Revueltas y Dostoyevski.

La piedad y el sacrificio

Ensayo de Eloy Urroz[1]

Fedor Dostoyevski,

José Revueltas

La afinidad de José Revueltas, el extraordinario autor de Los días terrenales y El apando de cuyo nacimiento se cumplirán cien años este mes de noviembre, con el novelista ruso Fedor Dostoyevski, se expresa de manera vehemente en el tratamiento agónico de los temas de la culpa, el sacrificio y la redención, como ejemplifica Eloy Urroz en el siguiente ensayo.

A mi entrañable Eugenia Revueltas

No soy experto en la obra de Revueltas y ni siquiera he leído todos sus libros. Mi conocimiento de su obra se reduce a dos novelas, El luto humano y Los días terrenales, un relato, El apando, y varios de sus cuentos. También leí, cuando fue publicada, la monumental biografía Los muros de la utopía de mi amigo Alvaro Ruiz Abreu, así como los dos textos que Octavio Paz escribiera sobre Revueltas, los cuales no sólo consiguen iluminar al autor duranguense y el sentido de su obra, sino que (dicho sea de paso) se hallan entre lo más preciso que haya leído de Paz sobre un coetáneo suyo —ambos nacieron en 1914— a la vez tan distinto de él. Con esas pocas herramientas encima, aventuro una breve “impresión” de lo que Revueltas significa para la literatura hispanoamericana y lo que, más directamente, significa para mí como lector y novelista.

Si no recuerdo mal, lo primero que busqué y leí fue Los días terrenales (1949). Nadie me la sugirió y yo simplemente la elegí al azar. Tendría unos 22 años. Entonces no sabía que estaba leyendo no sólo la mejor novela de Revueltas (dicho por varios de sus críticos), sino una de las cuatro o cinco mejores novelas mexicanas del siglo XX y una de las poquísimas que toca, recurrentemente, el tema del renegado político. Algo más: Los días terrenales es nuestra propia versión de Crimen y castigo, todas las distancias salvadas; no conozco otra novela mexicana que haya buscado, de manera tan palpable, sumarse a ese exaltado y “humano” linaje, ese dostoyevskiano y gratuito dolor por los hombres, por la humanidad (Disgrace, de Coetzee, sería, en ese sentido, el equivalente sudafricano de Los días terrenales). Por desgracia, todo lo demás que leí desde aquella época (25 años hace) no alcanza la penetración psicológica, la capacidad dramática, el equilibrio formal, de esta espléndida novela, aunque eso sí: su innegable pesimismo (ligado a su vena existencialista) y su trágica visión del mundo estarán presentes en todo lo demás que he ido leyendo más tarde, desde El luto humano (1943) hasta El apando (1969).

Antes de entrar en la que me parece la característica más notable de su narrativa —su deseo consciente o inconsciente por encarnar una versión mexicana de su querido Dostoyevski—, quiero apuntar y explicarme de paso la razón por la que Revueltas y su obra, ambas in-solubles, conservan una especial atracción para mí, o mejor: por qué percibo una intensa afinidad que poco tiene que ver con su posición política. Me refiero al ethos del artista. Me refiero a la moral estética del autor. Hablo de la pureza e intransigencia de Revueltas. Me refiero a su valor y entereza al romper, una y otra vez, con aquellas incongruencias de ese marxismo-leninismo que profesaba, lo que, por ejemplo, Sartre no pudo hacer y Camus intentó a su muy peculiar manera. Hablo aquí de su inquebrantable pasión por la verdad, todo lo cual lo ancla, indefectiblemente, a mis autores favoritos, de izquierda o de derecha: Gide, Cernuda, Lawrence, Dostoyevski, Hasek, Simone de Beauvoir, Gil de Biedma, Moravia, Vargas Llosa, Faulkner, Sabato. Si hay algo que distingue a estos escritores es, lo sabemos, su pasión por la verdad. En el caso de Revueltas, a diferencia de otros que también se afanaron por ella, su pasión fue desmedida, brutal, enloquecida. Apostó todo a ella y lo perdió todo por ella. Lo perdió, pero lo ganó para la literatura. Y no hablo aquí de la Verdad con mayúscula, por supuesto, la cual, sabemos, no existe —y que, al contrario, sólo invita a la coerción, la mutilación, el adoctrinamiento y el totalitarismo—; hablo de la simple y escueta verdad del escritor, del hombre. Subrayo: no hablamos aquí del Hombre con mayúscula, sino del hombre particular, contradictorio e inconforme. Ninguno de los autores que menciono se abocó jamás a contar las vicisitudes y dramas del Hombre con mayúscula, de la entelequia o símbolo Hombre, sino de ese otro individuo que ellos fueron o quisieron ser, o bien, en algunos casos, la historia de un hombre particular que, probablemente, conocieron o imaginaron, con sus flaquezas y dilemas, su desgarramiento y su mirruña de felicidad. Nada más... y nada menos.

Estos autores, y Revueltas a la cabeza, se han ganado el odio de sus congéneres. Son incómodos, fastidiosos, a ratos incluso dolorosos. ¿Por qué? Tienen esa fatal capacidad para hurgar (hasta sangrar) en esos lados lóbregos de la conciencia de ellos y los otros. Nadie los quiere: sus lectores intuyen, medrosos, que están diciendo la incómoda verdad que los asola y, como a la peste, evitan. Y el que lee un libro (especialmente uno de ficción) no se acerca habitualmente a él buscando ese brutal enfrentamiento, al contrario: prefiere, a ser posible, la tibia falsificación de la realidad, el edulcora-miento de lo atroz. Preferimos muchas veces leer con la ayuda de un terso filtro estético, levemente amañado a ser posible, que logre amortiguar eso verdadero que tiene que decirnos su autor.

Revueltas luchó con la forma y esta es, en muchos casos, desigual o para decirlo pleonásticamente: informe. Mentiría si dijera (sólo para celebrarlo) que encuentro una acabada expresión en lo leído. No es así. A veces se posesiona de él el desparpajo, los ripios, las subordinadas ad infinitum, los innecesarios circunloquios... A pesar de ello, uno descubre (al irlo leyendo) la auténtica lucha del artista enfrentado con la forma. A Revueltas no le bastaba con decir su verdad moral, política o estética; comprendía que debía lograr esa forma precisa que la verdad exige. Esto es patente, por ejemplo, en El apando. Desde las primeras líneas encontramos el camino a seguir: una narrativa abigarrada, saturada, imprecisa, desbarrancada, todas, sin embargo, características que funcionan a la perfección si se entiende (como se comprende al final) cuál es la consecución o telos del autor: expresar la infernal experiencia de Lecumberri, el infamado Palacio Negro, la agobiante vivencia de los que, como él, estuvieron encerrados en la Crujía, el llamado apando, la soledad e incomunicación del preso que no tiene otra escapatoria salvo la efímera de las drogas que lo sacan a ratos de su tenebrosa realidad[1].

Hoy es ya clásico el inicio de El apando. Recordémoslo:

Estaban presos ahí los monos, nada menos que ellos, mona y mono; bien, mono y mono, los dos, en su jaula, todavía sin desesperación, sin despertarse del todo, con sus pasos de extremo a extremo, detenidos pero en movimiento, atrapados por la escala zoológica como si alguien, los demás, la humanidad, impiadosamente, ya no quisiera ocuparse del asunto, de ese asunto de ser monos, del que por otra parte ellos tampoco querían enterarse, monos al fin, o no sabían ni querían, presos en cualquier sentido que se los mirara, enjaulados dentro del cajón de altas rejas de dos pisos, dentro del traje azul de paño y la escarapela brillante encima de la cabeza, dentro de su ir y venir sin amaestramiento, natural, sin embargo fijo, que no pudiera hacerlos salir de la interespecie donde se movían, caminaban, copulaban, crueles y sin memoria, mona y mono dentro del Paraíso, idénticos, de la misma pelambre y del mismo sexo, pero mono y mona, encarcelados, jodidos[2].

Pero ¿de qué se está hablando aquí? O mejor: ¿quiénes son estos extraños personajes antropomorfizados, aherrojados en este espacio asfixiante? Si partimos del hecho de que El apando transcurre dentro de una cárcel, entonces “mono” y “mona” no deben ser otros que los mismos presos, ¿quiénes más si no? Pero no es así. En las siguientes páginas comprendemos que “mono” y “mona” son los guardias de las jaulas y que si existen criminales dentro de estas, los auténticos prisioneros sin embargo no son otros que los mismos vigilantes. El narrador, aunque en tercera, tiene el punto de vista de los presos. Para ellos, los guardias deben ser poco menos que “monos” “atrapados por la escala zoológica”. En resumen, que en El apando todos (buenos y malos) están condenados a las rejas y con ello las distinciones maldad/bondad inevitablemente se tuercen, se emborronan... No en balde Revueltas dijo en una entrevista que “Las rejas no son más que la invasión del espacio, y ahí [en El apando] hago una comparación: rejas por todas partes, rejas en la ciudad”.

Detengámonos un momento en la forma del largo párrafo citado: tenemos, primero, a dos monos, ambos en su jaula, yendo con sus pasos de extremo a extremo. En principio, estos no podrían ser otros (¡claro!) que los mismos presos, empero esto no es así a pesar de que el narrador nos confunda al señalar: “en su jaula”. Captamos la ironía más tarde: son los guardias quienes se encuentran atrapados. No por otro motivo, el narrador dirá: “detenidos pero en movimiento”. A Revueltas no debió de habérsele escapado la noción del Nahui Ollin (o Quinto Sol o Cuatro-Movimiento) pues vuelve a ella tres líneas más adelante al decir: “dentro de su ir y venir sin amaestramiento, natural, sin embargo fijo”. En la cosmogonía mesoamericana, el Sol actual se sitúa en el centro del cosmos, se trata del quinto punto cardinal, y su fuego se halla, por ende, en el centro de la casa: es el movimiento detenido, eso que se mueve pero está fijo, y eso parece acontecer dentro de la jaula de El apando —al menos en esas primeras páginas donde todo está condenado al atasco, el embotamiento y la circularidad... hasta que esta fijeza se destruya cuando Polonio, Albino y El Carajo urdan el plan que desatará la catástrofe del Quinto Sol: pedir a la monstruosa madre de El Carajo se meta la droga dentro de un támpax vaginal, a lo que esta accederá instigada por La Meche y La Chata, amantes de Albino y Polonio. Con ello, insisto, se desata la paralizante acción del relato, y el movimiento, antes fijo, echa a andar de modo enloquecido para derivar en una abominable circularidad donde no hay salida para los reclusos[3].

Esta obsesión por el Quinto Sol o fijo-movimiento reaparece en varios cuentos de Revueltas, entre ellos, el que, para algunos críticos, se trata de su más acabado “Dormir en tierra”. Otra vez, al inicio del relato, tenemos esta mencionada inmovilidad, la cual subyace, ya lo dije, en gran parte de su narrativa: “Pesado, con su lento y reptante cansancio bajo el denso calor de la mañana tropical, el río se arrastra lleno de paz y monotonía en medio de las riberas cargadas de vegetación. Era un deslizarse como de aceite tibio, la superficie tersa, pulida, en una atmósfera sin movimiento.”. Corre el río, fluye el tiempo, sí, pero todo parece haberse detenido en Minatitlán, la ciudad portuaria adonde El Tritón, un viejo remolcador, está a punto de anclar, y donde se va a desarrollar el primero de los dos terribles clímax del cuento.

En el primero, las prostitutas del pueblo, anhelantes y estupidizadas por el calor y la atmósfera agobiante, esperan la llegada de la tripulación: recibirlos (atender a los marinos) implica poder seguir con vida un día más, poder comer, no morirse de hambre y monotonía. Entre ellas, La Chunca, la más fea entre las prostitutas, desea que el héroe del cuento, el contramaestre del remolcador, se lleve a su hijo con él. Ella no tiene cómo alimentarlo. Quiere enviarlo al puerto de Vera-cruz —adonde sabe se dirige El Tritón cuando zarpe— junto con unos parientes lejanos. El personaje de La Chunca —contrahecho y monstruoso, de una extraña ética difícil de desentrañar— surge del mismo terrible molde de donde viene la madre de El Carajo en El apando: Coatlicue, diosa de la fertilidad, madre de todos los dioses, monstruo dual con el cráneo descarnado, devo-radora de hombres.

Al ver al chiquillo de siete años en el muelle esperándolo, el contramaestre le dice que se largue, que no se lo va a llevar, que no insista. El niño le ruega dicién-dole: “Mi mamá dice que por el amor de Dios me lleve en el barco [.] No quiere tenerme porque soy hijo de puta”, lo que, paradójicamente, azuza aún más la ira del marino (“ese odio que sentía hacia su piedad, la cólera de que algo le hiciera sentir dolor por otro”), llevándolo a arrojarle una cubeta llena de desperdicios y mierda. El espantoso niño, a pesar de todo, continuará, hierático, esperándolo en el muelle: él es hijo de puta, ya nos lo dijo, es hijo de Coatlicue, hijo de La Chunca y la Chingada, hijo de la madre de El Carajo de El apando, y como tal, es invencible.

El segundo clímax sobreviene cuando se desate un ciclón poco después de que El Tritón haya zarpado de Minatitlán. A punto de zozobrar, el contramaestre encuentra al niño Eulalio escondido en la percha vacía del camarote donde esperaba encontrar el último chaleco salvavidas, es decir, su boleto para poder salir con vida del naufragio. En un extraño y contradictorio acto de altruismo, el contramaestre se lo pone al niño y lo salva tirándolo al mar.

En esta paradoja (segundo clímax del relato) anida, a mi parecer, la problemática noción dostoyevskiana de la culpa y la redención, tan caras ambas a Revueltas, dos caras de la misma moneda cristiana. ¿De qué otro modo entender, si no, “ese odio que sentía hacia su piedad” y ese postrer acto de altruismo del contramaestre? ¿Cómo interpretarlos si no en razón a una inextricable fe de raigambre cristiana que Revueltas experimenta y quisiera sin embargo extirpar?, ¿un sentimiento que, al igual que ocurre con Dostoyevski, resurge en los momentos clave en muchos de sus relatos, cuando el hombre se halla en situaciones límite, enfrentado de lleno a su odiado semejante? ¿Qué hacer entonces? Frente a esa primera reacción de ira destilada (en la que el marino arroja los desperdicios al niño Eulalio en el muelle), surge una segunda reacción antónima: salvarlo. Odia su piedad. O mejor: aborrece sentirla, pero la siente vívida, avasallante. No puede escabullirse, y allí surge entonces el insólito dilema que da forma a este y otros textos de Revueltas, los mejores que escribió junto con Los días terrenales y El apando: “Dios en la tierra”, “El dios vivo”[4], “La palabra sagrada”, “Material de los sueños” y mi favorito, “La frontera increíble”.

En este sentido, Octavio Paz ha escrito en “Cristianismo y revolución: José Revueltas”, que: “Aunque mi [primera] nota subraya la religiosidad de Revueltas, no describe su carácter paradójico: una visión del cristianismo dentro de su ateísmo marxista. Revueltas vivió el marxismo como cristiano y por eso lo vivió, en el sentido unamunesco, como agonía, duda y negación”. Y páginas más tarde, Paz dirá con agudeza que: “Su temperamento religioso lo llevó al comunismo, que él vio como el camino del sacrificio y la comunión; ese mismo temperamento, inseparable del amor a la verdad y al bien, lo condujo al final de su vida a la crítica del socialismo burocrático y el clericalismo marxista”.[5]. Ojo: Paz habla de “temperamento religioso”, lo cual, sabemos, no es lo mismo que religiosidad o fe; también anota cómo este temperamento es el que lo lleva, inexorable, “a la verdad y al bien”, esa obsesiva verdad con minúscula de la que hablé al inicio, esa verdadcoheren-te con el hombre y el artista en que Revueltas logró irse convirtiendo a través de las penurias, las luchas y los años. Ese temperamento es el que lo liga, pues, a ese cónclave de autores que he señalado al principio, artistas obsesionados con decir su verdad a ultranza, o mejor: artistas obcecados en ser congruentes con su conciencia al precio que fuere. En ese sentido, Vasconcelos formaría parte también de esta familia; sería un buen antecesor de Revueltas: ambos comparten ese “temperamento religioso” del que habla Paz, con la clara diferencia de que uno quiso ser fiel a su verdad yéndose a la extrema derecha hacia el final de su vida y el otro lo fue permaneciendo en la izquierda, una que, sin embargo, tuvo el valor de criticar y examinar. Pero mucho más que en Vasconcelos, encuentro en Revueltas, como dije, el temperamento dostoyevskiano por excelencia, el cual ni es cristiano ni es marxista, sino una cosa a ratos parecida a las dos, pero distinta: el carácter trágico del que busca a toda costa el sacrificio, el temperamento que añora ofrendar su amor por ese semejante odiado (¡tamaña paradoja!), el artista signado por la culpa y la redención, por una suerte de obsesiva necesidad ontológica de ser perdonado por algo ajeno que no sabe nunca qué es o qué fue, pero que lo persigue, no lo deja en paz y lo empuja a escribir obras de una tortuosa tensión dramática, textos contradictorios como no se han escrito jamás, obras perdurables por su humanidad y su hondura.

Notas:

[1] En 1969 se publica otra novela claustrofóbica, La obediencia nocturna, de Juan Vicente Melo, y uno no puede dejar de preguntarse si, acaso, los entonces recientes efectos traumáticos de la matanza de Tla-telolco de 1968 no tenían algo o mucho que ver con esa claustrofobia y asfixia narrativas, con los espacios cerrados y la pesimista circularidad de ambos textos.

 

[2] José Revueltas, El apando y otros relatos, prólogo de Octavio Paz, Alianza/Era, Madrid, 1985, p. 25. Las citas posteriores de textos de Revueltas proceden de esta edición.

 

[3] Aunque Revueltas conocía Recuerdo de la casa de los muertos (1862), de Dostoyevski, es claro que el planteamiento, la estructura y hasta los temas de esta novela poco o nada tienen que ver con la historia de El apando. Los liga la experiencia que sus dos autores sufrieron en distintas cárceles y en distintos momentos históricos. En un aspecto se asemejan: el escritor ruso había sido acusado de sedición y de albergar ideas socialistas contra el Estado. Revueltas también.

 

[4] Por ejemplo, en “El dios vivo” el indio exigirá a Butimea (el Vicam Yoreme o jefe yaqui) ser castigado por haber transgredido la ley que prohíbe acercarse a una fiesta de yoris o blancos. Culpa y redención. El cuento fue dedicado a Arguedas.

 

[5] Octavio Paz, “Cristianismo y revolución: José Revueltas” en José Revueltas, op. cit., pp. 14 y 18.

Ensayo de Eloy Urroz

 

Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México  16 / artículos / Octubre de 2002

Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/2086b898-09be-40df-bab7-0c8dfc1b9cdd/moralidad-verdad-forma-y-deseo-en-la-poesia-de-luis-cernuda

 

Ver, además:

 

José Revueltas en Letras Uruguay

 

Fiodor Mijailovich Dostoyevski  en Letras Uruguay 


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