Paraísos perdidos

Por Carlos Szwarcer

   He tenido la suerte de visitar Córdoba en varias oportunidades y disfrutar su paisaje, la hospitalidad de su gente y su humor tan particular, además de admirar su historia. Soy un porteño que ama su ciudad natal, Buenos Aires, tanto que a veces pienso que nací de un bache del centro de la ciudad y al pensar en la elección del tema de esta primera publicación vino a mi mente en forma inmediata la imagen de Córdoba como un Paraíso. Indudablemente los cordobeses han sido obsequiados, y en abundancia, por la Madre Naturaleza.

Los habitantes de Buenos Aires a falta de cerros, montañas, valles o caudalosos ríos, construimos día a día nuestro paraíso y también, hay que decirlo, nuestro infierno. Si no existen, los “inventamos". Los vergeles o los oasis, refugio y descanso para los caminantes, existen tanto en desiertos como en ciudades. Muchas veces estos sitios son mera ilusión, pura imaginación, un espejismo para el sediento errante. Sin embargo esos “ámbitos salvadores” de la sed y la demencia pueden también estar en un bar o café, lugares bien reales y ligados a la nostalgia que supimos conseguir, tan típica en los porteños, un sello grabado a fuego como otra de nuestras manifestaciones características: el tango, que junto a una infinidad de ritos cotidianos nos da identidad y sentido de pertenencia.

Efectivamente, los porteños seguimos con la vieja costumbre de encontrarnos en los cafés, esos sucedáneos de los viejos "fogones" criollos, o como lo definen algunos "popes" de las ciencias sociales: lugares que representan "La Choza Mayor de la Tribu", adonde vamos a hablar de nuestras cosas, de lo que nos pasa, donde en una mesa arreglamos el mundo: será por éso que un Café de un barrio cualquiera de la ciudad se puede convertir en ese oasis que nos salva de cierta locura cotidiana.  Allí hacemos nuestra pausa en el camino, a veces de sólo unos minutos para recobrar fuerzas y seguir peregrinando, otras para compartir momentos con los amigos. Filosofamos sobre la vida y hablamos de lo que es, de lo que fue y de lo que será. En esos locales, donde parece detenerse el tiempo, entre el humo y los ruidos, lo imposible es posible y viceversa.

Días atrás, justamente en un café del centro, charlaba con dos amigos del alma sobre las bondades innegables del progreso y todos sus beneficios, inmediatamente surgieron los costos que pagamos por esa “prosperidad” y meditamos sobre lo que “extraviamos” en ese camino de transformaciones hacia un mundo mejor. ¿Qué paraísos perdimos?

El "Chino" Oscar nos decía - Se acuerdan  cuando jugábamos a las figuritas, a las bolitas, al balero. ¡Qué tiempos aquellos! Han cambiado tanto las cosas...

Sus palabras me llevaron en el acto a imágenes tan gratas de mi niñez que quedé como hipnotizado, tanto que cuando reaccioné y estaba por reafirmar lo dicho ya era tarde. Lito se adelantó contestándole sin la menor misericordia. - Pero calláte, dejáte de "joder", vos  vivís en el pasado.

Mientras el mozo nos miraba de reojo, pude responderle: - Pará, en parte tiene razón. Ustedes saben que yo no soy de los que piensan que todo tiempo pasado fue mejor, pero... qué lindos, qué distintos eran aquellos años, si hasta jugábamos al fútbol de vereda a vereda. - Sí - reafirmó el chino - , en cambio hoy, si no estás en estado atlético, para cruzar las mismas calles, en una milésima de segundo te "lleva puesto" el primer auto que pasa.

Lito, como siempre que cambiamos ideas, se fue poniendo cada vez más colorado de los nervios y profundizó su postura: - Ustedes están "tildados" en otra época. Hoy los pibes están en otra. Son los tiempos de la computadora. "Chotean" o "chatean", qué sé yo como se dice. Bah... hablan con  chicos y chicas de otros países al instante, hasta se ven por el “televisor”. En esos “cyber-cafés” dicen que tienen juegos que te hacen sentir que estás adentro de la pantalla, eso de la "realidad virtual" me parece espectacular. Ustedes son unos "viejos chotos" – insistió.

-Pará che, que vos tenés nuestra misma edad - le contestó molesto el Chino - y no te acalores que encima te sube la presión, mirá como estás de colorado. ¡Frená la moto viejo, a ver si encima terminás parapléjico en el hospital!

En tanto Lito con un gesto de disgusto pensaba en lo que le advertía el Chino y el joven mozo esbozaba una sonrisa piadosa como pensando de dónde salieron estos tres especímenes, se me ocurrió agregar - ¿Además saben qué recuerdo?, el cine continuado con tres películas, los carnavales, las fogatas de San Pedro y San Pablo, los corsos. ¿Cómo nos divertíamos con esas cosas no?

Al Chino se le iluminaba la cara, y Lito se iba transformando; juro que creí que allí mismo se moría. Fue pasando de colorado a verde aceituna y con los ojos desorbitados pegó un golpe en la mesa. Se nos arrimó como pretendiendo decirnos algo muy importante sin que nadie se enterara y en voz baja sentenció - Locos, están los dos locos de remate. Mirá Carlitos... vos tenés un corso pero a contramano. Subiendo el tono precisó con cierta arrogancia - Hoy  tenemos video-casetera, ni al cine hay que ir. ¡Má que fogatas, que para compartir unas papas calientes, no se acuerdan, nos pelábamos los dedos! Hoy... micro-ondas viejo. Y casi a los gritos concluyó - ¡Y qué bombitas de agua y qué carnaval. El carnaval de Río lo ves sentado en tu casa, sin moverte, sin poner un mango, en la tele! Después de ese borbotón de palabras Lito pareció relajarse al menos unos instantes.

El Chino quedó mudo y yo, mientras evitaba responderle para que la charla de café no terminara con un pedido de ambulancia, me quedé pensando, más bien recordando, los Paraísos Perdidos de nuestra niñez urbana. Salí del trance cuando el mozo nos avisaba que tenía que levantar las sillas porque era hora de cerrar.

Lito nos preguntó - ¿Pero che, no son las diez de la noche, a qué hora cierran ahora? Ya ni podemos charlar- y nos asombró aún más al agregar - ¿Se acuerdan cuando acá nos quedábamos hasta las dos de la "matina?  

Una mirada cómplice acompañada de unas carcajadas irrefrenables me unieron al Chino y dije:        - Viste Lito...  vos también tenés un ¡Paraíso Perdido!, al fin caíste en una.

Pagamos los seis cortados que consumimos, dejamos unas monedas de propina para el mozo y salimos del boliche riéndonos los tres. Caminamos por Avenida Corrientes con las luces de neón proyectando nuestras sombras alargadas y cansinas dirigiéndose hacia el Obelisco y entonces, otra vez, Lito, como un guerrero romano herido blandiendo su espada para vengarse, en tono de sorna, rematando la noche, exclamó – ¡Uy... tiraron abajo el viejo Trust Joyero y pusieron una Hamburguesería... Pucha digo!

Aceptamos la cargada echándonos a reír otra vez... como tres chicos.

Cruzando la 9 de Julio la luz amarilla del semáforo nos avisaba que no llegaríamos a cruzar de un tirón la totalidad de la ancha avenida. Nos detuvimos en el parador y yo, saliendo de la  telaraña de recuerdos que se me habían venido encima, me sentí como Adán recién expulsado del Edén, sabiendo que una y otra vez volvería a “comer de la misma manzana prohibida” tanto como a rememorar los lejanos Paraísos Perdidos, porque la necesidad de creer en el porvenir es tan importante como traer a la memoria, aunque más no sea de vez en cuando, nuestros orígenes, como para ir cargando las pilas.

Carlos Szwarcer                                            

(*) · Historiador y Periodista. Participa de temáticas relacionadas con la historia de la Ciudad de Buenos Aires y su diversidad cultural.

Publicado en Revista Cultural del CECAO N° 14. Diciembre de 2003. Córdoba. Argentina.

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