El viajero
Chester Swann

La fatiga ornaba sus sienes con fofas perlas salobres y a sus pies con coriáceas costras de tierras de miles de caminos y senderos de cientos de naciones, reinos y estados.   Su báculo tenía el aura de todas las civilizaciones, el misticismo de todas las religiones, el saber de todas las culturas, la ignorancia de todas las necedades y el bagaje cálido de todos los tiempos; en los que transitó sin merma de paciencia y ubicuidad, por la superficie de todos los mapas que la vanidad y el egoísmo humanos hubiesen trazado arbitrariamente, para dividir aún más, cada vez más, a los demás.

No lo movía la curiosidad —naturalmente humana por cierto—, de conocer costumbres exóticas, ni la sed espiritual de una búsqueda de sí mismo a través de maestros, gurúes o clericales y teológicos impostores.   Tampoco el tedio y la rutina del sedentarismo, lo impulsaron a abandonar sus parajes nativos ya olvidados (tan olvidados que pudiera haber recorrido varias veces los mismos parajes sin caer en cuenta de ello); ni la ansiedad de encontrarse y reconocerse en los miles de rostros con los que se cruzaba en ciudades, aldeas y descampados; tampoco la posibilidad de verse reflejado en ellos, porque él, también era ellos en una pluralidad singular, si se permite el oxímoron.

Hacía tanto que se pusiera en marcha, que había olvidado hasta su nombre original y su lugar de procedencia, e incluso de sí mismo y de los motivos que lo impulsaran a cruzar límites y devorar senderos; con la terca resolución de quien se sabe dueño de su propio ser y de quien se sabe esclavo de sus propias pasiones y palabras, uncidas éstas al yugo de los pensamientos propios y ajenos, que finalmente son la suma de los nuestros.

Paso a paso, tranco a tranco iba fluyendo como arroyo manso por polvorientos senderos, a veces empinados y en ascendente fatiga; a veces en descansado descenso hacia los llanos y valles. Paso a paso iba por montañas, serranías y bosques de alucinante verdor y sombríos follajes, como sus a veces oscuros y procelosos pensamientos y palabras no pronunciadas ni preanunciadas. Paso a paso y con breves instantes de reposo, iba tambaleándose por las dunas de los desiertos, detrás de alguna caravana similar a gigantesca serpiente zigzagueante o delante de alguna horda de bandoleros semi-nómades.   Paso a paso, anduvo sobre las aguas de ríos y mares, bogando en algún bajel o montado en algún tronco flotante.   Paso a paso en sus nocturnos descansos iba contando las estrellas que le faltaban para completar su colección personal e indivisible de constelaciones.

Nunca se detuvo a preguntarse, el porqué de su andariega manía de conocerse por etapas, ni de hacerse a sí, en tramos de pasos andados y por andar.   Era el viajero por excelencia, andador por vocación y paria itinerante por convicción.  No tenía nombre alguno, pero tenía al mismo tiempo todos los nombres, de todos los hombres nacidos y todos los nombres anónimos de los sin-nombre, o por nacer.  Ostentaba en sus sienes la espinosa corona de los elegidos y de los hombres libres, conviviendo con su frontal estigma de Caín y el porte de los príncipes destronados, a causa de su derecho a reinar y regir con legitimidad.

Tenía la mirada alucinada del santo eremita, del loco y del profeta en su tierra; la palabra persuasiva del impostor y del mercader de almas; las manos ásperas del guerrero, y el oído agudo del cazador de oportunidades.   También poseía el paladar del sibarita y epicúreo, que mordisquea un duro mendrugo de pan, con el gozo comparable al del más celestial de los banquetes y la más perversa de las bacanales. Poseía la sensibilidad de quien celebra un trago de agua cristalina, cual si fuese el más añejo e inhebriante de los vinos de Franconia y Germania; y ostentaba la serenidad estoica de quien ha visto pasar a la muerte de largo. en las más angustiosas y reales circunstancias.

Había traficado pieles en Persia; pastoreado cabras en Kashmir; hubo meditado en un monasterio en Lhasa; luchado con piratas en el Mar de la China y combatido con mercenarios en Katmandu.  Debió haber enfrentado —aunque esto último casi lo habría olvidado—fieras en las montañas y escorpiones en los desiertos; también hubo soportado todos los chubascos y monzones en Asia y Africa; o los terremotos en China y Japón; o las marejadas de la Polinesia o las guerras en el Hindostán o las batallas en Tesalónica.

Húbose leído quizá todos los libros, de todas las bibliotecas que dejara en los caminos andados; así como habría escrito todas las cartas y bitácoras en rocas, pergaminos, papiros, vitelas e incluso en la arena efímera de las playas y desiertos.  No existiera una mota de polvo de cada camino, a la que no  conociese e identificare como a una amiga y compañera de viaje.

Se cuenta que cierta vez halló una mota de polvo en su sandalia. El viajero al percatarse de su fiel compañera, la saludó y juntos recordaron los muchos caminos que habían conocido desde que viajaba con él en su sandalia, soportando el ritmo no siempre regular de sus pasos. Amaba a la mota de polvo porque nunca se había quejado de cansancio ni desprendido de su calzado, por fidelidad a sus convicciones andariegas.   Tal vez, la mota de polvo quisiese conocer otros parajes, viajando de diferente modo que mecida a los vientos caprichosos, que, a veces la hacían girar en círculos, sin haber logrado proyectarse más allá de su horizonte.

El viajero podía amar a una mota de polvo, dándole toda la importancia que se merecía, por ser parte del planeta que pisaban sus pies y parte del universo, lo que es decir, parte de Todo. Por tanto, la importancia de esa mota de polvo carecía de límites para el viajero, que la contemplaba con el arrobamiento de quien ve a través de ella a todos los caminos y a todos los hombres y mujeres que se cruzaron con él por esos caminos. Y también, contemplándose a sí mismo en los millares de trozos de espejos quebrados que eran copias de él, a lo largo del tiempo, sin tasa ni medida.

El viajero atizó los secos leños, que alimentaba su hoguera en un descampado mientras sus pensamientos, vagaban por todos los sitios ya recorridos o por recorrer.   Pensaba quizá en esa caravana, que en Islamabad pereciera bajo un alud de rocas; o en los marinos que naufragaran con él en un arrecife traicionero de Scylla; o tal vez en el simún que, en los cálidos desiertos norafricanos, sepultaran un recua entera de camellos con sus jinetes y carga.        

Podría haber recordado quizá a los sobrevivientes y sub-vivientes de la cruenta batalla de Marathón o en las víctimas de la construcción de la Gran Muralla, bajo la paranoica égida de Tsin-Shih Wang Ti; o en las matanzas de primogénitos hebreos por el faraón Im'Ho'Thep, el cuarto de su dinastía. ¡Tantas memorias podrían caber entre sus sienes y cejas! ¡Tantos recuerdos podrían convivir simultáneamente en una misma célula de su cerebro!                  

Tantas visiones de tantas vivencias  podrían ser rebobinadas en sus entornados ojos.  Como todas las noches de las noches, dormiría en la soledad que se palpa bajo las estrellas inmutables, que le guiñaban desde las profundidades del abismo sideral, como invitándolo a conversar con ellas acerca de los insondables misterios de la vida y la muerte.

El sabía que ellas lo contemplaban desde las alturas, porque él se sabía partícipe de la naturaleza y parte inalienable de todo el universo, aunque nunca supo con certeza el origen de sus pensamientos ni el destino final de sus ideas y conceptos.   Sólo creía que poseía el derecho inalienable de ser, e integrar un átomo del úniverso, un trozo del Todo, una fracción de la Nada.  Todo le estaba concedido y nada deseaba, porque la nada es nuestra parada final en alguna esquina del cosmos.

Una llama crepitó en un leño de la hoguera del viajero, y una miríada de chispas siguieron  unos instantes el curso del viento.  Supo que esa leve fugacidad de la chispa, ocultaba una lección acerca de lo efímero del ser  material, y lo vano de sus vanidades.   El viajero intuía en cada chisporroteo de su hoguera y en cada guiño de una lejana estrella, el mensaje silencioso de la vida; del amor y de la muerte.  Entonces, comprendió el porqué de su travesía eterna.  

Pudo, por fin saborear el fruto filosófico de sus afanes sempiternos, a la luz amarillenta de la hoguera que lo mantenía aún despierto.

Comprendió que quizá había llegado a destino, tras innúmeros pasos perdidos por caminos insondables y arrastrando sus sandalias por incontables senderos de barro y polvareda; arenas y roquedales.

Se durmió sonriendo, como quien ha alcanzado la iluminación y esa noche soñaría con su esencia pura, aunque ya no tendría razones para despertar jamás pues los iluminados no duermen.  Velan.   

Chester Swann
de "Cuentos para no soñar"

Obra registrada en el Registro Nacional de Derechos de Autor
Del Ministerio de Industria y Comercio de la República del Paraguay
Bajo el folio Nº 2.446, Foja 87
Art. 34 del Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999
A los efectos de lo que establece el Art. Nº 153 De la Ley Nº 1.328/98
“De Derechos de Autor y Conexos”

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