¿Quién
dice que el cine no puede ser ordeñado, aunque ya sus ubres no tengan
leche? Nada más vayan a ver la película que ahora se estrena con el título
de La familia de mi novia: Los pequeños Focker (2010), dirigida
por Paul Weitz, tercera en una saga donde lo único asombroso es lo poco
sorprendente que resulta este tira y encoge de chistes sobre lo mismo: las
relaciones familiares.
Acepto
que hay algunas secuencias buenas, pocas, pero suficientes para salvar a
este filme del desastre total. El problema viene si hemos visto los
avances de la cinta (lo que es muy probable). En dichos avances nos
recetan las situaciones más humorosas de la película. O sea, los
estudios encargados de esta nueva aventura de los Focker apostaron –del
todo– a la publicidad en pantalla.
El
resultado es lógico: lo mejor del filme ya se había visto con sus
respectivos avances. Ahora, la película nos ofrece un par de situaciones
humorosas nuevas, y punto. El resto del argumento pellizca en la misma
nalga y transcurre como una perinola, gira y gira sobre lo mismo, sin
caerse, como el trompo aquel del final de la película El
origen (Inception).
El
problema no es que este largometraje se parezca tanto a los otros dos
anteriores. Mal que bien, las comparaciones no dejan de ser odiosas. Lo
molesto es lo que se parece a sí mismo durante todo el metraje, como si
fuera un rutinario animal de costumbres que, de pronto, de rato en rato,
sacude su cuerpo para hacernos reír: hay poca imaginación de parte de
los guionistas. Eso es todo.
Lo
cierto es que el argumento recupera el suplicio del “oprimido” Greg
Focker cuando se encuentra ante su suegro Jack Byrnes,
como si se tratara de un rezo de letanías. Tampoco los actores Ben
Stiller (Greg) y Robert de Niro (Jack) hacen mayor esfuerzo para renovar
sus personajes ni el director Weitz les exige mayor cosa.
