Con José María Eguren |
Desde Lima |
El gran simbolista de El Dios de la centella, me dice con cierta amargura: - ¡Oh, cuánto hay que luchar; cuánto se me ha combatido! Al iniciarme, amigos de alguna autoridad en estas cosas, me desalentaban siempre. Y yo, como usted comprende, al fin empezaba a creer que me estaba equivocando. Sólo, algún tiempo después, celebró González Prada mi verso. Mientras se deslíe su voz ágil, cordial y hondamente sinuosa, sus ojos, de un sombrío alucinado, parecen buscar los recuerdos, y vagan por la sala lentamente. El poeta Eguren es de talla mediana. En su rostro, de noble tono blanco algo tostado, sus treinta y seis años balbucean ya algunas líneas otoñales. Sus maneras espontáneas, cortadas en distinción y fluidez, inspiran desde el primer momento devoción y simpatía. Nos habla; y sus explicaciones de algunos de sus símbolos nos sugieren las más raras ilusiones. Se me antoja un príncipe oriental que viaja en pos de sacras bayaderas imposibles. - ¿Desde sus primeros ensayos -le pregunto- su manera ha sido la misma de ahora? - Sí -me responde, con viva alegría-. Con un solo breve paréntesis de romanticismo. Muchas de las maestrías de Rubén Darío -agrega- las tuve yo, antes de que se conocieran aquéllas aquí. Sólo que, hasta hace poco no más, ningún periódico quiso publicar mis versos. Yo, desde luego, nunca me expuse a un rechazo. Pero, ya sabe usted, nadie los aceptaba. Después, me relata sus largos años de aislamiento literario, que habían de ser tan fecundos para las letras americanas. - Y el simbolismo se ha impuesto ya en América -me dice con acento y rotundidad-. El simbolismo de la frase, esto es, el francés, existe ya consolidado en el continente; y en cuanto al simbolismo de pensamiento, también, pero con matices muy diversos. Por ejemplo, mi tendencia es distinta de cualquiera otra, según dice González Prada. Así es que, como usted ve, es imposible fijar una fisonomía compendial de la poesía americana presente. Eguren se entusiasma y goza visiblemente en sus charlas sobre arte. Me obsequia un aromático "inglés", y entre humo y humo pasan por nuestros labios los nombres de Goncourt, Flaubert, de Leconte de Lisle y de algunos literatos americanos y nacionales, entremezclados de algún verso divino y eterno. - Yo y usted tenemos que luchar mucho -me dice, con gesto de suave resignación. - Pero usted ya ha triunfado en toda la América -le arguyo-. ¿Qué noticias tiene de afuera? - En Argentina, Chile, Ecuador, Colombia, sé que me conocen y que reproducen con entusiasmo mis versos. Mantengo, además, numerosas relaciones con los intelectuales de esos países. En lo demás, ya veremos, ya veremos, pues todavía… (Por mi mente pasan el dolor y el genio incomprendido, por su siglo, de Verlaine, de Poe, de Baudelaire). - ¿Y en Trujillo? -me pregunta Eguren con vivo interés. Yo ante esta pregunta me turbo; y sin hallar cómo salir del paso, me revuelvo y cambio de actitud en el diván, hasta que, al fin, como alentado súbitamente por un recuerdo, le respondo: - En Trujillo… Eguren me interrumpe, y me habla de los escritores de allá, amigos míos, para quienes dedica frases de entusiasta elogio. - Además -redondea sus palabras con fina galantería- Trujillo es una ciudad simpática para mí, y creo que posee bastante cultura. Yo le doy las gracias. Al despedirme, el día había volado. De regreso, miro Barranco, con sus calles rectas pobladas de alamedas; con sus helechos arborescentes y sus pinos. Los chalets, de los más variados estilos, muestran jardines de pulcra elegancia y los vestíbulos abiertos a las brisas vespertinas; las lujosas residencias del confort burgués. La hora virgiliana, turquesa y verde enérgico. Y el mar de rica plata. |
César
Vallejo
La Semana, Trujillo, N° 2
30 de marzo de 1918
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