El budín esponjoso
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Yo
quería hacer un budín esponjoso. No quería hacer galletitas porque les
falta la tercera dimensión. Uno come galletitas y parece que le faltara
alguna cosa; por eso se comen sin parar. Las galletitas parecen hechas con
pan rallado o reconstituido. Los únicos que saben comer galletitas como
corresponde son los perros: las cazan en el aire, las destrozan con un
ruido fuerte y ya las tragaron en un suspiro, levantando un poco la
cabeza. Tampoco
quería hacer un flan, porque el flan es un proto-alimento y se parece a
las aguas vivas. Ni un bizcochuelo borracho, que es una torta ladina. Es
una masa a la que se le pone vino; uno va confiado, esperando sabor a
torta y resulta que tiene otro; un gusto fuerte y rancio. El
bizcochuelo esponjoso que yo quería hacer era como una torta que comí
una vez, que venía hermosamente envasada en una cajita: se llamaba torta
Paradiso. En la caja había una figura de una mujer, con un vestido largo:
no recuerdo bien si era una mujer y un hombre o una mujer solamente; pero
si era una mujer solamente, estaba esperando a un hombre. La
torta Paradiso era tan esponjosa como nunca volví a comer nada igual; no
es que se deshiciera en la boca; apenas se masticaba suavemente y uno sentía
que todos los procesos de masticación, deglución, etc., eran perfectos.
Además no era como las galletitas, que son para comer cuando uno está
aburrido; era para pensar en la torta Paradiso alguna tarde y comerla,
alguna tarde de lindos pensamientos. Cuando vi la receta "Budín
esponjoso", dije: Con esto, voy a hacer una cosa semejante. Le pedí
a mi mamá que me dejara usar la cocina económica para hacerla. —Ni
en sueños —me dijo. La
cocina económica nunca se encendía; era un artefacto negro y grande que
tenía una tapa también negra. Nunca supe cómo era por dentro ni cómo
funcionaba. No se usaba porque parece que era fastidiosa. Estaba todos los
días en la cocina como un fastidio desconocido. Era como el horno para
hacer pan; en el fondo había un horno para hacer pan pero yo no vi nunca
hacer pan allí ni asar nada. Este era considerado otro fastidio, pero al
aire libre. Pero para mí eran diferentes; de la existencia de la cocina
económica yo rara vez me acordaba porque era como un mueble. Del horno sí,
porque cada vez que me iba a jugar, iba a saltar desde la base del horno
(previa mirada adentro, a lo oscuro, ya que estaba, lleno de ceniza vieja,
de mucho tiempo atrás) hasta el suelo. Parecía un palomar el horno y si
alguna vez habían hecho pan ahí, nadie recordaba y parecía que no
quisieran recordar, como si ese horno trajera malos o despreciativos
recuerdos. En la cocina económica no era posible que yo hiciera budín
esponjoso, en la cocina común, tampoco. Entonces pregunté: —Puedo
hacerla en el galpón? —Sí
—me dijo mi mamá. Podía
hacerlo en el galpón con un calentador. En
la cocina no, porque los chicos enchastran la cocina. En el galpón mi mamá
iba a prender un calentador (es peligroso, los chicos no deben manejarlo). Hice
el budín en una cacerolita que por su tamaño ni era apta para hacer sopa
ni nada. Yo no conocía a esa cacerolita verde, sería de algún juego
anterior cuando yo no había nacido. Si
el calentador era tan peligroso, como decían, yo no sé cómo mi mamá se
arriesgaba a darle fuelle con ese inflador. A cada bombeada mi mamá se
arriesgaba a ser quemada por un estallido; puede ser que la muerte no le
importara. Como
ese budín tenía que dorarse arriba, sobre la cacerolita verde había
unas brasas peligrosas. Para esta empresa yo quería que me ayudara mi
amiga que vivía enfrente. Desde el día anterior le dije que tenía
permiso para hacer el budín esponjoso y quedó en venir. Vino con cara de
haber venido por no tener otra cosa mejor que hacer y participó en
calidad de observadora reticente. Ella tampoco tenía miedo de la muerte
por estallido de calentador y cuando se bajaban las llamas, bombeaba dándose
el lujo de dar una última bombeada fuerte, como diciendo "Lista esta
merda". Pero yo advertí que no bombeaba como contribución al budín,
sino por el ejercicio en sí, por hacer algo, porque ella estaba
acostumbrada a manejar ese artefacto y le resultaba una cretinada que se
apagara, por el hecho en sí. Ya
la cacerolita estaba al fuego con el budín esponjoso adentro; pero yo
quería ver si ya estaba cocinado; mejor dicho, quería ver cómo se iba
cocinando. Igual que un japonés que tenía un vivero y se levantaba de
noche para ver cómo crecían las plantas. Pero
no podía levantar esa tapa que estaba llena de brasas; le pregunté a mi
amiga y se encogió de hombros. —Ah,
ya sé —Pensé— Con un palo largo. Agarré
un palo largo de escoba y traté de pasarlo por la manija de la tapa; mi
amiga me ayudaba, con reticencias. Cuando intentábamos abrirla, vino mi
mamá y mi amiga puso cara y aspecto general (lo que además era cierto)
de que no tenía nada que ver con esa idea luminosa del palo. Mi mamá
supo enseguida que esa idea era mía. —¡Qué
manía! —Dijo— De mirar las cosas crudas, antes de que se hagan! A eso
le falta mucho. Cuando
ella se fue, pude levantar la tapa con un palo más fino y pude espiar
apenas un momento el pastel. Tuve una idea vaga, pero todavía parecía un
panqueque, no tenía la tercera dimensión. —A
lo mejor todavía sube —me dijo mi amiga y me propuso hacer otra cosa
mientras. Pero yo no me iba a mover hasta ver qué pasaba. Al
rato lo abrí, ya definitivamente, porque no se podían sacar y poner las
brasas a cada momento: el pastel se había puesto de color marrón subido,
se había replegado en si mismo en todas direcciones: a lo largo y a lo
ancho. Quedó como una factura marrón, de esas que llaman vigilantes. Mi
mamá dijo: —Es
lógico, yo ya suponía. Yo
pensé que para los grandes la confección de soretes era una cosa lógica
e inevitable. Pero yo no lo comí ni nadie lo comió. Usted tampoco hubiera podido comer eso. |
Hebe Uhart
El País Cultural Nº 51
5 de octubre de 1990
Editado por el editor de Letras Uruguay
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