Literatura peruana: la última generación
César Vallejo

Desde Europa

Tras de la generación de Chocano y los García Calderón, hay un jalón de tiempo casi del todo estéril en la literatura del Perú. Una que otra moza inteligencia posibiliza frutos de belleza que por fin no llegan a cuajarse. Se las ve esbozarse y callar luego, sin dejar más que estimables renglones, en los que riela la luz de la generación anterior. Las generosas intenciones no logran sacudirse de dicha influencia, ni llegan a presentar pecho propio en obra alguna. Dos únicos escritores salvan este árido lapso: Leonidas Yerovi y José Lora y Lora, por desgracia muertos ambos trágicamente y en plena juventud. Toda la obra del primero -teatro, poesía- acusa una innegable personalidad, caracterizada por aquel criollismo peruano que en el pasado cuenta con figuras tan eminentes como Ricardo Palma y Manuel Ascensio Segura. José Lora y Lora presenta en su libro Anunciación, prologado por Vargas Vila, inquietudes y atisbos artísticos, liberados ya de la influencia de los escritores que le preceden, y vinculados directamente con las últimas corrientes literarias de Europa y en especial de Francia. Lora y Yerovi representan, de esta manera, la única solución de continuidad entre la brillante generación de los García Calderón y Chocano y la actual juventud; el uno por su sensibilidad moderna y apta para los nuevos vientos extranjeros, que más tarde vendrían a incorporarse plenamente en la producción literaria posterior; y el otro por su valor intrínseco de escritor autóctono, depositario de la tradición nacional.

El año 1916 marca el nacimiento de la última generación. Parece enunciarse ella por una cultura extensa y bien masticada. Se ha repasado lo leído por las falanges anteriores y se ha llegado hasta la misma literatura de guerra. La influencia directriz de la literatura española y de Rubén Darío cede a la más amplia de las literaturas europeas, siendo señaladamente los rusos de todos los tiempos -desde Gogol hasta Averchenko- los de más honda acción orientadora; mas en esta generación, como acaso en ninguna otra anterior, se afirma y predomina el espíritu de la raza, en obras genuinamente sudamericanas y sustantivas.

Los nuevos escritores que aparecen fomentan su ímpetu creador en una austera y profunda dignidad artística. Vienen celosos de su rol de infinito y llenos de una pura y elevada comprensión estética, muestran el pulso desnudo al aire, contraen su compromiso de vida y de labor con el ambiente, piden espacio y respeto para su pluma y se echan a la esteva triptolémica.

Se fundan revistas. Los diarios publican páginas semanales de arte y letras. La atmósfera se puebla de versos. Después de muchos años -desde Chocano- la burguesía vuelve a sentir la acción urbana e inmediata de los artistas. Empiezan a sonar los nombres nuevos que la conferencia, el linotipo, la pose callejera y el inocente escándalo, buscado para las altas galerías, llevan de boca en boca. Las ciudades de Arequipa y Trujillo toman parte en el movimiento. La feliz circunstancia de haber llegado de Buenos Aires el gran dibujante Julio Málaga Grenet comunica a la agitación intelectual mayor sugestión pública. Por su parte, el formidable músico Alomía Robles, iniciador del folklorismo incaico, suma sus entusiasmos a los de los literatos por medio de recitales y fraternos motivos de belleza.

La cabeza de este renacimiento es Abraham Valdelomar. Él es el centro propulsor. Su aparición a la vida literaria peruana representa una verdadera renovación. Así como Chocano dio su nombre a su generación, la juventud actual está bautizada con el nombre de Abraham Valdelomar, director de la revista Colónida. En tomo suyo se agrupan todos los valores coetáneos. José María Eguren, el gran poeta de Simbólicas y La canción de las figuras, a quien González Prada creía un genio, y de cuya labor se han ocupado ya, entre otros críticos de América y Europa, Gonzalo Zaldumbide, Blanco Fombona y el escritor norteamericano Goldberg en su libro en inglés sobre Rubén Darío, Amado Nervo, Santos Chocano, Herrera Reissig y José María Eguren. Junto a Valdelomar surge también Percy Gibson, bello vegetal lírico, en cuya obra se maridan triunfalmente la salud de pan bueno del Arcipreste de Hita y el humorismo inglés de sus ancestros. Tan puros oxígenos, tal sabor terráqueo y sudamericano exhalan sus faenas líricas, que creo hallar en él una dirección paralela a la de Chocano y que la completa y acaso la culmina. Percy Gibson da por sistro lírico la americanidad que Chocano da por trompa épica. Ernesto More trajo luego un libro Hesperos, que por su altísimo tono rapsódico y andino y por su sello de paganía de los griegos, representa, con Gibson y Eguren, los tres más grandes poetas de la última generación. Al lado de ellos surge Enrique Bustamante Ballivián, raro y señorial aedo, autor de Arias de silencio, sutilísimas membranas melodiosas, tañidas como en "bruma y tono menor" septentrionales; Renato Morales de Rivera, bohemio truculento, de escasa producción, aunque cada plumada suya es un mugido de la más pura vibración cardiaca; César Rodríguez, dueño de una técnica segura e irreprochable, en versos de una tersura clásica; Alcides Spelucin, orífice insigne de estrofas y cuentos dignos de una decoración a lo Goncourt; Óscar Imaña, de honda entonación rubendariana; Felipe Alva, valor positivo, abanderado en las primeras filas renovadoras; Luis Berninsone, originalismo apolónida en el verso como en su vida heroica y trashumante; Juan Parra del Riego, crepitante brasero de inquietud y extraño preciosista.

La crónica alcanza en Abraham Valdelomar una altura máxima. Sus greguerías, fuegos fatuos, con alguna influencia en lo espectacular de Wilde y de Lorraine, son estiletes lapidariamente trabajados. Las vernaculares crónicas políticas de José Carlos Mariátegui, las dardeantes, a tres filos, de Miguel Ángel Urquieta; y las hondas glosas, llenas de generosa agilidad, de Gastón Roger, anuncian el ático apogeo de la crónica moderna en el Perú.

Pero sobre todo, el cuento nacional es cultivado en forma intensa y victoriosa. Abraham Valdelomar se hace un maestro en el género. Da dos libros de cuentos, El caballero Carmelo y Los hijos del Sol, volumen éste del cual Clemente Palma ha dicho haber leído con la misma emoción que Los Lusiadas. Augusto Aguirre Morales le disputa ese primer puesto de cuentista incaico, con su notable libro La justicia de Huaina Cápac. José Eulogio Garrido forma, con Valdelomar y Aguirre Morales, el triángulo en tales narraciones; tal lo dice su libro Las sierras, colección de admirables ambientes de las punas.

En el ensayo aparecen dos grandes prosadores, los más altos de la generación: Federico More y Antenor Orrego, autores de Deberes del Perú, Chile y Bolivia ante el problema del Pacífico y de Notas marginales, respectivamente. Vienen, en segundo lugar, los panfletarios Alberto Hidalgo y Luis Velasco Aragón. Luego el sobrio y sesudo comentarista Federico Esquerre; los notables críticos literarios Luis Alberto Sánchez y Raúl Porras Barrenechea.

En el teatro descuellan, dentro de la incipiencia de la escena peruana, Ladislao Meza, Luis Góngora, Gastón Roger, Julio Hernández, Felipe Rotalde.

En la novela, un solo novelista, el mejor, el único: José Félix de la Puente, que el año pasado fuera laureado con el segundo premio en el concurso de novelas americanas de la Editorial Franco-Ibero-Americana de París.

Mozos de rebeldía corno Félix del Valle, Pablo Abril de Vivero, Daniel Ruzo, Alberto Guillén, Juan Espejo, Francisco Sandóval, Juan Lora, Federico Bolaños, Magda Portal, José Chioino, Eloy Espinoza, valen un millón de promesas lauriníferas.

Abraham Valdelomar murió en 1919, cuando empezaba aún a esbozar, al decir del gran lirida mexicano Enrique González Martínez, los arrestos de un genio. Pero aquella juventud, que el inolvidable artista juntó en solitario haz batallador, marchará adelante. No es imposible que, pronto, muchos de los nombres que he citado se hagan nombres intercontinentales.

César Vallejo
El Norte, Trujillo 
12 de marzo de 1924

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