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“Caperucita y el lobo”
del libro "Cuentos de fantasmas"
[1]
de Josefina Toledo

jtoledo@cubarte.cult.cu  

A Luís Alberto Lavandeyra, por sus enseñanzas.

 

El alba aún no había ensayado sus primeras claridades cuando Caperucita atravesó el parque de la avenida con su paso seguro de siempre. Desde la parada del ómnibus en la acera opuesta, los ojos del lobo habían adivinado la proximidad de Caperucita en cuanto su uniforme y su gorrito hicieron un punto inconfundiblemente blanco en la oscuridad. Los ojos del lobo vieron sus piernas ballerinianas atravesar la avenida, y llegar casi a su lado, ignorándolo, para después volverse de nalgas a él, dar unos pasos hasta situarse junto al tronco del flamboyán próximo a la parada, pero un tanto alejado del resto de los futuros pasajeros, y abrir un pequeño folleto a la claridad leve, recién estrenada. La boca del lobo, toda secreción, dio unos pasos en la misma dirección de Caperucita, mientras su mandíbula se adelantaba como atisbando la proximidad de un ómnibus, que no le interesaba en absoluto. Cuando estuvo junto a ella, el lobo se sintió invadido por la sensación de frescura que comunicaba el discreto hálito perfumado que la envolvía, y sintió la necesidad de llevar ambas manos a los bolsillos de su pantalón de mezclilla. El lobo llevó la pierna izquierda a posición de “en su lugar, descansen”, carraspeó con estrépito repetidamente esperando anheloso que su mirada se encontrara con la de ella, que sólo había abandonado la lectura del folleto para comprobar la banderola de los pocos ómnibus que habían pasado. Entonces el lobo, sin sacar las manos de los bolsillos, echó los hombros hacia atrás, se acercó más a Caperucita, y apoyó el talón izquierdo sobre el tronco del flamboyán, observándola con la misma actitud con que lo había hecho allá en el bosque, muchos siglos atrás. El lobo autovaloró su salud a toda prueba, sólo interrumpida por una ligera hepatitis de la que recién salía; sus espaldas musculosas, sus bíceps ejercitados por el trabajo y, en un tiempo, por ejercicios dirigidos; su pelado correcto, sus patillas largas y bien delineadas… “No podrá soportar el magnetismo de mi mirada; sé que soy irresistible, infalible, durísimo…” pensaba el lobo mientras escrutaba el cuerpo de Caperucita pulgada a pulgada para volver después al rosto, que revelada un interés inalterable en la lectura del folleto. El lobo chasqueó la lengua y resopló con visible irritación, al tiempo que estiraba la pierna que tenía flexionada sobre el flamboyán. Volvió la cabeza en dirección opuesta a Caperucita y reparó entonces en la presencia de un cincuentón muy próximo a ellos: generosa papada, abundante adiposidad en el abdomen y tabaco recién estrenado.

-Compadre, ¿usted no se da cuenta de que me está echando todo el humo del tabacón arriba? -le gritó el lobo con humor agrio.

-¿Quién, yo? -preguntó el cincuentón señalándose el pecho con el índice de su mano derecha.

-¡Sí, sí!, ¡échate pa´llá! -volvió a gritar el lobo gesticulando.

-Mire, joven, por educación usted no debía…

-¡Aquí el problema no es de educación, chico, el problema es que yo soy hombre, ¿me oíste?! ¡soy hombre! ¡Y te echas pa´llá!

El cincuentón se limitó a mirar al lobo con una expresión que hubiese podido ser de lástima, y dirigió sus pasos, como cansado, en dirección opuesta. Nadie dijo nada. Todos miraron al lobo que se había vuelto nuevamente de espaldas al resto y de frente a Caperucita. Todos miraron al lobo, excepto Caperucita, cuya apacible lectura no parecía haber sido turbada por los aullidos del lobo momentos antes. El lobo volvió a escrutarla. “Se hace la superinteresante, pero yo la voy a hacer saltar”, pensaba.

La claridad seguía abriéndose paso a empellones por entre cúmulos holgazanamente inamovibles que anunciaban una ambivalencia de lluvia y cambio de temperatura. Tres ómnibus arribaron sucesivamente a la parada y, tras ellos Caperucita vio acercarse al que esperaba. Cuando se abrió la portezuela automática, el primer descanso de la escalerilla apareció tan repleto de pasajeros que ella decidió esperar el próximo; no obstante, tres hombres jóvenes lo abordaron, impidiendo el cierre de la portezuela con sus cuerpos proyectados en racimo hacia afuera.

Caperucita retornó mecánicamente al amparo del flamboyán, miró su reloj de pulsera y recomenzó la lectura del folleto por donde la había dejado. Ahora sólo estaban en la parada Caperucita, el lobo y, muy allá, una pareja de enamorados recién llegada. El lobo volvió a flexionar la pierna izquierda apoyando el talón sobre la corteza del flamboyán y reinició su regodeada observación. “Se hace la superinteresante, pero yo la voy a hacer saltar”, pensaba, mientras recordaba los rostros de casi una veintena de caperucitas, primero indiferentes, como ésta, y después con expresiones de sorpresa, de miedo, de bochorno… la mayoría a punto de las lágrimas púdicamente silenciosas para no atraer la atención… El lobo conocía de memoria estas expresiones. Ya no podía seguir tolerando la imperturbabilidad de Caperucita, las condiciones eran ahora propicias y el lobo se decidió: con la pierna izquierda flexionada como la tenía, al lobo le fue fácil extraer su miembro viril en estado de erección, sin incurrir en ademanes delatores. Con la respiración sibilante el lobo colocó su pene sobre el muslo flexionado y se lo observó, persuadiéndose una vez más de que era el más grande y mejor proporcionado que jamás hubiera ostentado hombre alguno. Seguro de sí, el lobo silbó a Caperucita que continuaba leyendo a su lado.

-Pss, pss…

Caperucita volvió el rostro hacia él, y el lobo le señaló con mirada libidinosa a su pene, al tiempo que contraía sus músculos eréctiles logrando el automovimiento de su miembro viril. Caperucita observó la operación, volvió momentáneamente la vista al folleto para hacer un doblez en la página que estaba leyendo, y enseguida se dirigió al lobo con la misma natural seriedad con que acostumbraba a tratar a sus pacientes en el cuarto de curaciones del hospital.

-¡Qué chiquitico y qué aspecto tan enfermizo tiene! --le dijo Caperucita en un tono muy bajo y continuó: ---Mire, yo soy enfermera de proctología y le aseguro que cuando el hombre tiene el miembro así… ---Caperucita acentuó el así mirando fijamente el miembro viril del lobo al tiempo que torcía la boca con el mismo gesto de asco insuperable que ella ensayaba cuando hace ya muchos años su abuelita intentaba darle una cucharada de aceite de ricino.

-Así empiezan la gonorrea, la sífilis y el cáncer de la próstata; usted debe ver al médico enseguida --argumentaba Caperucita en un tono muy bajo y con absoluta serenidad, mientras veía cómo el miembro viril del lobo se encogía rápidamente hasta perder por completo la erección, al extremo de escurrirse, insignificante, dentro de la portañuela del lobo, sin precisar su intervención.

El lobo, más que bajar, había dejado caer la pierna izquierda y de pronto tuvo la sensación de que su desayuno --un buen pedazo de pan y café caliente-- le había hecho daño; eructó violentamente y los deseos de vomitar amenazaron con ser del todo irreprimibles. Tragó abundante saliva. El lobo hubiera querido cruzar la avenida en dirección al parque para no vomitar delante de la gente, pero sintió las piernas acalambradas y no se atrevió a moverse; ni siquiera había podido sacar las manos inútilmente ocultas en los bolsillos de su pantalón de mezclilla. Giró torpemente sobre sí y apoyó el hombro contra el flamboyán al tiempo que un estallido interno pareció volcar su estómago, explayándose por la boca, por la nariz, y haciéndolo llorar. Ahora, alejándose hacia el ómnibus cercano, oyó de nuevo la voz de Caperucita recalcándole con absoluta convicción:

-No deje de ver al médico, las cosas a tiempo… --y subió al ómnibus. Caperucita había aprendido mucho después de su primer encuentro con el lobo, allá en el bosque, hace siglos. Ahora sabía obtener los mejores resultados utilizando convenientemente los recursos de que disponía, que aún no eran muchos.

“Es posible que tenga que seguir un tratamiento de psicoterapia por impotencia”, pensó Caperucita, mientras buscaba el doblez que había hecho en la página del folleto, sentada en uno de los asientos laterales del ómnibus. 

 

[1] Josefina Toledo: Cuentos de fantasmas. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1980.

Josefina Toledo Benedit
jtoledo@cubarte.cult.cu  

 

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