, la carne donde se hace efectivo un mestizaje bienvenido, un cruce de sangres, culturas y continentes, de verde selva y ciudad dorada: “Te amo, hijo de la reconquista / y del denso tinte de las geografías del delirio, / de la América de verdes espacios y mariposas azules. / Te amo, criatura nacida en una ciudad dorada / que por siempre hechizará tu corazón / bajo el símbolo de sus piedras”.

 

 Plena conciencia tiene el escritor de esa nueva realidad vital que primero acunó, meció en sus brazos, para luego verla crecer, ir al cole, preguntar e inquirir, mientras escribe unos inauditos versos que hablan de genes evidentes o de espirituales transmutaciones. ¿Quién lo sabe? Asume el poeta el descampado de la paternidad, poco y mucho le queda por hacer y decir, por lo pronto regresa a la virtud del consejo, a la honradez de las paternales admoniciones y a la incertidumbre de las huidizas premoniciones: “Pero te digo que hay más mundos / que se abrirán ante tus ojos / y que custodiarás fanegas de verdad / en el diamante de tu lengua. / Lo tuyo será ir con la luz de las resurrecciones, / sobre el viento memorioso de lejanos / dominios impagables. / Resiste / y vuela lejos, / hasta donde retumban las palabras”.

 

Pero dejemos, una vez más, que sea el propio poeta, luego de realizados los homenajes a los que viven y yacen en su posesión entre luciérnagas, quien nos diga en qué consiste la Victoria que implica, en este mundo pasajero, el nacimiento de su hijo José Alfredo, su asombrada y bienaventurada paternidad:

 

“De pronto pude ver / lo que hace brillar mi vida. / De pronto sentí cómo llegaba luz a mis entrañas. / De pronto oí un pájaro misterioso / que ya no detiene su canto. / De pronto la victoria –en esta tierra– estaba entre mis manos: / nació el hijo que tiene mi medida”.

 

VII. Peregrino en todas partes

 

 

                                                                                             ¡Ay del hombre que se queda

                                                                                              sin hablas y sin patrias!

 

El destierro, la emigración, el ostracismo, la indiferencia, la soledad, son temas muy cercanos a un poeta que es doblemente emigrante, tanto por sus antepasados ibéricos y brasileños acogidos por el Perú natal del escritor, como por la ya larga estancia salmantina en su querida Iberia: “Me conmueve pisar un suelo donde no nací / pero cuya pertenencia reivindico / por la rotunda emigración de los ancestros”, afirma. Sin embargo, el pedazo último de aquello, llámese patria, pronúnciese país, deletréese terruño, es el que el poeta lleva en el más oscuro recoveco de su corazón americano. En efecto, contemplando otro cielo y otra tierra también queridos y admirados, el escritor confirma paradójico que: “Así es como el corazón queda sin zona de seguridad, / como el gusto se resiente por los sabores perdidos, / como las pupilas se extravían ante paisajes diferentes, / como los pasos van frenándose en toda callejuela / no recordada por la memoria de tu mundo primero. / La contranoche dejó en tu cara el rastro de lágrimas / que apenas se adivinan. / Y es que te sabes pájaro del exilio / porque aún arde tu país en medio del pecho estremecido”.

 

Recorre Pérez Alencart los parajes que alguna vez vieron, transitaron, disfrutaron o sufrieron sus ibéricos antepasados con el fin de rastrear sus genes, sacudir otra vez su sangre originaria ante la contemplación de lo ya visto con y por otros ojos en aquellos penosos momentos cuando se impone dejar atrás un presente de penurias y hambre para construir un incierto futuro en medio del azar y la aventura. El escritor enjuga dulces lágrimas en la asturiana tierra del abuelo: “ME digo otra vez / si es puro latido lo que ahora canto, si / por altas montañas voy cavando / vetas de mi sangre primitiva, / humedeciéndome / de tristezas y puntuales marchas, / mamando aires que bailan / en silencio, sintiendo que el corazón se desvive por raíces / de otra mocedad, de otros / ojos soñolientos que también vieron hórreos / cubiertos de ocaso”.

 

No le es pues extraña a nuestro escritor la realidad de la emigración -“acontece una tierra sin límites / viviéndose en mi fecunda sangre / que humildemente no desaparece / ni descansa de dar nombre a los sueños”-  que tanto rechazo, desconfianza y repulsión genera en una España cuyos nacionales tuvieron que emigrar por millones a tierras lejanas y extrañas en busca de pan y paz. En sus más recientes poemas, Pérez Alencart alza su verso para llamar la atención acerca de las injusticias que a cada minuto se cometen en un mundo que abrió gustoso sus fronteras a los bienes y los servicios extranjeros, pero le pone mil barreras al tránsito, a la entrada de la gente de allende. Reconoce el poeta: “LAS fronteras nunca me pertenecieron / y deseché toda rienda de control / con el hastío propio de quien quiere dar alerta a los extraviados”. Y desafiante, levanta enérgico su voz para inquirir: “PREGUNTO a los hombres / cuál es el cántico que borra las fronteras. / Que me expliquen la ley / que restringe sueños / sin parpadear siquiera”.

 

Se hace solidario el escritor de los “desesperados trajinantes de nieves, / selvas, ríos, páramos, cielos y mares” así como de los “caminantes del desierto” y de los “trepadores de alambradas: cayendo, / levantándose, resistiendo inclemencias / con el nervio vivo / vibrando por días propicios”.  A todos ellos les consagra una oración, un cántico, un poema, versos fraternos que provienen de un hombre que también conoció los apuros  para ganarse el diario sustento y las indolencias de oscuros funcionarios de inmigración para obtener los ansiados papeles:  “Ahora que tienes las pupilas sin azul / y que todo nuevo día te parece de ceniza, / déjame decirte con mi lengua roja / que en este norte también crecen espinas / y que hay perros como los del hortelano / y usureros, traficantes y mendigos / que están en la vanguardia de la miseria”.

 

Firmemente asentado en salmantina tierra, en la ciudad dorada, el poeta -nostálgico, entristecido, melancólico- evidencia y comunica en expresiva carta a sus compatriotas peruanos que, a pesar de todos los logros obtenidos y registrados en la Iberia reconquistada: “Hoy comprendo que más que patria yo necesité pueblo, / aldea, ciudad formándose, árboles o pulsos / que sólo habitan esa región de América / donde junto a ustedes escuché el silabario de la cuna (…) Estimados paisanos: caben en mi memoria todos los recuerdos / que suavemente sostienen el paisaje indesteñible / del puerto fluvial que todavía observo / con los ojos de la infancia. / Pero no esperéis mi vuelta del todo, / porque ya en ningún lugar me veo…”.

 

Extranjero en todas partes se reconoce Pérez Alencart. Con los años vividos se intensifica en el corazón adulto del poeta un insondable sentimiento de desarraigo, una permanente sensación de estar y no, de ser y de no ser, un íntimo desencanto; así, en el actual ánimo de nuestro escritor, un locutorio puede ser también un tanatorio: “En el locutorio la patria es un lenguaje / que sostiene heroicas intimidades / o el gastado espejo donde los sueños / quieren ir esquivando lo inevitable”.

 

No se siente el escritor ciudadano de ninguna patria; su pesar por un no apetecido destierro, por inmerecidas exclusiones, por indeseados exilios, por amarguras embotelladas, por impunidades celebradas, en fin, por negras y reiteradas envidias, lo lleva a escribir verdaderos versos de la ausencia, contrariados poemas de la impermanencia donde su alma de peregrino impenitente y resignado queda asentada: “De tanto estar afuera soy un pródigo / que avanza marcando su destino / en la rota claridad de todas partes”, o bien, “Confinado a la profecía, el poeta crece cuando gasta / sus baterías trabajando en otras canteras ajenas y en comarcas / soñadas, amplificando su palabra a boca llena, / esperando que cuando vuelva a la tierra de partida / pueda encontrar el abrazo de los suyos”, o más despedazadamente: “Fuera de tu ciudad buscas el mundo que otro inventó / para que el cielo pueda sostenerse y para que sepas / que tú también eres foráneo nada más poner los pies / fuera del recinto donde creaste morada y heredad”. Este peregrino en todas partes, plenamente convencido de su irremediable destino, acepta que, de ahora en adelante, su existencia radica en “aprender a no morir nunca, a olfatear orfandades inmensas, / a picotear en los instantes mudables del planeta”.

 

La soledad del destierro acompaña a la íngrima soledad del poeta en sus domingos sin patria. La otra, su exclusiva y excluyente soledad, la soledumbre -esa abominada que llegó súbita y recién se instaló en la vida de Pérez Alencart “como una amazona testaruda” para socavar “con largas uñas de cava” su alegre melancolía- es objeto de un insólito pacto poético que nuestro escritor, hábil también en artilugios y atavíos jurídicos, notaría en estos folios a este tenor:                                              

 

MI soledad y yo hemos firmado un pacto / voluntario y definitivo. / Ella ocupará el sofá y yo la cama; / ella vestirá de negro y yo de arcoiris; / yo prepararé la comida y ella lavará los platos; / yo andaré largo por el día y para ella / será la noche entera. / A mí corresponderán las pasiones /  y para ella el arisco racimo de los hipos. / Para mí la voz pobladora del espíritu / y para ella el desconcierto de los crepúsculos con niebla. / Para mí el estatuto del Cristo que sobrepasa / y para ella las soflamas trastornadas de la serpiente. / Para mí la escritura de zumosos presentires / y para ella el peso de las ansias, / los vidrios pulidos y la nave donde se embotellan / las amarguras. // Ruego que todos velen por su cumplimiento. / Así mi soledad quedará / (derrotada y viva) / en el mañana de los días”.  

Autor: Enrique Viloria Vera

irapavilo@hotmail.com  

Caracas

Autorizado por el autor

 

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