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La Prehistoria de Hemingway


por Mario Vargas Llosa

Cuando Borges escribió que los novelistas norteamericanos hablan hecho de la brutalidad una virtud literaria, pensaba seguramente en Hemingway. No sólo porque en sus novelas campea la violencia, sino porque tal vez en ningún otro escritor moderno la proeza física, el coraje, la fuerza bruta y el espíritu de destrucción alcanzan una dignidad parecida. Padecer o infligir sufrimiento no es, en Hemingway, una desgraciada fatalidad de la condición humana; es la prueba a través de la cual el hombre trasciende su miserable circunstancia y se reviste de grandeza moral.

Que era un gran escritor, no hay duda alguna. Lo prueba el hecho de que esté todavía tan vivo como novelista, a pesar de que su tabla de valores se halla hoy totalmente desacreditada. Hay en esto una instructiva paradoja. ¿Cómo se explica el fervor de los lectores de nuestros días, que son los de la revolución ecológica, la idolatría conservacionista, el espiritualismo de los estupefacientes, el pacifismo y el desarme, por el aeda de la caza, el toreo, el boxeo y todas las manifestaciones del “machismo”? Se explica, simplemente, porque el cultor de esos anacronismos era un gran escritor, es decir, un artista dueño de unos medios de expresión y una fuerza comunicativa capaces de imponer su mundo ficticio a un público aun en contra de los valores dominantes de la época. No son las “ideas” de Hemingway las que pueden hoy día convencernos; su concepción del hombre y de la vida nos parecen superficiales y esquemáticas, además de ingenuas. Pese a ello, el hechizo de sus imágenes, la magia estoica de sus frases, la perfecta elegancia con que en sus historias se ejecutan los ritos del combate, el amor o la matanza, siguen seduciendo a los benignos jóvenes de hoy día, ni más ni menos que a los iracundos de hace treinta años.

Y por eso los editores no se dan abasto para publicar libros inéditos, reediciones, biografías o testimonios sobre el autor de “El viejo y el mar”. He leído que en el año que termina ningún otro escritor, vivo o muerto, fue materia de tantos libros de Interpretación o tesis doctorales como Hemingway. Y, a juzgar por los tres últimos que acabo de leer[1], a esta abundancia numérica corresponde, también, un equivalente esfuerzo intelectual. Porque los tres, no importa cuáles sean las reservas o discrepancias que nos merezcan desde el punto de vista critico, son el resultado de investigaciones rigurosas.

Biografía o caricatura

El más ambicioso es el de Jeffrey Meyers. Abarca toda la vida de Hemingway y añade un buen número de informaciones y precisiones a la biografía de Carlos Baker (1969), hasta ahora la obra canónica del género. El profesor Meyers ha correspondido copiosamente con conocidos y familiares de Hemingway, entrevistado a varios de ellos, y, entre las novedades que ofrece, figura, por ejemplo, un intento del F.B.I. de desprestigiar al escritor (lo consideraba comunista), del que nada se sabia. De otro lado, Meyers se mueve con soltura en la obra de Hemingway, a la que continuamente relaciona con episodios de su vida, aunque en su empeño de filiar a los modelos de los personajes literarios su método no sea siempre persuasivo. Pero su obra es acaso la biografía más completa que haya merecido hasta ahora el escritor al que él (olvidando la existencia de Faulkner) llama “el más importante novelista norteamericano del siglo veinte”, (p.570).

Pese a este hipérbole y al macizo trabajo que le ha dedicado, no puedo dejar de preguntarme, luego de leer su libro, si el laborioso biógrafo alienta, de veras, alguna simpatía por su héroe. La imagen de Hemingway que traza es lastimosa. La de un hombre que, en contraste con su imagen pública —de gigante aventurero y bonachón, heroico hasta en sus propias talquezas— fue toda su vida un fanfarrón, borrachín, abusivo de su fuerza, poseído de una obsesión homicida contra el reino animal, al que devastó en sus más variadas especies y con toda clase de armas, desleal con sus amigos, despótico con sus mujeres y que cultivó su imagen pública con tanta habilidad como impostura.

No acuso al profesor Meyers de calumniar a Hemingway. Estoy dispuesto a creer que las minuciosas estadísticas que atestan su libro —los accidentes, las enfermedades, los desplazamientos y, casi, casi, las eyaculaciones y los “fiascos” del protagonista— son ciertas. ¿Por qué, entonces, su biografía tiene el aire de no dar en el blanco, de ser una caricatura?

Se trata, quizá, de un problema de punto de vista. Una lupa de aumento, en vez de revelar los detalles de un hermoso cuerpo, puede dar una visión monstruosa, al aislar, agigantándolo, un miembro que sólo en el conjunto, como parte del todo, tiene armonía y gracia. La biografía de Meyers es una autopsia en la que el sujeto ha quedado desmenuzado en tantos fragmentos —casi todos horribles— que no hay ya manera de saber cómo lucia el cuerpo cuando era una totalidad viviente.

Lo que da unidad y vida a un escritor después de muerto, cuando la chismografía periodística, los mitos y malicias que lo acosaron ya no tienen en qué cebarse, son los poemas o las historias que escribió, ese mundo de palabras que lo sobrevive y que debería ser la única razón del interés por su peripecia biográfica.

Esta relación aparece tenuemente en la biografía de Jeffrey Meyers y, lo que es más grave, cuando el biógrafo la subraya lo hace de manera discutible. La arqueología literaria parece consistir, a su juicio, en una pesquisa policial en la que a las ficciones corresponden ciertos modelos vivos —personas o sucesos— que el critico debe identificar. Una vez capturada esta presa, quedarla explicada la labor creativa. El profesor Meyers asegura, de manera rotunda, que Fulano es el personaje tal y que tal episodio o anécdota, enmendada en esto o aquello, es el tema del cuento aquél o la novela aquélla. Esta es la razón, tal vez, de que el lector de Hemingway, al leer su biografía, se lleve la impresión de un escamoteo. Porque ninguna obra literaria, y menos la de un gran creador, reproduce la realidad vivida, es una mera suma de observaciones y experiencias traducidas en palabras a las que, como condimentó, el autor les hubiera espolvoreado una pizca de fantasía.

Una ficción es siempre una recomposición fraudulenta de la realidad; una mentira que, si el creador tiene genio, ha sido dotada de un poder de persuasión capaz de imponerla como cierta en el instante mágico de la lectura. Una ficción no expresa el mundo: lo cambia, lo rehace, en función de ambiciones, apetitos o frustraciones poderosamente sentidos por el creador y, a partir de los cuales, opera su fantasía. Esa trasmutación de la experiencia personal en literatura —es decir, en experiencia universal, en un mito en el que otros hombres pueden reconocerse— es siempre misteriosa y las biografías literarias logradas son las que consiguen hacerla inteligible.

No es el caso del libro de Meyers. Es posible que el Hemingway de carne y hueso fuera ese ser caprichoso, desconsiderado, de impulsos siniestros, capaz de pulverizar con ensañamiento al incauto amigo que aceptaba boxear con él, un engreído con un enfermizo sentido de la emulación. Tengo la sospecha de que en el mundo hay buen número de especimenes parecidos; abundan sobre todo en los países subdesarrollados, donde la borrachera y el puñetazo merecen un culto religioso. Pero sólo uno de esos energúmenos ebrios escribió “The sun also rises” y “A farewel to arms”, y un puñado sobresaliente de historias en las que la vida del hombre aparece —mentirosamente— como una conquista heroica de la dignidad, una prueba en la que la proeza física —en el deporte, la guerra o el sexo— se vuelve metafísica, una vía hacia la plenitud y el absoluto.

Todo hombre es, también, una suma de debilidades, mezquindades y miserias, y Jeffrey Meyers ha levantado un muestrario penoso de las que afearon a Hemingway. Pero su libro no llega a mostrarnos cómo se las arregló éste para metamorfosear ese arsenal de desvalores en un espléndido fresco de la aventura humana, en la era de las guerras mundiales y las revoluciones, del colapso de las instituciones y certidumbres tradicionales, y del gran vacío espiritual. En su biografía, la literatura aparece como la actividad marginal, el accidente de una vida en la que más importante que ella fueron la pesca, la caza, el alcohol, el boxeo, los toros, las mujeres y los viajes.

Aquella simpatía de que adolece el libro de Meyers, prolifera, en cambio, en el de Peter Griffin, “Along with youth”, primer tomo de una biografía tan ferviente que linda con la hagiografía. Los defectos del personaje no han desaparecido, pero están como diluidos por sus virtudes —energía vital, espontaneidad, encanto personal, y una íntima inocencia que ningún fracaso o desilusión parecía capaz de destruir— que el biógrafo documenta con contagiosa devoción. El señor Griffin tiene una prosa clara y amena y sabe contar con sutileza, de modo que el lector de su libro se forma una imagen muy vivida de los primeros años de Hemingway, transcurridos en Oak Park, suburbio republicano y virtuoso de Chicago, entre una madre voluntariosa, música y mística, y un padre médico, con desarreglos nerviosos y una existencia taciturna que terminarla en suicidio.

El cuidado y la pulcritud con que el libro sigue los movimientos del joven Hemingway son notables y dan por momentos la sensación de la omnisciencia. Aunque la parte más original del volumen se refiere al noviazgo de Hemingway con la que sería su primera mujer —Hadley Richardson —, que Peter Griffin reconstruye día a día gracias a una profusa correspondencia, perteneciente a Hadley —que Jack Hemingway, hijo del primer matrimonio de Ernest, puso a su disposición—, para mi las mejores páginas son las que describen el romance anterior de Hemingway, mientras convalecía en Milán, con la enfermera Agnes von Kurowski, quien luego lo plantaría por un duque napolitano (el que, a su vez —justicia inmanente— la plantó a ella más tarde). El fugaz romance está admirablemente resucitado hasta en minucias como los restaurantes que frecuentaron y los platos que pidieron. El señor Griffin se ha dado maña para zanjar definitivamente la duda, que desasosegaba a biógrafos y comentaristas —¿se consumó el romance o fue sólo platónico?—, probando que la pareja compartió una cama durante tres días y rescatando una carta de Agnes en la que ésta dice a Hemingway que sueña con “go to sleep with your arm around me” (dormir con tu brazo envolviéndome). El asunto no es académico ni puramente chismográfico; tiene un interés real, pues el romance con Agnes von Kurowski es la materia prima que sirvió a Hemingway para falbular “A farewell to arms”, y conocer con exactitud el episodio permite entender mejor aquello que Hemingway añadió, suprimió y enriqueció al convertirlo en ficción, es decir, adentrarse en la intimidad de su sistema narrativo.

Esta es, por lo demás, la única parte del interesante libro de Griffin en la que el lector puede sacar provechosos elementos de juicio sobre la obra literaria de Hemingway. A diferencia de la relación con Agnes Kurowski, ni el noviazgo ni el matrimonio con Hadley parecen haber tenido consecuencias directas en las ficciones de Hemingway, si se excluye la desvaída evocación de su primera mujer que hizo en “A moveable feast”. Tal vez por ello, la reconstrucción de los meses previos al matrimonio —Hadley estaba en Saint Louis y Ernest en Chicago—, a través de la abrumadora conversación epistolar que sostuvieron y que Griffin glosa implacablemente, resulta algo tediosa. Las cosas que los novios se decían eran mucho más interesantes para ellos que para la posteridad.

Una tesis no probada

Ocurre que en aquellos años minuciosamente documentados por “Along with youth” (1919 y 1920), Hemingway aún no era Hemingway, sino un vago proyecto; los indicios no dejaban presentir al gran escritor que comenzaría a ser unos años más tarde. Es verdad que escribía mucho y el libro de Griffin incluye cinco relatos inéditos de aquella época, un puñado de los muchos que produjo y que envió a diversas publicaciones (todos fueron rechazados). El señor Griffin, en contra de lo que la critica tenía más o menos establecido, es decir, que sólo a partir de su viaje a París y su vinculación con escritores como Gertrude Stein y Ezra Pound. definió Hemingway su orientación literaria y encontró su estilo, sostiene que esta definición es anterior. Ella se habría fraguado en el período que media entre su retorno de Italia y su matrimonio con Hadley, sobre todo en los meses que vivió en Chicago, donde conoció a Sherwood Anderson —su primera influencia literaria— y a un grupo de escritores y gente vinculada al medio intelectual.

La tesis no me parece probada. Por el contrario, los ejemplos que aporta “Alon with youth” abonan más bien la contraria. De los cinco cuentos inéditos, sólo uno, “The current”, descripción de un “match de box” en el que el protagonista se juega a la vez el título y el corazón de la chica que ama, es de tema 'hemingwayano’. Pero ni siquiera este relato se acerca aún ni remotamente a lo que fue la característica mayor de su literatura: la tersa economía de la prosa, la limpidez y eficacia de los diálogos, los datos ocultados al lector para imprimir misterio o cargar de dramatismo a la historia. Todos ellos son efectistas por su argumento y deficientes por la ampulosidad de su lenguaje; fallan, sobre todo, en lo que Hemingway siempre acertaría: los diálogos. Uno se siente inclinado a dar la razón a aquellos editores que se negaron a publicarlos por inmaduros. Gracias a ellos, Hemingway acabó por encontrar su camino, uno muy distinto a aquel en el que dio sus primeros pasos de escritor.

Para entender esto, el libro de Peter Griffin no nos presta mucha ayuda. Porque, aunque ha sido tan prolijo en historiar las relaciones familiares, amistosas y amorosas de Hemingway, sus paseos y actividades deportivas, sus trabajos y placeres, ha dejado prácticamente en la sombra su formación intelectual. Es verdad que ésta fue pobre y defectuosa, y que sólo desde su llegada a París, en 1922, gracias al medio al que tuvo la fortuna de incorporarse, esta formación adquirió dinamismo y calidad. Pero, de todos modos, algunos libros debió de leer antes, alguna idea hacerse de la actividad a la que había decidido dedicarse y algunas ideas alentar sobre la literatura de su tiempo. Sobre esto, el libro de Peter Griffin no nos dice casi nada. El joven Hemingway que configuran sus páginas quería ser escritor, sí, pero no hay huellas de que le interesara la literatura.

Michael Reynolds, en “The young Hemingway”, explora a fondo este aspecto de la vida de Hemingway, sin duda el más atractivo para quienes se interesan en los libros del escritor antes que en su leyenda y su mitología. Curiosamente, había sido descuidado por la mayoría de biógrafos. Su propósito no era fácil de realizar, pues se trataba de algo semejante a pintar el vacío o musicalizar el silencio. La razón por la que los críticos y biógrafos de Hemingway han omitido hablar de su “educación literaria” es porque, en cierto modo, no tuvo ninguna; lo que hizo las veces de ésta resultaba tan paupérrimo que parecía preferible olvidarse de ella. No era cierto y el ensayo de Reynolds lo demuestra. Hemingway cultivó, en su imagen pública, una postura anti-intelectual, evitó los medios literarios y se permitió, a menudo, —principalmente en “Death in the afternoon”— ridiculizar a los escritores “librescos”, aquellos que preferían los libros a “la vida”. Esta pose ocultaba, en verdad, como tantas otras en su biografía, una incomodidad, la conciencia de un vacío intelectual que, en el fondo, lo avergonzaba. Esta es la razón por la que inventaría que no pudo ¡r a la Universidad de Princeton, donde había sido aceptado, porque su madre se gastó el dinero de sus estudios en construirse una casa de verano.

Hasta los veinte o veintiún años, Hemingway fue muy inculto, literariamente hablando. No sólo porque leyó poco, sino, sobretodo, porque leyó mal. Esto no significa que el medio familiar en que creció fuera inculto. Su madre, que había estudiado música y era profesora de canto, tenía una intensa vida espiritual —con experiencias místicas, incluso—, pero su rígido puritanismo debió elevar unas barreras infranqueables para cualquier poema, novela o ensayo que pudiera oler a heterodoxia o pecado. El padre, un médico apocado y neurótico, estimuló el amor del joven por la vida natural, los viajes y los deportes, pero, aparentemente, no tuvo la menor curiosidad literaria. El ambiente intelectual de Oak Park, admirablemente descrito por el profesor Reynolds, a través de lo que los vecinos de ese pueblo conservador leían o publicaban en el periodiqueo local, en los libros que adquiría su biblioteca, en las conferencias y debates que promovían, era convencional y estereotipado y no tiene nada de insólito que el joven Hemingway creciera en él sin enterarse de lo que ocurría en el ámbito literario en el resto de Estados Unidos y en el mundo. “The young Hemingway" muestra que a los diecinueve años Hemingway no había leído aún a Conrad, Lawrence, Sherwood Anderson, Gertrude Stein, Eliot ni Joyce,y que sus modelos literarios eran los autores de los cuentos que publicaban las revistas populares (como “Red Book”, “Cosmopolitan", “Saturday”, “Evening Post” y "The Dial”). No es de extrañar, pues, que hasta su viaje a París no pensara en ser algún día un “gran escritor", con lo que esto entraña de excelencia artística. La literatura era para él, en esa prehistoria suya, nada más que un “jobthat produced income” (p.50) (un trabajo que producía ganancia).

Uno de los capítulos más interesantes de este libro estudia cómo ciertos ingredientes centrales de !o que sería más tarde la filosofía de Hemingway —el culto del coraje, el someterse a “pruebas” para medir la energía física y moral, el amoral deporte— impregnaban el aire del mundo embotellado en el que transcurrió su adolescencia y la reverberación que pudieron tener en él, en esos años, las ideas y los mitos sobre la formación del carácter y del ciudadano de Theodore Roosevelt. El profesor Reynolds ha hecho tien en interesarse más en los alrededores que el propio Hemingway, reconstruyendo, a base de una hermenéutica sagaz, el mundo familiar, escolar, campestre, urbano, en el que Hemingway creció. Ha conseguido levantar de este modo unas coordenadas que nos ilustran luminosamente sobre las enormes limitaciones que el joven debió vencer para convertirse en el creador que sería más tarde. Aunque en su libro hay, a veces, excesivas repeticiones y no siempre los temas están desarrollados de acuerdo a su importancia, lo cierto es que en sus páginas el lector encuentra un material que esclarece muchos aspectos hasta ahora mal conocidos de Hemingway y una magnífica evocación de los comienzos difíciles de su carrera literaria.

[1] Jeffrey Meyers, "Hemingway, a biography". New York, Harper and Row, Publishers, 1985. pág. 646.
Peter Griffin, "Along with youth Hemingway. The early years”, New York, Oxford University Press 1985. P. 258.
Michael Reynolds, “The Young Hemingway New York", Basil Blackwell, 1985. p. 281.

 

Mario Vargas Llosa
"Jaque" Revista Semanario - Año III Nº 124

Montevideo, 7 de mayo de 1986

Digitalizado y editado por el editor de Letras Uruguay el día 12 de mayo de 2017, se agrega foto y video.

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Mario Vargas Llosa, Hemingway y Ava Gardner 05 jun 2012

El escritor Fernando Sánchez Dragó hace dos preguntas a Mario Vargas Llosa: ¿Da más gloria una oreja en Las Ventas que el Premio Nobel de Literatura? ¿Los toros son algo más que un espectáculo?

Para Vargas Losa "los toros, como la literatura, forman parte de la cultura, expresan algo más profundo". Además, cuenta la anécdota de cómo conoció a Hemingway siendo muy joven. Coincidió con él en los toros y le vio llegar con la actriz Ava Gardner colgada de su brazo. Hubo un gran revuelo en Las Ventas.
ver menos sobre "Mario Vargas Llosa, Hemingway y Ava Gardner"

 

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