La viajera perdida
Noemí Ulla

Los ojos son lo que menos aprecio de mi cuerpo. Cuando me pongo nerviosa y alguien me mira sé que el derecho se me desvía. Entonces empiezo a ver mal o a no ver, y me pierdo. Algunos se dan cuenta de esto y tratan de disimularlo mirando hacia otro punto de mi rostro. Mi hermano Juan fue quien descubrió mi desvío, yo me enojé muchísimo cuando me dijo te estás poniendo bizca y traté de enderezarlo inmediatamente. De mi familia la única que respetó siempre mi ojo malo fue Celeste, aunque Celeste no tiene mi sangre, pero es lo mismo. Papá la llevó a casa a los diez años y desde esa tarde que la trajo ante nosotros, diciéndome Celeste será para ustedes como una madrecita, deben respetarla, yo sentí que el ojo se me desviaba con mayor frecuencia, pero en una forma libre, porque Celeste hacía como si no se diera cuenta. Celeste tenía entonces el pelo renegrido y dos trenzas muy gruesas que le caían sobre la espalda con hermosos moños blancos de raso. Ahora ha encanecido, pero yo le tiño el pelo de negro y sus rasgos tan afilados antes, adquirieron con el tiempo una blandura suave que la convierte como había dicho papá, en una madrecita. Sin embargo cada día la siento más lejos de mí y es porque ella anda en sus propias cosas, sus hijos, su marido, y yo pienso que la vida fue cruel conmigo, quitándome primero a papá y ahora, lentamente, a Celeste.

Ayer me decidí a ver el mundo, como yo digo. Pensé que si era mi destino quedarme sola debía salir más al centro, mirar a los hombres, también a las mujeres y a la calle en general, que los domingos por la noche es un río de gente. Noto que las mujeres cada día se arreglan peor, les falta esa gracia que yo admiré tanto en las elegantes de años atrás, parecería que el tiempo ha transcurrido para el cultivo de la fealdad. Mi traje de terciopelo azul era lo único que brillaba en ese río de gente. Lo comparé con la ropa de las otras mujeres y vi que el mío tenía el corte perfecto que sólo Fernández da a una prenda. Y eso que hace añares que lo confeccionó. Recuerdo bien el día que lo estrené: Celeste le dio el último toque de plancha y cuando me vio vestida me dijo que estaba hermosa. Un poco de colorete, y estarás hermosísima. Papá me había invitado a cenar afuera, él tenía esas delicadezas para conmigo. Me tomó del brazo como si yo hubiera sido su esposa y prometió llevarme a un restaurante de moda. Fue esa misma noche, en medio de brillantes espejos, cuando tomé whisky por primera vez. Papá decía que yo debía acostumbrarme a tomar, a saber tomar, para cuando los hombres me invitaran, de modo de no emborracharme con el primer trago. Fue aquella una noche maravillosa y pienso ahora que papá debió ser en su tiempo el amante perfecto, un poco el hombre que él mismo aspiraba para mí. Cuando por fin encontré a ese hombre, yo lo creía así, Celeste tuvo una iluminación, una de esas intuiciones suyas: nunca serás feliz con él, me dijo, y aunque me costó mucho apartarme de Juan –se llamaba igual que mi hermano–, tengo una voluntad férrea, y lo conseguí. Habría sido muy desdichada junto a él porque le gustaban todas las mujeres. Si alguna vez lo encuentro por la calle trato de esquivarlo, siento que él no se merece ni siquiera mi saludo.

Lo cierto es que cuando volví de mi paseo me sentí un poco decepcionada. Volví tan sola como me fui y tampoco estaba Celeste a mi regreso para contarle cómo Dalmacia era la mejor vestida de Corrientes, cuántas cosas le dijeron los hombres y qué desdén elegante tuvo para con ellos. Parece tonto y repetido, pero creo que es un poco cierto lo que decía Celeste cuando yo era más jovencita: no nació el hombre para vos.

Ahora no soy jovencita, soy joven, y más: creo que pocas mujeres pueden sentirse tan joven como yo a los cincuenta años. Tengo un andar grácil y mi cuerpo tiene movimiento, lo que no es común a mi edad. Parece que con el tiempo las mujeres se van endureciendo y es por eso que los hombres se les van, los maridos se les van, porque se fastidian de andar con mujeres tontas. De mí, un hombre no se cansaría jamás. Agregado a mi agilidad, tengo otras bondades como se dice. Y voy más lejos todavía: tendría bondades que ahora no tengo, estoy segura de eso. Sé, por ejemplo, que no soy dulce ni tierna y no lo soy porque esos sentimientos que están como adormecidos empezarían a crecer junto a un hombre que me quisiera, lo que pasa es que, como decía Celeste, no nació el hombre para vos, Dalmacia. Sin embargo yo no le creo del todo a Celeste. Pienso que éste será mi año, año de cosas definitivas, me casaré con un hombre hermoso, no toleraría a un hombre feo que desarmonizara con mi figura, y tendré media docena de hijos. Celeste me ayudará a criarlos, los cuidará como si fueran suyos y esto no deja de ser una gran tranquilidad. Sé que con los chicos y un marido cariñoso nacerán en mí esos sentimientos que tienen otras mujeres, que le falta a Celeste, pero que mi hermana Inés, como tantas otras tiene: comprensión, serenidad, alegría, ternura.

Como este será mi año decisivo voy a empezar a prepararme para él: para el año y para el marido que va a venir, será una preparación integral, de cuerpo y alma. Ya que mi cuerpo es joven continuaré cultivándolo con la gimnasia diaria, esas flexiones y esos ejercicios respiratorios que parece que le devolvieran a una la vida, las ventanas siempre abiertas, que haya corriente de aire, porque el aire es lo más sano que hay en el mundo. La vez pasada Celeste se enojó conmigo porque se rompió la lámpara de la mesita, la corriente de aire la hizo caer por quinta vez y ya no tuvo arreglo. Yo digo que las cosas materiales no tienen tanta importancia, mientras el aire, que es salud, me penetre los pulmones, por mí que se rompan todas las lámparas del mundo. También tengo que tomar mucho sol, porque la piel tostada favorece el color de mis cabellos, pocas mujeres de mi edad pueden lucir un cutis como el mío. Siempre pensé que la estética es lo fundamental para ser amada.

En cuanto al alma, al cuidado de mi inteligencia, debo pensar muy bien cómo me prepararé. No sé por qué se me ocurre que mi marido será director de cine, me descubrirá, ellos siempre andan al acecho de una nueva estrella, que tenga algo diferente. A mí no me gustaría actuar, me parece que no soy tan joven para eso. Pero para estar a tono, seguiré el ciclo de cine argentino que anuncian esta temporada, leeré todas las revistas y libros de cine y cuando él me quiera sorprender con su experiencia, yo lo voy a asombrar con mis conocimientos. Nunca me abandonará porque le indicaré qué filme será negocio, qué artistas serán éxito, qué festival le dará el premio. Será un matrimonio muy feliz el mío. La gente se morirá de envidia y yo me sentiré la reina del mundo. De este mundo, el otro, el de mis noches fantásticas va a desaparecer, solo, o con un poquito de voluntad de mi parte. Para que haya una verdadera integración entre la cabeza y el cuerpo, dejaré el whisky por completo. Primero de a poco y en cuanto sienta que se acerca el momento de conocer al director de cine, marido mío, hombre famoso, abandonaré definitivamente el whisky.

Amor, amor, ¿en dónde estás? Cerca, cerquita, en el aire mismo que entra por las ventanas de mi habitación. Hombre altivo y de carácter, como yo. A veces pienso que la cocina puede ser un verdadero problema, no conocer la carne, no saber preparar un plato exquisito, pero me tranquiliza pensar que sé dirigir, sé mandar y como tendremos mucho dinero, manejaré a todo el personal de servicio con maestría. La señora de un director de cine no tiene por qué meterse en la cocina mientras el servicio doméstico se ocupa de eso, debe acompañar a su marido durante las filmaciones, estar en todo y ayudarle a ver los grandes y los mínimos detalles que a un hombre tan ocupado se le escapan. Amor, amor, dejaré también de fumar y mi voz recuperará el encanto de mi adolescencia, esa voz endiabladamente encantadora que enloquece a los hombres maduros. Seré perfecta, y todos se maravillarán ante mi tino para conducir a un marido tan cotizado como el mío. Dirán que él, cansado del arreglo artificial de las estrellas, buscó una mujer que pareciera una niña, por su cuerpo y su inocencia.

Papá solía decirme, serás una mujer que se destaque. Papá nunca se equivocó en sus cosas, tenía la visión de los grandes hombres. Si viviera, diría adelante, hija, cultiva tu espíritu, tus perfecciones. Ese será el mejor regalo que puedo hacerle a mi padre y este domingo, cuando vaya al cementerio, hablaré con él para anunciarle mi futuro triunfo. Estoy segura de que me escuchará, me tocará la puerta alguna noche para decirme que está de acuerdo en todo, hija, demostraste ser lo que yo esperaba.

Sin embargo lo que yo esperaba para mí era otra cosa, y así como mi hermano Juan fue el primero en advertir el desvío de mi ojo derecho, también fue él quien descubrió mi vocación. Dalmacia debería dedicarse al teatro, decía a papá, es cierto que lo decía con algo de humor y yo sentía que se burlaba de mí, tal vez por eso papá nunca le creyó. Pero también es cierto que yo era una niña muy susceptible y cada vez que se hablaba de mí sospechaba una sonrisa de compasión. Una vez me eligieron para hacer de Medea, recuerdo que debía llevar una larga túnica, dejarme crecer mucho el pelo, no era tiempo de pelucas, y usar unas ojotas de tirillas tan finas que mis pies parecían, irían a parecer, los más hermosos del mundo, pero cuando consulté con papá se negó en forma terminante. Primero se ocupó de leer la obra y después me llamó al comedor y con la voz muy grave me pidió que me sentara frente a él para conversar sobre aquello del teatro. No es un papel para mi Dalmacia, dijo, esto, hija, te haría mucho daño. Al principio me puse muy triste, sobre todo por las ojotas, pero papá tenía la virtud de convencer a las piedras y yo no pude resistirme a sus razones, tan cargadas de sabiduría. De vez en cuando volvían a mi memoria mis pies adornados por aquellas ojotas y lloraba despacio, entonces papá me sentó sobre sus rodillas y me besó mucho.

El recuerdo de cosas tan viejas me hace pensar que ha pasado mucho tiempo, que yo he vivido mucho, pero no debo pensar eso porque sin duda es quitar mérito a la riqueza de mi vida, a la excelencia de mi memoria. Soy joven y no he vivido aún, solo que las pocas cosas que me sucedieron fueron muy intensas y es así como yo no mido bien el tiempo y creo que todo pasó hace siglos y no, fue nada más que ayer. Me queda tanto camino por andar que me parece mentira que así sea. ¿Quién iba a pensar lo de mi verdadera vocación?, que no era el teatro, pero andaba cerca, llegar a ser la mujer de un director de cine. Hasta ahora todo lo que me propuse lo conseguí, y yo nunca me propuse hacer teatro. Eso es muy cierto. Para mí, la vida de la gente se la hace la gente. Todo es cuestión de mucha voluntad y de confianza en una misma. Y de destino, diría Celeste, que también es un poco cierto.

Mi destino, hasta el momento, fue que ningún hombre me quisiera. Yo me acerqué a ellos pero siempre con algo de temor y pienso, no atraída verdaderamente por nadie. Debo reconocer que papá fue el único que me entendió, el único que me quiso. Sé con seguridad que este año todo va a cambiar, esta mañana tuve esa certeza. Cuando me despierto escuchando la sirena de algún barco no puedo resistir a la tentación de visitar el puerto, es como si allí estuviera esperándome él. Mamá nos anunciaba hoy papá está a bordo, y a mí eso me llenaba de alegría. Todas las sirenas de los barcos, todos los barcos y los puertos del mundo eran él. Por ese motivo nunca me propuse viajar, pero seguro que lo haré cuando deba asistir al festival de cine del próximo año.

De todo lo que me preocupa hay algo que veo sin entera solución. Es mi ojo derecho. Antes podía ejercer sobre él un total dominio, pero a medida que fue pasando el tiempo, la cosa se da a la inversa. Siento que él me domina ahora y que se apodera de todo mi cuerpo, que él nomás existe, como si todas las partes mías se fundieran en él. Me veo pequeñita y nadie puede convencerme de lo contrario. Cuando eso me da, Celeste me recuerda que con estas manos me lavé la cara y me peiné, que con las piernas recorrí la casa, que con mi cintura me arqueé para recoger algo caído debajo de la mesa, pero es inútil, yo sé que soy nada más que un ojo, con él veo, toco, siento, muerdo. A veces la mirada de ese ojo malo puede llegar a morder a la gente, es como si toda la furia del mundo se hubiera concentrado en él. Pero me sucede algo peor aún, cuando él se va a adueñar de mí lo sé de antemano: lo siento crecer a pesar de mí, crecer hasta desplazarme convirtiéndome en aire casi, reduciéndome en aire casi, reduciéndome hasta él y toda su fuerza arrebatadora, eliminar mis sensaciones, la parte de mi realidad que me une al mundo, destruir mi voluntad y la energía de mis sueños, siento, sí, que voy a desaparecer. Que todo va a ser en mí nada más que el cumplimiento de alguien más fuerte que yo, a pesar de que me pertenece, que yo creo que me pertenece cuando me siento entera, porque en vísperas de eso sé que yo le pertenezco a él. Y no puedo evitarlo y creo que voy a enloquecer. Presiento ya que la visión de las cosas que me rodean va a ser muy pronto la de él. Ya lo escucho cómo empieza a ordenarme cosas y cómo yo, fuera de mí, le voy obedeciendo y entregándome. Es casi un descanso. *

 

Noemí Ullad

De La viajera perdida, 1974, en Ciudades, 1981
Este cuento mereció en 1974 el 2° Premio en el concurso de cuentos del semanario Marcha de Montevideo, cuyo jurado integraron Juan Carlos Onetti, Jorge Ruffinelli y Mercedes Rein. 

 

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