“Todos ustedes son mis hijos”: Juventud, maternidad y filicidio en La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska

ensayo de Solange Victokt (Argentina)
Instituto Interdisciplinario de Estudios e Investigaciones sobre América Latina
Universidad de Buenos Aires UBA

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas CONICET

Resumen: La Masacre de Tlatelolco, acaecida el 2 de octubre de 1968, fue la manifestación brutal para el pueblo mexicano de que la retórica nacionalista y unívoca construida por la Revolución y su correlato en el gobierno del PRI estaba irremediablemente rota. Haciendo foco en La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, este trabajo se propone realizar un recorrido por algunos de los ensayos y crónicas que buscaron dar cuenta de la Masacre, para atender ante todo al modo en que al discurso oficial paternalista y conservador se opuso una renovada retórica juvenilista, ante y a partir de la cual algunos cronistas emprendieron innovaciones genéricas del lenguaje literario. En la primera sección, analizaremos La noche de Tlatelolco a partir de la construcción simbólica de la relación madre-hijo que se trama en los testimonios como estrategia para la apropiación e inversión de la retórica paternalista del poder. En la segunda sección, compararemos las modalidades genéricas del ensayo y la crónica-testimonio con el fin de establecer qué características de la no-ficción tal como la ensaya Poniatowska fueron instrumentales a la construcción discursiva antiestatal del reclamo popular.

Palabras claves: México, Masacre de Tlatelolco, Filicidio, Poniatowska, Género literario

Abstract: The Tlatelolco Massacre -October 2 1968- represented the unrepairable rupture of the Revolution’s nationalism and the ideology represented by the PRI’s government. Focusing in La noche de Tlatelolco by Elena Poniatowska, this essay will aim to analyze a fTaction of the reports and non-fiction texts that tried to narrate the Massacre, to understand how a refreshed teen age rhetoric confTonted the official paternalist and reactionary ideology; as well as analyzing the importance of this new expressive style in the process of a complete renovation of literary language and generic forms. The first part of this essay will analyze the symbolic construction of mother & son’s relation that is assumed in La noche de Tlatelolco to appropriate and turn around the paternalist government’s speech. In the second part, we will compare the generic patterns of essay and report to determine which non-fiction general elements where useful to the construction of a popular complaint’s alternative speech.

Keywords: Mexico, Tlatelolco Massacre, filicide, Poniatowska, Literary genre

1. La patria filicida

Una nueva “familia” nacional

La mayor parte de la historiografía y la opinión pública mexicana coinciden a la hora de juzgar los acontecimientos que culminaron en la aniquilación del Movimiento Estudiantil en 1968, al menos, en un punto: la Masacre de Tlatelolco fue un “parteaguas” en la historia mexicana contemporánea. Caracterizar el 2 de octubre como “situación límite” o “quiebre” (López González, 1993) significa que la manifestación brutal de esa violencia estatal fue la mostración irrefutable para los mexicanos de que el arreglo político posterior a la Revolución había sido posible sobre la base de negociación y de represión. Es decir, que la “paz institucional” solo se había logrado a cambio de un alto grado de cooptación política de los líderes, supuestos representantes de los sectores sociales minoritarios, y de contención de todos los elementos disidentes que no se plegaran a la obediencia al poder estatal.

Tlatelolco fue la negación brutal de ese concepto de consenso, unidad o comunidad mexicanos, que en los textos aparece bajo el signo del “monólogo” del poder y que se revelaba ya totalmente caduco o ilusorio; fue la demostración pública de sus exclusiones, límites y marginaciones. Frente a la retórica nacionalista y unívoca construida por la Revolución, el Movimiento Estudiantil traía al centro de la escena la pregunta por la definición de una patria o de una Nación que ya no coincidía con las prerrogativas del Estado y que ponía en juego un nuevo uso de la palabra «pueblo», ahora unida en torno a un reclamo de democratización. Esa nueva definición nacional quebró todos los ideologemas -en términos de Fredric Jameson (1989)[1]- que expresaban la “Unidad Nacional” mexicana a través de términos hogareños como “Gran Familia”, “Amistad” o “casa”, tal como relata Carlos Monsiváis en su crónica “ 14 de febrero / día de la amistad y el amor. Yo y mis amigos” (1976: 77).

La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral es publicado en 1971 por Elena Poniatowska, tres años después de los acontecimientos del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, sobre la base de los testimonios que comienza a recoger, a pedido de algunas madres, la noche del día mismo en que se produce la represión y que continuará recogiendo entre los testigos luego, sobre todo, en las cárceles de Lecumberri y Santa Marta Acatitla. Después de la novela Hasta no verte Jesús mío (1969), esta crónica es la segunda obra de la autora y su entrada formal al género de la no ficción. Sin embargo, el libro no es una manifestación aislada, sino que forma parte de un amplio abanico de textos que, en los años inmediatamente posteriores a los acontecimientos del 2 de octubre, intentaron representar y dar una explicación al hecho. Desde diferentes registros y géneros, la represión no dejó indiferente a casi ninguno de los grandes exponentes del campo intelectual.

La conmoción era comprensible, sobre todo porque la violencia ya no llegaba como los ecos de algún lejano reclamo agrario en el interior del país, ni como la eliminación de algún distante caudillo local, sino que desplegaba su impacto en el centro mismo de la ciudad capital y sobre los cuerpos jóvenes de la población del DF.

El subtítulo de la primera parte del libro de Poniatowska, “Ganar la calle”, hace referencia al recorrido y a la apropiación de un espacio urbano por parte de los estudiantes. Existe un contraste entre la vitalidad y la alegría del Movimiento -sentidos tradicionalmente atribuidos a la juventud- que invaden la primera parte de La noche de Tlatelolco y la muerte que se impone en la segunda (sección dedicada al día de la manifestación, la masacre propiamente dicha y los días inmediatamente posteriores) mediante la presencia (concreta, casi física) de los cuerpos y la sangre. Frente a su contundencia, que habilita la perplejidad ante lo inexplicable, se teje el entramado de voces, documentos y datos mediante los cuales el libro ensaya una posible solución ante la ausencia de palabras.

“No es nada más mi hijo”

Un ideologema presente en el imaginario colectivo mexicano sobre el Movimiento Estudiantil es el del “conflicto generacional”. Trasladando el plano de lo público o político al de lo privado o íntimo, el enfrentamiento de los universitarios al poder es pensado en términos de oposición entre jóvenes y viejos: existe un problema de (in)comunicación con la generación anterior, que implica un cambio de lenguaje (Gelpí, 2000: 255). “En los únicos momentos en que me llevo bien con mis papás es cuando vamos al cine, porque entonces nadie habla”, dice, por ejemplo, el testimonio de un estudiante de ingeniería (Poniatowska, 2015: 46). Justamente, lo que el movimiento pide es el “diálogo” público y el gobierno, que se lo niega, reacciona, como retribución, con represión.

En la retórica del poder priísta y de los medios de masas cooptados por su aparato, ese enfrentamiento generacional se desplazaba a una variante familiar según la cual los estudiantes contra el gobierno se vuelven hijos enfrentados a sus padres. Hay un uso conservador y paternalista del tópico que intenta convertir el reclamo político en un asunto de economía doméstica en una prensa que culpa a los padres de tener “los hijos que se merecen” (43). Lo mismo se evidencia en una opinión pública que deslegitima a través del argumento de la inmadurez[2] y en las declaraciones de García Barragán, secretario de Defensa Nacional, cuando, por ejemplo, hace un llamado “a los padres de familia para que controlen a sus hijos” (284).

La hipótesis que entrecruza el conflicto gobierno-pueblo con el enfrentamiento padre-hijo no es ajena a otros momentos de la literatura y de la interpretación de la historia mexicanas. Por ejemplo, frecuentemente en la obra de Juan Rulfo conflictos como el de la posesión de la tierra o la Revolución aparecen representados en términos familiares y de sucesión generacional. Un ejemplo de esto es el relato “La herencia de Matilde Arcángel”. Incluso La noche de Tlatelolco apela a la matriz rulfiana cuando cita un famoso fragmento de “Luvina”, de El llano en llamas, en el que los escépticos habitantes se ríen frente al maestro rural: “De lo que no sabemos nada es de la madre del gobierno” (Rulfo, 2009: 237). El gobierno, supuesta representación del pueblo mexicano, “no tiene madre”, es decir, nos encontramos con un México huérfano. La paradoja implica una negación de la matriz tal como la reconoce Octavio Paz (2004) en El laberinto de la soledad: la utilización de “hijos de la chingada” como un insulto que se endosa siempre al otro supone una negación de los orígenes indígenas mexicanos dado que, justamente, la “chingada”, dentro de este universo simbólico, es la Malinche, la “madre” traidora indígena que se abrió al español.

La problemática del conflicto generacional nos reenvía a un fenómeno sociocultural de los años 60 mexicanos que, si bien no se superpone con el Movimiento estudiantil, tiene muchos puntos de contacto. “La Onda” fue el nombre que recibió la adaptación a México de la cultura hippie, los viajes beatniks y las nuevas formas de vida asociadas a la era tecnológica y al consumo de masas, importadas desde Estados Unidos y el resto del mundo. Caracterizada por una actitud de crítica y por la experimentación con el lenguaje, las drogas y el rocanrol como forma de expresar disconformidad con el medio (Giacosa, 2012), es este fenómeno más amplio de cambio de valores el que explica, por ejemplo, los testimonios que en La noche de Tlatelolco hablan del rechazo de Emiliano Zapata y su trueque por el Che Guevara como estandarte representativo de los jóvenes (Poniatowska, 2015: 64).

“¡Son ondas que nos entran!”, le dice Jan Poniatowska a su hermana Elena para explicar ese nuevo clima de época que, sin embargo, a pesar de estar aludido en varias ocasiones, no parece en Poniatowska superponerse plenamente con el Movimiento, dado que, como declara Raúl Álvarez Garín, del CNH: “En el Poli yo nunca oí términos como ‘momiza’, ‘fresiza’, ‘onderos’ y demás monerías. [...] Me parecen más bien términos de intelectuales o de pequeños grupos que quisieron acercarse al Movimiento, estar in” (48). La visión que Poniatowska tiene de la juventud de los sesenta tal vez peca de lo mismo que los testimonios que recoge intentan impugnar. En el fragmento que abre la primera parte, la mirada de la cronista infantiliza a los estudiantes como “niños” para quienes todos los días son “días-de-fiesta” y convierte en pueril su lucha, en tanto la condición de víctima que les adjudica termina reforzando el discurso paternalista al que su texto se opone (Perilli, 2006: 107).

Por su lado, Monsiváis en Días de guardar (1976), mucho más convencido de que política y lenguaje, o contenido y forma, no se pueden separar, imbrica ambos fenómenos casi como uno solo, y le dedica muchas más palabras a la descripción de los “jipitecas”, que define como “esos primeros marginados de la civilización y la tecnología” (98). El apoyo del rector Javier Barros Sierra al Movimiento entabla una complicidad generacional que, sin embargo, contrasta en su seriedad con la festividad y el bullicio que Monsiváis señala como propios de la nueva generación (“Primero de agosto de 1968. La manifestación del rector”). Una nueva generación que quebrará en Tlatelolco con todos los valores propios de una clase dirigente que sostiene la obsecuencia a las jerarquías, el machismo, el snobismo y la creencia en el “progreso” de la “patria”, que el ensayista resume perfectamente en “Informe confidencial sobre la posibilidad de un mínimo equivalente mexicano del poema Howl (El aullido) de Allen Ginsberg”. Según Mudrovcic, para Monsiváis en Días de guardar, el movimiento estudiantil representa la emergencia de un nacionalismo “de otro signo”, opuesto al estatal y de ascendencia popular (1998: 33).

A pesar de su preocupación por el mismo fenómeno de “cambio de sensibilidad” aparejado por el movimiento estudiantil y La Onda, debe tenerse en cuenta que las crónicas de Poniatowska y Monsiváis se expresan a través de escrituras muy diferentes. Poniatowska cita los testimonios que recoge textualmente. Es decir, más allá del evidente trabajo de recorte y montaje, la autora recurre a la ilusión de objetividad que le brindan las comillas, entre las cuales es posible encerrar un lenguaje que se quiere claro y llano: el lenguaje de la calle. Por el contrario, Monsiváis trabaja explícitamente sobre la reconstrucción de las voces sociales sobre las que edifica sus textos, no hay citas sino paráfrasis, fabulación de voces representativas de los grupos sociales. Para ello recurre a los procedimientos inductivos de la generalización, la fabricación de estereotipos y la apelación a los lugares comunes. Frente a la ilusión de transparencia que a primera vista produce el texto de Poniatowska -más adelante volveré sobre este aspecto-, Monsiváis hace ostensibles al lector sus técnicas de intervención sobre el material de escritura. Acumula capas de lenguaje que superponen referencias a la cultura popular o masiva junto a alusiones a la cultura letrada. Su estilo, tal como lo estudia Linda Egan (2007), combina el juego de palabras intertextual con el trabajo metafórico y la retórica aforística, entre otras cosas.

Luego del poema de Rosario Castellanos, en el fragmento firmado por “EP” que abre la segunda parte de la crónica de Poniatowska, aparece una imagen que condensa dos aspectos que serán centrales en esta sección del libro: una madre que, luego de días de enmudecer producto del shock causado por la muerte de su hijo, “dejó salir del centro de su vida, (...) un ronco, un desgarrado grito” (209). Esto es, por un lado, la presencia de la resonancia emocional del grito y, por el otro, la aparición de la figura de la madre, que como tipo encarnado en la “madre de familia” que firma muchos testimonios, se va desplegando en diversas voces que, sin embargo, narran una misma historia repetida, en la que las historias personales parecen por momentos deliberadamente confundirse, como queriendo significar que es un mismo sujeto colectivo, el pueblo, el que narra su experiencia.

La historia del dolor de la madre ante la muerte del hijo es la que en esta segunda parte le permitirá a Poniatowska instrumentalizar el recurso al lenguaje de lo familiar para hablar del conflicto de los estudiantes con el gobierno, que en la primera parte había aparecido bajo el signo conservador de la retórica del poder, y transformarlo. Si en la tradición condensada por Pedro Páramo, y según El laberinto de la soledad de Paz, el mexicano es un sujeto siempre en conflicto con y en búsqueda de su origen, es decir, un pueblo huérfano, aquí la relación se invierte al ser el duelo por la muerte de los hijos lo que se lamenta. Antinatural, la muerte del hijo interrumpe y desperdicia las vidas jóvenes y trunca, asimismo, la vida de los padres, en una misteriosa magia simpática en la cual la muerte parece poder “contagiarse”.

Los testimonios privilegiados en esta parte (en términos cuantitativos) son los femeninos, sobre todo, los de Mercedes, María Alicia y Margarita. A través de ellas se establece un nuevo ideologema que invierte el de la primera parte y que recorre no solo el libro de Poniatowska sino también otras reconstrucciones discursivas de la represión: el 2 de octubre de 1968, México, Patria filicida, ha matado a sus hijos: “La bayoneta -arma para el invasor- ¿quién la ordenó contra nuestros hijos? Manta de la Vocacional 7” (279). La masacre vuelve a invertir la dicotomía público-privado e implica una colectivización del sujeto familiar: ya no se trata de que cada madre llore la muerte de su hijo, sino de la solidaridad de una sociedad en la que cada madre se transforma en madre de todos los hijos: “Me han matado a mi hijo, pero ahora todos ustedes son mis hijos” (334); “en cada cadáver creía reconocer a uno de mis hijos” (307); “pero si no es nada más mi hijo: son los hijos de todos ustedes” (242). La transición entre lo privado y lo público, magia retórica mediante, se produce en tan solo una frase y remite a una colectivización de la conciencia parecida a la que opera en la consigna “Todos somos judíos alemanes” de la pancarta de la Vocacional que cita Monsiváis (232). La clásica búsqueda del padre, presente en Paz y en Rulfo, el odio paternal insistente en los testimonios de Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis (2012) como fatum mexicano, son reemplazados aquí por la búsqueda desesperada de los hijos heridos, presos o muertos.

Esta inversión de la retórica tradicional podría ser pensada desde una política de género, en tanto “la autora experimenta con los lugares comunes de la tradición revolucionaria mexicana, intentando subvertirla” (Perilli, 2002: 147-148). Sin embargo, al hacerlo, produce una nueva figuración mítica sobre la identidad nacional. Dado que, si hay algo tan, o incluso más, arraigado en la población mexicana que el machismo es, quizás el culto mariano.

2. La gramática del poder y su crítica: entre el ensayo y el testimonio

“Tlatelolco es incoherente...”

“Cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje”, establece Octavio Paz en Postdata (1969), el texto que funciona como epílogo, casi veinte años más tarde, para El laberinto de la soledad (1950) y que transcribe una conferencia dictada en Austin un año después de la Masacre de Tlatelolco. “La crítica de la sociedad -continúa Paz- [...] comienza con la gramática, con el restablecimiento de los significados” (2004: 274). Esa convicción, que también está en Carlos Fuentes, de que “el lenguaje es una renovada fundación del ser” (2004: 160) es la base de todas las consideraciones sobre el 68 mexicano como un momento de ruptura del “monopolitismo retórico del poder” (159). La declaración de Paz sería adecuada y locuaz si este no la utilizara para concluir que son los intelectuales los que deben iniciar esa “crítica de la gramática”. Puede pensarse que la actitud de guía intelectual y dirección que entraña esta postura de los ensayistas “nacionales” trae implícita una actitud paternalista, no muy diferente a la del discurso del poder y los medios en relación con el conflicto generacional que el Movimiento Estudiantil evidenciaba.

Efectivamente, Tlatelolco, como manifestación de la muerte de un tipo de sociedad, requería una renovación completa del lenguaje y de las formas genéricas que pudieran decir el horror de esos hechos, pero en el marco de una más amplia crisis de las formas literarias, el ensayo esencialista o cultural tradicional, tal como lo practican Octavio Paz y Carlos Fuentes en Postdata y Tiempo mexicano (1971), quizás comenzaba a parecer anacrónico ante las nuevas opciones expresivas que se perfilaban en el horizonte cultural. Monsiváis y Poniatowska, por su parte, parecen haber sido más perceptivos con respecto a los cambios del entorno y prestaron su oído a las nuevas jergas que escuchaban en la calle, a las técnicas de reproducción (fotografía, entrevista, procedimientos de fragmentación) que les brindaban los medios de comunicación, así como a los nuevos formatos de la crónica urbana y del testimonio periodístico a la hora de construir sus propios estilos de escritura y brindar soporte a sus obras sobre el 2 de octubre.

Jean Franco (1977) propone que luego del boom, la literatura hispanoamericana atraviesa una crisis que impone la necesidad de renovaciones estéticas por parte de los escritores. Entre las posibles respuestas que ella evidencia en la década del sesenta, establece una rama que corresponde a la no-ficción o al testimonio, en la que incluye a Poniatowska. No nos detendremos aquí en una enumeración de las características de un género que ya ha sido suficientemente estudiado[3], sino que quisiéramos profundizar en tres rasgos que nos permitirán comparar los ensayos de Fuentes y Paz con las crónicas de Monsiváis y Poniatowska como dos modos -éticamente y estéticamente diferentes- de posicionarse frente a los hechos y al discurso del poder.

La contraposición entre la visión que Paz y Fuentes tienen sobre la nacionalidad mexicana con respecto a Poniatowska y Monsiváis no es una novedad. Tanto Perilli (2002) como Franco (1994) ya han señalado la diferencia de los modelos de comprensión (o fabulación) sobre la Nación de Poniatowska con respecto a Fuentes. En cuanto a Monsiváis, Mudrovcic menciona que este cronista ha contribuido a que se produzca un cambio en “la idea de nación que circula en México” opuesta a la “esencia mexicana” diseñada por Octavio Paz (1998: 36).

En primer lugar, mientras que el ensayo cultural propone un enunciador individual distanciado, que interpreta los acontecimientos desde una altura intelectual que le da derecho a la emisión de “veredictos”; la crónica y el testimonio suelen construir, a partir del montaje de voces y documentos, una sensación de multiplicidad y fragmentación de puntos de vista que provoca la ilusión narrativa de encontrarnos ante un escenario más plural en el que todas las opiniones se dejan oír. Este procedimiento de composición puede sustraer a los ojos del lector, en muchos textos de no ficción aunque no en todos, la presencia de la voz autoral que se encuentra detrás de la selección y la disposición de los materiales. Esto es lo que sucede en La noche de Tlatelolco, donde las únicas intervenciones explícitas de la autora como voz -a diferencia de otros textos canónicos del género como los de Rodolfo Walsh u Oscar Lewis- son las narraciones en tercera persona firmadas con la rúbrica de “EP” que abren la primera y la segunda parte del libro. Pero “aunque su autofigu-ración sea mínima y elusiva”, “Poniatowska no abdica de su postura de mediadora” (Perilli, 2006: 102). Es ella la que está, como silencio, en las preguntas que impulsan los testimonios. Y también la que pone a discutir las voces en la arena polémica de la página. De esta manera, a partir de la firma de sus textos, Poniatowska demuestra que no resigna el control de su escritura (Perilli, 2002: 146).

En contraste, las crónicas de Monsiváis muestran una presencia mucho más evidente de la primera persona del escritor-periodista, cuyo trabajo de interpretación sobre los materiales se vuelve explícito. Según Mudrovcic, puede hablarse de una genuina “teoría monsivaíta de la identidad mexicana”, operada a través del “análisis sociológico de la cultura en su versión menos ortodoxa” (1998: 30) que llevarían adelante las crónicas de Días de guardar. La voluntad interpretativa tipificadora que Mudrovcic halla en Monsiváis no se encuentra en los textos de Poniatowska, como expresa Franco (1994) en relación a Hasta no verte, Jesús mío.

Una aún más fuerte presencia de la persona narradora aparece en los ensayistas, pero a través de una entonación que no teme adquirir tonos sacerdotales, en Paz, y proféticos, en Fuentes (Croce, 2015), los “intelectuales faro” de México analizan razonadamente los acontecimientos del Movimiento, la historia revolucionaria y el funcionamiento del PRI. Tanto Fuentes como Paz arraigan las causas inmediatas del descontento que se manifiesta en el 68, en los años previos de desarrollo económico y desigualdad social que sostuvo el gobierno post-revoluciona-rio. El análisis, aunque no errado, propone como salida del atolladero un modelo positivista de “desarrollo propio” basado en la confianza en una abstracta “justicia social”. Esta confianza en la democracia contrasta con la actitud escéptica de Monsiváis, que piensa que “lo ocurrido el dos de octubre cercena las perspectivas democráticas de México”. En su crónica sobre la manifestación del rector, extiende su crítica a los alcances de este sistema cuando postula las limitaciones de sus actos “respetuosos”: ellos carecen de virulencia, ignoran las razones de la “realpolitik” (1976: 248-251).

Una convicción antirrevolucionaria le permite a Paz asegurar que ninguna revolución es posible, pues degenera en “algún modelo de desarrollo” y que, asimismo, la protesta estudiantil no era revolucionaria porque “nadie quería cambios radicales”. Esa tesitura enunciativa puede compararse con la confianza que Carlos Fuentes expresa por la vía reformista para salir del embrollo de disconformidades sociales que son la herencia de Tlatelolco. La respuesta de Fuentes es apuntar hacia una “acción organizada de esas nuevas fuerzas” (1972: 187), amparado por la utopía de una nueva unidad o comunidad mexicanas, que contemple a campesinos, profesionales, periodistas, maestros e intelectuales, y que se lograría a fuerza de unas puramente retóricas “democracia” y “libertad política” (172-177). Eso sí, para ello, como proponía Paz, Fuentes requiere de la organización del pathos: para ganar la batalla ideológica, se debe establecer un vínculo entre el “elemento popular que siente pero que no comprende” y el “elemento intelectual”. Para ello, el esquema de interpretación que presta el ensayo como género se vuelve particularmente útil a la tarea tutelar del intelectual.

Frente a la propuesta de Fuentes, Monsiváis, supone que el Movimiento no se guía por razones o ideología, sino por decisión y emoción. Tratar de entender ese funcionamiento se vuelve la tarea del cronista-periodista que, aunque sin dejar de ejercer un oficio hermenéutico, parece abordar el panorama desde un punto de vista horizontal antes que vertical, desde un “yo testigo, yo aliado silencioso” (1976: 72). Lo mismo puede leerse en los testimonios de Poniatowska, pero a diferencia de Monsiváis esta autora confía el trabajo de interpretación antes bien al montaje que a las declaraciones autorales explícitas, y, como se verá, a procedimientos de repetición y yuxtaposición que apuntan a causar un efecto emocional en el lector.

La distancia entre la confianza en las salidas estatales y en el reformismo democrático de Paz y Fuentes[4] y la vía revolucionaria abierta por Monsiváis y Poniatowska coincide tal vez con el recorrido que lleva desde una visión desarrollista para pensar nuestras realidades hasta la postura asumida por la Teoría de la Dependencia, que establece que el lugar de “subdesarrollo” que ocupa América Latina no es una circunstancia sino una condición sine qua non del sistema global. Su análisis de los hechos es correlativo al lugar intelectual que ocupan: si el desgarramiento nacional manifiesto en Tlatelolco requiere una organización de las fuerzas democráticas que se han desatado, tanto Fuentes como Paz abogan por la necesidad de un “tutelaje intelectual”.

En segundo lugar, si el ensayo cultural, tal como lo desarrollan Paz y Fuentes, implica un trabajo de argumentación basado en una racionalidad tradicional o positivista, la fuerza que impulsa el texto en el collage de testimonios de Poniatowska es otra. La noche de Tlatelolco no avanza por encadenamiento de ideas lógico-causal, sino por acumulación de sentido y repetición. Es decir, se organiza por focos temáticos que funcionan a la manera de núcleos que van formando constelación. A ese ordenamiento que podría denominarse “asociativo” se suma la repetición de algunos testimonios, frases y conceptos a lo largo del libro, en diferentes momentos, al modo de ritornelos, por ejemplo, el slogan “pueblo únete” o la declaración “son cuerpos, señor” que hace un soldado a un periodista. Esa repetición en espiral hace que no solamente vaya surgiendo el sentido en el lector sino que, al repetirse, se vaya resignificando y adquiriendo cada vez mayor resonancia emocional. Probablemente por esta razón la crítica se ha referido al texto como una “partitura de tensión dodecafónica” o un “coro atronador” (Cervera Salinas, 2009: 100), así como se ha hablado de la utilización de una “técnica dramática” similar a la del corifeo de la tragedia clásica (Gliemmo, 1996).

Efectivamente, puede identificarse en La noche de Tlatelolco una insistencia en el aspecto sonoro de la narración de los acontecimientos, sobre todo, en la segunda parte durante la reelaboración de la matanza propiamente dicha: casi todos los testimonios resaltan el estruendo de los gritos, las balas, los llantos y los tanques, así como también los quejidos y las imprecaciones. La emoción, que no excluye el recurso del golpe bajo, es el motor del texto, y si “hablar de (el dolor) resulta casi intolerable” (208), los insultos, las lágrimas y el gesto surgen allí donde todavía no hay palabras para expresar la conmoción.

Si en La noche de Tlatelolco se propone la definición de un pueblo diferente al “pueblo” unido que quiere el PRI, en esa definición se juega lo que ese pueblo tiene de “pueblo-emoción”, en términos de Didi-Huberman, es decir, la representación de “los gestos del cuerpo y las mociones del alma” mediante los cuales “un pueblo hace saber lo que quiere y lo que piensa” (2014: 82) dando lugar privilegiado en esa representación a las manifestaciones emotivas o a la eficacia de las formas del pathos (lamentaciones, imprecaciones, gritos) que suceden “cuando unos ciudadanos se declaran oprimidos y se atreven a declarar su impoder, su dolor y las emociones que le son concomitantes” (91).

Una insistencia aún mayor en la dimensión pathológica de la lucha encontramos en la mirada de Monsiváis sobre el Movimiento. McLuhaniano, declara que “el medio es el mensaje” y que, por lo tanto, el surgimiento de una nueva cultura crítica de los jóvenes y los estudiantes en México es “interesante no por su ideología previsible o su conducta folklórica, sino porque más allá de las burlas, de las caricaturas [...] se encuentra un grupo que, de modo evidente, se niega a pertenecer a la Gran Familia Nacional. ¿La parábola del Hijo Pródigo?” (1976: 102). Es decir, que la oposición comporta ante todo un cambio de lenguaje y de conducta, en manos de estos grupos jóvenes y no, como pretendían Paz y Fuentes, de la tutela de la clase intelectual. Si, citando a Wittgenstein, Monsiváis tiene en claro que “no todo lo que puede ser pensado puede ser dicho”, se aboca a registrar, como en su menor medida también lo hace Poniatowska, la emergencia de nuevas “estructuras de sentimiento”, en términos de Raymond Williams (2009). Es decir, de cambios en la cultura y en la sociedad que aún no están “precipitados” en ninguna teoría o libro, sino “en solución” para que el arte y la escritura los capte antes que nadie.

“...Pero la muerte no lo es”

Finalmente, un foco de preocupación de los escritores a la hora de intentar comprender Tlatelolco es la pregunta por las causas, la cual lleva inmediatamente a intentar encontrar antecedentes, es decir, recurrir al pasado para dar cuenta del presente. Sin embargo, la historia a la que se recurre en cada caso puede ser muy diferente. Jean Franco (1977) hace referencia a que, durante los sesenta, surge en la narrativa hispanoamericana un nuevo modo de comprender y dar cuenta de la historia:

En América Latina, la aceptación de una teleología hegeliana siempre produce contradicciones, puesto que la historia se presenta no como un desarrollo inevitable y continuo sino como un proceso deformado o frustrado (...). En ciertos escritores, este concepto de la historia ya no como progreso a un mundo mejor sino como un callejón sin salida, impacta en la propia narrativa. (5)

Si bien Franco dice esto a propósito de Arguedas, Roa Bastos y Revueltas, la misma concepción fatalista y cíclica de la historia (Islas Flores, 2014) puede leerse en Tiempo mexicano y Postdata, así como en otras obras de Paz y Fuentes como El laberinto de la soledad o la novela La región más transparente. Tanto uno como otro autor recurren a la historia antigua precolombina para explicar los acontecimientos político-sociales del 68. Proponen continuidades con el Imperio azteca y su tradición de dominio y sojuzgamiento del resto de los pueblos de Mesoamérica en tanto postulan la Masacre como una inversión de la “Noche Triste” de la Conquista (Royo, 2009). Asimismo, describen la represión como un “sacrificio ritual” en el que “los dioses siguen pidiendo sangre”.

Aunque ambos autores ensayan explicaciones económicas y políticas basadas en las décadas inmediatamente anteriores al conflicto, sin embargo, recurren como última explicación de los hechos a la teoría de los “Dos Méxicos”, resumida en la conjunción “Olimpíada y Tlatelolco”. De un lado, el México “moderno”, es decir, del progreso, la civilización y el liberalismo; y, enfrente, el “otro” México, azteca, primitivo, bárbaro, que resurge cada tanto, en una dialéctica superficie/profundidad propia del esencialismo. Esta determinación de elementos invariables de un pasado ahistórico y esta hermeneusis de la historia en términos de mito y de símbolo corre el riesgo de caer en la justificación de la represión como la expresión de una identidad o esencia mexicana imposible de eludir (Croce, 2015) y puede conducir a evadirse del ejercicio de adjudicación de responsabilidades.

Frente a la apelación a la historia antigua como fuente última de justificación de los hechos de la masacre, Poniatowska y Monsiváis prefieren remitirse a la historia contemporánea y reciente de México. En el caso de La noche de Tlatelolco, contamos con un recuento exhaustivo focalizado en la cronología de los meses que se atienen al Movimiento. En “Primero de agosto de 1968. La manifestación del rector”, para reseñar los hechos de la manifestación de Barros Sierra, Monsiváis se remite a los antecedentes tanto inmediatos de la represión al movimiento estudiantil (22, 26 y 30 de julio) como lejanos (historia del movimiento no solo estudiantil, sino obrero y ferrocarrilero desde los años 50), a la vez que intercala con imágenes y “generalizaciones” de tipos humanos involucrados en el Movimiento. De este modo, ambos autores instituyen un corte con las grandes continuidades históricas que proponían Paz y Fuentes. Es que lo que se establece, en ambos casos, es la contundencia y la irreversibilidad de la muerte. Nada de explicaciones metafísicas ni esencialistas: “La noche triste de Tlatelolco (...) sigue siendo incomprensible. Tlatelolco es incoherente, contradictorio. Pero la muerte no lo es” (217), establece Poniatowska.

A este respecto, se vuelve necesario deternerse en las evocaciones que el título La noche de Tlatelolco y los textos náhuatl de la Visión de los vencidos que Poniatowska cita para cerrar la primera parte de su texto suponen, así como la técnica del collage que comparte con este. En tanto se trata de apelaciones a referencias prehispánicas, Poniatowska no parece encontrarse tan alejada de la vertiente hermenéutica que intenta explicar Tlatelolco por el pasado indígena (Perilli, 1996) a la que adscriben Octavio Paz y Carlos Fuentes. Sin embargo, mientras que la apelación al pasado precolombino es la clausura de la interpretación de los ensayistas, es decir, sirve como razón psicológica última e inevitable de los actos represivos, el texto de Poniatowska apela a estas referencias trágicas evidentes en el armado de su crónica para ponerlas a discutir con el contenido de los testimonios, las palabras y los documentos que va citando. Ratifica esta opinión citando a Monsiváis:

Lo inexplicable de lo sucedido en la Plaza de las Tres Culturas es lo explicable de la necesidad de dominio de una clase en el poder. Mas disponer de interpretaciones lógicas de Tlatelolco no es aminorar el mundo irracional que ha desatado. Más irracional que la matanza surge el deseo de establecer que no sucedió, que no hay responsabilidad ni la puede haber. Carlos Monsiváis, “Aproximaciones y reintegros”, “La Cultura en México”, n° 453, 14 de octubre de 1970, Siempre! (293).

Tlatelolco puede ser incomprensible o, lo que vendría a ser similar, puede ser producto de “fuerzas ancestrales”, pero eso, para Poniatowska no hace más que habilitar la necesidad aún más apremiante de una solución presente. Aún más contundente en su rechazo a las explicaciones “folklóricas” de la masacre, Monsiváis propone evadir la simplificación de recurrir a la obsesión mexicana por la muerte, transformada en un rito for export: “México ha vendido el culto a la muerte y los turistas sonríen, antropológicamente hartos” (Monsiváis, 1976: 295). Por el contrario, este autor supone que:

En Tlatelolco, sin interpretaciones ontológicas, sin intervenciones del folklore, sin tipicidad ni son et lumiere, la obsesión mexicana por la muerte anuncia su carácter exhausto, impuesto, inauténtico. La Historia condena las tesis literarias y románticas y en Tlatelolco se inicia la nueva, abismal etapa de las relaciones entre un pueblo y su sentido de la finitud (304).

3. Reflexiones finales Ayotzinapa, la última noche triste

Para finalizar, restaría considerar las consecuencias que el 68 ha dejado en la sociedad mexicana y en la elaboración crítica de sus reclamos posteriores. Con respecto a este punto, Poniatowska coincide con el consenso del discurso historio-gráfico y de la opinión general en establecer en Tlatelolco el origen de un proceso de toma de conciencia crítica, progresiva politización y movilización de la sociedad civil (Aboites Aguilar, 2004; Allier Montaño, 2009). Eso queda claro en el prólogo que escribe para una de las reediciones, en 2012, en el que establece una continuidad de las luchas sociales posteriores a Tlatelolco (la guerrilla en Guerrero, el surgimiento del EZLN, el repudio a la guerra contra el narcotráfico de Calderón, los reclamos por la represión a los habitantes de Atenco en 2006, entre otros).

Pero así como habría desde Tlatelolco una progresiva organización y toma de conciencia social en el pueblo mexicano, ese crecimiento fue directamente proporcional a la escalada de violencia y represión con la que el Estado Mexicano siguió sofocando esos movimientos. Un lamentable ejemplo lo brindan los episodios aún no esclarecidos de Ayotiznapa, el 26 de septiembre de 2014, de los cuales quedó un saldo de 43 desapariciones forzadas. Si Tlatelolco trasladaba la revulsión social al centro de la ciudad, Ayotzinapa desmiente la colocación exclusivamente urbana del grupo estudiantil: ahora, se trata de los alumnos de una escuela rural, agrupados bajo la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM).

Es imposible que el asesinato, la tortura y la desaparición de los normalistas del estado de Guerrero no traiga resonancias del 2 de octubre. La misma desproporción entre la provocación y el castigo. El mismo desequilibrio entre los armamentos policiales y la indefensión de jóvenes a los que dispararon por la espalda. La misma criminalización posterior de los normalistas por parte de los medios de comunicación oficiales. La misma desmesura de la violencia represiva. La misma premeditación fraguada desde las altas cámaras gubernamentales.

Al día de hoy, a más de tres años de la tragedia, es numeroso el número de obras artísticas y periodísticas que circulan en relación a la masacre, desde el temprano estudio cronológico de los hechos que Esteban Illades publica en la revista Nexos en enero de 2015 hasta el libro de testimonios recogidos por John Gibler en Una historia oral de la infamia: los ataques a los normalistas de Ayotzinapa (2016). En relación a este último texto, el reenvío al libro fundacional de Poniatowska se produce automáticamente a partir de la adscripción genérica a la “historia oral” como narrativa alternativa a la historiografía académica tradicional y como constancia de presencia de las voces de los involucrados. En contraposición a la crónica de Illades, el texto de Gibler retoma las conclusiones del “Informe Ayotzinapa” del GIEI (Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, 2016) que confirma las hipótesis de los padres y desmiente la versión oficial difundida por la Procuraduría General de la República. A través de los testimonios de los padres, de trabajadores-testigo del cementerio de Cocula y de fragmentos de comunicados de prensa e informes del GIEI y del EAAF (Equipo Argentino de Antropología Forense), Gibler elabora un montaje narrativo que desmiente la posibilidad de que los 43 estudiantes desaparecidos hayan sido incinerados en el basurero de Cocula. De esta manera, frente a la “verdad histórica” del Estado nacional que pretendía limitar las responsabilidades a policías corruptos del municipio de Iguala y a sicarios del cartel Guerreros Unidos, Historia oral de la infamia propone una responsabilidad conjunta de las fuerzas municipal, estatal y federal, como se analiza en el prólogo del volumen, “Ayotzinapa: historia de lo imposible” (5).

La diferencia con respecto a 1968 apunta a la escalada de la impunidad y de la violencia estatal durante todos estos años: ahora no se trata solamente de un gobierno y un poder asesinos sino directamente asociados a organizaciones criminales y al narcotráfico, en una pareja que no deja de azorar por el nivel de descaro con el que funciona. ¿La nota irónica? Todo lo desencadenó la toma de “camiones” (nuestros “colectivos”) de los estudiantes para ir al acto por el 2 de octubre en el DF.

Bibliografía

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Notas:

[1] Utilizamos el concepto de ideologema tal como lo define Jameson, es decir, como el enunciado de un discurso de clase, como “una pseudoidea -un sistema conceptual o de creencias, un valor abstracto, una opinión o prejuicio-, o ya sea como una protonarración, una especie de fantasía de clase última sobre los ‘personajes colectivos’ que son las clases en oposición” (71).

 

[2] Como se puede ver en el siguiente testimonio: “¿Qué se han creído estos mozalbetes? Lo primero que yo les pediría son sus calificaciones” de Yolanda Carrera Santillán, Cajera de la farmacia El fénix (2015: 117).

 

[3] Para este tema es conveniente tener en cuenta los aportes de Ana María Amar Sánchez (1990; 1992).

 

[4] De hecho, si bien Octavio Paz estableció una crítica más concreta al poder gubernamental al renunciar a su cargo como embajador en la India cuando sucedió la Masacre, es conocido el apoyo de ambos intelectuales a los gobiernos priístas. Fuentes fue un acérrimo defensor de las políticas de apertura de Salinas de Gortari, la más polémica de las cuales fue el TLT con Estados Unidos y Canadá en 1994 y dedica el final de “La disyuntiva mexicana” a ensalzar las soluciones del sucesor de Díaz Ordaz, Luis Echeverría, Secretario de Gobernación durante la Masacre.

 

ensayo de Solange Victokt (Argentina)
Instituto Interdisciplinario de Estudios e Investigaciones sobre América Latina
Universidad de Buenos Aires UBA

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas CONICET

 

Publicado, originalmente, en: Telar. Revista del Instituto Interdisciplinario de Estudios Latinoamericano 19 (julio-diciembre/2017) ISSN 1668-2963

Telar es una publicación semestral del Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán, Argentina

Link del texto: http://revistatelar.ct.unt.edu.ar/index.php/revistatelar/article/view/348

 

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