La portuguesa
Mónica Silvia Ugobono

Historiadores antigos (Santa María ou Santuario Mariano T. 10 Liv. 3 tit. 9), exatamente informados por testemunhas numerosas que ali viveram, sem faltar a verdade afirmaram, que nenhuma terra de Europa se podia comparar com a da Colonia, nem com as das vizinhanças do Río da Prata onde tem o seu assento o paraiso terrestre.

Araujo, Jose De Souza Azevedo Pizarro E. Memórias históricas do Rio de Janeiro e das provincias annexas a jurisdiccao do Vice-Rei do estado do Brasil. -- Rio de Janeiro : na impressao regia, 1820-1822.

El movimiento del ferry y esa visión del río, que tanto la fascinaba, la llevaron a un arrobamiento que le permitió escapar de los nervios y las preocupaciones que le esperarían al llegar a la otra orilla. El viernes todo había parecido tan fácil. Un viaje a Colonia, un simple trámite en una ciudad cuyas calles conocía y amaba. Pero ahora era diferente. Pensó en todo lo que podía salir mal y la lista se hizo tan extensa... ¿No estaría exagerando y complicando más las cosas con ese viaje?

El desembarco fue sencillo, sólo llevaba un bolso. Con cuidado rodeó la playa de estacionamiento. Lentamente inició el reencuentro con sus lugares. Estaba varada hasta las cuatro, así que se dio permiso para disfrutar. Sus pasos la acercaron hasta la Ciudad Vieja. Subió por De San Pedro buscando huir del sol del mediodía. El sonido agradable de sus zapatos sobre las piedras del Faro la apartó de sombríos pensamientos. En la esquina de la calle Real se topó con un duelo entre Santa Ritas rojas y violetas. Desde el balcón la asaltó el aroma de los azahares. Se refugió en un banco de la plaza a la sombra de un pino fantasmal, atrapado por una parásita que lo mantenía disfrazado. Las calles estaban desiertas. Por el agobio de ese sol casi estival o quizá por ser día de muertos. No le importó, estaba tan bien allí. Sombra. Silencio con canto de pájaros. Calle abajo, entre los árboles y un tejado portugués asomaba el río.

A las dos de la tarde la sorprendió un sonido marcial. A medida que se acercaba se distinguían trompetas, timbales, tambores y pífanos ejecutando alternadamente dos marchas distintas. Supuso que se trataba de alguna ceremonia para conmemorar a los muertos por la patria o algo así. Una columna de dragones ataviada con antiguos uniformes españoles cruzó el puente levadizo y entró por el portón principal. Mujeres de vestidos largos, con sus cabelleras cubiertas por pañuelos o mantillas, y hombres con camisas de holanda, chupas y sombreros comenzaron a agruparse bordeando el camino de los soldados. Se acercó para no perderse detalle de tan inesperada celebración. Iniciaban el desfile varios lacayos con un caballo cubierto; cuatro soldados sable en mano; dos capitanes, y un Capellán, todos a caballo. Los seguía un Mayor con doce dragones a pie. También a pie y formados marchaban los integrantes de la banda. Algo más atrás cabalgaba un General que saludaba con toda cortesía a la multitud que, extrañamente, le respondía en portugués. Miraba asombrada en todas direcciones. Por un momento se sintió en un cuadro virreinal de su libro de historia, pero apartó la idea por extravagante. Un Coronel a pie encabezaba una columna de casi mil hombres de infantería. Detrás, otro avanzaba con un grupo de dragones montados. Una brisa hizo que el encaje de su mantilla velara sus ojos. Parpadeó, era un sueño. ¿Cómo acabaría?

Los soldados permanecieron formados en la plaza, mientras los oficiales con el General entraron a la Iglesia. Comenzó a escucharse un imponente Tedeum. Ya no le interesaba la ceremonia, pero era difícil moverse entre tanta gente. Se sorprendió pidiendo permiso y disculpándose en portugués. Debía despertarse, este sueño ya iba demasiado lejos.

Estaba cerca de la plaza todavía, cuando anunciaron que el General Cevallos daba audiencia en el Palacio del Gobernador. Un murmullo de ruegos para seguir viviendo en la ciudad crecía a su alrededor. Aprovechó el movimiento que se produjo entre los vecinos para alejarse. Deambuló por las calles irregulares. En todas las casas, las celosías de madera estaban cerradas. Un patio invitaba a entrar, con la frescura que se le adivinaba en sus plantas. Pero tuvo miedo. Tomó por una de las callecitas que baja al muelle. Quería desandar ese día para que la normalidad pudiese regresar.

Mientras descubría que no encontraba la vieja estación ferroviaria, divisó una flotilla anclada en el puerto. La tropa española iba ocupando los cuarteles y los centinelas tomaban sus puestos. El pánico se adueñó de su estómago. Las piernas se le debilitaron y los pensamientos comenzaron a dolerle. Se escondió en la bodega de uno de los navíos. Seguía repitiéndose que debía despertar, que esa pesadilla acabaría en cualquier momento.

Nada de eso sucedió. Durante el día dormitaba acurrucada entre las provisiones para no ser vista. Al oscurecer, se deslizaba fuera del barco. Caminaba por las piedras de la orilla sin acabar de entender lo que pasaba. Miraba hacia Buenos Aires como en trance. Soñaba con un par de alas que la ayudaran a cruzar el río.

Una noche, la octava o la novena -los números ya no tenían valor para ella- la sobresaltó el violento movimiento de la nave. La furia del agua y el viento contra la madera era terrible. Todo empezó a desplazarse. El crujido del casco se tornó ensordecedor. El río fue ingresando en la bodega hasta que la hizo suya. Lo último que vio fue una luz destellante cerca del puerto.

-Acá pueden ver otra marca, indicó el guía al nuevo grupo de turistas.

-¿1762?

-Sí, fue uno de los peores temporales del virreinato. Duró dos días. Se ahogaron más de doscientas personas entre los civiles que retornaban a Brasil y la tropa portuguesa embarcada. Dicen -los que se animan a llegarse hasta la costa en noches como ésa- que durante las sudestadas aún se escuchan sus gritos de horror. Algunos, incluso, afirman que han visto la silueta de una mujer por la orilla, a la altura de la baliza del puerto.

Mónica S. Ugobono

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