Como nidos de oropéndola 

Warren Ulloa Argüello

I

Llovizna. La tierra se ha transformado en una masa pegajosa.

El féretro de Joaquín es el primero en estrenar el nuevo cementerio, dado que el antiguo se atiborró por la recién terminada guerra de frontera. Alrededor del hueco mucha gente.

Raúl, su hermano, está inconsolable, ni sus padrastros pueden mermarle el terrible dolor. No tuvo fuerzas, como dicta la costumbre, de echar la primera palada de tierra sobre el ataúd.

Quince minutos más tarde se da por terminado la labor de sepultar. El padre Cosme propone un silencio. Agacho la cabeza en acto de respeto y solidaridad para pedir por el alma de Joaquín.

— Esta tierra hace prodigios —me susurra al oído don Augusto el panteonero.

— ¿Perdón?

Él sonríe,  se limpia las gotas de sudor de su frente, y deja escapar un suspiro.

—Yo mantengo largas conversaciones con la tierra, y ella me lo ha dicho.

— ¿Cómo puede hablar de esas cosas en un momento tan doloroso?

— La gente de este pueblo no conoce está tierra como yo la conozco. Acá se enterró una santa durante la guerra de frontera, y esta tierra es milagrosa desde entonces.

— Le ordeno que guarde silencio, por favor.

— Ese muerto tan muerto no va a estarlo dentro de un tiempo.

— ¡Le pido respeto en estos momentos, señor!

— Cuando vea lo que digo se va a asombrar.

— ¡Aléjese loco!

Deposita las palas y los picos en la carretilla y se dirige a guardarlas en la bodega.

Salimos del lugar. El último en hacerlo es Raúl, sale cabizbajo. Quiere quedarse al pie de la tosca cruz de hierro que fue implantada sobre el montículo de tierra, pero las leyes se lo prohíben: después de las cinco nadie debe merodear el panteón por cuestión de seguridad. La noche anterior el antiguo cementerio fue saqueado.

Son las seis en punto, según mi reloj.

La lluvia se hace más intensa. La calle a los minutos se llena de agua que desemboca a borbollones en las acequias. La entrada que da al cementerio se transforma en un bosque de sombrillas que desciende ceremoniosamente la colina.  

II

Desde la muerte de Joaquín; Raúl no ha puesto un pie en el camposanto. Hasta hoy. Lo veo  maltrecho, ojeroso, y se ha dejado crecer una incipiente barba.

Las palabras le pesan en la lengua. Con todo eso me asombra que me aceptara una invitación a tomar café. Quería con él hablar un poco.

— Me alegra que hayás salido de tu cuarto —le digo.

— Salgo porque me lo ordenan.

— No sé qué decirte Raúl, pero resígnate, es lo más sano para vos.

— No, algo dentro de mí me dice que no me puedo resignar, resignarse es sólo para los débiles.

— Es peor, la muerte es muerte y punto.

— Mirá, Eugenio, te voy a contar algo muy íntimo, algo que nadie sabe, y vos vas a ser el primero en saberlo, espero que guardés el secreto.

— Me extraña que me digás eso.

Se bebe el poco de café que le queda en la taza, y mirando a los lados me narra en voz baja.

— De seguro vas a pensar que estoy loco.

— ¿Por qué debo pensarlo?

— Tengo  la convicción de que vamos a volver a ver a mi hermano.

— No entiendo.

— ¡Que no está muerto! —Baja de nuevo la voz—. Lo vamos a  ver en la estaciones de autobús, a oír  su voz en la radio, hasta en la escuela va a  impartir clases.

— Viejo, disculpá que te lo diga pero… estás mal, necesitás ayuda psiquiátrica.

— ¡¿Vos también?! —Se pone de pie lleno de rabia e indignación—Estás igual que mis padres, me dicen que yo necesito ayuda, pero ellos no lo han visto vagar por allí.

—Es normal alucinar que un ser querido vuelva. Te seré crudo, si destaparan esa caja lo que va a haber allí son los huesos nada más. Te recomiendo que vayás de una vez por todas al cementerio.

— El panteonero no me deja, dice que aún no es tiempo, le falta madurar todavía más abono, agua, sol.

— No sé de qué me hablás, pero no te recomiendo la amistad con el enterrador, está loco.

Raúl, en un arrebató de cólera me amenaza:

— No me digás con qué amistades andar Eugenio, ese loco como le decís me ha dado más apoyo que vos, que te decís mi amigo.

Deposita el dinero del café sobre la mesa y se pierde de vista.  

III

Han transcurrido quince días. Raúl aprovecha el bingo del sábado por la noche para pedirme disculpas por su actitud del otro día. No hay problema alguno, no soy un tipo rencoroso.

Lo veo relajado, es más, baila cuanto bolero interpreta la banda comunal. Está tan feliz que se emborracha. Sus padrastros no se lo impiden. Sinceramente le hace falta, y más este día que ha amanecido con una actitud diferente a la vida.

Mientras Raúl baila con las mujeres que aceptan su invitación, yo bebo de a pocos mi cerveza.

— Buenas noches —dice una voz.

Era don Augusto.

— ¿Por qué no deja a Raúl entrar en el cementerio?

— Puede entrar si quiere, es más dígale si lo ve, que ya ha madurado.

— ¡¿Qué maduró por un cuerno?!

— El fruto de la vida muchacho, el que dice el padre Cosme en el sermón.

Camina con las manos metidas en los bolsillos.

Lo sigo con la mirada, siento una repentina lástima por él. Según he sabido por ahí, don Augusto quedó mal de la cabeza luego de perder a su esposa por fiebre escarlatina. Él dice que su mujer era una mística en constante contemplación. En lo personal temo que influencie con sus locuras a Raúl que es tan vulnerable. Aun así, no me animo a visitar el nuevo cementerio, quizá y sea él quien profana el camposanto.

Como para no darle muchas vueltas al asunto decido irme  con Raúl de fiesta hasta el amanecer. Y así fue como a ambos el sol nos descubre jugando fútbol con una lata cerveza en media calle. Cansados nos acostamos en una de las bancas del parque central.

Me levanto un poco. Raúl queda acostado con los ojos cerrados y sonriendo, las manos le cuelgan.

En la calle un auto pasa. Tengo que restregarme el rostro. El chofer de ese auto, era idéntico a Joaquín, ¡jamás! Instantes después pasa el pregonero, y él también se me parece mucho al finado. « ¡Santo Dios, me estoy volviendo loco! ¡Está en todo lado!»

— ¿Qué te pasa Eugenio? —me pregunta Raúl.

    No nada, tengo dolor de cabeza, sólo es eso.

No me atrevo a decirle que creo estar  viendo a su hermano.

— Vamos a casa, es la falta de sueño.

De camino me topo de frente con un hombre que viene corriendo y es Joaquín también, sólo que con un gorro y guantes. “¿Me estaré volviendo loco?”

— ¿Viste a ese hombre? —le pregunto a Raúl, cansado de mis alucinaciones.

— Si, de hecho era muy parecido a mi hermano, igual el tipo del auto y el pregonero —me dice.

— ¿A qué te referís?

Me empuja.

—Vamos a ver el fruto de la vida, ya ha madurado, ¡por fin ha madurado! ¿Qué te dije?

— ¿El qué?

— Vamos, démonos prisa.

Corremos hasta el nuevo cementerio. El portón principal está abierto de par en par.

— ¡Allí está! —dice Raúl de pronto señalando a la tumba de su hermano.

Entre ángeles destrozados y trozos de cerámica, se yergue un  árbol frondoso y alto; cuya forma tiene un aspecto mágico. Nos acercamos un poco más.

— Esto, esto,  no es obra de tal Augusto —digo absorto sin separarle la vista al árbol.

— ¿No te lo dije? ¡Míralo! La resignación es sólo para los débiles —me dice Raúl con un brillo en sus ojos que le inunda la cara.

Warren Ulloa Argüello

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