La plegaria de guerra

Mark Twain  

Era una época de gran excitación. El país estaba en armas, la guerra llegaba, en todos los pechos ardía el fuego sagrado del patriotismo; los tambores sonaban, las bandas tocaban, las pistolas de juguete estallaban en el aire; sobre todas las manos y bajando por los techos y balcones brillaban las banderas, en el sol, como una selva de colores; todos los días, los jóvenes voluntarios marchaban por la gran avenida, alegres y hermosos en sus uniformes nuevos y las madres y hermanas y novias y padres orgullosos los saludaban con voces quebradas por la emoción y la alegría mientras ellos pasaban cantando; todas las noches, se reunían masas de personas a escuchar, jadeando, la oratoria patriótica que sacudía las profundidades más profundas de sus corazones y que ellos interrumpían a intervalos muy breves con ciclones de aplausos mientras las lágrimas les corrían por las mejillas; en las iglesias los pastores predicaban la devoción a la bandera y al país e invocaban al Dios de las Batallas, pidiéndole. Su ayuda en nuestra buena causa en un estallido de elocuencia ferviente que conmovía a todos los que los escuchaban. Era una época realmente alegre y llena de gracia y la media docena de espíritus poco conscientes que se atrevía a desaprobar la guerra y arrojar dudas sobre su rectitud recibían inmediatamente una advertencia de tal magnitud que desaparecían de la vista por su propia seguridad y ya no ofendían a los demás en esa forma.

 

Luego llegó la mañana del domingo —al día siguiente los batallones partían para el frente y la iglesia estaba repleta, los voluntarios estaban allí, las caras jóvenes iluminadas con sueños marciales— visiones de avances duros y masculinos, la inercia cada vez mayor, la carga brusca, los sables brillantes, la lucha contra el enemigo, el tumulto, el humo que lo envuelve todo, la persecución feroz, la rendición —después a casa desde la guerra, como héroes de bronce, adorados, amados, sumergidos en mares dorados de gloria... Con los voluntarios estaban también sus seres queridos, orgullosos, alegres y envidiados por los vecinos y amigos que no tenían ni hijos ni hermanos para enviar al campo del honor y ganar por la bandera, o si perdían, morir en la más noble de las muertes nobles. El servicio siguió adelante. Se leyó un capítulo de guerra del Viejo Testamento, se dijo la primera plegaria y luego hubo un estallido de órgano que hizo estremecer al edificio y en un solo impulso, la casa entera se puso de pie, con los ojos brillantes y los corazones emocio­nados y dejó escapar una tremenda invocación:

 

"¡Dios, el más terrible! Tú que ordenas,

el trueno es tu clarín y el rayo tu espada."

 

Después llegó la plegaria "larga". Na­die recordaba una igual por su ruego apasionado y su lenguaje conmovido y hermoso. El núcleo de la súplica era que un siempre benigno y misericordioso Padre de todos nosotros cuidaría a nuestros jóvenes soldados y los ayudaría, los confortaría y les prestaría coraje en su trabajo patriótico; los bendeciría y los protegería en su día de batalla y hora de peligro, los llevaría en Su mano sagrada, los haría fuertes y seguros, invencibles en el derramamiento de sangre; los ayudaría a aplastar al enemigo, les daría a ellos y a su bandera y a su país el honor y la gloria inmortales...

 

Un extranjero viejo entró al recinto y caminó con paso lento y silencioso por el pasillo central, los ojos fijos en el sacerdo­te, el cuerpo largo envuelto en una bata que le llegaba a los pies, la cabeza descubierta, el cabello blanco como una catarata de hielo sobre sus hombros, la cara blanca, pálida hasta lo antinatural, pálida hasta volverse tétrica. Todos los ojos lo siguieron, preguntándose sobre él y él siguió su camino; no se detuvo nunca y ascendió así al púlpito, junto al sacerdote y se quedó allí, esperando. El sacerdote, con los ojos cerrados, sin notar su presencia, seguía con su plegaria conmovedora y finalmente terminó con las palabras fervientes:

 

—¡Bendice nuestras armas, danos la victoria, oh Señor nuestros Dios, Padre y  Protector de nuestra tierra y nuestra bandera!

 

El extranjero le tocó el brazo, le hizo un gesto para que se apartara —y el sacerdote, asustado, lo hizo— y tomó su lugar. Durante unos momentos, miró con sus ojos solemnes en los que ardía una luz sobrenatural al público que lo observaba, fascinado, y luego dijo en voz profunda:

 

—Vengo del Trono..., con un mensaje de Dios Todopoderoso. Él ha oído la plegaria de vuestro pastor y os la concederá si lo deseáis después de que yo, Su mensajero, os haya explicado lo que significa, quiero decir su significado completo. Porque como muchas plegarias humanas, pide más de lo que comprende el que la hace..., a menos que se detenga un momento y piense.

 

"Vuestro sirviente y el de Dios ha hecho una plegaria. ¿La ha pensado acaso? ¿Es una sola plegaria acaso? No, son dos, una en palabras, la otra no. Las dos han llegado a oídos del Señor que oye todas las súplicas. Pensad en eso..., pensadlo bien. Si deseáis pedir una bendición para vosotros, tened cuidado, no sea que con vuestro intento, invoquéis una maldición contra vuestro vecino al mismo tiempo. Si rezáis por la bendición de la lluvia para vuestra cosecha que la necesita, tal vez por ese acto estáis pidiendo una maldición para la cosecha de un vecino que no la precisa y que tal vez se dañe con la lluvia.

 

Habéis oído la plegaria de vuestro pastor, la que expresan las palabras. Dios me ha pedido que ponga en palabras la otra plegaria, la que el pastor y vosotros también, pedisteis en lo más profundo de vuestros corazones. ¿La pedisteis sin saberlo, sin pensarlo? ¡Dios quiera que así sea! Habéis oído estas palabras: «Dios, danos la victoria». Con eso es suficiente. Toda la plegaria en palabras puede resumirse en esas palabras preñadas de sentido. No hacían falta las demás elaboraciones. Cuando pedisteis la victoria, pedisteis una serie de cosas que siguen a la victoria, que tienen que seguirla, que están obligadas a seguirla. Y el espíritu solícito de Dios el Padre oyó también la parte no expresada de la plegaria. Él me pide que la ponga en palabras. Oíd:

 

"Oh, Dios, Padre nuestro, nuestros jóvenes patriotas, ídolos de nuestros corazones, se van a la batalla..., vé con ellos. Con ellos, espíritu, también vamos nosotros desde la dulce paz de nuestros hogares, junto al fuego que tanto amamos, a aplastar el enemigo. Señor, nuestro Dios, ayúdanos a despedazar con las balas a los soldados del enemigo hasta convertirlos en pedazos sangrientos; ayúdanos a cubrir sus campos sonrientes con las sombras pálidas de sus patriotas muertos; a apagar el sonido de las armas con los aullidos de sus heridos que se estremecen de dolor; ayúdanos a destruir sus casas humildes con un huracán de fuego; ayúdanos a estrujar los corazones de sus viudas, que nunca nos ofendieron, con dolor eterno; ayúdanos a dejarlos sin techo con niños pequeños para que vaguen sin amigos por los restos de su tierra desolada en harapos, hambrientos, sin agua, en medio de las llamas del sol en el verano y los vientos helados del invier­no, sin espíritu, ahogados en su miseria, implorándose el refugio de la tumba y sin conseguirlo...; por nosotros que Te adoramos, Señor, acaba con sus esperanzas, ciega sus vidas, alarga su cruel peregrinación, haz difíciles sus pasos, llena su camino de lágrimas, mancha la nieve blanca con la sangre de sus pies heridos... Te lo pedimos por el espíritu del amor, o del Él, que es Fuente de Amor, y que siempre fue Refugio y Amigo de todos los que están heridos y buscan Su ayuda con humildad y corazones contritos. Amen.

 

"Habéis rezado por esto y sí lo deseáis todavía, hablad ahora. El mensajero del Más Alto está esperando".

Después se dijo que el hombre era un lunático porque lo que había dicho no tenía sentido.

 

Mark Twain
El País Cultural Nº 75
30 de marzo de 1991

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