Grabados clásicos de Picasso
El Minotauro en su laberinto
Mario Trajtenberg

Al iniciarse la década de 1930, Picasso salía de un período de larga experimentación. Partiendo de los retratos familiares y los cuadros de costumbres del barrio bajo de Barcelona, la temprana madurez del joven genio lo había llevado al cubismo incipiente de Les demoiselles d’Avignon y a los collages de principios del siglo XX; los años 20 habían producido la pesadez escultural de sus figuras “neoclásicas”, que incluyeron escenografías y telones de teatro.

No era un grabador nato, o por lo menos había hecho muy pocos grabados. Pero en 1930 recibió del joven Albert Skira el encargo de ilustrar una traducción al francés de las Metamorfosis de Ovidio, que se convertiría en el primer título de una editorial aún existente. Picasso salía de una época marcada por el surrealismo, y no se comprenderá muy bien qué puede haberlo hecho gravitar hacia un autor del clasicismo latino si no se atiende a los rasgos propios de Ovidio.

Lineal y orgiástico. Lo “clásico”, en los años de la primera posguerra, había llegado a identificarse con las exigencias de la derecha política, que buscaba un arte capaz de reflejar la esencia invariable del ser humano: una belleza escultural que muy pronto se convertiría en el ideal oficial de todos los fascismos. Pero muchas de las historias que cuenta Ovidio (autor elegido por Picasso) en esta colección de mitos no tienen que ver con el sentimiento del deber, con la exposición equilibrada de los argumentos ni con la purificación de las pasiones en que se basaba el concepto de “clasicismo”, sino más bien con la violencia, la frustración y el deseo. La primera versión que ilustró Picasso en las Metamorfosis, “La muerte de Orfeo”, tiene un ímpetu caótico que puede comprenderse en un contexto surrealista, y que desaparecería en la versión definitiva e impresa. Para llegar a su nuevo estilo Picasso se inspiró en la decoración lineal de los espejos etruscos, cuya sencillez y austeridad de línea se convertirían en el estilo adoptado para las ilustraciones de las Metamorfosis.

El libro de Lisa Florman, Myth and Metamorphosis: Picasso’s classical prints of the 1930’s (MIT Press) ilustra el origen de otros grabados de la serie, como el que cuenta el mito de Tereo y Filomela. El primer boceto de esta plancha muestra a los dos protagonistas serenamente enfrentados; la versión final de la brutal historia que cuenta la violación y mutilación de Filomela por su cuñado expresa la violencia del atentado no sólo a través de la posición de los personajes, uno encima de otro y ambos crispados, sino en la propia ambigüedad de las líneas intercambiables que los delimitan y describen.

"Vetumno y Pomona", Pablo Picasso, 1930

Un rasgo paradójico de muchas escenas ilustradas es que no muestran propiamente una metamorfosis. En realidad, según se ha dicho, la verdadera "metamorfosis” operada por Ovidio es la que da su versión personal de la fábula contada por los mitos. Picasso añade otra dimensión más a este proceso de transformación al aprovechar imágenes de otros artistas, que reaparecen adaptadas a un nuevo uso. En el caso del grabado sobre “Céfalo y Procris” y otros la inspiración está en óleos de Rubens, que le sirvieron a Picasso para proclamar su interés en un artista que, junto con todo el arte barroco, se había puesto fuera de moda cuando lo ortodoxo fue admirar la personalidad “equilibrada”, “serena” e indudablemente clásica de su casi contemporáneo Poussin.

El contexto filosófico y plástico que permite entender mejor la empresa de Picasso está admirablemente recogido en la rica documentación del libro de Florman y en sus abundantes ilustraciones. A su vez, la concepción de un clasicismo “metamòrfico” cuya fuerza no reside en lo inmutable sino en su flexibilidad y su apertura al cambio, inspira los capítulos siguientes en que Florman analiza la Suite Vollard y sobre todo la “Minotauromaquia”.

Caprichos y automatismos. Picasso se entusiasmó con las posibilidades del medio gráfico y, en el correr de la década, produjo un centenar de grabados más. Ambroise Vollard, interesado en publicarlos, murió en un accidente de automóvil y la serie tendría que esperar a 1956 antes de salir en forma de libro.

El editor, Hans Bolliger, dividió los grabados según varias series temáticas: “Rembrandt”, “El minotauro”, “El minotauro ciego”, “El estudio del escultor” y “La batalla del amor”. La clasificación no es taxativa y 27 de las láminas no pertenecen a ninguno de los capítulos. El conjunto de la Suite Vollard, tal como puede verse en el Museo Picasso de París, y como la ilustra cuidadosamente esta obra, desconcierta no sólo por su variedad temática sino por la diversidad de los métodos gráficos empleados: grabado, punta seca, aguatinta y técnicas improvisadas. En la misma estampa puede coexistir un dibujo lineal con el espesor del sombreado; y, como para llevar aun más lejos el espíritu anticlásico de la serie, los motivos evolucionan y varían.

Florman acude nuevamente a los antecedentes históricos. Tradicionalmente los grabados, obra de gran difusión en una época en que no existía la fotografía, se agrupaban en series más o menos coherentes. Desde Jacques Callot en el siglo XVII, las series se tipificaban como “caprichos”, término relacionado con una forma muy libre de composición musical, que adoptará Goya a principios del siglo XIX para sus series de aguatintas fantásticas, donde proliferaban las figuras de pesadilla y de sátira social.

Se ha comparado la estructura de las Metamorfosis ilustradas por Picasso con la de una telaraña, cuyos hilos están relacionados de múltiples maneras pero cuyo centro está vacío. En la Suite Vollard, la libertad del espectador para percibir las relaciones y los parentescos está dada por la organización en estampas sueltas. La constante reorganización interna sugiere la “escritura automática” propugnada por los surrealistas, sólo que en lugar de una libre asociación de ideas e imágenes en el texto (parecida a la de los sueños analizados por Freud) el trasiego de las evocaciones y la transformación de los temas se da en la sucesión de grabados.

El grupo de estampas que recibe un análisis más minucioso es el que Bolliger tituló El estudio del escultor. El antecedente es “El artista y su modelo” de Rembrandt, un grabado inconcluso que pone frente a frente al escultor con una mujer parada en un pedestal, evocada con trazos muy livianos, mientras más lejos un busto cuidadosamente modelado parece ser el resultado de su trabajo.

El artista aparece generalmente como un hombre barbudo, joven o envejecido, acompañado por una mujer junto con la cual observa su obra. En algunas oportunidades lo vemos trabajar en la figura escultórica, y en otras figura como un enorme busto que la modelo a su vez observa. En todo caso su desinterés sexual por la mujer está subrayado anatómicamente y el abrazo apasionado queda para otras escenas que no aluden a la labor de creación, y que subrayan más bien la ceguera que caracteriza a la unión carnal. Florman observa con repetida sutileza que la pareja escultor-modelo mira la estatua desde el fondo de la escena, a una distancia que la coloca en simetría con el espectador; en otros casos, vemos al modelo desde el mismo ángulo desde el cual está viéndolo el artista. Aunque Picasso no era barbudo ni primordialmente un escultor, las escenas de estudio aluden continuamente a su presencia y a su problemática implicación con la modelo y con el espectador.

Humano y bestial. En ciertas situaciones el artista está reemplazado por el Minotauro, figura emblemática que aparece varias veces; ciego algunas, erotizado otras, y en la estampa más rica y trabajada de la serie, la “Minotauromaquia”, espectador y partícipe violento de una misteriosa escena enmarcada por un Cristo trepado a una escalera, dos jóvenes que observan desde una ventana, una niña con una vela encendida y un ramo de flores, y una mujer dormida raptada por un caballo, prefiguración de los animales enloquecidos de Guernica.

El mito del hombre con cabeza de toro, fruto de los amores zoofílicos de Pasifaé, devorador de un tributo anual de jóvenes y doncellas hasta que Teseo lo destruye en el fondo de su laberinto cretense, figuraba ya en las Metamorfosis de Ovidio. Estaba también en el nombre de una revista editada por Albert Skira cuya cubierta diseñó Picasso, en el imaginario colectivo avivado por el reciente descubrimiento del palacio laberíntico de Knossos y en los escritos de Georges Bataille, una importante figura del surrealismo, que sentía en la posición del minotauro ciego, con el cuello y la cabeza tendidos hacia arriba, una mezcla subversiva de la figura del hombre y la del animal.

No es difícil ver en esta mezcla un híbrido entre las dos figuras que dominan la Suite Vollard: la del artista, pura visión y sexo dormido, y la del furioso violador de las batallas del amor. Picasso concilia así, a través del mito elegido, el viejo conflicto entre visión y carnalidad o, si se recuerda la dicotomía de Nietzsche, entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Lo hace recurriendo, de acuerdo con su método, a la inspiración de Rembrandt, Goya y la pintura renacentista, y de los escritores contemporáneos.

MUESTRA DE GRABADOS DE PABLO PICASSO EN IQUIQUE - Iquique TV

 

Descubriendo el arte: Picasso

Mario Trajtenberg
Suplemento "El País Cultural" del diario El País (Montevideo, Uruguay)
Nº 710 - 13 junio 2003
Digitalizado y editado por el editor de Letras Uruguay https://twitter.com/echinope

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