La eternidad de la poesía
El poeta Santiago Montobbio
Ricardo Torres Gavela

                                                              - I -

 

Cuesta mucho, ahora, en esta época  de angustia planetaria, de extinciones masivas, inmediatas e irreversibles; de inmersiones en las que sucumbe el agua dulce, se desintegra, inánime, el liquen, mueren, sin piedad, orquídeas y achupallas;  en tiempo de derretimientos, en el que se agota la vida de la roca,  se desnuda la nieve perpetua, se extravía el sentido de la risa y la alegría; es difícil, digo, ahora,  encontrar; es tarea incauta, en este instante,  buscar siquiera, agotando la mirada entre los sueños de los demás; es hasta vano, mantener en curso la esperanza de un hallazgo maravilloso, de una fuente de donde emane, en verdad, clara, límpida y revivificante, el hálito refrescante de la poesía.

 

La lírica es una mariposa extraviada en la hecatombe de la asfixia, en donde deambula pomposa e impoluta, la escritura contemporánea. Tanta rudeza la ha manoseado, que sus alas desempolvadas de su colorido cósmico,  aparecen  con ese “halo de la conciencia falsa cuyo incansable agente es la moda”[1]; tal ha sido su fragilidad vital, que, impelida por la caza, ha posado el ritmo de sus ricos cantares en bocas fétidas de productores publicitarios, de diversos gañanes; lánguida e insatisfecha, con inicuo desparpajo, es llevada cautiva a los escenarios del polvoroso mundillo de carcomas en jubileo. 

 

Pero no por este peligroso paso sobre la liana eléctrica de la civilización desentendida, la poesía haya sido abominablemente guillotinada y condenada a la tristísima bancada de suplencia, de abandono y de apego a engomados y enclenques destripadores literarios. No, la realidad subyacente del poema vital, que no todos aprehenden, se manifiesta sin temor, aún en este instante del vivir actual, en nichos de supervivencia original, con luces de huracán incontenible.

 

La poesía, cual incruenta partícula de la composición del aire, expande el despertar de quien no la atenta ni destruye. Se eterniza en los corazones de los seres que, aptos para inspirarla, la expelen al infinito. 

 

Así, en la búsqueda del sentimiento de la condición humana neta e impretensiosa,  a ritmo de conciertos unívocos, avanza la poesía escrita. ¡Hela aquí! de  mano y pluma de un poeta contemporáneo de lengua castellana, de brisa mediterránea, de glauca sensibilidad nacido: Santiago Montobbio, bardo catalán, quien ve el mundo por vez primera,  en Barcelona, en el año 1966, año previo de revuelas juveniles europeas.

 

De sus libros publicados he tenido la oportunidad de conocer: “Hospital de inocentes”, “Tierras”, “Ética Confirmada” y “El Anarquista de las Bengalas”, leído en concomitancia al paso de mis propios pasos.

 

Leo en sus poemas la confirmación de su saber hacer, de su conocer el tremendo clamor de los espíritus contemporáneos, la capacidad de construir con la lana del verso, los tintes apasionados y el alimento inagotable que repasa en cada página estampada de sus poemarios.

 

Es entonces, desde su propia voz, que asola su arremetida en parte corporal y alma, para otorgar y otorgarse la verdad, que la palabra brinda a la experiencia vital; el poeta se confiesa y nos confiesa:

              Confesión última

 

De entre las mentiras una de las que prefiero

es la luna. Antigua o perdida, ni los locos

la creen, y con sus torpes palabras pueden

fabricársele torpes vestiduras. Porque

el poeta -gata falsa- a veces no está

para cielos o pájaros es por los que os hago

una confesión última. De la noche

no hablo. Porque sin engaño o niño

cómo osar decirte

que la noche es mentira.

Quedo satisfecho y levanto la vista del papel, constriño mis párpados, aparto las pantallas; me regocijo y reposo en elevado lecho, cual fuente de límpido líquido que jamás ha sido tocada.   

 

Montobbio publicó un conjunto de poemas escritos entre 1985  y 1987, bajo el título “Hospital de Inocentes”, cuya primera edición se  produjo en Madrid, en el mes de enero de 1989: De él, en una copia de la carta que Juan Carlos Onetti enviara al autor agradeciendo sus versos, leo lo siguiente: “de manera misteriosa siento que coincide con mi estado de ser cuando estoy escribiendo”.  En mi sentimiento táctil de lectura sobre sus poemas obtengo, sin lograr explicármelo, una forma de inmersión en una pócima que embriaga sin cesar mi ser individual y mi compromiso colectivo e, igualmente, me nutro, en ídem, de un extraño misterio. 

 

Pero, el hallazgo de una joya en el camino, impele a escarbar más allá del espacio inmediato, sobre nuestras propias “Tierras”,  al interior de este mundo de seres extraños , de ojos de jade  inextinguible, de inigualables soledades en la sombra despeñada, en donde encontramos, como especie única de corazón palpitante,  la voz del poeta en franco manifiesto.

               Manifiesto inicial del humanista

 

La causa de las palabras, que para nada sirven,

o para vivir tan sólo, es una causa pequeña.

Pero si cada día sabes con mayor certeza

que no sólo repudias las coronas

sino que cada vez te dan más asco;

si en verdad no quieres hacer de tu ya arruinada inteligencia

una prostituta mercenaria que venda sus pechos o su alma

a cualquier hijastro del dinero o si, sencillamente, 

poco necesitas y tan sólo te importa soportar

con dignidad la vida y sus tristezas

mejor será que asumas desde ahora

la inevitable condena de la soledad y del fracaso

y que como luminoso o ciego abandono de estrellas

a esa pequeña, muy ridícula causa ya te abraces,

que del todo lo hagas y que en tu habitación vacía

las palabras del fuego sean ceniza, que se asalten

y persigan, que tengan frío, en su noche

a solas, por decir tu nombre.

La poesía de Santiago Montobbio truena sobre el árido pastizal de la lírica actual y reverdece mis ánimos.

 

                                                                  - II -

 

Me detengo, ahora en el libro de poemas  intitulado: “Anarquista de las Bengalas” y si bien he necesitado beber es porque hay sed en las páginas y  he calmado esa sensación de paladar pegado; muchos fluidos pasan sin ser saciables, pero éste ha saciado la sed y ha colmado mi espíritu.

 

En un desierto con numerosas fuentes, aguas infectas o putrefactas, ácidas, tóxicas o envenenadas, el diáfano frescor de un verso es cristal perfecto:

“…mi poesía sólo puede valer lo que mi vida”  advierte con fuerza simbiótica a lo que  escribe el poeta.

 

Santiago Montobbio es un humanista sin medida, aquí y  allí, en Tierras Fértiles,  donde brotan, sin alquitrán, seres perfectos que, de su aliento, salta y crece minúscula  “la causa de las palabras…” voluta rica en inmensidad detonante sobre el yelmo léxico abatido del cotidiano.

 

 Lio sus versos con manos desoladas por ese mismo vivir, me visto sobre el poyo abandonado que mi sed aguarda y leo a ciegos y miserables seres urbanos “desde mi ventana obscura”, acudo a “todos mis nadies” irrespondido; pero, aterido en esos fluidos apabullantes que destila el grito de un “anarquista de las bengalas”, es esa expresión embriagadora de un trapiche que no cesa escanciar sentencias: cazador cazado; su poema es “arma, a la vez presa” que  mira dentro la hendija del hastío la “repetida estancia de la vida”. Excelsa en excelsitud de la nada su “Ultima carta”, poesía que llega desde la profundidad y angustia del viaje nunca emprendido.

 

Leo con mística paciencia el libro “El Anarquista de las Bengalas” del poeta barcelonés Santiago Montubio,  leo en voz alta y produzco sensaciones en espíritus fraternos que escuchan con sencilla pérdida, sin  tiempo ni espacio, sin prisa ni talego; es la  Poesía en el alma, de la que es menester, para adentrarse al poeta, recordando afirmaciones innegables del sabio ecuatoriano: Juan Montalvo.

 

Es de profundizar por fuerza en él, el que escribe, el que suicida porque “por los poemas hay que dar la vida”  o mendicante ante venales pizarras de excremento: “ni un duro”,  porque la vida  no se vende “ si el vivir es ya algo ajeno” y el duro no llega a comprar ni a  durar en la nada, mucho menos recorrer la metáfora: el poema emite sincrónicos quejidos que alienta, embarra el corazón, símiles escondrijos a sinnúmeros en punto. 

 

El poeta Montobbio “habla en plural para fingir no estar solo”,  es ácrata enterrado entre bullangueras soledades y pisadas, en improntas divagantes. En el poema “Descendencia única”  accedo inevitable al llanto cósmico de “Hombre”,  llevado “en los alambres de Dios” donde, en principio de divagación en el exilio de nadie, vuelve a retratar el consternado y apasionado vuelo de Blas de Otero.  El poeta aclama la imposibilidad de plasmar el poema  en “Geografía”, se muestra solo en compañía, es intemporal en el ataque verbal, perenne como una cascada que pide nombres, su maná nutre el papel con ansiedad; retira su reflexión al  todo y encuentra su intimidad coloquial a fuerza de estar en la constante, solo, dentro la clepsidra del ahogo; nutre al lector de magníficas imágenes en secreto, lo lleva encarcelado al impasse de ciertas ocasiones donde el verso encuentra exangües, anémicas sombras de pájaros muertos.

                    Figura

 

No cuento estrellas por tu cuerpo,

y si or él navego mis manos saben

que rebanadas de sombra cortan

para pájaros muertos. Otras veces

atravieso los raíles del miedo

y recuerdo nombres con pestañas

con las que podría tejer versos

que dijeran que yo aún

estoy más muerto.

Se acerca, allanado, el alma de poeta al sarcasmo trizado de saberse aún unánime con los demás, altera el humor de la certeza, ríe con el látigo del fin multiplicado. Sin embargo, el anarquista, en instantes, tiñe sus bengalas de finísima ternura, entrega sus versos con una mirada desértica en la multitud.

 

Del amor sugiere un amor recordado en un pasado onírico “cuando el sol era sol”  “un riente pan de niño”. Desbarranca su narración al brío del poema desnudando la imagen pura del verso extenso, a veces vallejeano en la puntada final del poema. Valiente el poeta, desprecia la farsa del mundo literario y la destrona; jurídico de hiel contra sí, levanta en resurrección el verso, enarbola la poesía como germen de vida, su deidad es su sustantivo, el nombre: la poesía: la salvación: la palabra; el fundamento piedra primigenia, gen del infierno poético.

 

Bebo sus versos en tiempos largos, maratónicos, labrados con aliento encendido en la sensación de ausencia del colectivo sacramental; llego a un momento ebrio de confusión entre el silencio –el recuerdo- la vida y el amor de los absurdos, nútreme el tropel metafórico en insensato sueño, en la aclamación repetida de olvido triunfal del poeta, huérfano de nombres, sustancia poco probable de volverse única.

 

Aparece incandescente y corcoveante, un Eros carcomido por la reflexión,  la pérdida absoluta de la sinrazón cauta, animando la crueldad del anonimato: Eros errabundo en la ternura.  La preceptiva literaria se difunta luego; me pregunto si éste no será un Quevedo de las mareas literarias posteriores al uranio empobrecido: es más bien, digo,  la placidez  intemporal de real amador y enamorado profundo.

 

Su sentencia es sin acápite, poesía para leerla “de puntillas”… “con bastante octubre”.

 

Su profunda reflexión interna del colectivo humano rebasa los nombres, siempre en la arena teológica que busca el amor perpetuo, el fin del hastío.

 

En otros momentos, crea antipoemas y artefactos que asimilan vertientes del Parra neoyorquino; surreal en el pecado social, aplica  pro silicios al oficio del propio desadoquinado y furioso fuego de picapedrero:

Cuando me preguntan si he leído

a tal y cual afirmo siempre

que no he leído nada, que ser

poeta, señores, es sólo

una simple desgracia.

Ante eso oído, bebo aún más, sobre mi apaleado corazón atolondrado, entonces, luego de haber recibido las lumínicas y proas huracanadas del “Anarquista de las Bengalas”…  un aliento cruento me obliga, con afecto, a naufragar de sed en la poesía imperecedera de Santiago Montobbio. Trascribo, finalmente,

                   Recuento:

 

Me es difícil, me es muy difícil saber cuántas veces he muerto

o cuántas veces conmigo ha muerto el mundo, cuántos, cuantísimos

ejércitos de adioses triturados o qué pobladísima selva

de relojes, adioses y cuchillos

se apretaban incendiados cada vez que subastaba el azúcar de los tiempos

al primero que me diera una esperanza

y más incluso o todavía cuando en la noche ya ronquísima

lluvian eran las horas al pasarlas comprobando hasta qué punto

imposible es el recuento de lo que llega

a amar un corazón mordido.

Referencias:

[1] en palabras de Walter Benjamin

Ricardo Torres Gavela

Quito, a 11 de agosto de 2008 

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