Constelaciones históricas en Juan Villoro: entre cristeros y zapatistas

ensayo de Solange Victory[1]

UBA/CONICET

Resumen

Este trabajo se propone abordar la lectura que Villoro realiza sobre la historia de su país en relación con cuatro momentos que sus textos parecen considerar clave del devenir nacional y que el autor interpreta y ordena a partir de su superposición y montaje en pares hermenéuticos: por un lado, la Guerra de los Cristeros y la guerra entre carteles del narcotráfico; por el otro, la Masacre de Tlatelolco de 1968 y el levantamiento zapatista de 1994. Para referirnos al primer par, analizaremos la novela El testigo (2004). En cuanto al pliegue 1968-1994, recurriremos a la lectura de un corpus de crónicas y ensayos contenidos en la antología Espejo retrovisor (2013). Quisiéramos demostrar cómo la obra de Villoro se estructura en torno a un concepto de escritura definido por las coordenadas complementarias del anacronismo y el desarraigo como condiciones de posibilidad.

Palabras claves

Juan Villoro; Guerra Cristera; Zapatismo; anacronismo; desarraigo

Historical constellations in Juan Villoro: between “Cristeros” and “Zapatistas”

Abstract

This essay will aim to analyze Villoro's interpretation of his country's history by focusing on four key-moments that the texts appear to consider important to their national context. In order to provide an interpretation of these events, the author overlaps them in hermeneutical pairs. They are, on the one hand, the Cristeros War and the war between drug cartels; and, on the other hand, the Tlatelolco Massacre in 1968 and the 1994 Zapatista uprising. The first pair will be explained through the analysis of El testigo (2004). Regarding the joint 1968-1994, we will work with a corpus of chronicles and essays from the anthology Espejo retrovisor (2013). We would like to demonstrate how Villoro's work is structured around a structured around a concept of writing defined by the complementary coordinates of anachronism and uprooting.

Keywords

Juan Villoro; Cristeros War; Zapatismo; anachronism; uprooting

Las coordenadas de la escritura

Hay un episodio infantil sobre el que Villoro vuelve como escena de iniciación en varias ocasiones: su primera formación escolar en un colegio alemán en el DF. La experiencia retorna, por ejemplo, en “Iguanas y dinosaurios: América Latina como utopía del atrasado” de Efectos personales (2001) o “Te doy mi palabra. Un itinerario en la traducción” de La utilidad del deseo (2017b). Allí, entre los descendientes germánicos y las familias inmigrantes, Villoro cuenta que no solamente su primer idioma leído y escrito fue el alemán, sino que también su persona valía como reservorio de color local azteca frente a los ojos de los extranjeros: “Yo representaba la otredad, nada podía beneficiarme tanto como las rarezas. Mientras más picaran nuestros chiles, mejor sonarían mis informes” (2001: 109). La experiencia, sigue Villoro, derivó en dos resultados definitivos para su oficio de escritor: “nada me gusta tanto como el español y detesto cualquier idea reductora de la identidad nacional” (107). Partiendo de esta premisa, los textos de Juan Villoro vuelven una y otra vez sobre el tema de lo propio mexicano o lo nacional para encararlo a través de las actitudes contrarias de la ironía y el sentimentalismo, que, según Christopher Domínguez Michael (2008), son dos modos de tomar en serio, hasta sus últimas consecuencias, los arquetipos heredados.

Entre las operaciones emprendidas para llevar adelante esta deconstrucción sobre la identidad patria, los textos del autor suelen insistir en la revisión de su pasado nacional, focalizándose en la historia mexicana del siglo XX y XXI. Abordar la problemática de la identidad nacional en Villoro es un modo de ingresar a la reflexión sobre el papel que juega en su literatura la figuración de la temporalidad. Este trabajo se propone abordar la lectura que Villoro realiza sobre la historia de su país en relación con cuatro momentos que sus textos parecen considerar clave del devenir nacional y que el autor interpreta y ordena a partir de su superposición y montaje en pares hermenéuticos, con el fin de reflexionar sobre la singularidad de los pensamientos sobre la temporalidad que se despliegan en la obra de este autor. Por un lado, la Guerra de los Cristeros y la guerra entre carteles del narcotráfico; por el otro, la Masacre de Tlatelolco de 1968 y el levantamiento zapatista de 1994. Recurriendo a un corpus heterogéneo en términos genéricos, para referirnos al primer grupo, analizaremos la novela El testigo (2004). En cuanto al pliegue 1968-1994, propondremos la lectura de un conjunto de crónicas y ensayos contenidos en la antología Espejo retrovisor (2015)[2].

Estos eventos parecieran adquirir, en los textos de Villoro, todas las características de las crisis o “brechas” en el tiempo que Hannah Arendt denomina gaps: momentos en los que la manera como se articulan pasado, presente y futuro pierde su evidencia y en los que se produce la fundación de nuevos regímenes de historicidad, es decir, nuevos modos de experimentar el tiempo (Arendt apud Hartog: 24). Considerar a estos eventos como grandes “parteaguas” no es novedoso en la cultura mexicana. Lo original en el tratamiento que Villoro propone de estos sucesos es el modo de agruparlos y relacionarlos, de modo tal que se forma con ellos una constelación donde cada punto arroja luz -y sombra, como veremos que propone la lectura explícitamente agambeniana de Villoro- sobre los otros.

A lo largo de este trabajo se intentará demostrar cómo, en el marco de un proyecto estético que no desconoce su dimensión de proyecto ideológico, la obra de Villoro se estructura en torno a un concepto de escritura definido por las coordenadas complementarias del anacronismo y el desarraigo como condiciones de posibilidad. Es decir, en torno a una conjunción de coordenadas espaciales y temporales que tienden a contravenir el modelo historicista moderno clásico, basado en la eucronía y en la secuencialidad de las épocas como fronteras irreversibles (Ruffel: 178).

Los nuevos cristeros

En una columna escrita para El Periódico de Catalunya en 2009, Juan Villoro define la guerra del narcotráfico a partir de la predominancia del presente en su configuración: “El pasado y el futuro, los valores de la tradición y las esperanzas planeadas carecen de sentido en ese territorio. Solo existe el aquí y el ahora: la ocasión propicia, el emporio del capricho” (Villoro apud Speranza: 127). Para el autor, el reinado del poder narco sobre México es una unión de satisfacción express y localización imprecisa. Es “una guerra difusa, deslocalizada, sin nociones de frente y retaguardia, donde ni siquiera podemos definir los bandos” (127). Frente a este carácter instantáneo, fugaz, de puro presente que caracteriza la realidad mexicana gobernada por la violencia narco según el autor, la escritura de Villoro construye nuevas formas de posicionarse frente al pasado, así como de remover el archivo mexicano, sobre todo a través de su relectura de la tradición literaria, como veremos.

La novela El testigo (2004), desde la ficción, recompone algunas de estas tramas que Villoro plantea para interpretar el tráfico ilegal de drogas y la ola de violencia que desata en el interior mexicano. En este relato, esa guerra coetánea del presente de enunciación de la trama, que la novela pone en escena, se superpone y entremezcla con la reconstrucción de otra batalla anterior que se produjo en la zona en que la familia del protagonista, Julio Valdivieso, vive en su estancia “Los Cominos”, esto es, el estado de San Luis Potosí. La Guerra de los Cristeros o Guerra Cristera[3], no solamente

En El testigo el par histórico-hermenéutico propuesto clausura las posibilidades de futuro o, como mínimo, las predice con pesimismo. En este relato: “El futuro es, simplemente, una reactualización de lo ya ocurrido” (Quintana: 148) y Julio percibe la historia presente como un déja vu (143). En tanto sensación de haber pasado con anterioridad por una situación que se está produciendo por primera vez, el déja vu transforma el presente y el posible futuro en un constante “ya vivido”, en un síntoma de repetición del tiempo y adivinación de lo que vendrá. Esto significa, como ya han advertido numerosos estudios sobre este texto (Cfr. Long, Des, Pacheco) que en El testigo el pasado reverbera constantemente sobre los hechos presentes de la trama. El protagonista, a lo largo de toda la novela, pretende infructosamente encontrar en su pasado (personal, familiar y nacional) las claves para comprender su situación actual.

La relación de Julio con el pretérito (y, por ende, con la tradición) en esta novela es doble. Por un lado, se trata de su relación con la tradición de los Valdivieso, familia de rancio abolengo en San Luis Potosí a la que el protagonista pertenece. Por otro lado, de su vínculo, como crítico y como profesor de literatura, con la tradición literaria de México luego de más de veinte años de autoexilio en Europa. Y, en relación con este último punto, metadiscursivamente, del vínculo que la propia novela El testigo, establece con la tradición y el sistema literario mexicano en el que se busca inscribir[4].

La metáfora por excelencia que une ambas tradiciones es el archivo del tío Donasiano, donde no solamente se acumula la historia del pueblo y de los antepasados de Julio, sino también se guardan vestigios del pasaje por “Los Cominos” del poeta nacional Ramón López Velarde. Como propone Carmen Perilli: “Los Cominos, cuyo nombre significa las Nadas, contiene la historia de México, en tanto ruinas/ basuras, es el lugar espectral donde han quedado encerrados los pasados” (2013: 5).

El archivo del tío Donasiano, como la gran memoria escrita de San Luis Potosí, recoge de modo fragmentario y desordenado millones de documentos. Pero asimismo, la casa y la hacienda familiar “Los Cominos” es, en sí misma, un gran archivo donde se guardan desde las pinturas de la tía Florinda hasta una sección “oral”, encarnada por los relatos de los sirvientes y del propio tío Donasiano, verdaderos “archivos mudos” del pueblo (Cfr. Villoro 2012: 222). Es decir, todo un conglomerado de material heterogéneo y desordenado allí dispuesto para que el sobrino vaya a releerlo e interpretarlo. Sin embargo, ese archivo nunca encuentra un ordenamiento ni una interpretación, y termina por ser destruido por el propio Julio. En “Los Cominos”, todas las contranarrativas posibles o “escenarios de reescritura histórica improbables” (Zavala: 240), como por ejemplo la Guerra Cristera, se transforman en “relicarios nostálgicos de una disidencia neutralizada” (238), reapropiados y resignificados por los medios hegemónicos de agenciamiento cultural, como la productora televisiva y los narcotraficantes que financian la telenovela Por el amor de Dios (233).

En cuanto a la relación de esta novela con la tradición literaria mexicana, podría decirse que su estructura no solo dialoga sino que explícitamente se construye sobre una serie de textos y fragmentos anteriores que le dan cuerpo. Al menos a primera vista, pareciera que no hay una realidad que pudiera experimentarse en su trama sin apelar a esa memoria libresco-literaria que constituye a los personajes y, sobre todo, al protagonista, que es construido como crítico y profesor de literatura para poder “pone[r] en movimiento el archivo de la literatura mexicana y latinoamericana” en El testigo (Perilli 2014: 89).

Al volver, frente a cada acontecimiento que México trae a su memoria o frente al cual lo sitúa, Julio recuerda alguna lectura: cuando piensa en Nieves, viene a su mente Octavio Paz y su poema “Pasado en claro”, los habitantes de Jerez lo hacen pensar en los personajes fantasmáticos de Juan Rulfo, la hacienda de su familia le trae fragmentos de los poemas de López Velarde y de Manuel José Othón, y recordar su época de universitario es rememorar a los Contemporáneos, sobre los que plagió su desafortunada tesis. En esa gran máquina de lecturas y relecturas que es El testigo, para cada momento de la historia y de la vida de Julio hay un poema, una novela o, en su defecto, un autor que se corresponde. De esta manera, el presente y el futuro no solamente se perciben como un “ya vivido”, sino asimismo un “ya leído”. O incluso, porque “ya leído”, “ya vivido”.

El regreso, entonces, que en un primer momento se presentaba como la posibilidad de revisar en el pasado la existencia de algún origen, identidad o verdad, se revela como un regreso a las lecturas[5]. Al final del viaje de Valdivieso, no se encuentra la profundidad ideal y primigenia que el protagonista había ido a buscar, sino que el origen, en vez de revelarse como la fuente o raíz del “futuro”, es, parafraseando y adaptando a Didi Huberman, un torbellino de imágenes culturales y literarias que puede encontrarse o resurgir en cualquier momento o tramo del devenir genealógico que constituye la propia historia (nacional o personal) (128129, 257).

La relación de Julio Valdivieso con su pasado y con su presente es, en este sentido, literaria y se filtra a través de su biblioteca, cuyo (des)orden, como el de toda biblioteca, responde a imperativos subjetivos y recortes arbitrarios. Dicha relectura de la realidad lo conduce a un callejón sin salidas, donde el presente parece un lugar condenado a repetir cada vez con mayor degradación el pasado y donde la única manera de acceder a un futuro diferente parece abrirse a través de la liberación con respecto a estas ataduras narrativas y limitaciones literarias (Long: 307-315).

Esto es lo que parece suceder en el controvertido final de la novela, cuando Julio decide emprender un camino de progresiva “desindividuación” por medio del cual abandona ese pasado cargado de referencias bibliográficas para acercarse a algún tipo de esencialidad u originalidad ligada a la tierra o a lo natural, a través de su vínculo amoroso con Ignacia, una campesina de la zona. En ese regreso a la tierra y a una supuesta identidad originaria estaría, para Julio, la posibilidad de un futuro. Es decir, ese porvenir quedaría en una dirección inesperada, ya no hacia delante, sino en el pasado: en la rusticidad de la comunidad y la forma de vida campesinas, que se mantiene al margen de la civilización moderna y su cultura.

Este final ha sido blanco fácil de críticas negativas al considerárselo “una manifestación chocante de los deseos de tierra firme y de renacimiento” (Long: 334). O como una simplista “apelación al volks, ese trago amargo de la madre tierra que permite al intelectual encontrar, en el infierno grande y en el llano en llamas, la metáfora redentora de una vieja nación, cuya salvaje modernidad le duele y le repugna” (Domínguez 2007: 194).

Aunque acertadas en cuanto a un aspecto del modelo que opera en el final de la novela, sin embargo estas críticas no atienden a un detalle que permitiría abrir el sentido de la conclusión a otra posibilidad. En los párrafos finales de la novela, en el espacio menos pensado, la biblioteca reaparece. Julio llega a la casa de Ignacia y encuentra a su amante ayudando a escribir a su hijo. El protagonista queda fascinado ante la caligrafía redonda e infantil que lo atrae nuevamente al mundo escrito. Luego, Ignacia le da para beber agua de semillas y le pregunta a qué “sabe”: Julio responde “Sabe a tierra”. Y allí, en el lugar mismo donde el significado literal de la frase, su contenido, nos sitúa en el espacio de lo más local, identitario, original y radical (en el sentido de raíz) que es la tierra, se instala la cita literaria con la que El testigo se cierra. “Sabe a tierra”, lo sabemos porque la misma novela nos lo dijo en otro capítulo (Cf. Villoro 2012: 359), es lo que le responde Octavio Paz a Borges cuando este le pregunta qué gusto tiene el agua de chía que López Velarde nombra en “La suave Patria”.

Introduciendo las voces de -y el diálogo entre- dos autores tan paradigmáticos del pensamiento sobre las tradiciones nacionales como contrarios en sus interpretaciones sobre estas -Octavio Paz y Jorge Luis Borges-[6], Juan Villoro siembra nuevamente en el final de su novela la semilla de la literatura en el seno del futuro campesino de Julio con Ignacia.

Los impuntuales del futuro

Este “respeto supersticioso por los campesinos (sean cristeros o zapatistas)” que puede encontrarse en el final de El testigo es el mismo que Domínguez Michael (2007: 195) identifica irónicamente en las opciones políticas de la figura autoral construida por Juan Villoro en relación con su adhesión al movimiento neozapatista y al modo en que lo representa en diversas crónicas y ensayos.

La apuesta por el indigenismo encarnado en el movimiento chiapaneco, que el autor considera una suerte de “cantera” de pasado originario con destellos de futuro -como veremos- es la opción que opone a lo que él denomina el “voto de las balas”, que expresa el reinado del “Narcoestado” en México, que El testigo impugnaba y del que Villoro, como intelectual, se resiste a participar, tal como demostró en las elecciones de julio de 2018 según consta en sus declaraciones:

El principal saldo de la campaña ha sido la sangre. Cuarenta y ocho candidatos han sido asesinados. [...] Recuperar la soberanía pasa por recuperar el control del campo y frenar la destrucción de la naturaleza y la biodiversidad. ¿Cómo lograrlo? Volviendo la vista a quienes le piden perdón a la tierra para trabajarla [...]. Por desgracia, nadie representa esta causa urgente en las elecciones. Marichuy Patricio[7] trató de obtener la candidatura independiente como vocera del Concejo Indígena de Gobierno, pero se negó a hacer trampa y no llegó a la boleta (29 de junio de 2018, s/d).

Por supuesto, a los fines de este trabajo, interesa puntualizar que las superposiciones de pasado, presente y futuro que Villoro lleva a cabo en su escritura no son por entero análogas a aquellas que son propias de las acciones políticas y discursivas del EZLN y cuya comparación merecería un estudio aparte. Si bien existen trabajos especializados que analizan el proyecto estético-ideológico del movimiento, tal como se expresa en los relatos literarios de su líder, el Subcomandante Marcos, así como en sus discursos y manifiestos, no es el objetivo de esta intervención profundizar en esa reflexión, sino recortar y caracterizar el uso y la interpretación que Villoro, en sus textos, hace del fenómeno neozapatista y de su aspecto discursivo[8].

El 6 de mayo de 2018, Juan Villoro participó en una conferencia titulada “1968: Lo que va de Mayo en París a Octubre en Tlatelolco. Un año infinito y trágico” en la 42a Feria del Libro de Buenos Aires junto a Daniel Link y Julián Fuks[9]. La Masacre de Tlatelolco en la Plaza de las Tres Culturas fue el tema sobre el que convocaron para hablar al escritor, instándolo a exponer sobre los éxitos, los fracasos y las herencias de ese tiempo de revulsión social, política y cultural. Comprometido con la urgencia de la actualidad, Villoro aprovechó la ocasión para apoyar el proyecto político por el que militó en la última campaña electoral, que acabó por definirse a favor de AMLO[10] en julio de 2018. Ante la pregunta sobre la herencia revolucionaria de Tlatelolco en el presente y las posibilidades de cambio futuro, Villoro operó un vínculo quizás inesperado entre los estudiantes y “onderos” del 68 en el DF -movimiento propiamente urbano, juvenilista, cosmopolita- y la eclosión de reclamo indigenista que ocurrió en Chiapas en 1994. “La herencia del 68 esté PORvenir[11] y ya estaba desde siempre en el pensamiento comunitario [de los pueblos indígenas]”, declaró el escritor.

La clausura de las posibilidades revolucionarias así como de la confianza en un relato nacional unificado y armónico en México se produce con la masacre de estudiantes de octubre de 1968. La mirada al futuro con posterioridad a esos eventos, como sucede en relación con tantos “fracasos” de los sesenta y setenta latinoamericanos, muchas veces impuso el pesimismo. Según Villoro, los neozapatistas chiapanecos representan la primera “imaginación de comunidad” que emergió en México desde Tlatelolco. En su lectura, las potencialidades liberadoras del movimiento zapatista están garantizadas por esta capacidad de vincularlo anacrónicamente con el ideario de 1968 a través de su concepción de la imaginación como una potencia disruptiva (“La imaginación al poder”, “Seamos realistas, pidamos lo imposible”). De esta manera, Villoro al ejecutar la conexión anacrónica, rompe los encadenamientos de causa-efecto entre los acontecimientos. Al conectar ambas líneas de temporalidad y unir eventos pertenecientes a “épocas” diferentes, opera contra el modelo científico de la disciplina histórica, como propone Ranciere, dado que deconstruye las “épocas” en tanto leyes de inmanencia e identidad del tiempo consigo mismo. De esta manera, podría decirse que la crónica de Villoro, siguiendo a Ranciere, realiza la visibilización de las condiciones de toda historicidad, que se relacionan con la capacidad del hombre de no parecerse a su tiempo (55-56). Según el autor de El testigo, el movimiento zapatista se constituye como un nodo que arroja luz (y sombras) sobre los eventos dolorosos del siglo XX mexicano y que, asimismo, llama a repensar la composición de lo “propio” desde un nuevo lugar que incorpore sus exclusiones.

Tres textos de Espejo retrovisor (2015) desarrollan el tema. En la crónica “Los convidados de agosto” [1994], Villoro relata su excursión a la selva chiapaneca para asistir a un foro paradójicamente bautizado “Aguascalientes”, en honor a la convención de 1914. Allí se celebró una “Convención Nacional Democrática” entre los rebeldes del EZLN y sus fuerzas, el Ejército nacional y delegados mediadores, electos en organizaciones de todo el país. En “Un mundo (muy) raro: los zapatistas marchan” [2001], el autor reseña la gira estatal que durante febrero y marzo de 2001 una caravana zapatista (zapatour) realizó por doce estados del país para marchar a la Ciudad de México y pacíficamente pedir el cumplimiento de los acuerdos de San Andrés, firmados en 1996 pero nunca convertidos en ley[12]. En “Mi padre el cartaginés” [2010], Villoro interpreta la que él mismo denomina “conversión” de su padre, Luis Villoro -filósofo del grupo Hiperión, de fervor nacionalista- al zapatismo luego del levantamiento del EZLN.

Teniendo en cuenta la definición propuesta por Jacques Derrida, puede proponerse que, en la caracterización que Juan Villoro hace del zapatismo, este adquiere los rasgos de un genuino “acontecimiento”, dado su carácter inesperado, impredecible y excepcional, a su vez producto de una revenance o reaparición[13]. Villoro propone que el 1° de enero de 1994:

El país se acostó con un sueño de primer mundo [el Tratado de Libre Comercio con EE.UU.], pero los zapatistas pusieron un despertador que mezcló los tiempos: nuestro auténtico presente quedaba en el pasado. Diez millones de indígenas vivían en condiciones cercanas al neolítico (2015c: 193).

Es decir, siguiendo a Villoro, dicha emergencia propone una ruptura del tiempo, una brecha, que remueve la historicidad mexicana y habilita una mirada “contemporánea” sobre el presente, donde la oscuridad de este último (la opresión actual de los indígenas) proyecta su sombra sobre el pasado, haciendo que este pueda responder a las tinieblas del ahora (Agamben: 29). Villoro parte de la constatación de que la cartografía política de México supone un collage de temporalidades definido por la desigualdad: viajar por las rutas del país equivale, en este sentido, a realizar un viaje en el tiempo (2015a: 163). O, inversamente, como comenta Carmen Perilli en relación a El Testigo y funciona también para estas crónicas, apelando a las postulaciones de Carlos Fuentes: “El tiempo mexicano se multiplicaría en estrecha relación con el espacio [...]. En cada instante del tiempo mexicano coexisten diferentes espacios” (2014: 91). Por eso, con su irrupción en la escena nacional en 1994, los zapatistas, según estas crónicas, mezclaron los tiempos y rediseñaron el concepto de “novedad”. Con ellos, “lo nuevo” provino del pasado. De esta manera, puede decirse que Juan Villoro encuentra en el neozapatismo ese evento capaz de manifestarse como un síntoma. Es decir, como la irrupción de una diferencia (aceleración de una latencia) que, sin embargo, proviniendo asimismo del pasado, es también repetición (o supervivencia de un islote de inmovilidad) (Didi-Huberman: 66).

El levantamiento impone para Villoro una puesta en cuestión de la construcción y las selecciones de la memoria en su país, así como una refundación del contrato social: “Durante dos siglos el México Blanco ha celebrado las pirámides para ignorar la miseria y el racismo del presente” (2015a: 161). El nacionalismo mexicano, para interpretar genealógicamente su pretérito luego de la Independencia, recuperó el pasado azteca precolombino usurpado por los colonizadores, pero, en esa recuperación, no solamente excluyó los siglos de dominación azteca sobre otros pueblos, presentando a la tribu conquistadora como el clímax de la identidad nacional y prehispánica (Paz: 299-305), sino que asimismo olvidó las condiciones miserables en la que todavía vivían millones de comunidades y habitantes indígenas en el interior mexicano. La conjunción paradójica de memoria y olvido que percibe Villoro en la estructura identitaria de su nación coincide con el esquema teórico propuesto por Benedict Anderson. Según este autor, la construcción de las “comunidades imaginadas” que son las naciones supone que “tener que haber olvidado unas tragedias que nos tienen que recordar incesantemente” es un recurso característico en la construcción ulterior de las genealogías nacionales (279). Es quizás por esta misma razón que, para Villoro, la convención puso en riesgo el sentido de lo verosímil (de la “realidad”) construida por el partido oficial -el PRI-, incluso del “contrato social”, dado que el movimiento entrañaba una profunda falta de lógica y la necesidad de sostener peligrosamente la creencia en la “magia” de ese sin sentido por parte de quienes lo vivieron.

En “Un mundo (muy) raro”, Villoro expone cómo los zapatistas siempre se encuentran retrasados a sus citas y asambleas en el zapatour: Son los impuntuales de la historia, tienen “la celeridad que se requiere para llegar tarde a todos los sitios” (2015b: 179). Y queriendo seguirles el paso por los pueblos que visitan, el cronista, en buen afán de contemporáneo, es el que siempre llega demasiado pronto o demasiado tarde al lugar del encuentro. O, en palabras de Agamben, intenta ser puntual a una cita a la que solo es posible faltar, dado que se encuentra experimentando un punto de fractura de su propio presente (23-24).

Sin embargo, la figura del contemporáneo por excelencia, en estas crónicas, no es el propio Juan, sino su padre, Luis Villoro. Luego de realizar un recorrido por el ensayo “¿Qué es lo contemporáneo?” de Giorgio Agamben, abrevando en una corriente teórica en auge actualmente, Villoro concluye sobre su padre en “Mi padre el cartaginés”: “Un anacronismo, un desfase, permitió a mi padre situarse 'fuera de época', ver el presente a partir de pasados sucesivos. Los zapatistas quebraron para él los cántaros del tiempo, del mismo modo que los Bacabs -jinetes celestiales mayas-quebraban los cántaros del agua” (2015c: 196). A través de una identificación inédita a partir de un recuerdo de infancia, “Cartago/Zapata vive, la lucha sigue”, Luis Villoro encuentra en la opción chiapaneca una puesta en práctica o en vida de lo que buscó tozudamente como filiación en sus libros y en sus escritos (194), es decir, una identidad en la nueva patria que para él, español de nacimiento, representaba México. En el recorrido biográfico del padre, la identidad implica un esfuerzo y un trabajo de indagación y acercamiento a una realidad en principio ajena. Por lo tanto es, en este sentido, más asunto de conversión que de esencia. En el indigenismo chiapaneco Luis Villoro halla, según las crónicas de su hijo, un origen, no por inventado menos genuino o válido como fundamento de pertenencia nacional a México:

De haber sufrido este adoctrinamiento [la formación en el “guión oficial de la historia de México: éramos aztecas y luego nos invadieron; cuando nos independizamos, volvimos a ser aztecas”], mi padre difícilmente habría llegado al mundo prehispánico. Gracias a sus incursiones filosóficas, lo indígena se presentó como un desfase estimulante, una oportunidad para comprender de forma crítica el entorno. Si pudo ser cartaginés en el internado de Bélgica, a través de sus lecturas se dispuso a ser algo más raro: mexicano (2015c: 200)

Dicho con otras palabras, la identidad, a través de esta experiencia del padre, se muestra en esta crónica de Villoro como una máscara, motivo caro al pensamiento cultural mexicano desde El laberinto de la soledad hasta el pasamontañas del propio Subcomandante Marcos.

La identidad, y por lo tanto la relación con un pasado y con una tradición nacional, en Villoro, entraña siempre una paradoja, es un concepto desplazado de su lugar “propio” y por ende podría asociarse a un desarraigo. Sobre todo porque, como explica en “La pluma y el bisturí. Literatura y enfermedad” (2017c), la identidad -el reconocimiento- no está en el cuerpo, sino en la imagen de este en el espejo que se tiene de este, es decir, fuera de él (316).

En el padre se conjugan, por un lado, la indagación identitaria propia de la filosofía de lo mexicano, pero también la crítica a la cristalización de ese pensamiento, encarnada por Octavio Paz. A su vez, en él se representa la mirada extranjera como potencia extrañadora -que también se identifica en algunos personajes de El testigo y en el propio Julio Valdivieso (Cfr. Quintana: 147, Zavala: 230)-, que logra captar la “esencia” de lo nacional más profundamente que aquellos adoctrinados en los relatos remanidos y caducos de la escolaridad mexicana. Por otra parte, la necesidad de que esa identificación se produzca desde el lugar de un “desfase” crítico. La identidad, en vez de encontrarse en el reflejo-espejo engañoso de la memoria, el pasado personal, siempre mediado, como nos enseñó El testigo, se busca esta vez en la proyección de una faz deformante: el espejo retrovisor. Superficie que busca el rostro en un espejo que refleja lo que se encuentra atrás de sí mismo (el pasado) y de manera deformada, alejando objetos que, en realidad -como los indígenas chiapanecos “resurgidos” en el noventa y cuatro de las profundidades de la Selva Lacandona- están “más cerca de lo que aparentan” de la realidad mexicana actual (Villoro 2015a: 170).

Podría decirse que la relación del padre con el movimiento zapatista es simétrica a la relación que la escritura de Villoro establece con la tradición literaria[14]. En “Mi padre el cartaginés”, Villoro comenta cómo, cuando se comenzó a interesar en “'la otra campaña' del Subcomandante Marcos”, su padre decidió “abandonar su biblioteca” y donar sus libros a la Universidad de Michoacán (2015c: 200-201) para liberarse de la opresión que le simbolizaba la cultura: “El filósofo había decidido ponerse de parte de la vida; apostaba por la experiencia, sin el lastre de la especulación” (202). Esta voluntad de despojo del andamiaje intelectual recuerda al proceso experimentado por el personaje de Julio Valdivieso al final de El testigo, al que ya nos hemos referido. Si Luis Villoro regala su biblioteca antes de irse a la selva Lacandona, Julio Valdivieso quema el archivo de su tío -metáfora de la memoria y la identidad (Perilli 2014: 2).

A través de estas soluciones, los textos de Villoro parecen sostener una concepción aún esencialista de los pueblos originarios. Por ejemplo, en la conferencia ya citada en la Feria del Libro de Buenos Aires, propone que su mundo es el único “depósito de realidad” en el México de hoy y, por lo tanto, el lugar original-originario (la tierra, la raíz) del que pueden venir las propuestas o esperanzas de cambio. Sin embargo en el espacio textual mismo de estas crónicas, así como sucedía en El testigo en relación a la indagación del origen, dicha búsqueda es relativizada en dos sentidos. En primer lugar, a partir de la aseveración sobre el carácter “retórico” de los cambios operados por el zapatismo sobre el “verosímil nacional”, a los que ya nos hemos referido. En segundo lugar, a través de esta propuesta de una concepción flexible de la tradición, que combina pasado con reinvención constante; o donde “la tradición no se fija: se improvisa” (2015b: 189). De esta manera, los nuevos zapatistas se transforman en “los dueños del espejo”, los propulsores de la nueva “máscara” identitaria que, al igual que su padre, Juan Villoro elije usar porque “no buscan reflejar la realidad sino cambiarla” (2015b: 190).

Esta forma renovadora y dúctil de relacionarse con la propia tradición comunitaria e indígena que Villoro identifica en los zapatistas se asemeja al tipo de vínculo que el autor sostiene con sus propias lecturas y genealogías literarias, sobre las que aplica constantes operaciones de reescritura, reorganización y entramado. Como propone Carlos Walker (2012), Villoro concibe a la literatura como una práctica de lectura fronteriza, que atiende menos al pasaporte del escritor que a sus estrategias textuales (70). Para Villoro, las tradiciones literarias no dependen tanto del espacio sino del tiempo (71). De modo tal que el pasado y la cultura occidental se transforman en un un conjunto de materias dispuestas (como propone el título de la segunda novela del autor) al uso. Es decir, listas para ser manipuladas y reordenadas en constelaciones novedosas, a través de una “poética malabarista de la tradición mexicana, inteligentemente extendida a la experiencia latinoamericana” (Ruisánchez y Zavala: 9) o de un “oficio de funambulista” (Walker: 70) que avanza “de modo transversal articulando genealogías ad hoc” (Ruisánchez y Zavala: 10).

Anotaciones finales

La poligrafía profesada por Juan Villoro le permite ejercitar sus operaciones sobre los registros de la historia en varios planos genéricos -ficción, crónica, ensayo, artículo de opinión-, aceitando los mecanismos por medio de los cuales el autor es capaz de interrelacionar los eventos más actuales -a la orden de la labor periodística en la que es prolífico- con episodios remotos, como la Guerra de los Cristeros, la Masacre de Tlatelolco o los episodios bélicos de la Revolución Mexicana. En esa apuesta, Villoro propone su propio recorrido y su selección por la historia literaria, por las tradiciones culturales, pero también juega su carta a un proyecto explícitamente político -el neozapatismo del EZLN- desde y por el cual construye “hacia atrás” su narración histórica. Función estética y función literaria se superponen y se interpelan constantemente en esa apuesta de escritura, que este trabajo intentó describir.

El lugar de enunciación desde el que construye su escritura y su crítica a los discursos identitarios nacionalistas combina las coordenadas del desarraigo espacial -la mirada extranjera extrañadora, el exilio y el viaje, el “funambulismo”- y la entremezcla temporal -la lectura imbricada de pasado y presente, las profecías buscadas en lo inmemorial, la memoria como espacio de actualización constante del origen-. Esta doble localización (¿o deslocalización?) -espacial y temporal- implica que la problemática de la identidad nacional en Villoro -su deconstrucción- se entrama íntimamente con la manera en que en sus textos se registra la temporalidad, en tanto su abordaje crítico requiere operar sobre la narración “oficial” o “tradicional” de la historia mexicana desordenando, superponiendo, entablando diálogos y seleccionando nuevos acontecimientos y eventos del pasado nacional en la construcción de un palimpsesto propio, de coordenadas individuales y novedosas, que permiten trazar nuevos recorridos por “lo mexicano”.

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Notas:

[1] Solange Victory es graduada en Letras (UBA). Actualmente, cursa el Doctorado en Literatura con el apoyo de una beca CONICET para realizar el proyecto “La Guerra Cristera en la literatura mexicana contemporánea (1943-2004)”. Realizó una adscripción en la cátedra de Problemas de Literatura Latinoamericana "A" (FFyL, UBA) y contó con una beca de estímulo CIN para iniciarse en la investigación académica. Participa en el proyecto de investigación con subsidio UBACyT “Historia comparada de las literaturas argentina y brasileña”.

[2] De Espejo retrovisor, trabajaremos más específicamente con “Los convidados de agosto”, “Un mundo (muy) raro”, y “Mi padre el cartaginés”.

[3] La Guerra Cristera fue un conflicto armado civil que se produjo en México debido a un enfrentamiento entre la Iglesia y el gobierno revolucionario hacia mediados de los años veinte. Su causa principal fue la aparición de la “Ley Calles”, sancionada por el presidente homónimo. Esta daba vigencia a la reforma de los artículos 3°, 27 y 130 de la Constitución de 1917, que limitaban el poder económico y político de la Iglesia. La ley encendió la ira inmediata del Arzobispo de México, del Episcopado y los laicos católicos. El levantamiento generado movilizó amplios sectores de la población de la zona centro oeste del país (Jalisco, Michoacán, Guanajuato, etc.), incluyendo a contingentes campesinos e indígenas. La revuelta se extendió en dos instancias armadas. La primera durante los gobiernos de reingresa a través de los recuerdos de los familiares de Julio y los empleados y peones de la casa, todos pro-cristeros, sino también a partir de la reconstrucción mediática de la guerra que propone la telenovela Por el amor de Dios, cuyos fondos de filmación -insinúa El testigo- parecen provenir del narcotráfico. Los narcos son descriptos como los modernos cristeros, hombres fanáticos capaces de invertir millones en el disparatado proyecto televisivo para ganar su salvación: “Antes de matar bendicen sus AK-47, como los cristeros bendecían sus carabinas. Llevan crucifijos de oro por todas partes” (Villoro 2012: 224). La superposición anacrónica de cristeros y narcos produce, en el caso de El testigo, un par paródico que se conjuga con una interpretación de la historia desde el lugar común marxista, que supone su repetición una vez como tragedia y la otra como farsa -en El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Dado que propone un pasaje desde el carácter cuasi mítico con que la novela retrata y evoca a los combatientes cristeros autosacrificados en una causa fanática, hasta los narcotraficantes del presente, que hacen bendecir sus metralletas y construyen iglesias en sus pueblos (Cfr. Villoro 2012: 218). Plutarco Elías Calles y Emilio Portes Gil, entre 1926 y 1929; y la segunda durante el de Lázaro Cárdenas entre 1934 y 1938.

[4] Por su utilización de ciertos procedimientos del realismo tradicional (Andrews: 205, Des: 159), El testigo ha sido colocada en la línea de la “Gran Novela Mexicana” cuyo mayor exponente sería Carlos Fuentes y cuya característica principal estaría dada por su afán de brindar una “imagen novelesca de México a la manera decimonónica” (Domínguez 2007: 191). Más preciso en su lectura y en la captación de la complejidad con que la novela aborda sus modelos anteriores, Long señala que a la vez que El testigo reconoce la necesidad de marcos definitivos (por ejemplo, la seducción por volver a los tropos fundadores de la filosofía de lo mexicano), también niega su reproducción acrítica (335336).

[5] Para un desarrollo más extenso sobre la construcción literaria de la identidad y sobre la “maquinaria de lecturas” montada por El testigo, véase Victory (2015) y Perilli (2014).

[6] Cfr. El laberinto de la soledad (2010 [1950]) y “El escritor argentino y la tradición” (1981 [1932]). Mientras que Borges declara el derecho de los argentinos sobre toda la cultura occidental al negar un nacionalismo basado en el color local, Paz se sumerge en la mitología azteca y en la historia colonial y moderna de su país buscando encontrar las claves que expliquen el carácter mexicano.

[7] Marichuy Patricio Martínez es una indígena nahua elegida por el Congreso Nacional Indígena como vocera para las Elecciones federales de 2018. Ella luchó por el registro ante el Instituto Nacional Electoral como candidata independiente a la presidencia de la República a comienzos de 2018 pero sin lograr llegar a la boleta.

[8] Para profundizar en el aspecto discursivo y poético de la narrativa zapatista y de su discurso político, véase Kristine Vanden Berghe 2002 y 2005.

[9] La conferencia completa se puede consultar en YouTube en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=KxHzg_IMnqY. Todas las citas aquí expuestas provienen de una desgrabación hecha a los fines de este trabajo.

[10] Sigla que identifica a Andrés Manuel López Obrador, presidente electo de México, ganador de las elecciones presidenciales de 2018. Asumirá el poder ejecutivo en diciembre de 2018.

[11] El énfasis en el juego de palabras entre “por venir” y “porvenir” es del propio Villoro durante su exposición.

[12] Los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos Humanos y Cultura Indígena fueron firmados entre el gobierno de México y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional el 16 de febrero de 1996 en Chiapas. Su objetivo era modificar la Constitución mexicana para otorgar derechos y atender demandas de justicia e igualdad a los pueblos indígenas.

[13] A partir de una serie de eventos modelo o paradigmáticos, Jacques Derrida elabora una noción de “acontecimiento” basada en la impredecibilidad y la irrupción del evento. Según Derrida, un “acontecimiento” es aquel fenómeno que llega y ocurre, que “no espera”. Es un evento excepcional, dado que consiste en hacer lo imposible (como el perdón). Es el advenimiento de lo que no estaba ahí, la ocurrencia de lo que no podía ocurrir pero, sin embargo, ocurre (como la invención). Es, antes que nada, incalculable e incierto (como la hospitalidad) (s/d).

[14] Tradición literaria mexicana, y más ampliamente, latinoamericana, aunque este trabajo se limita a analizar lo que compete al ámbito nacional del autor.

Juan Villoro — Mente y Escritura

13 may. 2019

En el otoño del año 2018, Juan Villoro dictó en Malba una conferencia titulada “El inconsciente narrativo”. En un trabajo conjunto con el departamento de Literatura del museo, el autor presenta este libro, que tiene como punto de partida el texto de aquella conferencia. Mente y escritura evoca la amistad que Villoro mantuvo con su maestro literario, Sergio Pitol. A partir del recuerdo de la última visita a su casa, desanda las lecturas y anécdotas que compartieron y ensaya un recorrido que devela cómo opera la mente en la escritura cuando “el narrador escribe para averiguar algo que desconoce”.

 

ensayo de Solange Victory

UBA/CONICET

 

Publicado, originalmente, en: CELEHIS-Revista del Centro de Letras Hispanoamericanas. Año 28 - Nro. 37 - Mar del Plata, ARGENTINA, 2019; 161-175

CELEHIS-Revista del Centro de Letras Hispanoamericanas depende del Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades de la UNMdP

Link del texto: https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/celehis/article/view/3568

 

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