Literatura peruana José María Arguedas descubre al indio auténtico
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Los
escritores peruanos descubrieron al indio cuatro siglos después que los
conquistadores españoles y su comportamiento con él no fue menos
criminal que el de Pizarro. Ocurrió hace medio siglo. Era la época del
modernismo y lo exótico estaba de moda. Herederos del simbolismo, loa
novecentistas vivían fascinados por las ciudades lejanas y adoraban los
tapices persas, las lacas y sedas de China, los biombos japoneses, la
pintura caligráfica. Y, de pronto, descubrieron al alcance de la mano un
universo inexplorado, hermético: los Andes. Sobrevino entonces una
verdadera inundación en la literatura peruana: los motivos
"andinos" anegaron los escritos modernistas, poemas y relatos se
poblaron de llamas, vicuñas, huanacos, ponchos, indios, huaynos, chicha y
maíz. Ventura García Calderón, que probablemente no había visto un
indio en su vida, publicó un libro de cuentos que fue célebre en Europa:
La venganza del cóndor. Traducido a diez idiomas, valió a su
autor ser mencionado entre los candidatos al Premio Nobel. En esos
relatos, García Calderón deleitaba a sus lectores refiriéndoles las
costumbres de unos personajes de grandes pómulos cobrizos y labios
tumefactos que, en las alturas andinas, fornicaban con llamas blancas y se
comían los piojos unos a otros. Casi al mismo tiempo, aparecieron los "Cuentos
Andinos" de Enrique López Albújar: un impresionante catálogo
de depravaciones sexuales y furores homicidas del indio, al que López Albújar,
funcionario del Poder Judicial en distintos lugares del Perú, sólo
parece haber visto en el banquillo de los acusados. Y el poeta José
Santos Chocano, ese simpático aventurero que ignora los escrúpulos en la
literatura y en la vida, comienza a fabricar rimas y sonetos en los que
canta a los indios de "soñadora frente y ojos siempre dormidos” y
evoca las desdichas de la "raza vencida" con la misma
desenvoltura con que adula a Alfonso XIII y al dictador Estrada Cabrera,
su protector. En realidad, ninguno de
los modernistas ve en el indio otra cosa que un tema de composición
literaria. Todos
ellos pertenecen a la burguesía de la costa y en el Perú las clases
sociales están separadas desde la Colonia por un sistema de
compartimentos estancos: un limeño de clase media puede pasarse la vida
sin ver a un indio. Los
modernistas conocían la realidad andina de oídas, en el mejor de los
casos tenían de ella una visión exterior, turística. El indio les era
esencialmente extraño y nada en sus escritos nos asegura que lo
consideraran un semejante. Lo que los llevó a utilizarlo como motivo
literario, fue justamente la diferencia que veían entre ellos y ese
hombre de piel de otro color, de lengua y costumbres distintas.
Nada tiene de raro, pues, que el testimonio modernista sobre el indio
fuera falso y caricatural. ¿Cómo
hubiera podido ser de otro modo? Un escritor responsable escribe siempre a
partir de una experiencia y los modernistas no tenían la menor
experiencia y los modernistas no tenían la menor experiencia de lo indígena.
Tampoco hablaban de los indios movidos por un sentimiento de solidaridad,
sino por amor a lo raro, por esnobismo. Su actitud profunda hacia lo indígena
era la curiosidad y el desdén. Conviene recordar quo el modernismo
coincide en el Perú con el apogeo del "hispanismo", ese
formidable simulacro ideológico que tuvo como teórico principal,
precisamente, a un novecentista: José de la Riva Agüero. El
"hispanismo" consistió, de un lado, en la justificación sistemática
de la conquista y en la defensa, indiscriminada y beata, de los aportes
españoles a la historia del Perú. De otro, en una abyecta empresa de
rebajamiento y desprecio del pasado precolombino y de la realidad indígena
contemporánea, Aristócrata, intoxicado de erudición y de prejuicios,
Riva Agüero se sumerge resueltamente en el ridículo en 1920 (nunca más
saldría de el) con un libro hinchado de pretensión y de citas, El Perú
histórico y artístico, escrito para demostrar que el Perú recibió
durante la Colonia numerosas familias ilustres de Burgos, que se asentaron
y perpetuaron en él, y dieron origen a una élite de "sangre azul»
nacional, en la que, claro está, figura su familia. Siempre dispuesto a
perdonar las matanzas y saqueos de la conquista, y a explicar el letargo
cultural de la colonia, Riva Agüero es implacable cuando señala los
defectos de las víctimas. Los incas, dice, eran "una tímida grey de
esclavos taciturnos”, “acostumbrados al yugo, añade, acogía con
tranquila indiferencia a los nuevos amos, cualquiera que fuesen”. “Es
la quechua, una raza dulce, soñadora y quejumbrosa, fina aún en medio de
su presente degradación". Todos los modernistas compartían el
"hispanismo" de Riva Agüero y bajo las fórmulas de
paternalismo hipócrita que empleaban para hablar del indio, alentaban
sentimientos racistas. En estas condiciones, era imposible que escribieran
sobre él de manera veraz. La
falsificación de los temas andinos por la literatura modernista, originó
una reacción radical; en términos dialécticos, diríamos que provocó
una antítesis. Contribuyó a ello la Revolución Mexicana, al propagar
por todo el continente un afán de reivindicación de los valores autóctonos.
Seducido por el ejemplo de los naturalistas mexicanos, José Saboga inicia
en el Perú, un movimiento plástico inspirado en el paisaje y el hombre
de los Andes. En el crepúsculo del modernismo, de sus ruinas, surge un
grupo de escritores y poetas que se propone elaborar una literatura
"indígena”. Este movimiento bien intencionado, adoleció por
desgracia, de defectos capitales. En primer lugar su parasitismo ideológico.
Los nativistas se alimentaban de aquello que querían combatir: el
"hispanismo”. Alejandro Peralta, Nazario Chávez Aliaga, Emilio
Armazzo y otros “nativistas”, en efecto, enfrentaron a los prejuicios
de la literatura costeña y blanca, un sistema equivalente de prejuicios
serranos e indigenistas. Al hispanismo de principio de los novecentistas,
respondieron con una hostilidad, también de principio, contra lo hispánico
y, por extensión, contra lo accidental. Un historiador de talento, Luis
F. Valcárcel llegó incluso a afirmar en su libro Ruta cultural del
Perú que los monumentos arqueológicos coloniales son ajenos a la
nacionalidad y que Lima y la costa representaban el "anti-Perú".
De este modo, se establece en la vida cultural peruana un maniqueísmo
artificial que trae como consecuencia inmediata la deformación de la
realidad, por escritores de ambos bandos. Porque
resulta que el Perú no es "español" ni
""indio", sino esas dos cosas y, además, otras. Existe
también una comunidad "mestiza" y pequeños grupos democráficos
dotados de personalidad propia: negros, chinos, indígenas selváticos. El
proceso de integración de las dos unidades demográficas principales, la
blanca y la india, es muy lento, pues ambas comunidades se mantienen
separadas por una estructura económica que, desde la colonia, impide al
indio incorporarse a la vida oficial y concentra todos los privilegios
—el dinero, la tierra, el poder político— en manos de una casta, que
a su vez constituye una ridícula minoría dentro de la minoría blanca.
La integración sólo comenzará a ser efectiva cuando aquella estructura
sea reemplazada por otra, que destruya las barreras económicas que hoy
separan a blancos, indios y mestizos y ofrezca a todos las mismas
posibilidades. Pero atengámonos a la situación actual del Perú. La
integración no se ha producido ni puede producirse dentro del sistema
vigente. Por lo tanto, resulta una pretensión irreal querer fundar una
literatura peruana, exclusivamente en función de una de las comunidades
culturales, renegando de las otras. No sería menos iluso creer que puede
surgir una "literatura proletaria" mientras la burguesía siga
en el poder. El "hispanismo” y el "indigenismo” son
tentativas de ese género y su fracaso se explica por la escasa noción de
la realidad histórica de sus autores. Lo mismo ocurre con esos efímeros
movimientos que se llamaron "criollismo” y "cholismo”, de
perspectivas más ingenuas todavía, pues se empeñaban en reducir lo
nacional, a un mestizaje que sólo existe actualmente como fenómeno
localizado, incipiente y primario. Por
lo más, los indigenistas, aunque albergaban hacia el indio sentimientos
generosos, tampoco estaban en condiciones de hablar de él con
autenticidad. Su nativismo era intelectual y emocional, no se respaldaba
en un conocimiento directo e Intimo de la realidad andina. Los indios de
Peralta o de Chávez Aliaga son los mismos que aparecen en las tarjetas
postales; sus paisajes, los de un álbum de turistas. Se trata de un
"indigenismo" epidérmico. Basta echar una ojeada a dos poemas
de Peralta: |
Ha
venido el indio Antonio con
el habla triturada y los ojos como candelas. En
la puerta ha manchado las cortinas de sol. De
las cuevas de los cerros los
indios sacarán rugidos como culebras para
amarrar a la muerta (El
indio Antonio) Titicaca
emperador En
los hombros su peplum de alas de prusia (Titicaca
emperador) |
Decididamente,
la visión es tan extranjera como la de cualquier modernista, algo más
demagógica también. Con una diferencia, sin embargo: aquellos elegían
mejor sus modelos estéticos, imitaban a Verlaine o a Darío y Peralta
copia a Marinetti. Es una de las razones por las que, de acuerdo con
premisas estrictamente literarias, el modernismo peruano dejó algunas
obras de valor, en tanto que resulta muy difícil encontrar textos de
calidad en las publicaciones nativistas. Ello se debe, asimismo, a un
vicio introducido por los indigenistas y que todavía causa estragos. A
pesar de sus prejuicios intelectuales y sociales, los modernistas tenían
cierto respeto por su oficio de escritores. No es sorprendente: se trataba
de adoradores de la forma. Los indigenistas, que detestaban el
“formalismo" modernista, reaccionaron concentrando toda su atención
en el "contenido", en los temas, y desdeñaron tanto los
problemas de procedimiento, los métodos de la creación, que acabaron
escribiendo con los pies. Olvidaron que la literatura, sólo puede ser un
instrumento en tanto que tal, es decir que un poema o una narración debe
justificarse estéticamente para ser eficaces vehículos ideológicos. La
significación moral y social de una obra presupone un coeficiente estético.
Si no es así, no hay literatura. Las buenas intenciones no sirven
para nada si no van acompañadas, o precedidas mejor, de eso que los románticos
llamaban “inspiración”, los simbolistas "rigor" y los
realistas "conciencia profesional”. El escritor tiene un compromiso
con los demás y, a la vez, consigo mismo; con su tiempo y, simultáneamente,
con su propia vocación. La literatura es un medio, pero también un fin,
para ser "útil" debe primero existir. Conviene recordarlo a
esos poetas que se llaman "revolucionarios" e incurren en
nuestros días en el error de los indigenistas de hace treinta años: ser
un buen poeta no consiste en ser un buen militante. El
fracaso del indigenismo fue doble: como instrumento de reivindicación del
indio, por su racismo al revés y su criterio histórico estrecho, y como
movimiento literario por su mediocridad estética. Hispanistas e
indigenitas levantaron una doble barrera de prejuicios y exclusivismos
paralelos que, en la práctica, se tradujo en testimonios literarios inauténticos
y falaces de la realidad indígena. Las princesas incas de Chocano son tan
irreales como el emperador Titicaca con su peplum de alas de Prusia de
Alejandro Peralta. Ambas ficciones expresan un mundo por la más frágil y
provisional de sus características: el decorado. En definitiva, no son
representaciones estéticas, trasposiciones de una realidad, sino simples
construcciones del espíritu sin asiento histórico ni social. Por caminos
muy distintos, hispanistas o indigenistas, fueron víctimas de una misma
alienación y responsables de una impostura idéntica. Los
primeros en superar estas contradicciones y romper el círculo vicioso en
que giraba la literatura peruana son César Vallejo, en poesía, y José
María Arguedas, en la narrativa. José
María Arguedas publica en 1935 un volumen de cuentos. Agua; cinco
años más tarde aparece su novela Yawer Fiesta; en 1954, Diamantes
y Pedernales y en 1959 se imprime en Buenos Aires su obra principal, Los
Ríos Profundos. Con estos libros el indio ingresa de verdad en la
literatura peruana y también la belleza y la violencia sombrías de los
Andes, sus contradicciones cruciales, su poesía tierna y sus mitos. A
diferencia de sus predecesores, Arguedas no habla de los indios de oídas,
no tiene de ellos una información precaria; los conoce desde adentro y es
lógico pues, culturalmente hablando, ha sido un indio. Arguedas, que nació
en Andahuaylas en 1911, muy niño quedó huérfano de madre y fue obligado
a vivir en el pequeño pueblo de San Juan de Lucanas, donde por
circunstancias crueles, tuvo que compartir la vida de los sirvientes indígenas.
Aprendió a hablar el quechua y su infancia fue tan dura como la de
cualquier indio. Conoció en carne propia y a una edad en la que los
recuerdos, se graban con fuego en el corazón del hombre, la injusticia
radical de que es víctima el indígena. Su adolescencia transcurrió
entre indios, en el desolado paisaje de los Andes que recorrió durante años
en todas direcciones. Cuando en 1929 llegó a Lima, hablaba con dificultad
el español y debió sufrir mucho para asimilar totalmente la lengua y las
costumbres del hombre de la costa. Lo consiguió al cabo de grandes
esfuerzos, pero sin renegar ni olvidar su juventud india, de la que sería
siempre integralmente solidario. Más todavía, esta lealtad hacia los
Andes influyó en su vocación literaria de manera decisiva. Cuando llegó
a Lima y leyó algo de literatura peruana sufrió, según sus propias
palabras, "una gran decepción porque las obras más famosas de la
época mostraban a los indígenas como seres decadentes”. "Entonces,
nos dice, sentí una gran indignación y una aguda necesidad de revelar
la verdadera realidad humana del indio, totalmente diferente de la
presentada por la literatura imperante". Y empezó a escribir. Ni
su experiencia vital de la sierra, ni el sentimiento de legitima indignación
que sirvió de estímulo a su vocación, bastan para explicar la
importancia de la obra de Arguedas, claro está. Su vinculación, honda y
personal, con la realidad que evocan sus libros de nada serviría,
literariamente hablando, si Arguedas no fuera un gran creador, uno de los
más puros y originales que han nacido en América. Estos adjetivos han
sido derrochados, atribuidos abusivamente y han perdido su eficacia, pero
en él caso de Arguedas son insustituibles. Suele emplearse la palabra
pureza para calificar la intención que preside una obra, en juicio críticos
de misericordia; todos hemos acabado por creer con Gide que las buenas
intenciones producen mala literatura. Otras veces, se utiliza para
designar el contenido de una obra y así se llama "puros" a los
poetas que fundan, su poesía en la perfección de un lenguaje o a los
esteticistas que anteponen la belleza a la verdad. La obra de Arguedas es
pura en el sentido clásico, constituye una búsqueda simultánea de la
belleza y la verdad y, por lo mismo, un combate contra las imposturas históricas
y la mentira sustancial que significa en literatura la falta de rigor, el
descuido formal, el libertinaje retórico. Obra íntimamente vinculada a
una vida, su significación moral parece una prolongación espontánea de
la propia biografía de Arguedas. Porque este hombre tímido y austero,
conmovedoramente modesto, victima muchas veces, se ha sentido siempre
concernido por la injusticia ajena. Es revelador ese episodio de su
juventud, en Pampas, un pueblecito serrano donde Arguedas presenció
cuando tenía quince años escenas que le horrorizaban. Esa noche, solo,
dejó escrita su protesta en las calles del lugar, que cubrió de
inscripciones y carteles. También es revelador que, en Sicuani, diera
clases gratuitas de castellano a los indios. El sentimiento de rebeldía y
amor que inspira estos actos es el mismo que impregna toda su obra y da a
ésta su fascinante dimensión moral. Casi
todos los libros de José María Arguedas están dedicados a los Andes. Sólo
su novela El Sexto (1961) es de ambiente limeño y aún en este
testimonio atroz sobre la prisión de Lima donde Arguedas fue
arbitrariamente encarcelado en 1937 por la dictadura de Sánchez Cerro, la
sierra asoma también en páginas que constituyen tal vez lo más logrado
del libro; la majestuosa procesión de los cóndores cautivos por un
pueblecito andino, el episodio del niño serrano violado por los vagos. En
sus otros libros, la sierra y el indio ocupan siempre el primer plano de
la narración. Pero
Arguedas no solo difiere de los escritores peruanos que han tratado temas
andinos por su conocimiento de la sierra, también por la actitud con que
se enfrenta a esta realidad. Arguedas no muestra hacia el indio
conmiseración, benevolencia, ninguno de esos sentimientos que expresan
sobre todo una distancia entre quien escribe y aquello sobre lo que
escribe, sino una identidad previa y total: habla de la sierra como de sí
mismo. Por eso, aunque; señala vicios y haga críticas, jamás parece un
juez, siempre un testigo imparcial. Esta actitud se manifiesta en la
serena desenvoltura de su prosa, en su particular acento de sinceridad.
Ahora bien, nadie puede engañarse. Argueda es un escritor objetivo, pero
a partir de una adhesión primera y radical con el indio. Esta adhesión
nace de su amor por él, de la fascinación que ejerce en Arguedas la
cultura quechua. No olvidemos que una gran parte de su labor intelectual
ha consistido en la recopilación y traducción al español del folklore
indígena. En Canto quechua (1938) Canciones y cuentos del
pueblo quechua (1948). Cuentos mágico-realistas y canciones de
fiestas tradicionales en el valle del Mantaro (1953), Arguedas rescata
mitos, leyendas y poemas indígenas, que vierte bellamente al español,
con un fervor y cuidado que muestran hasta qué punto es profunda su
identificación espiritual con la cultura andina. Pero
lo principal de su obra son sus libros de ficción. En sus novelas y
cuentos, José María Arguedas consigue —el primero en América
Latina— reemplazar los indios abstractos y subjetivos que crearon
modernistas e indigenistas, por personajes reales, es decir seres
concretos, objetivos, situados social e históricamente. Las dificultades
que tuvo que vencer para llevar a cabo esta empresa eran enormes, pueden
medirse por el fracaso de sus predecesores. En efecto, no bastaba conocer
de cerca al hombre de los Andes y hablar su lengua. Había que encontrar
un estilo que permitiese reconstituir en español y dentro de perspectivas
culturales occidentales, un mundo cuyas raíces profundas son diferentes y
hasta opuestas a las nuestras. El obstáculo principal, claro está, era
el idioma. El indio habla y piensa en quechua; sus conocimientos del español
son rudimentarios, a veces nulos. El indígena que baja a la costa y se
convierte en sirviente no abandona su lengua materna, pero por necesidad
aprende un español elemental y práctico, que le sirve para comunicarse
con el blanco; este español empobrecido no representa en modo alguno el
habla del indio, como parecen creerlo los indigenistas que hacen hablar a
sus personajes indios entre ellos en ese dialecto bárbaro y adulterado de
los sirvientes de la costa. Hasta un escritor del talento innegable de
Ciro Alegría ha caído a veces en esta trampa, que es también una
mistificación: resulta lo mismo que se hiciera hablar a los obreros
argelinos de París entre ellos en el francés balbuceante y caricatural
que emplean con los franceses. La solución residía en encontrar en español
un estilo que diera por su sintaxis, su ritmo y aún su vocabulario, el
equivalente del idioma del indio. Los indigenistas reducían todo a
una superchería fonética. Arguedas ha conseguido llevar a los lectores
de habla española una traducción del lenguaje propio del indio. Y
de este modo pudo, a la vez, recrear en español el mundo intimo del
indio, su sensibilidad, su psicología, su mítica: ya sabemos que todas
las características emocionales y espirituales de un pueblo se hallan
representadas en su lengua. La impresión de
autenticidad flagrante que tenemos ante los indios de Arguedas, proviene
ante todo de su manera de hablar. El lenguaje los define de inmediato, los
singulariza, les da un relieve propio. Recordemos las épicas placeras de
Abancay que aparecen en Los Ríos Profundos, los comuneros kayaus
de Yawar Fiesta, el danzante de La agonía de Rasu Ñiti:
son personajes de sicología inconfundible, ligados a la naturaleza por un
complejo sistema de vínculos sensoriales y emotivos, unidos entre sí por
una comunidad de intereses, creencias y actitudes. Se trata de seres que
reaccionan ante los estímulos de la realidad exterior con actos
originales, cuyos dolores y alegrías se expresan con modalidades típicas.
José María Arguedas es el primer escritor que nos introduce en el seno
mismo de la cultura indígena y nos revela la riqueza y la complejidad anímica
del indio, de la manera viviente y directa con que sólo la literatura
puede hacerlo. Sería muy extenso (e inútil, no se trata aquí de
analizar estilísticamente la obra de Arguedas, sólo de señalar su
situación en el proceso literario peruano), describir los procedimientos
formales que emplea Arguedas. Señalemos uno, sin embargo: la ruptura
sistemática de la sintaxis tradicional, que cede el paso a una organización
de las palabras dentro de la frase, no de acuerdo a un orden lógico, sino
emocional e intuitivo. Cuando hablan, los indios de Arguedas expresan ente
todo sensaciones y de ellas derivan los conceptos. Hagamos un alto momentáneo en ese inolvidable tercer capitulo de Yawar Fiesta titulado: "Wakawak'ras trompetas de la tierra". En el primer capítulo, Arguedas describe el escenario geográfico y social de su historia; el pueblo de Puquio se yergue como una pirámide jerárquica, con barrios, casas y habitantes rigurosamente diferenciados según se trate de comuneros indios, mestizos comerciantes o blancos propietarios. En el segundo capítulo traza la historia del pueblo: asistimos al proceso que dio a Puquio, en su origen, comunidad india, su actual conformación. Arguedas evoca el despojo de las tierras comunales por los blancos arruinados con el Cierre de sus minas, que los obligó a convertirse en hacendados y ganaderos. Esos dos capítulos son como el prefacio de la novela, las coordenadas históricas y sociales del medio. Pero la acción novelesca comienza en el tercer capítulo: una sucesión de rumores, voces anónimas recogidas aquí y allá, en las chozas indias, en los zaguanes de las casas de los blancos, en los mostradores de las tiendas mestizas. En el chisporroteo sonoro, descubrimos qué el pueblo anda alborotado con la noticia de una próxima corrida de toros, una de las comunidades indias quiere lidiar a una fiera célebre por su bravura. Es un capítulo sin personajes, las voces son anónimas, proceden de todos los medios de Puquio. Sin embargo, no hay confusión posible en el espíritu del lector, que distingue de inmediato cuándo hablan los blancos, cuándo los indios, una subterránea ternura que procede de la abundancia de diminutivos y de vocativos, de su ritmo jadeante y quejumbroso, de su expresionismo poético. Se trata de un lenguaje oral y colectivo, en el sentido más estricto, no solo por su origen, sino por su propia estructura; en las frases de los indios casi no aparecen esas referencias a la individualidad que son los artículos; a veces los vocablos castellanos se deforman fonéticamente, pero su carácter principal es el resultado de su insólita sintaxis. El lector sabe que la frase "ahí está tus ovejitas, ahí está tus vacas” y que la exclamación "¡Dónde te van a llevar, papacito”, sólo pueden ser de indios. Imitando a Arguedas,
muchos indigenitas del Perú, Ecuador y Bolivia han tratado luego de
elaborar una literatura del indio, a base de un lenguaje
"figurado" y casi siempre, por imprudencia o abuso, naufragaron
en el exceso formalista, en el "manierismo". Por cierto, lo más fácil
resulta condimentar el habla figurada de los indios con quechuismos y
alterar los vocablos, imprimirles una fonética bárbara. Lo admirable en
Arguedas es haber construido un lenguaje indio deformando la estructura
misma del idioma. Los aportes de Arguedas no son sólo formales. Lo que más debemos agradecerle es seguramente que haya sabido expresar al indio como es en realidad: un ser múltiple. En otras palabras, de describir al indígena en situación, dentro de un marco geográfico y social variable y según el cual es intelegible su conducta. El paisaje desempeña por eso un papel tan importante en la obra de Arguedas: la flora, la fauna, la luz y el aire de los Andes tienen en él a un apasionado descriptor. La conformación espiritual del indígena debe mucho a su medio natural, así como su conducta se comprende a la luz de su estatuto social. El mejor libro de Arguedas, Los Ríos Profundos (quiero decir el de prosa más bella, el de más aliento) está dedicado principalmente el paisaje de los Andes, es un deslumbrante testimonio poético del suelo andino. En cambio, su mejor novela (la mejor construida, la de personajes más nítidos) es Yawar Fiesta. En ella el paisaje es secundarlo, el elemento humano prevalece. Allí aparece el indio visto desde todos loa ángulos: el indio entre los indios, frente al blanco, frente al mestizo. Esta diversidad de enfoques es enormemente instructiva. Esos comuneros que van a pedir a don Julio Arosemena que les regale un toro para lidiarlo en las Fiestas Patrias son dóciles, tímidos, su respeto hacia el gamonal va hasta el servilismo y la franca adulación. Pero ¿cómo podríamos equivocarnos? Esos comuneros (los mismos que, por iniciativa propia y con sólo las manos, construyeron en 23 días una carretera de Puquio a Nazca, los mismos que a base de puro coraje vencerán al Misutu) proceden así por estrategia. Su servilismo es aparente, una medida de defensa contra el enemigo. Entre ellos, en cambio, la actitud es otra, la solidaridad no tiene limites, la dignidad preside las relaciones en el hogar y en el trabajo. Esos indios miserables que construyen viviendas para los sobrevivientes de los cañaverales de la costa, y esos otros, que bajan desde las alturas a llorar por la inminente muerte del Misutu, son espíritus ejemplares. Y son los mismos hombres que se doblan como juncos al paso del gamonal y se muestran obsecuentes y solícitos con los blancos. El testimonio de Arguedas es definitivo: el indio no es obsecuente, ni servil, ni mentiroso, ni hipócrita, pero su conducta lo es en determinadas circunstancias y por necesidad. Esas máscaras son en realidad escudos que le evitan nuevas agresiones, nuevos atropellos. El indio se muestra así a sabiendas ante el hombre que le roba sus tierras y sus animales, que lo encarcela y viola a su mujer y a sus hijos. Pero en la vida interna de la comunidad el indio no se humilla jamás, abomina de la mentira y tiene la religión del respeto a las normas morales que se ha dado. Arguedas, al mostrar al indio en sus diferentes situaciones, al descubrir el verdadero sentido de su actitud frente al blanco, al revelar el mundo de sueños y ambiciones que esconde el alma del indio, nos da todos los elementos de juicio necesarios para comprenderlo y llegar hasta él. Esa visión totalizadora de un mundo es el verdadero realismo literario. De
otro lado, además de describir la índole real de las relaciones del
indio y el blanco en el escenario de los Andes, Arguedas muestra también
los fenómenos de transculturación que origina el enfrentamiento de las
dos comunidades, los intercambios que origina, la asimilación y
transformación por el indio de usos y costumbres del blanco de acuerdo
con su propia sicología y con su sistema de valores. Conviene para ver
ello de más cerca volver a referirse a Yawar Fiesta. El episodio
central de la novela es una corrida de toros, una fiesta qua
trajeron al Perú los españoles. Pero ¿tiene ya algo que ver esa
ceremonia importada con el "yawar punchay"? Casi nada, la fiesta
se ha convertido en una especie de trágica epopeya colectiva donde el
virtuosismo ha sido reemplazado por el despliegue de arrojo puro, donde el
espectáculo queda sumergido por la violencia. Esos indios que enfrentan a
la bestia a pecho descubierto y la enfurecen, y vencen con cartuchos de
dinamita, son gladiadores y no toreros. Todo ha cambiado: la música, las
danzas, los cantos que acompañan a la fiesta son indios y ésta ya no es
una fiesta, sino un rito pavoroso, que sirve a un pueblo entero para
expresar, de manera simbólica, su dolor y su cólera; el espíritu mismo
del espectáculo se ha transformado. Arguedas
no se detiene allí. Muestra también el fenómeno contrario: la
"indianización" espiritual inconsciente del blanco de la
sierra. Esos gamonales racistas y brutales, tan orgullosos de su condición
de blancos, en realidad lo son apenas ya: sin que lo sepan ni presientan,
la comunidad que avasallan los ha ido conquistando, colonizando
imperceptiblemente. Las reacciones de Julio Arosemena y Pancho Jiménez
cuando el sub-prefecto de Puquio quiere prohibir el "Yawar
punchay" "son sintomáticas: se sienten heridos, enfurecidos,
afectados personalmente. Ellos no consideran bárbaro el "yawar
punchay" y desprecian a ese costeño que quiere suprimir una de
"sus" fiestas. Finalmente, es preciso señalar el talento con que Arguedas ha mostrado el espíritu colectivista del indio. En sus cuentos y novelas hay algo que sorprende: la falta de héroes individuales. Algunos personajes desempeñan papeles más importantes que otros. Pero, de hecho, la acción narrativa nunca gira de manera excluyente en torno a un personaje que se destaque sobre los otros. En realidad, el personaje central es siempre colectivo: los comuneros en Yawar Fiesta, la ciudad de Abancay en Los Ríos Profundos, la muchedumbre larval y sub-humana de los penados comunes en El Sexto. El colectivismo aparece en sus novelas y cuentos, a la vez como una característica propia de la comunidad que él evoca y como un procedimiento formal. Es una prueba más de la fusión que se opera en la obra de Arguedas de dos realidades: la social, la literaria. Una prueba, también, del rigor con que Arguedas ha asumido su vocación. |
por Mario Vargas Llosa
MARCHA
19 de julio de 1963
Página 30 / 31
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