Eliseo, genio y figura
Eliseo Valverde Monge

La historia de la vida de las personas, es siempre una experiencia fascinante y edificante.  Siempre nos cuentan cosas parecidas a las que alguna vez hicimos, o que quisimos hacer, sin que talvez pudiéramos realizarlas.  Sin embargo, nos hacen revivir recuerdos muy gratos de nuestro pasado, cuando leemos alguna buena relación biográfica.

En el caso presente, el Dr. Eliseo Valverde Monge, nos lleva en una encantadora excursión literaria, ofreciéndonos una excelente descripción de su niñez, adolescencia y vida profesional.  Las vivencias descritas son muy emotivas y amenas, dejándonos con una sensación de frescura muy agradable.

De principio a fin, la obra está llena de mensajes humanos de mucha riqueza espiritual.  Los ejemplos relatados, de los diferentes intereses que siempre lo acompañaron en su vida, nos muestran lo mucho que se puede hacer, cuando verdaderamente lo deseamos y ejecutamos.

Quiero felicitar al autor de este volumen, pues está escrito con una prosa sencilla y emotiva, que llegará al corazón de sus lectores, cautivándolos con su interés.  En resumen, es la autobiografía de un tenaz luchador, que expone sus logros con humildad y amor por su familia.

Oscar C. Rohrmoser Volio

CAPITULO I

A mi hermana Isabel, quien contaba con sólo ocho años de edad, le habían ofrecido un muñeco casi humano para Navidad.  Eran muñecos muy finos, que lloraban, reían, cantaban, y algunos hasta caminaban. Estos eran importados de China y Estados Unidos, por lo tanto en esa época era difícil conseguirlos.

Ya se sentía el frío de la estación navideña, que obligaba a muchos a abrigarse en el calor del hogar.  En ese tiempo las familias se unían más pues la condición atmosférica así lo demandaba.

Por aquellos días de octubre y noviembre se vino un tormentoso temporal de esos que no se daban en mucho tiempo.  El cielo convulsionaba, había desaparecido el azul intenso opacado con la lluvia y un nubarrón negro se apoderaba de todo el valle.  Las aves se estremecían en los árboles, refugiando a las crías en sus nidos.  El río corría como un toro dispuesto a matar.  Así eran esos días, o al menos así lo contaba mi madre.

Un día de tantos, exactamente un cuatro de noviembre de l939, cesó el agua y un sol imponente, majestuoso y radiante se impuso en el paisaje.  Mamá empezó a sentir molestias en su vientre, había llegado la hora.  Papá dejó a Isabel y a José Alberto con María Calvo, quien por mucho tiempo fue la niñera de nosotros. Inmediatamente subió a mamá al auto y se dirigió directo al Hospital San Juan de Dios y fue conducida a la sala de partos.

Ese rato se convirtió en una larga espera para mi padre, tal vez eterna; el tiempo parecía no transcurrir en su reloj americano, de oro macizo, que traía el sello de la familia Valverde con el que se marcaron importantes documentos.

A las diez con cuarenta y cinco minutos de la mañana llegué a este mundo, llorando al lado de mi madre de la cual no me separé sino hasta el día de su muerte.

Nuestra estadía en el hospital fue de tres días y al tercero me llevaron a la casa.  Mis hermanos se quedaron sorprendidos con mi aparición, pues en aquel tiempo no se decía nada sobre el embarazo a los niños; tan sólo se les presentaba al hermano cuando ya había nacido.  Isabel fue la más asombrada y con inocencia, dulzura y suspicacia, preguntó a papá, ¿Y ese quién es? -¿Mi muñeco?- y a mi papá, al verla tan intrigada, le hizo mucha gracia y le respondió que sí.

Los días y las semanas pasaron en mi casa y mi hermana continuaba creyendo que yo era su muñeco; y es más, era superior a los de sus amigas ya que no venía ni de China ni de los Estados Unidos, sino de Francia y no en un barco, porque quien me trajo fue una cigüeña.

Los conflictos en mi casa eran enormes con Isabel y José Alberto.  Él contaba con apenas nueve años de edad. Peleaban ambos día y noche: mi hermana no dejaba que nadie se me acercara y cuando mi hermano quería jugar conmigo, se ponía furiosa a pegar gritos.

Al fin, llegó La Navidad. El Niño le trajo a Isabel el casi humano que siempre había anhelado.  En un principio se olvidó de mí ya que se encontraba con su nuevo juguete pero, poco a poco, los conflictos regresaron.

Un día me encontró durmiendo en la cuna, mientras mamá había salido a hacer unos mandados y María se encontraba ocupada en la cocina.  En silencio me tomó en sus brazos y me llevó directo a la pila de lavar ropa, pues había decidido bañarme. Con agua fría y jabón de barra para lavar trapos sucios bañó mi cuerpo; luego me perfumó con una fina colonia fabricada en Italia, que mi prima Luisa Calderón me había regalado cuando me fue a conocer y me lleno de talco, de pies a cabeza.

Cuando llegó mamá y no me halló en la cuna se asustó mucho y presintió que algo raro sucedía.  Corrió a buscarme, llamó a María y ninguna me encontró hasta que vieron a Isabel llena de talco y con el tarro en sus manos ¿Qué hiciste al chiquito?, -preguntó desesperada. Isabel sólo levantó un dedo y señaló la pila.  Mi mamá corrió en mi busca y, al encontrarme, me asió fuertemente. Yo estaba morado y ahogándome con un poco de talco que tenía en mi boca; me impulsó contra su pecho y con los dedos me lo eliminó.

Desde ese día me tenían más vigilado y a cada uno de mis hermanos le pusieron una tarea: Isabel ayudaba en el baño y José me daba el biberón.

Así fui creciendo poco a poco, feliz, en un hogar fuerte, estable, en el que no faltó nada, siempre rodeado de amor.

Como todo niño sufrí las enfermedades de la infancia y las tuve todas.  Al iniciar los primeros síntomas, mis papás no dudaban en acudir a los médicos.

Cuando era muy pequeñito tuve una enfermedad que llamaban gastro y que en la mayoría de los casos era mortal.  Se presentaba en forma de diarreas frecuentes, muy copiosas, que producían deshidratación en pocas horas.  Mis padres no sabían qué hacer, porque en aquel tiempo este tipo de enfermedad se agravaba en las mismas casas sin dar tiempo de llegar a un hospital.  Casi de inmediato se produjo la primera visita del Dr. Carlos Sáenz Herrera.  Unas horas más tarde no había mejoría y fue nuevamente llamado el médico pediatra, quien de nuevo en la casa, manifestó:     Este chiquito está grave, pero, usted es la mamá de él y el niño conoce su voz; háblele, llámelo como lo hace siempre y si responde, - dijo el doctor, y calló por un momento, si hace un gesto, le aseguro, se salva.

Mamá entonces me acarició, me tocó suavemente la cabeza con sus manos y dijo unas palabras de amor a mi oído; yo abrí los ojos y con la mirada la busqué. Con este gesto mi madre se dio cuenta de que pronto estaría curado, confiando en Dios y en las palabras del doctor  Sáenz.

Otras enfermedades me postraron.  No existían las vacunas como ahora y los recursos terapéuticos no eran tan efectivos.  El apoyo y el amor de los padres, como ha sido siempre, fueron indispensables en esos momentos.  En ocasiones era más importante la atención de una madre y un padre preocupados por su hijo, que el mismo tratamiento médico.  En muchas enfermedades fui frotado con alcohol y alcanfor; más de una vez, me pintaron cuadritos de yodo en mi espalda.  También me dieron aceite de ricino para las lombrices.  Todo eso era común y utilizado por la mayoría de las familias.

En una de mis enfermedades, el médico me prescribió una serie de inyecciones, que en ese momento estaban de moda: era un avance de la medicina.  Se trataba de vitaminas que se aplicaban  fraccionadas por vía intramuscular.  Papá fue al hospital San Juan de Dios a conseguir a un enfermero, llamado cariñosamente Goyito; él tenía fama de aplicar inyecciones “sin dolor”.  Efectivamente, Goyito llegó a la casa cerca de las ocho de la noche, entró a mi cuarto, se gano mi confianza y me administró el frasco entero, pues no comprendió exactamente la prescripción. El dolor local fue insoportable y entre llantos, le dije: Goyito, no quiero que me ponga más inyecciones. Recuerdo, vagamente, que poco después comencé a sentirme mal, muy mareado y no podía orinar. Mis papás llamaron al doctor a altas horas de la noche.

Soy José, el papá de Eliseo ¿Cómo está? Le sudaban las manos y se encontraba muy nervioso.

¡Ah! Muy bien, por dicha, ¿Cómo siguió el chiquito? ¿Le pasa algo? - Preguntó el médico.

Está mal, muy inquieto, respira con dificultad y no puede orinar- respondió papá.

Vamos a ver qué hacemos; llamaré a Goyito al hospital e, inmediatamente, me pongo en contacto con usted.

Los minutos pasaban como años, todo era eterno, hasta que sonó el teléfono.

José, ahora sé cuál ha sido el problema, Goyito no administró bien la dosis- dijo el doctor.

¿Y qué podemos hacer?- preguntó papá desesperado.

José, no puedo hacer nada, sólo esperar- respondió con desaliento.

Papá colgó el teléfono y se echó a llorar en los brazos de mi madre.  Mamá trajo una bolsa con agua tibia, la colocó en mi abdomen y permanecieron toda la noche junto a mí.  Al amanecer, por suerte, pude orinar y expulsé todo el medicamento.

CAPITULO II

1944 fue un año de grandes travesuras e inquietudes, de las que todo niño suele hacer.  Sólo tenía cinco años y a mis papás les era difícil tenerme quieto, con más razón a María Calvo, mí querida “china” con quien pasaba gran parte del día y le hacía mil travesuras, hasta que en ocasiones, al no tener más alternativa, tuvo que nalguearme.

En una de las esquinas del barrio, en un terreno sembrado con violetas y rosas blancas, más blancas que  la propia nieve, se encontraba mi casa, con un corredor  mediano que daba vista a los amaneceres más lindos que jamás han vuelto a la presencia de estos ojos.  Los pisos, las paredes, en fin, toda la casa era de maderas resistentes que la familia  producía y traía a San José.

A un costado se encontraba el patio interno, no muy grande, comunicado con el garage, el cual servía de encierro para mí y mis extraordinarios juegos de infancia; allí podía jugar sin peligro alguno en compañía de mis mascotas, un perro y un gato. En una ocasión tuve un gallo de los que llamaban jardineros, pequeño, con tan mala suerte para él, que le jalé el pescuezo y murió.

Dr. Eliseo Valverde Monge

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