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El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez
o la desquiciante fragancia de los setenta

Daniela Trottier
 

 
 

Cuando llegué por la mitad, fui a ver a Marion, mi colega, y le dije que entendía por fin lo que ella trataba de decirme hace unos 15 años atrás cuando le insistía con mis porqués, por qué te fuiste de Colombia, por qué venir a congelarse aquí. Sí pues, por qué helarse las moléculas en este terruño de fin de mundo, le preguntaba yo con insistencia, a lo que ella contestaba invariablemente con un ¡pufff! Ya no aguanto. Un ¡ay! Ya no puedo más. Otro ademán. Se acabó.

Cuando llegué a medio libro del Ruido de las cosas al caer, entendí, no, fue más bien sentir lo que expresaba mi colega de Cartagena casi 20 años atrás. Volví a echarme en el escritorio de Marion y le dije que no, que no era cosa de entender sino cosa de sentir. Lo sentía. Y todo eso por culpa de ese libro, que vi por primera vez en su versión en francés en La Presse, con la editorial Le Seuil. Marion se iba para entonces para Cartagena, la agarré a tiempo y le dije que me trajera ese libro en español, como se debe, cuando uno tiene la suerte de poder leerlo en su no intervenida naturaleza idiomática.

Cuando llegué al tercer capítulo del libro de Juan Gabriel Vásquez, o sea por la mitad, volví de necia a la oficina de mi amiga Marion, y de paso ex cuñada de Íngrid Betancourt –la recuerdo una noche glacial de febrero en el Vieux-Montréal dando vuelta con un puñado de congelados y pancartas en la plazoleta frente a la alcaldía, clamando por la liberación de la magna secuestrada–, y le dije que entendía todo, sentía todo. Que este libro me había devuelto a esferas olvidadas de mi juventud, al particular aroma de un espacio único. Lo mío, como gringa que llegó a Centroamérica a inicios de los setenta, hizo su nido y termino quedándose décadas; lo suyo, por ser colombiana que vivió esa terrible década y la siguiente y terminó saliendo para el Norte. Me miró y dijo sin preámbulo, como buena cartagenera: cuando di la vuelta de la esquina volé contra un carro estacionado, mi perro que paseaba desapareció entre el humo y los escombros, todos los vidrios de mi casa volaron en pedazos y la cristalería del tragaluz en el cuarto de mi abuela reventó en mil astillas cayéndole encima. Me levanté del suelo con un enorme dolor púrpura en la espalda.  Y todo ese daño alrededor… y toda la vidriera rota de mi casa… ¿y quién iba a pagar por todo eso? Nadie, nadie.

Cuando cerré la última página de ese libro que narra el destino de los Laverde, su mujer Elena e hija Maya y del narrador Antonio sobre tres generaciones, me dije que de alguna forma yo estaba ahí retratada aunque no hubiera vivido nada  parecido. Estaba de cuerpo entero con mi pasado que no encajaba con el de Elena y a la vez sí, por haber compartido esa sensación única de ser extranjera en tierra extranjera, respirado con mis veinte años la densa y desquiciante fragancia de la década de los setenta, y en algún momento  haber llevado el nombre de Elena, alias que tuve durante la guerra sandinista.

Cerré el libro y al día siguiente, en la oficina que nos vio reflejadas tantos años, conocidas y aún desconocidas, miré a Marion con extraña emoción. Me cruzaron descoloridas imágenes de un décimo piso de la capital con muebles destrozados y su primo muerto, rutinario error de sicarios. La vida no vale nada. Como si hubiera recuperado una parte de su silencioso pasado.  De esa sentida generación de los setenta en Colombia y en toda América Latina.

Gracias, Juan Gabriel Vásquez.

 

Daniela Trottier
 

 

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