Si desea apoyar la labor cultural de Letras- Uruguay, puede hacerlo por PayPal, gracias!! |
En referencia a Ángel Rama |
La pasión y la crítica |
|
LOS CONGRESOS de Literatura serán más aburridos ahora que Ángel Rama no puede asistir a ellos. Verlo polemizar era un espectáculo de alto nivel, el despliegue de una inteligencia que, enfrentándose a otras, alcanzaba su máximo lucimiento y esplendor. Me tocó discutir con él algunas veces, y, cada vez, aun en lo más enérgico de los intercambios, aun mientras nos dábamos golpes bajos y poníamos zancadillas, admiré su brillantez y su elocuencia, esa fragua de ideas en que se convertía en los debates, su pasión por los libros, y siempre que leí sus artículos sentí un respeto intelectual que prevalecía sobre cualquier discrepancia. Tal vez por eso, ni en los momentos en que nuestras convicciones nos alejaron más, dejamos de ser amigos. Me alegro de haberle dicho, la última vez que le escribí, que su ensayo sobre La guerra del fin del mundo era la que más me había impresionado entre todas las críticas a mi obra.
Desde
que supe su muerte, no he podido dejar de recordarlo asociado con su
compatriota, colega y contrincante de toda la vida: Emir Rodríguez
Monegal. Todo organizador de simposios, mesas redondas, congresos,
conferencias y conspiraciones literarias, del Río Grande a Magallanes,
sabía que conseguir la asistencia de Ángel y de Emir era asegurar el éxito
de la reunión: con ellos presentes, habría calidad intelectual y
pugilismo vistoso. Ángel, más sociológico y político; Emir, más
literario y académico; aquél más a la izquierda, éste más a la
derecha, las diferencias entre ambos uruguayos fueron providenciales, el
origen de los más estimulantes torneos intelectuales a los que me ha
tocado asistir, una confrontación en que, gracias a la destreza dialéctica,
la elegancia y la cultura de los adversarios, no había nunca un derrotado
y resultaban ganando, siempre, el público y la literatura. Sus polémicas
desbordaban de la sala de sesiones a los pasillos, hoteles y páginas de
los periódicos y se aderezaban de manifiestos, chismografías y barrocas
intrigas que dividían a los asistentes en bandos irreconciliables y
trocaban al Congreso —palabreja que suena como bostezo con cierta razón—
en una aventura fragorosa y vital, lo que debería ser siempre la
literatura. |
Para Ángel Rama lo fue. Aunque parezca absurdo, lo primero que hay que decir en elogio de su obra, es que fue un crítico que amó los libros, que leyó vorazmente, que la poesía y la novela, el drama y el ensayo, las ideas y las palabras, le dieron un goce que era a la vez sensual y espiritual. Entre quienes ejercen hoy la crítica en América Latina abundan los que parecen detestar la literatura. La crítica literaria tiende en nuestros países a ser un pretexto para la apología o la invectiva periodística, o la llamada crítica científica, una jerga pedante e incomprensible que remeda patéticamente los lenguajes (o jergas) de moda, sin entender siquiera lo que imita: Barthes, Derrida, Julia Kristeva, Todorov. Ambas clases de crítica, sea por el camino de la trivialización o el de la ininteligibilidad, trabajan por la desaparición de un género, que, entre nosotros, llegó a figurar entre los más ricos y creadores de la vida cultural gracias a figuras como Henríquez Ureña o Alfonso Reyes. La muerte de Ángel Rama es como una funesta profecía sobre el futuro de una disciplina intelectual que ha venido declinando en América Latina de manera inquietante. |
Aunque,
en su juventud, escribió novelas y teatro, Ángel Rama fue un crítico, y
en este dominio desarrolló una obra original, abundante y vigorosa, que,
luego de hacer sus primeras armas en Uruguay —donde se había formado
bajo la guía de un crítico e historiador ilustre de la literatura
rioplatense, Alberto Zum Felde— fue luego creciendo y multiplicándose,
en curiosidad, temas y ambición, hasta moverse con perfecta soltura por
todo el ámbito latinoamericano. En su último libro, La novela latinoamericana (Bogotá, 1982), recopilación de una docena de ensayos panorámicos sobre la narrativa continental, se advierte la versación histórica y la solvencia estética con que Rama podía valorar, comparar, interpretar, y asociar o disociar de los procesos sociales a las obras literarias de América Latina, por encima de sus fronteras nacionales y regionales. En esas visiones de conjunto —derroteros, evoluciones, influencias, experimentados por escuelas o generaciones de uno a otro confín— probablemente nadie —desde la audaz sinopsis que intentó Henriquez Ureña, Historia de la Cultura en América Hispánica (1946)— ha superado a Ángel Rama. No es de extrañar, por eso, que fuera él quien concibiera y dirigiera el más ambicioso proyecto editorial dedicado a reunir lo más representativo de la cultura latinoamericana: esa "Biblioteca Ayacucho", patrocinada por el Estado de Venezuela, que ojalá no se interrumpa ahora con la muerte de su inspirador.
Lo
mejor del trabajo crítico de Rama no fueron libros, hacia los que,
durante mucho tiempo, tuvo una curiosa resistencia: casi todos los que se
animó a publicar fueron compilaciones de textos aparecidos en revistas o
como prólogos. Sin embargo, el único libro orgánico que escribió, Rubén
Darío y el modernismo (Caracas, 1970) es un penetrante análisis
del gran nicaragüense y del movimiento modernista. Rama mostró en ese
ensayo la compleja manera en que concurrieron diversas circunstancias históricas,
culturales y sociales para que surgiera la corriente literaria que
"descolonizó" nuestra sensibilidad, y,
alimentándose
con audacia y libertad de todo lo que las vanguardias europeas ofrecían y
de nuestras propias tradiciones, fundó la soberanía poética del
continente. La perspectiva sociológica e histórica, a la manera de Lúkacs
y de Benjamín, fue la predominante en las investigaciones y análisis de
Rama y, a veces, incurrió en las generalizaciones que esta perspectiva
puede producir, si se aplica de manera demasiado excluyente al fenómeno
artístico, pero, en su libro sobre Darío, ella le permitió gracias a un
equilibrado contrapeso de lo social y lo individual, el contexto histórico
y el caso específico y la influencia del factor psicológico, esbozar una
imagen nueva y convincente de la obra de Darío y el medio en que ella
nació. Pero la crítica en que Rama descolló, como muy pocos otros en
nuestros días, fue en aquella que, desde las páginas de un periódico o
revista, desde la tribuna de un aula o el prefacio de un libro, trata de
encontrar un orden, establecer una jerarquía, descubrir unas llaves
para sus recintos recónditos a la literatura que está naciendo y haciéndose.
Es lo que se llama crítica de actualidad, que algunos creen rebajar
calificándola de "periodística", como si la palabra fuera sinónimo
forzoso de superficial y efímera. En verdad, ésa es la estirpe de la
que han salido los críticos más influyentes y sugestivos, aquellos que
convirtieron al género en un arte equiparable a los demás: un Sainte-Beuve,
un Ortega y Gasset, un Arnold Bennett, un Edmund Wilson. A esa ilustre
filiación perteneció Ángel Rama. Para él, |
Los
diez años que Ángel Rama dirigió la sección cultural de Marcha, en
Montevideo, coincidieron con una efervescencia del quehacer literario
latinoamericano. Desde las páginas de ese semanario, Rama fue uno de los
animadores más entusiastas del fenómeno y uno de sus analistas más sólidos.
Muchos de los artículos que escribió, primero en Marcha y, luego,
en innumerables publicaciones del Continente, constituyen verdaderos
modelos de condensación, inteligencia y perspicacia; aún en sus momentos
de mayor arbitrariedad o ardor polémico, sus textos resultaban
seductores. Y, muchas veces, fascinantes. Quiero
citar uno, que leí con un placer tan vivo que se conserva intacto en mi
memoria: "Un fogonazo en la aldea", pirotécnica reconstrucción
biográfica de un poeta y "dandy", Roberto de las Carreras, al
que Rama, con pinceladas magistrales de humor y afecto, resucitaba con el
telón de fondo, entre provinciano y frívolo, -del novecientos montevideano. Periodista, profesor, editor, compilador, antólogo, ciudadano de las letras del continente: un intelectual al que sus convicciones de izquierda le valieron exilios y contratiempos múltiples pero no convirtieron en un dogmático ni en rapsoda de ningún partido o poder. Su obra deja una huella fecunda en casi todos los países latinoamericanos. En el mío, por ejemplo, siempre tendremos que agradecerle haber sido el compilador y editor de dos tomos de artículos de José María Arguedas que, a no ser por su iniciativa, no hubieran leído los peruanos. Todos quienes amamos la literatura en estas tierras somos sus deudores. Los escritores, sabemos que su muerte ha empobrecido de algún modo nuestro oficio. |
Mario Vargas Llosa
En El Comercio de Lima, diciembre 1983
Reproducido en El País Cultural Nº 217
31 de diciembre de 1993
Ir a índice de ensayo |
Ir a índice de Vargas Llosa, Mario |
Ir a página inicio |
Ir a índice de autores |