El cardumen

Cuento de Jorge Torres Zavaleta

—Un grupo muy unido — le comentó don Ladislao —. Ya los va a conocer mejor, mi amigo. Y no vaya a creer que somos tan egoístas, eh. La gente nueva también nos interesa.

Los últimos rezagados salían del club social y subían a los autos. Una camioneta Ford prendió las luces altas y arrancó a contramano. El sonido ya se dispersaba en la noche cuando Rodolfo dijo que era hora de irse. Hasta el campo tenía unos cuantos kilómetros. Pero don Ladislao vació su copa, hizo una seña y le pidió otros dos whiskys al mozo, con mucho hielo, eh, sin soda. A ver si conversamos un poco. Yo invito, mi amigo.

—Lástima, pero me tengo que ir yendo — insistió Rodolfo. A ver si la patrona se me enoja. —pensó que su tono era un poco forzado. Debería haber dicho mi mujer, y no hacerme el simpático, pensó. Otra vez será — agregó en voz alta.

—No me va a despreciar— sonrió don Ladislao. Unas copitas más, che. Las del estribo. Imagínese, un amigo de su padre.

Un viejito medio dormido les traía dos whiskys dobles. Hacía un calor sofocante. Rodolfo le pidió que prendiera el ventilador, ese alto.

—No anda hace años — se disculpó el mozo.

—A su salud — dijo don Ladislao, y le preguntó cómo encontraba el pueblo.

Rodolfo miró las calles despobladas. Sólo las cuadras del centro tenían asfalto. El no había venido en mucho tiempo, comentó, pero todo parecía igual que hacía quince o veinte años. Muchas noches parecidas, de chico, pensó. El silencio que se devora todo; los mismos cascarudos que golpean contra las ventanas.

—Y, sí—admitió don Ladislao. Yo siempre digo que el lugar no cambia. Hay quienes machacan que eso es lo mejor que tenemos. Medio tradicionalistas, ¿no? Es comprensible. Pero no vaya a creer que soy de los que hacen patriotismo por unas callecitas de mierda como éstas.

Rodolfo comentó que era una zona de buenos campos. Mejores que los de otros sitios de más fama.

—Y claro, respondió don Ladislao — y además con pocos impuestos. Bien que nos ocupamos de eso nosotros. Usté lo sabe mejor que nadie, eh. Por algo su señor padre estuvo tantos años.

—Pero él no se quedaba mucho tiempo acá.

Don Ladislao levantó la palma de la mano.

—Mire, no es porcontradecir, pero eso es lo que él le habrá dicho. Cuando uno ve poco a la familia les hace creer lo que sea. El venía mucho. Y claro, si con la avioneta es un paso. A veces se quedaba mucho tiempo. No se engañe. Se lo digo yo: un hombre muy arraigado en la zona. Conocía perfectamente a todo el mundo.

Don Ladislao vació su copa de golpe.

—Así que no se llevaban muy bien — dijo, y consiguió que pareciera una pregunta.

—No — contestó Rodolfo, medio cortado —. Pero yo igual lo apreciaba mucho.

—Son desencuentros — dijo con Ladislao — cosas generacionales. Fijesé que de la gente que yo conozco, de mis amigos, nadie se llevaba bien con el padre. Mis hijos también me dicen que tengo mis cosas. Uno no puede ser perfecto, no. Yo les digo a esos infelices que los jóvenes, a la corta o a la larga, tienen que aprender a aceptamos. Y como usté sabe, los segundos matrimonios complican mucho las cosas.

—Está bien, lo entiendo — atajó Rodolfo — ¿Y usted de qué quería hablarme?

—¿Yo? De nada en especial. Yo quería ambientarme. Lo que pasa es que uno siempre quiere conocer a la gente con la que va a hacer negocios. Porque me imagino que ahora no va a vender el campo. Digo, ahora que finalmente le dieron el crédito.

Las noticias viajaban rápido. No, no iba a vender. ¿Para qué? — Natural

— dijo don la dislao —. Y por eso yo pensé: van a quedarse nomás en la zona y hay que conocerse. Cuando salíamos del remate me tomé la libertad de acercarme y presentarle a esa gente. A usted también le interesa.

—Sí, ya me di cuenta.

—Y no todos son negocios. ¿No vio que las mujeres son bien lindas? Yo digo que hasta son mejores que las de mi época. Un buen lote.

Señaló el anillo de la mano izquierda de Rodolfo, guiñó el ojo y preguntó:

—¿A su señora no la trae más? El otro día me dijeron que la vieron en la peluquería. Parece que estuvo de lo más entretenida. Y claro, a las mujeres les gusta ver gente.

El bigote teñido de don Ladislao se parecía al de su padre. Esos bigotes finitos y exasperados de los hombres de aquella época. Se pasarían el día recortándoselo. Y si uno se dejaba el pelo largo le decían cualquier cosa.

—Ella quería venir ahora, pero le dije que no valía la pena. Hay mucho que hacer allá. Nosotros también nos estamos ambientando.

—Y, claro—dijo don Ladislao con una sonrisa amplia —. Ambiéntense, nomás. Si me permite le voy a hacer una pregunta: ¿cuántos años llevan de casados?

Rodolfo miró el fondo de su vaso. Se habían casado muy jóvenes. Los hijos ya daban menos trbajo. Volvían a tener tiempo para ellos dos. Pensó que todavía se querían mucho.

—Ocho años — respondió Rodolfo, después de haberse quedado en silencio un rato.

—O sea, perdóneme la expresión, que están empezando a aburrirse en serio.

—¿Qué dice, viejo?

Don Ladislao lo aferró firmemente del brazo.

—No se encabrite, che, se lo digo medio en broma pero yo sé muy bien cómo son estas cosas. Estamos hablando entre varones y uno es una persona de experiencia. Vamos, siéntese. No se me enoje. Yo podría ser su padre. ¿Quién cree que influyó para lo del crédito? Usté no se acuerda, pero yo lo conozco de chiquito. La apreciaba mucho a su señora madre. A usté acá los cosas le pueden ir muy bien. Téngalo en cuenta. Usté que viene de Buenos Aires; allá las cosas son distintas. Acá hay que ser más sociable. Si no, la gente puede creer que los desprecia. Mire, al final, eh, resulta que le voy a proponer algo.

Rodolfo sintió que se le estrangulaba la voz.

—Ya es muy tarde — dijo —, y no sé si me interesa.

—Pero claro que le va a interesar. Si de eso se trata. ¡A ver, mozo! Vea, acá el señor y yo vamos a pedir otros dos whiskys.

El mozo trajo los vasos enseguida. Como si los tuviera listos, pensó Rodolfo.

—Le decía—continuó don Ladislao — que acá todo el mundo se conoce perfectamente y lo que no se conoce tarde o temprano llega a saberse. Eso sí, todo con mucho respeto, ¿no? Acá nadie anda con cuentos porque tenemos que vernos la cara muy seguido. Y por eso somos muy tolerantes; muy tolerantes y muy pacíficos, ¿comprende? Uno vive su vida y nadie se mete. Aunque hay cosas, muy pocas, que no pueden admitirse de ningún modo y de eso quiero hablarle. Sólo para que se ubique. No es nada tan importante, no vaya a creer. Una anécdota de hace unos cuántos años.

—¿De la época de mi padre? — preguntó Rodolfo, y don Ladislao hizo un gesto de pasmo con las manos.

—Había sido rápido, che. Siempre me cayó bien la gente que anticipa. Seguro que vamos a entendernos.

—Ya vamos a ver — respondió Rodolfo, y sintió que el aire era como engrudo.

—Era un muchacho joven — arrancó don Ladislao —. Una persona muy respetable, de mucho mérito, aunque a usté, no es por halagar, no le llegaba ni a los talones. Y a su señor padre tampoco, por supuesto. Por empezar, ese no era de acá, qué esperanza. Recién se estableció cuando compró el negocio. Pobre infeliz, lo estoy viendo con su diploma fresquito de La Plata. Usted dirá que hicimos mal en incorporarlo si sólo era el dueño de la farmacia, pero yo le digo que nunca fuimos desorbitados; poder teníamos de sobra y siempre viene bien alguien que en una emergencia pueda fabricar una recetita. Y ni siquiera eso es necesario. Total, el médico siempre fue uno de los nuestros.

Don Ladislao revolvió los cubitos lentamente con un dedo.

—No le voy a mentir — continuó — El le cayó bien a muchos y usté sabe cómo son estas cosas. Acá la gente es generosa y es abierta y a este muchacho quisieron hacerle un lugar. Lo que pasa es que la gente se aburre. Si siempre es lo mismo. Por eso es que entonces se idearon las fiestitas.

—¿Las fiestas?

—Sí, a su padre le gustaban mucho. El y la señora, la segunda, no me malinterprete, venían mucho antes de casarse. Y después también. Su señora madre, no. Usté sabe que ella estuvo delicada desde siempre, muchos problemas de salud. Su padre se fue alejando por eso. Son cosas tristes pero inevitables. Yo la apreciaba mucho. Lo veo medio callado, che. ¿No le interesa?

Los cascarudos se arracimaban contra las ventans. Había algunos aplastados en el piso. Parecían uvas secas.

—Sí, claro — contestó Rodolfo —, me interesa. Pero hace mucho calor.

—Yo no siento nada — dijo don Ladislao — Uno se acostumbra. Y cuando uno es viejo no suda. Una de las pocas ventajas. Tómese otro whisky —. Y le hizo una seña al mozo.

—Hace un calor horrible — murmuró Rodolfo.

—¡Vamos che, apúrese! —le dijo don Ladislao al mozo. Déjelos acá, de una vez por todas.

—Era una cosa muy en confianza — prosiguió don Ladislao —. Todo muy tranquilo, ¿sabe? Y este imbécil nos contó que estaba de novio y que a lo mejor podía convencerla. Lo que pasa es que se dio cuenta de que el asunto le convenía. Fijesé: era nuevo en el pueblo, y uno tarda en echar raíces. Se habrá sentido muy solo, así que cuando lo tanteamos no puso ningún reparo en llevarla a la novia, una chica linda, muy linda, nos dijo, rubia y de ojos celestes, eso sí muy calladita, que estaba terminando el secretariado en Buenos Aires y que por él ella haría cualquier cosa. No me malinterprete. La verdad es que todo era de lo más inocente. Una simple reunión de amigos: tomar algo, comer, charlar un poco. Eso sí, con la idea de lo que venía más tarde y, para qué le voy a mentir, mientras tanto uno se iba haciendo un poco la croqueta. No hay caso; no se puede luchar contras las expectativas. Cuando era hora de irse, las mujeres metían la manito en un sombrero donde estaban las llaves de los autos. Y se iban lo más campantes con el dueño, con tal de que no fuera el marido, por supuesto.

Y uno tenía una mujer fresca, limpia, una señora. Ahora las veo a esas pobres viejas por la calle y me dan asco. A ellas les pasará lo mismo. La suerte es que uno no prevé en qué lo va a transformar la vida.

—¿Entonces? — preguntó Rodolfo —. Estaba contando algo. De mi padre y la segunda mujer—. Y después de tanto tiempo vio a su madre mirando siempre por la ventana y volvió sentir el odio que lo golpeaba en la boca del estómago.

Don Ladislao acomodó el cuerpo macizo en la silla.

—Ya le digo, el asunto estaba funcionando hacía rato y todo el mundo lo más conforme. Las mujeres también, por supuesto. Parece que hasta había algunos maridos que se hacían el plato con los cuentos. Mire, todas estas cosas son muy delicadas. Hay que ser prudentes. El que participa no habla, porque acá todos nos conocemos. A veces demasiado, y por eso yo digo que es mejor que se incorpore gente nueva. Pero la verdad es que este muchacho lo único que hizo fue complicar las cosas.

—Lo habrá pensado mejor — musitó Rodolfo —.

—Pero qué va a pensar ése. Estaba encantado. Y la novia también, si eran amigos de todo el mundo. Eso sí, ella se iba a Buenos Aires enseguida, porque ahí tenía unos trámites relacionados con el estudio. Un hembra bárbara, muy jovencita y con todo lo que tienen que tener las mujeres, incluso esa capacidad de disimulo de las más atorrantas. Y ésta, se lo digo en confianza, era capítulo aparte. La cuestión es que así pasaron dos años. Le recuerdo que los maridos tallaban fuerte. El de la casa de remates, el abogado, el comisario, el intendente, hasta el de la cochería; los puestos más importantes. Y usté sabe muy bien que las mujeres siempre influyen. Estas relaciones, si están bien llevadas, a uno siempre lo ayudan, y ya le digo que aunque ahora uno diría que no, en ese entonces eran unas hembras bastante aceptables. Así que la farmacia se fue para arriba y de paso ese mocito conoció, se lo digo en todo el sentido del término, al elenco de las señoras más copetudas. La pura verdad es que la gente le tenía aprecio y por eso es que no se lo perdonaron. Me acuerdo que su señor padre estaba muy pero muy enojado. Y claro, él no hacía tanto que la había conocido a la segunda. Porque a ver si a uno le va a gustar que se lo tomen para el churrete. ¿No le parece?

—No sé. Pienso que no.

—Claro que no. Mire, ya ni tengo ganas de contarle porque todavía me da mucha bronca. Resulta que su padre y el de la casa de remates tenían que concretar unos negocios en Buenos Aires y bueno, che, decidieron tirarse una canita al aire. Se fueron a un cabaret y ¿qué fue lo primero que vieron? Sí, ya se lo imagina: nada menos que la novia, esa chica tan estudiosa, trabajando de copera. Era joven, sí, pero para el oficio, veterana. Así que este cretino, haciéndose el boludo enamorado, hagamé el favor, se pasó a todas nuestras mujeres y durante ese tiempo creíamos que estaba en las mismas condiciones que nosotros. Y sólo era una prostituta. Mire, le juro que todavía me da una rabia. Y a las mujeres, ni se imagina, eran unas fieras. Claro que les dimos la versión que nos convenía. Cualquier cosa menos lo de la escapadita. Que alguien la había visto, que qué se yo, qué se cuánto. A ver si a esa altura no íbamos a saber hacerles el verso. Y ahí fue cuando resultó importante su señor padre. El nos hizo ciertas reflexiones. Nos dijo que no hay mal que por bien no venga y que todos nosotros teníamos que unirnos en serio. Que el asunto nos venía como anillo al dedo para damos cuenta de que nosotros éramos los que mandábamos. Me acuerdo como si fuera ayer: “los tiburones siempre se comen a las mojarritas sueltas”, dijo. Nos convenía formar un lindo cardumen. Con un poco de método podíamos lograr grandes cosas. Y así fue, y desde entonces nosotros acá hacemos lo que se nos canta. Digamos que nos acostumbramos a nadar juntos. Mire, si lo estoy viendo a ese infeliz cuando lo encaramos: blanco como un fantasma y al principio abría y cerraba la boca como un pescado fuera del agua. Nos habíamos dado cita todos, su señor padre también estaba, por supuesto, y entonces este imberbe empezó a decimos no sé qué cosa y a llorar y ahí fue cuando se disparó el revólver. Yo no soy un hombre violento pero en cuanto dejó de moverse, le dije a su señor padre que sólo había sido un acto de justicia. Además ¿quién nos iba a echar los perros? Por otra parte cualquiera hubiera hecho lo mismo y, como es lógico, las mujeres estaban totalmente de acuerdo.

Rodolfo tenía ganas de irse, de dejarlo hablando solo, pero no se atrevió a levantarse.

Don Ladislao alzó una mano.

—Se lo digo como amigo — murmuró con una sonrisa mientras lo apuntaba con el índice —. Usté que es nuevo, arrímese nomás, pero no venga a enturbiar las aguas, ¿sabe? Sea discreto. Otro día, si le parece, seguimos hablando. Hay unas cuantas historias de su señor padre que le puede interesar conocer. Y en algunas, le garanto, nosotros no hemos participado en absoluto.

Lentamente, don Ladislao barrió con un dedo un cascarudo que había caído sobre la mesa.

—Me animo a hablarle así — agregó — porque en realidad usté es de la zona. Como su señora madre, ¿no? Acuerdesé: los trapitos sucios en casa. Piense en el crédito, m’hijo. Nada como mezclar el placer y los negocios. Otra cosa, eh: anímese a traerla a la patrona, no sea que ella lo vaya a empujar a usté, acuérdese que no hay cosa más fuerte que curiosidad de hembra. La van a pasar bien, le garanto. Ya va a ver cómo sabemos retribuir las atenciones. Acá somos todos amigos, muy amigos. Como chanchos.

Don Ladislao alzó su vaso, lo miró fijo, y ordenó:

—Vamos, che, tómese ese último trago, de una vez por todas.

 

Cuento de Jorge Torres Zavaleta

 

Publicado, originalmente, en: Inti: Revista de literatura hispánica No. 39, Article 32. (Primavera 1994)

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Link del texto: https://digitalcommons.providence.edu/inti/vol1/iss39/32

 

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