Memoria y olvido
Noemí Ulla

Terminaban de florecer los últimos palos borrachos de la Avenida 9 de Julio cuando Marcial Basilika me pidió que lo acompañara en sus largas caminatas para recorrer la ciudad. Hacía tiempo que me había olvidado de algunas calles, por trazarme recorridos distintos, por no necesitarlas en la dirección en que iba, por el automatismo que me obligaba a frecuentar otras. Marcial Basilika sentía avidez del aire, de los árboles, de los rincones que había olvidado en los treinta años de vivir en el extranjero. Nos habíamos hecho amigos a través de mensajes electrónicos. Él me había conocido de niña y tenía cierto apremio por renovar un pasado en que su vida había transcurrido nada plácida, sino en medio de una peligrosidad cotidiana. Marcial Basilika debió exiliarse por motivos políticos y mis padres desaparecidos habían sido sus compañeros de ruta. Aunque Marcial era en ese tiempo adolescente, mis padres ya estaban juntos y tenían a sus dos hijos, a Rodolfo, mi hermano y a mí, de manera que entre las edades de Marcial Basilika y la mía no había demasiada diferencia.

–Lo más lejos posible –dijo–, lo más lejos posible dije cuando me fui del país.

Y recordó el día en que regresó por primera vez después de treinta años.

–¿Por qué tantos años? No recordaba –le pregunté.

–Porque no me quedaba nadie, casi nadie para ver y me sometí, voluntariamente, a una prueba de resistencia. Además, mientras mis hijos crecían, nacían y crecían en culturas tan alejadas de mi país, preferí que el tiempo pasara, cosa que hoy ellos me reprochan, sobre todo los mayores.

–¿Qué edades tienen? –pregunté.

–Los mayores veintitrés y veinte, los más chicos quince, trece y siete.

–¡Cuántos hijos! No lo recordaba.

–Claro, siempre nos hemos escrito de manera muy simple y breve. Al estilo de los mensajes electrónicos.

–¿Con quién los dejaste?

–Mi última mujer, ex mujer, está a cargo de los menores.

No quise indagar más. Habíamos dejado atrás las copas rosadas de los palos borrachos y empezaron a verse las azules de los jacarandaes. Marcial Basilika observaba todo con la precisión de un paisajista y al pasar por el tramo de Diagonal Norte que unen las calles Cerrito y Libertad, decidimos disfrutar de la tranquilidad de ese espacio haciendo un alto para tomar café.

Mientras Marcial Basilika encargaba nuestro pedido observé sus gestos, escuché sus palabras, advertí su educación. Nada había en él de apresurado. Parecía el dueño del tiempo y yo me había desacostumbrado, después de vivir un año en Londres, de esa manera que muchos creen distante del decir y sentir las cosas, siendo que sólo responde al hecho de vivir sin el apuro a que nos han habituado los norteamericanos hace ya bastante tiempo, con su cine, su televisión, y el estilo de sus avisos publicitarios.

Marcial Basilika me contó un poco de su vida en Tokio, ciudad no precisamente serena, en Roma y en Milán. Trabajaba en una empresa de diseño de autos y daba la impresión de ser alguien muy eficiente, aunque su modestia no aludiera a viajes de negocios frecuentes y a compromisos internacionales que sólo una vez mencionó. Dijo como al pasar que su madre, y para esto no dio rodeos, era una especie de bruja sin ninguna voluntad de aprobar a las que fueron sus mujeres, ni a las que podrían llegar a serlo en el futuro. Esto me causó bastante gracia, en medio de una conversación nada íntima y bajo un sol que pronto nos obligó a buscar el amparo de las coquetas sombrillas de otras mesas en la misma calle del bar. Como estuve a punto de caerme, gracias a la piedra que sobresalía del cerco de un jacarandá, tuvimos que reírnos, y pude así descargar mi sorpresa por el episodio fugaz de la alusión "a la bruja" de su madre. Después reiniciamos nuestra caminata, él descubriendo a la gente que dormía en alguna recova, en los bancos de la Plaza Lavalle, en los umbrales de las puertas del Senado de la Nación.

–¡Cómo ha cambiado esta ciudad! ¡Y este país! –dijo mirando a su alrededor.

–¿En qué?–

–Sería largo de explicar, y tal vez muy parcial lo que por ahora observo.

Después recordó su barrio natal, Once, donde su padre había tenido una modesta industria de calzado. Zapatillas, precisó, y donde había comenzado a colaborar como empleado junto a un hermano del que se había alejado totalmente por no compartir sus ideas conservadoras.

–¿No lo viste más?

–No, no quise. Si corto, es definitivo. Mi bisabuelo, que vino al país y se instaló en Once a fines del siglo XVIII, cuando comenzaban a existir allí los corrales de Miserere, se enojó con su padre, por eso vino de Alemania, y juró que nunca más lo volvería a ver. Y así lo hizo.

Como respetuoso de la tradición familiar, pensé que había cumplido, pero no dejó de sorprenderme tal actitud. Supuse que algo más habría entre Marcial Basilika y su hermano, algo así como una delación en tiempos de la última dictadura militar, una mala voluntad y peor comportamiento lo que habría llevado a este rencoroso de más de cincuenta años y de treinta pasados fuera del país, a cortar por lo sano.

–Me gustaría recorrer algunas calles de Flores y de Caballito. ¿Te gustaría que fuéramos juntos? ¿Un domingo por la mañana, tal vez?

–No tengo inconveniente. Cuando camino es por necesidad y descubrir y redescubrir la ciudad como lo estás haciendo, me da mucho gusto y curiosidad. Contá conmigo.

Entre detenernos a observar la arquitectura, los nuevos edificios, las calles transformadas por infinidad de negocios, la invasión de locutorios, quioscos, quiosquitos, y ¡la basura! llegamos hasta Pueyrredón y Corrientes, donde yo vivía.

En los días que siguieron Marcial Basilika fue recuperando nuestra manera de hablar, antes escondida tras una pronunciación indescifrable, mucho más mezcla de inglés e italiano que del español que había conocido en otro tiempo. Unas veces divertido, otras irritado, reaccionaba al ver escritos los anglicismos que nos habían invadido, "delivery" en lugar de "envíos", "sale" por "saldos", y tantos otros. También encontraba que las palabras que designaban algo en el tiempo de su juventud en el país, habían desaparecido y se las había reemplazado por otras no necesariamente inglesas. Alguna vez presencié escenas de incomodidad con gente muy joven a la que él solía responder con malevolencia o con pedantería. Una vez se deslumbró ante la vidriera donde vimos el chaleco de mujer que buscaba para su hija adolescente. Preguntó por el talle del chaleco. La vendedora, al mirar la prenda que lucía el maniquí, lo corrigió con soberbia: ¡Ah! eso se llama bolero. Con una réplica inmediata, Marcial Basilika volvió a corregirla con malignidad: Tal vez usted no sepa que esa prenda francesa se llama "cache-coeur", dijo ante la mirada bovina de la arrogante joven. En otra ocasión, tras el pedido de una novela que buscaba con ansiedad, le dijeron: Todavía no la hemos "recepcionado". Tuvo que contenerse para evitar la explosión de risa y de burla.

Unas veces estas cosas le causaban gracia y otras una mezcla de malestar e indignación. Le comenté que hacía años un escritor argentino había escrito un libro sobre las palabras tontas que se usan por error.

–¡Pero claro! –dijo enseguida–, es un libro de Bioy Casares, el Diccionario del argentino exquisito. ¡Si lo habré leído! ¡Y releído! Me preocupaba, a medida que pasaban los años, saber cosas sobre un idioma que yo hablaba en rarísimas oportunidades. Y me topé con ese libro, afortunadamente. Es una crítica despiadada a la ramplonería, al estilo de "recepcionar" que oímos en boca del empleado los otros días.

Este fue el preludio de mi conocimiento de Marcial Basilika en los dos meses que se quedaría en el país. A partir de entonces, nos hicimos verdaderos amigos y en más de una ocasión, fuimos a ver algún filme o alguna obra de teatro nacional, ansioso como estaba de ponerse en mayor contacto con nuestra cultura y nuestros hábitos.

Un día Marcial Basilika apareció vestido como jamás lo habría imaginado, con total descuido, grandes anteojos oscuros que nunca llevaba y una boina con visera que le escondía prácticamente el rostro. Me preguntó si lo reconocía y le confesé que de no haber sabido que se trataba de él, lo habría tomado por un... más que forastero. Eso quería, dijo, el espejo no me engañó. Para internarse en el barrio de su origen, prefirió disimular su apariencia. Pero quién iba a reconocerlo me pregunté, sospechando que buscaba encontrar a su hermano. Más tarde me lo dijo; por supuesto que quería rastrearlo.

–¿Tenés un motivo especial?

–Mirá, voy a ser muy franco. Volví al país también para reclamar a mi hermano algunas cosas que supe por mi madre que me correspondían. Yo llevé a mi madre a vivir conmigo. Más exactamente, le envié el pasaje para que tuviera mejor vida cuando murió mi padre. Ahora quiero arreglar cuentas con mi hermano.

Al observar mi cara de asombro y de inquietud Marcial bromeó unos segundos y no volvió sobre el tema. ¿Qué buscaba entonces por esas calles del viejo negocio de su padre? Observar, me dijo, nada más que el movimiento de un barrio que había cambiado muchísimo. Y los movimientos de su hermano, pensé.

Por dos semanas traté de no encontrarme con Marcial, tanta fue la impresión que me habían causado sus palabras y su extraña voluntad de disfrazarse. Tuve miedo de que intentara matar al hermano, de no poder hacer nada para evitarlo. ¿Había vuelto al país realmente para vengarse ?

Marcial Basilika comprendió mis reticencias. Al cabo de esas semanas yo me había fortalecido pensando que en el fondo era un loco a quien no inquietaba demasiado la vida del hermano y que tal vez había buscado impresionarme. Así las cosas, volvimos a nuestras caminatas, ahora por el barrio de Belgrano. Redescubrió con intenso placer las barrancas y nos sentamos bajo la glorieta, donde evocó los paseos de su familia los domingos de mañana. No mencionó más el rencor hacia el hermano. Sin embargo, entre los recuerdos familiares, no trató de borrarlo o disimularlo ante mí. Le pregunté si había sido feliz en su infancia y esto lo deprimió muchísimo.

–No sé si fui feliz– comenzó a decir y a narrar episodios terribles de castigos corporales, de peleas entre sus padres, que habían llegado a extremos de violencia inimaginable para él. Entonces –prosiguió– cuando conocí a tus padres, encontré toda la comprensión y el amor que buscaba en una edad tan difícil.

Desde entonces nuestras conversaciones tomaron otro giro sin que yo lo hubiera buscado y fueron cada vez más necesarias y ¿cómo diré? ilustrativas, en el sentido de que mi familia, los tíos que habían criado a mi hermano Rodolfo y a mí, casi ignoraban a mis padres. No les perdonaban que hubieran vivido, como Marcial Basilika, en la marginalidad, que se hubieran enfrentado a la herencia del peronismo, a Isabel y a López Rega. Sin quererlo, habíamos llegado al tema de los viejos rencores, y también al de la falta de civilidad.

–Algo por lo que mis padres y vos Marcial, luchaban, supongo, entonces. Por tu concepción del mundo, por tu ideología, estarías a favor de todo lo que fuera solidario y en contra de creerte el dueño de la verdad, como se creía el siniestro López Rega, bien llamado "el brujo".

Ese día seguimos nuestra conversación poniendo sobre el tapete las contradicciones más flagrantes, reprochándonos cosas, mostrando nuestros desacuerdos. La historia del país pasó por nuestra memoria y no fue una charla tranquila.

Unos días más tarde Marcial Basilika me llamó para despedirse. Había equivocado el día de vuelo y no hubo tiempo para vernos. Yo debía asistir al ensayo general para el concierto de nuestra filarmónica, donde era el primer violín, y no tuvimos tiempo ni siquiera para un café.

–Hablemos –dijo–. Hablemos aunque sea por teléfono todo lo que podamos.

–Sí, sí, hablemos.

–Me llevo sólo tu voz por esta vez.

–No es mucho –dije– ni poco. ¿Cuál es el balance de tu viaje?

–Espléndido. Tengo mucho que agradecerte. Tu compañía, tu afecto. Y con respecto a mi hermano, todo fue mejor de lo que hubiera pensado. Disculpé sus errores, su obsecuencia cerril... a los servicios. Después de la partida de mi madre, hace como veinte años, renunció a su cargo de soplón. Hablamos mucho. Tuve que perdonarlo, o mejor, "entender su falta de entendimiento".

Marcial Basilika volvería al país en tres meses con todos sus hijos. ¿A vivir? Pregunté. No, de visita. Es el último deseo de mi madre: ver su tierra, ver también a mi hermano.

–Hasta siempre o hasta pronto. Te repito que fue muy grato reencontrarte –dijo–. Espero que sigan nuestros encuentros y nuestras conversaciones. Quiero volver a entender la historia de este país, que alguna vez fue mi país.

–Hasta siempre –dije–, aunque sigamos sin entenderlo demasiado.

Noemí Ulla 
de En el agua del río, Rosario, Argentina, Fundación Ross, 2007

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