La casa eterna
Carlos Szwarcer

Había esperado ese momento toda la noche, ansioso y desvelado. Aquella mañana sería diferente a todas las demás. Los peones sudorosos, con los canastos sobre sus espaldas, atravesaban meticulosamente el angosto zaguán y el enorme patio repleto de coloridas macetas; al trote cubrían la distancia que los separaba del corredor; y en el primer departamentito iban descargando nuestras pertenencias. Pobre mi bobe (1), se había ido al cielo sin despedirse de mí; eso sí nos había dejado la pieza y el comedor para que nos mudáramos de un tercer piso por escaleras al inquilinato.

Ya no tendría que subir tantos escalones cada vez que volvía del cole, ahora todo sería distinto, pensaba, mientras encaramado al soporte de la heladera jugaba a que tenía una poderosa patineta, sus rueditas y mi desbocada energía me llevaban de un lado al otro del patio común ante la mirada desorbitada de algunos vecinos.

Me conocían, claro, cada tanto íbamos por un rato de visita, pero ahora "el roiter" (2) llegaba para quedarse, y ya se sabe como son los pelirrojos: traviesos, malos, dañinos, aseguraba Esther, la de la primera piecita.

- Nene, ten cuidado con los malvones - me gritó Dora -. Y agregó, de entrada, para que no quedaran dudas de que el patio era su exclusivo territorio: - me rompes una plantika y "te ajarvo". (3)

- Tranquilo íngale (4), tranquilo - susurraba Don Simón, el de la tercera pieza, dibujando una falsa sonrisa -. Sin dudas, presentía que nuestra llegada le complicaría sus monótonas y soporíferas siestas.

 

Y fueron años felices. Mis viejos, mis hermanas, los vecinos, un gran menjunje. Afuera la calle, lo nuevo, el inicio de un largo camino. Siempre me esperaba la barra de amigos, los juegos, "la feria", "el cole", en fin,… mi infancia, la vida en sus comienzos, tan pura y transparente. "Después… que importa el después", dice el tango. Qué sentido tiene ahora observar dónde estoy, dónde llegué, qué fue, qué pudo ser. Más allá de todo, allí, en ese lugar, están los primeros momentos sublimes de mi existencia, inalterables por siempre, tan ciertos y monolíticos que resisten cualquier intento de olvido, aunque, a veces, casi sin darnos cuenta, agreguemos algún detalle nimio a lo acontecido, para tapar algún hueco de la memoria, o para embellecer innecesariamente lo que es bello de por sí, todavía un poco más.

Hace tanto calor; el local de la calle Warnes, al que llegué por un trámite, tiene aire acondicionado, después de unos minutos salgo y, otra vez, me sumerjo en el fuego del mediodía. Apurado, con tantas cosas por hacer, con el día que no alcanza. ¡No…no puedo dejar de pasar por allí! Me encuentro apenas a unas cuadras de mi antigua casa y siempre que estoy por el barrio me acerco, me atrae, no sé, es como un canto de sirenas. Seco la transpiración de mi cuello con el pañuelo. ¡Qué día complicado, la próxima vez paso! ¿Qué hago?, me pregunto ¡No! Tomo el teléfono celular y llamo a Marta. "Sabés dónde estoy… en Villa Crespo". Ese comentario es un guiño, ella sabe que indefectiblemente me daré una vuelta por el viejo inquilinato para cargar las pilas. "Ok… un beso", me dice sonriendo.

Necesito percibir los viejos aromas, recorrer la cuadra, los árboles, los umbrales que me conectan directamente con el origen, los frentes de las casas que todavía permanecen en pie, pararme frente a esa puerta de madera, con los brazos cruzados, como diciendo acá estoy todavía y vos también buen roble, indestructible al paso del tiempo, como mi niñez.

Entonces… bajo por Malabia, doblo en mi calle Padilla, paso por el añoso árbol al que le sacábamos las ramas para hacer las populares y divertidas fogatas en aquellos inviernos tan fríos, y me voy acercando, de a poquito, como siempre, para ir saboreando el momento de los recuerdos. Camino casi pegado al frente de mármol negro de la casa en la que jugábamos a las figuritas, y de pronto me siento extraño, desubicado, como si me hubiera "chupado" un plato volador y me dejara en otro sitio, en otro lugar absolutamente desconocido. Miro hacia atrás, por las dudas, para saber si estoy loco o qué… Sin embargo, todo está igual, faltan, por supuesto, conjurados en algún rincón del pasado, los pibes de la barra, los puestos de la feria, mi vieja con su bolsa volviendo del almacén, el turco Liazer, el tano Tomás, el gallego Manuel, Moishe, el "shlepper" (4), pero, por los demás, todo, o casi todo, está en su sitio como algunas décadas atrás. Dicen que las piedras sobreviven a los mortales. ¿Y mi casa? Vuelvo a mirar y no caben dudas, no es un sueño, estoy donde tengo que estar, pero donde estaba y tiene que estar la casa de mi niñez hay un edificio de nueve pisos, riéndose desde las alturas. Ni puerta, ni zaguán, ni patio, ni las baldosas de la calle quedaron.

Duro como una estatua de sal, frío como un témpano, desorientado, como a quien le mueven el piso o le quitan las estrellas del firmamento para siempre, atiné a decir solamente, con la voz temblorosa: ¡¡¡Qué lo parió!!!

- ¿Señor?, me pregunta un obrero con acento paraguayo.

Entro a la obra en construcción y me explican que estaban terminando los detalles, que finalizan en dos meses. Habían comenzado en marzo, casi un año atrás. ¿Tanto hacía que yo no pasaba? El zaguán no existe, donde estuvo el patio y el resto del inquilinato estará el garaje del moderno edificio. Me permiten recorrer la planta baja. Donde estuvo mi cuarto, por el momento, apenas unos ladrillos tirados, una bolsa con desperdicios y una pequeña hoguera quemando vaya a saber qué. Miro y miro, y no lo puedo creer. Ni patio ni Universo. Delante de mí un espacio inconmensurable, sin vida. Levanto la vista y el cielo es otro cielo.

Salgo del edificio, saludo a los albañiles y me voy yendo, abatido, metido en mis pensamientos. Me pregunto por la chapa de la puerta de entrada, por el número. Me doy vuelta, desando el camino y cuando voy a preguntarle a uno de ellos, observo que la chapa enlozada está allí, envejecida, con el "644" todavía estampado, negándose a que el óxido alcance a corromper ese número cabalístico, lo único que queda. Nadie me mira. Levanto mi mano derecha y compruebo que no está atornillada sino puesta a presión, entre la carpintería metálica y el vidrio. Intento despegarla. -¡Dale!, me digo. Es solo una travesura, como antes, como cuando tocábamos timbre y salíamos corriendo, como cuando hacíamos pendejadas. ¡Dale!, repito, llevátela, como recuerdo. Suave, muy suave la voy desacomodando, la estoy haciendo mía…

- Señor, me dice el capataz de la obra, mientras con cara de perro bulldog abre la puerta y me pregunta con aspereza - ¿Qué hace?

Tengo ganas de decirle tantas cosas, pero no me entendería. Le sonrío y miro la chapa por última vez. No me había topado con ningún plato volador, no me habían llevado a otra galaxia, simplemente mi casa de infancia ya no existía y nadie me había avisado. Tengo un nudo en la garganta, pero no más que eso. Decido no angustiarme, ni rasgarme las vestiduras, no tiene sentido, porque pensándolo bien… ¡qué me importa…, pero qué carajo me importa, si está en mi corazón, dentro de mi ser, para siempre conmigo!

Notas

1) Bobe: Abuela. Del Idish, judeo-alemán, o habla de los ashkenazíes, judíos llegados a la Argentina, principalmente desde Europa Central y Oriental.

2) Roiter: Colorado, rojo. En este caso "pelirrojo". (del Idish).

3) Ajarvar: dañar, lastimar. (del djudezmo: habla de los sefaradíes. Denominada indistintamente djudezmo, ladino, judeoespañol, castellano antiguo, espanyol, españolit, etc. Idioma de los judeo-españoles del siglo XV y que sus descendientes mantuvieron, con ligeras variantes, según la región, en cada aldea en la que se afincaron luego de la expulsión.

4) Íngale: niño, nene, joven. (del idish)

5) Shlepper: vagabundo, harapiento, mal vestido (del idish)

© 2007. Carlos Szwarcer
Buenos Aires, enero de 2007

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