Amigos protectores de Letras-Uruguay

Prófugos
del libro "Narraciones populares de País Dule"

Arysteides Turpana
aturpana@yahoo.com

Una noche, aquel señor de edad respetable, abuelo de la chica con quien vivía, le pidió a ella antes de que se metiera en la hamaca que le tuviese preparados todos sus enseres  para ir a trabajar a su finca a la mañana del día siguiente, de tal forma que en la madrugada él no se viese obligado a despertarla. La joven le obedeció dócilmente y cumplió a cabalidad con lo ordenado.

Afuera sólo se escuchaba el estrépito de las olas al estrellarse contra los acantilados. Las crestas de las ondas brillaban a la luz de la luna, y unas nubes blancuzcas se deslizaban a lo largo del archipiélago sideral en la soledad de la noche. Antes de la aurora, un joven llegó a la casa. Se acercó furtivamente al lugar donde se encontraba la muchacha, quien, sintiendo que un sombra la rozaba, abrió los ojos y vio de cerca el rostro de su amigo: “Ve al cobertizo”- dijo ella- , “y encontrarás dos caballos: uno esquelético y el otro bien nutrido. Prepara el flaco que en ése vamos a huir”.

En pocos minutos todo estuvo organizado. “Ahora lanza cuatro salivas al suelo”, le dijo él a ella. Eso hizo la chica. Inmediatamente después, la pareja subió a horcajadas al lomo del corcel y se perdieron entre el paisaje, antes de que los gallos picotearan con sus cantos aquel paraje solitario.

Al despertarse, el varón llamó a su nieta. De los cuatro escupitajos recibió la respuesta:

“estoy aquí,

            estoy aquí,

“estoy aquí,

                                    estoy aquí.”

 

“Qué contestación más rara”, se dijo el viejo. Volvió a llamarla. En esta ocasión, ninguna voz humana aflojó sus músculos. El hombre continuó vociferando una y otra vez, acelerando el ritmo de la cuestión, y aumentó tanto el volumen de su voz que estuvo a punto de caer en la afonía, por lo que se vio obligado a bajarse del chinchorro para cerciorarse, casi en el acto, que su nieta ya no estaba allí. Se dirigió entonces al pesebre, y al ver que sólo se encontraba el animal esbelto comprendió que algo anormal había ocurrido. Colocó la montura y la brida sobre el espinazo del equino, y al chascar la lengua, el cuadrúpedo empezó a galopar sobre la hierba húmeda aún de rocío, en medio de la niebla. Habiendo avanzado el corcel un buen trecho, el cabalgador divisó un punto negro en la distancia y, soltando las riendas, dejó correr al raudo caballo a su voluntad: era mucho más veloz de lo que el dúo había supuesto. Cuando se vieron apremiados, el joven le dijo a su compañera que arrojara cenizas sobre el individuo. La chica obedeció: una nube oscura ensombreció los contornos más inmediatos de los perseguidores, forzándolos a detener la marcha.

 

Al disiparse la gran nube negra, el rastreador inició la partida nuevamente, y divisó una vez más el punto negro en el horizonte. Entonces, dejó correr a la bestia según sus propias capacidades. En un tiempo muy breve, los acosadores alcanzaron de nuevo a los fugitivos y he aquí al mozo pidiéndole a su cómplice arrojar toneladas de detergentes sobre el caballero. Eso fue lo que hizo la muchacha: una nube ardiente y espumosa anilló al jinete y al pegaso, que resbalaba continuamente sin poder avanzar.

 

Hombre y bestia esperaron que el círculo se aclarara. Cuando la nube caústica se disipó, el hostigador reconoció a los fugitivos en el punto negro ubicado en la lontananza. A la voz de mando, el corcel, más  volando que corriendo velozmente, fue tragando los tramos en proporciones algebraicas portentosos, lo que le hizo dudar de la sinceridad de su acompañante al muchacho, por ello, el joven enamorado le dijo a su prometida que bombardease a su abuelo con toneladas de clavos. En un santiamén, una gran nube de herrumbre opacó la visibilidad del viejo y del potro.

 

Entre tanto, los jóvenes consiguieron llegar a la casa de la Vieja Ojituerta, a quien advirtieron que más tarde llegaría una persona y querría saber de ellos; pero que ella tenía que decirle que no había visto a nadie, y que esa misma persona insistiría en su pregunta, y que ella, la Vieja Ojituerta, debía de mantenerse firme en su respuesta, y decirle que no sabía nada y no había visto a nadie.

 

Dicen que el abuelo anda tras a los prófugos todavía, y aún no los ha alcanzado.  

Arysteides Turpana
del libro
"Narraciones populares de País Dule"
México: Editorial Factor, 1987

aturpana@yahoo.com
 
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